La CUP ante 1978

-La independència serà revolucionària d'esquerres o nos serà! -Jo és que voldria que un cop independents, cada cert temps, la gent pogués escollir lliurement quines polítiques dur a terme. No sé... em faria força il·lusió que el que construíssim fos una democràcia... que si als nostres descendents no els agradessin les lleis les poguessin canviar... i tal... Saps la diferència entre una legislatura i un Estat?Condicionar el per sempre a una legislatura, cortesía de Gargotaire

Esta mañana la CUP se reúne en asamblea para decidir si acepta la propuesta de pacto de Junts pel Sí, lo que incluye la investidura como president de la Generalitat de Artur Mas.

A pesar de las tremendas diferencias entre los dos momentos en el tiempo, así como las diferencias entre sus protagonistas, existen ciertas similitudes en el proceso que puede iniciarse esta mañana en Catalunya con el que tuvo lugar en 1978 en España. En muchos sentidos, hoy puede iniciarse la andadura hacia un proceso constituyente. Y es en este sentido desde el que creo que es más fácil explicar las renuncias que tiene que afrontar la CUP.

(Abro paréntesis para insistir, otra vez, en las diferencias: es evidente que ni lo que deja atrás Catalunya es una dictadura, ni mucho menos Convergència Democràtica de Catalunya — CDC — tiene nada que ver con el franquismo. Hecha esta aclaración, prosigamos.)

A grandes rasgos, las opciones que hay sobre la mesa son dos:

  1. Primero el Estado, y después ya veremos. Esta es la opción de quienes defienden el acuerdo y la presidencia de Mas. El principal argumento es que la consecución de un estado propio es de caudal importancia, pudiendo quedar en segundo término otras cuestiones. Añade, además, el argumento, que el «color» de la política que se dará en dicho nuevo estado dependerá en cada caso del resultado de las futuribles elecciones legislativas en dicho estado.
  2. La segunda opción es el veto a Mas — y, en cierta medida, a CDC — como condición sine qua non para un pacto. Y, en caso contrario, arriesgarse a ir a unas nuevas elecciones, con el riesgo de que arrojen resultados peores para el independentismo, que ahora tiene mayoría absoluta en el Parlament.

Este último punto, escrito como mera oposición a una persona, tiene sin duda algo de caricaturesco. Incluso de antojo. Y así ha sido presentado en prensa y debates diversos a menudo. Tiene, no obstante, mucho fundamento — que puede compartirse o no, claro está — si se pone en contexto. Y ahí viene el paralelismo con el proceso constituyente que entre 1977 y 1978 condujo a la aprobación de la Constitución Española de 1978.

Hay dos grandes críticas que se hacen a dicho proceso constituyente, críticas que se arrastran hoy en día y que, en muchos aspectos, son lo que genera un creciente malestar sobre sus efectos y la dificultad de paliarlos:

  1. Que se hizo sin pasar cuentas con el pasado, porque lo que entonces convenía era salir hacia adelante como fuese.
  2. Que tuvo un diseño muy determinado precisamente por esas cuentas del pasado sin saldar.

Estos dos puntos son, precisamente, los que muchos simpatizantes de la CUP traen ahora a colación ante el nombramiento de Artur Mas, actualizados a la Catalunya de 2015 y, por supuesto (y como se ha dicho antes) con actores distintos (y mucho mejores) que los que protagonizaron la dictadura fascista.

  1. El primer punto no es baladí: la CUP está (casi) en las antípodas de CDC en materia de economía y sociedad. La lista de reproches a la gestión de CDC desde la CUP es extensa y, en muchos casos, profunda — la gestión de Interior, los suministros energéticos o de agua o la gestión de la Sanidad no son para nada matices menores a la hora de ver las cosas entre ambos partidos. Parece lógico que se quieran pasar cuentas con el pasado, con la legislatura pasada, especialmente cuando se da el caso que, por ir en coalición con ERC, la rendición de cuentas fue esquiva durante la campaña electoral.

    Se añade a la evaluación de la gestión en el gobierno la cuestión de la corrupción de CDC y CiU. Si bien no hay casos abiertos contra el mismo Artur Mas, no son pocos los que le achacan, como mínimo, la responsabilidad política de algunos casos, especialmente los vinculados a la financiación del propio partido.

  2. Dicho lo anterior, el segundo punto cobra especial relevancia. Visto en perspectiva independentista, de lo que aquí se trata no es de darle un color u otro a una legislatura, sino de determinar quién va a diseñar las instituciones del hipotético estado catalán. Es decir, de cómo va a ser el proceso constituyente. Si el independentismo catalán (y vasco) lleva 40 años quejándose del diseño salido de 1978, es lógico que no quiera cometer el mismo error en 2015. De ahí la insistencia contra Mas — y contra CDC — y de ahí que lo que ilustra la viñeta que encabeza este apunte probablemente no refleje todos los complejos matices del momento. Un proceso constituyente es de todo menos neutral, y va a marcar el futuro de todas las legislaturas, no solamente la primera.
Un hombre va en bicicleta y se hace caer a sí mismo al poner un palo entre los radios de la rueda delantera.Pals a les rodes, cortesía de Adrià Fontcuberta

Este segundo punto es, a mi parecer, el más importante. Y el que marca la diferencia con aproximaciones estrictamente coyunturales — una legislatura no puede marcar un estado — de otras mucho más estructurales — hay que hacer el proceso constitucional con el máximo de garantías posibles: ni corrupción ni sesgos ideológicos sin contrapeso.

Así es, el dilema que ante sí tiene la CUP es prácticamente insalvable: puede que para no encallar el proceso de independencia tenga que renunciar a contrapesar el proceso mismo; y puede que para tener un proceso constituyente sin rémoras del pasado, tenga que renunciar al proceso. Este es el dilema, y no el tratar de imponer o no determinadas condiciones de coyuntura económica y social.

Dicho esto, no deja de sorprender que la CUP no haya propuesto — al menos no de forma clara y directa, aunque ha habido alguna aproximación tangencial — lo que podría ser el golpe de sable sobre el nudo gordiano: desposeer al gobierno y al parlamento del poder constituyente, y hacer recaer todo el poder constituyente en la sociedad civil.

Al fin y al cabo, muchas de las cuestiones más delicadas del proceso de preparación del estado propio van a transitar por una delgada línea entre la legalidad y la alegalidad — cuando no en la total ilegalidad. Dado el estrecho margen de actuación legal, así como el compromiso en el que se van a poner las instituciones catalanas, sería doblemente beneficioso descargar — como ya ha sucedido en otras fases del proceso independentista — buena parte del peso sobre la sociedad civil. Habría que renunciar, sí, a liderar el proceso, así como a poder conducirlo políticamente hacia los varaderos del interés de cada partido; pero por otra parte sería un proceso mucho más legitimado por ser más participado, y haría de la desobediencia civil un instrumento también más legítimo, por realizarse por individuos (que es la esencia de la desobediencia civil) y no por instituciones, lo que siempre conlleva un problema de representatividad.

A menudo se compara la CUP con el movimiento del 15M y a menudo el veredicto es que tienen parecidos pero también diferencias. Esta es una: a la CUP todavía le cuesta demasiado el (admitámoslo: muy difícil) equilibrio entre la calle y las instituciones. La CUP es asemblearia, sí, pero está lejos de actuar con lógica de red, donde las instituciones son un nodo de la misma: no más, pero tampoco menos.

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Malditas redes sociales

Fotografía del artículo original en La VanguardiaFotografía cortesía de Manuel Guillén.

Las redes sociales son un gallinero. Las redes sociales son una trinchera. Las redes sociales embrutecen. Las redes sociales son el insulto permanente. Las redes sociales polarizan. Las redes sociales crispan.

No servirá aquí de nada recordar las evidencias empíricas sobre el impacto positivo de las redes sociales en prácticamente cualquier ámbito de la sociedad. Mayor autonomía de los pacientes; comunidades de práctica y de aprendizaje para profesionales y aprendices; redes de intercambio y trabajo colaborativo; democratización del acceso a la información y mejor toma de decisiones; comunicación entre instituciones e individuos; etc.

A lo mejor el problema no son las redes sociales sino la política. Una política que tiene una aproximación cínica e hipócrita sobre el diálogo, el debate y la deliberación (por no hablar de la negociación); que tiene una aproximación corporativista y sectorial del ejercicio democrático en lugar de ciudadana y social; una política que se considera a sí misma campo de Marte en lugar de ágora de construcción colectiva.

Desde que Internet es web la política se ha acercado a ella para ver cómo podía ponerla a su servicio. Es interesante ver como el concepto “tecnopolítica” es usado por partida doble ya en 1997 por Stephano Rodotà y Jon Lebkowsky, aunque con significados casi opuestos. Mientras el primero nos habla de una política que será más eficaz y más eficiente (pero la misma política), Lebkowsky nos habla de una tecnología que redefinirá la política, más activista, revolucionaria en las formas y el fondo, una restitución de la soberanía en el ciudadano.

Las redes sociales hicieron que estas teorías pudiesen materializarse. En general hemos visto más de lo mismo, pero con motor digital y a mitad de precio. El 15M nos trajo algo nuevo – muy nuevo – que bien supieron aprovechar algunas candidaturas para trabajar (no para destruir), para descentralizar y distribuir (no como amplificador) y para depurar y acercar al ciudadano (en lugar de ensordecer y ahuyentar).

En la campaña del 27S ha habido un poco de todo, pero ha predominado con diferencia lo de siempre. Algunos creemos que la dinámica podría revertirse. Pero nos llaman ilusos, ingenuos, o directamente ignorantes en los menesteres políticos. Dime de qué presumes.

Entrada originalmente publicada el 30 de septiembre de 2015, bajo el título Malditas redes sociales en La Vanguardia. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta lavanguardia.

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El fin de la casta

Imagen de una corte con sus nobles y lacayos
La corte celestial de Indra, cortesía del Asian Curator at The San Diego Museum of Art

Y con las últimas elecciones municipales del pasado 24 de mayo en España, se acabó la casta.

En 2007, Gian Antonio Stella e Sergio Rizzo publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili (La casta. Así los políticos italianos se han convertido en intocables), un libro en el que denunciaban la impunidad con que los representantes públicos en Italia conseguían hacer y deshacer a su antojo.

Cuatro años más tarde, en 2011, Daniel Montero publicaba en España La Casta. El increíble chollo de ser político en España y al año siguiente se le añadían los periodistas Sandra Mir y Gabriel Cruz con La casta autonómica. Mientras el primero calculaba — y criticaba — el a su juicio hinchadísimo coste de la política y las administraciones españolas (y la picaresca y caradura asociada), los segundos aprovechaban los cambios de gobiernos locales y autonómicos del año anterior para destapar — o poner de relieve — los desmanes presupuestarios perpetrados a lo ancho y largo de nuestro país por cargos electos y afines (también con flecos de corrupción por todas partes).

De ahí, o desde otro lugar (quién sabe: la paternidad de las ideas es altamente promiscua), se popularizó el calificativo de «la casta» para atacar, sin grandes ánimos de separar y diferenciar, a todo lo que se moviese y oliese a amiguismo, clientelismo, nepotismo, corrupción, prevaricación, robo, fraude, arrimarse al poder, holgar en el poder, holgazanear en el poder y ser un malnacido en general.

Hay que reconocer que el término es más que ilustrativo. Y su uso — tanto en intensidad como en extensión por parte de algunos partidos políticos — ha contribuido, en positivo, a situar en el debate público desde prácticas legales pero poco éticas hasta lo más criminal, desvergonzado y mezquino que se ha realizado desde lo público.

Ahora bien, la casta — o la mafia u otros gentilicios para los habitantes de las instituciones públicas o para-públicas (cajas, empresas públicas, etc.) — no deja de ser una generalización. Y, como tal, es injusta. Y, más que injusta, acaba siendo ineficiente: nubla la vista y no nos permite hacer diagnósticos ajustados, ajustados a la realidad, a las necesidades, a los recursos. Cuando todo es casta, nada puede (ni debe) salvarse del fuego purificador. Y de ahí a pegarle fuego a todo, va un paso. Y de ahí a acabar uno mismo inmolado por el propio fuego media otro último paso.

Puede ser que veamos un uso decreciente de «la casta». Y creo que lo veremos, en particular, por dos razones:

  1. Porque ya ha hecho su uso. Se puso en marcha para (1) denunciar determinadas prácticas y (2) para diferenciar a determinadas personas, grupos, movimientos o partidos de dichas prácticas. Bien, ambas cosas ya han sucedido, han tenido su desarrollo y sus resultados. Por una parte, la agenda pública lo tiene incorporado y el poder judicial y los medios parece que ponen cartas en el asunto. Por otra parte, dichas personas y partidos han concurrido ya a unas (o varias) elecciones, que ya han terminado y se puede dar por finalizada la campaña.
  2. Porque la generalización implícita (o explícita) en el concepto de casta empieza a entrar en contradicciones. Contradicciones por construcción, porque muchos de quienes utilizaban el calificativo pueden ahora confundirse, al poblar las instituciones, con esa misma casta. Si son todos, son todos. Y contradicciones por obra, dado que hay decisiones que, a lo mejor, no eran casta. O actuaciones que no eran tan propias de la casta. Y decisiones y actuaciones que va a haber que tomar, porque son necesarias, legales, justas y legítimas. Porque, a lo mejor, no todo era casta.

Es por ello por lo que pienso que al concepto de «la casta» le queda poco recorrido. Uno no puede andarse generalizando sin acabar siendo un cínico o un ignorante, sin empezar a crear excepciones, sin tender a autojustificarse allí donde antes no encontraba justificación alguna.

Cuánto se alargue la pervivencia del término casta nos indicará qué camino se ha acabado tomando.

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Teoría y práctica de la participación ciudadana

Una de las principales críticas que se hacen a la participación de la ciudadanía es que ralentiza el proceso de toma de decisiones.

En la teoría, se imagina uno un proceso donde los representantes de los ciudadanos preparan una decisión (se documentan, debaten entre ellos, negocian en los pasillos del poder legislativo o ejecutivo) y deciden. Abrir esta decisión a la ciudadanía supone intercalar una fase entre la previa a la decisión y la decisión misma, fase en la que se hace participar a la ciudadanía: se le consulta alguna cuestión, se le permite hacer alguna enmienda, etc. Y pasada esta fase, se toma la decisión final. Y, como la mayoría de añadidos, supone tiempo y recursos. Y retrasos a la hora de tomar la decisión.

Esta creencia no viene, en mi opinión, avalada por la realidad. Sobre todo porque ni el proceso tradicional sin la participación ciudadana suele ser como se pinta, ni porque el proceso participativo es habitualmente como debería ser de hacerse a consciencia y, sobre todo, con el convencimiento de que la participación es algo bueno.

Simple esquema de la participación ciudadana en la toma de decisiones políticasSimple esquema de la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas

Empecemos por lo que no es, por cómo se toman, en la mayoría de los casos, las decisiones políticas. La realidad — y ahí está la hemeroteca y ahí están millones de folios de informes técnicos y literatura científica — es que muchas decisiones se toman si no en caliente, sí sin grandes esfuerzos a la hora de documentarse, de diagnosticar bien el problema, de cotejar las opciones disponibles y, sobre todo, de analizar costes y beneficios, y costes de oportunidad y evaluaciones de impacto. Dicho de otro modo, la fase previa a la decisión es a menudo exigua — cuando no inexistente — y las decisiones se toman con un fuerte componente ideológico en detrimento de un análisis objetivo y sosegado. Dejo aquí de lado otros casos mucho peores pero no por ello infrecuentes: decisiones tomadas de forma fraudulenta y corrupta, para beneficiar a amigos, al partido o a los bolsillos de uno mismo.

Esta toma de decisiones tiene varios problemas, o mejor dicho, uno solo: la realidad no se ajusta a las expectativas. Así, la decisión tomada de forma indocumentada produce conflictos. Algunos son de carácter técnico (soluciones que no son tales, costes económicos que se disparan) y otros son de naturaleza humana o social: las decisiones poco fundamentadas suelen ser, al mismo tiempo, poco legítimas (o poco legitimadas socialmente, aplíquese lo que uno considere más ajustado), con lo que la conflictividad social se incrementa. Y debe gestionarse. Y cuesta tiempo y dinero. Y, a menudo, nos devuelve a la casilla de partida: el problema sin resolver, y tiempo y dinero tirados por la alcantarilla.

Vayamos ahora a lo que debería ser la participación. No ese parche que se hace pasar por participación — y que no pasa de gesto condescendiente con aras de cumplir un expediente. Tampoco es la participación (solamente) el voto en un referéndum o para escoger entre varias opciones. Como tampoco es la participación (solamente) la transparencia y la rendición de cuentas.

Si algo caracteriza fuertemente la participación en la toma de decisiones públicas es, precisamente, en lo que viene antes de la decisión misma. Dicho de mejor forma: la participación no debería ser un proceso discreto, que tiene lugar de vez en cuando, sino un proceso continuo, que tiene lugar constantemente.

  • Diagnóstico: el inicio de una decisión sucede (o debería suceder) inevitablemente constatando que hay un problema, una necesidad o un anhelo entre la población. El proceso de participación debe indudablemente empezar aquí, dado que no habrá buen diagnóstico sin la concurrencia de todos los agentes implicados.
  • Deliberación: si concurren todos los agentes, concurrirán con sus puntos de vista y con sus propias propuestas. Permitir que se encuentren, que debatan, que contrasten es, también, participación. Y siempre será una mejor decisión aquella que se haya tomado de forma no solamente informada sino deliberada y contrastando cuantas más alternativas mejor.
  • Negociación: nuestros problemas, necesidades y anhelos son maximalistas, pero nuestra realidad suele ser de mínimos. La negociación es necesaria para separar el óptimo de lo irrenunciable, lo deseado de lo posible. En la negociación, actores y alternativas se enfrentan a los recursos existentes y deciden sus prioridades en función de sus valores. Este punto es esencial para cocer decisiones más legítimas, menos conflictivas y, por tanto, más sostenibles socialmente.

Si nos creemos que la toma de decisiones tradicional tiene un elaborado proceso previo a la decisión misma, abrirla a la ciudadanía no debería ser un gran cambio. Una ciudadanía informada y con herramientas de deliberación y negociación entrará en una sana dinámica de participar, sin necesariamente alterar (en demasía) los tempos de la política, que a menudo deben cumplirse para que los problemas no se agraven o las ventanas de oportunidad no se cierren.

El problema es que el diagnóstico colaborativo es imposible porque no hay datos ni información abiertos. La deliberación es difícil por la ausencia de espacios (presenciales y virtuales) de participación. Y la negociación se desincentiva porque ceder es de perdedores.

Así, la participación pasa a ser un pegote, un parche, un añadido, un algo que tiene lugar de vez en cuando y que, además de añadir tiempo a la toma de decisiones, deja insatisfechos a ciudadanos, gestores y políticos.

Valdría la pena, pues, arriesgarse a probar otro tipo de participación. Una participación continua, constante, exhaustiva, comprehensiva. Tiene otros (muchos) problemas, por supuesto. Pero podría darnos una sorpresa el constatar que, dentro de sus dificultades, paga la pena.

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Retos de la participación institucional en un mundo de organizaciones extrarepresentativas

Pintura mural en un edificio
Distanza Uomo Natura, cortesía de Jerico.

¿Qué traen los nuevos partidos? ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Qué harán una vez entren en las instituciones? Un artículo que escribí hace justo un año hacía unas cuantas reflexiones al respecto que parece que son más vigentes que nunca.

Participación

Cuando hablamos de participación, relación gobierno-sociedad, o diálogo entre las administraciones y el ciudadano, lo más habitual es pensar en proyectos — o incluso programas enteros — que se añaden a iniciativas, debates o servicios iniciados o provistos por el gobierno o la administración. La palabra no ha sido elegida al azar: primero se diseña y confecciona el proyecto que se quiere llevar a cabo y, al final, se añade, como un apéndice, como una cuestión exógena, algún elemento de participación, ya sea mera difusión del proyecto, una pequeña ventana a recibir opiniones o, en el más optimista de los casos, un verdadero artefacto de deliberación. Sin embargo, incluso en este último caso, la iniciativa parte de arriba, hay una propuesta más o menos prefijada, y la participación viene después. A menudo consultiva y raramente vinculante. Pero siempre un añadido.

No puede negarse que este modo de operar tiene (o tenía) unas razones de ser.

  • Por un lado, los altos costes fijos de establecer cualquier tipo de proyecto, infraestructura o institución.
  • Por otra, los proyectos, infraestructuras e instituciones suelen requerir un gran número de personas para ponerlos en marcha. Esto hace incurrir en unos altos costes de coordinación de estos equipos.
  • Por último, en un mundo analógico, acceder a los recursos, aunque sean en el ámbito de la gestión del conocimiento y las comunicaciones, es muy dificultoso: datos, información o expertos tienen altos costes o bien de manipulación y reproducción o bien de transmisión o desplazamiento.

Bajo este paradigma industrial, aparecen instituciones que hacen de intermediarios que optimizan los procesos persiguiendo la máxima eficiencia y eficacia. Esta centralidad de la intermediación conlleva, sino automáticamente si a efectos prácticos, que la participación con y en estas instituciones sea a largo plazo o para proyectos de larga duración, sea iniciada casi siempre de forma colectiva (o hasta que se alcanza una determinada masa crítica) y tenga un funcionamiento fuertemente dirigido, donde la mayor parte de los componentes operan reaccionando a las órdenes de esta dirección, de arriba a abajo.

Con la digitalización de la información y las comunicaciones las restricciones anteriores o bien desaparecen o se reducen drásticamente:

  • Los costes fijos de establecimiento de una iniciativa digital o son cero o son significativamente menores que su contraparte analógica.
  • Las bajas barreras y costes de entrar (o salir) de un proyecto hacen que la masa crítica para iniciarlo pueda reducirse, a menudo, a unas pocas personas o incluso a un único individuo.
  • El coste de manipular, reproducir y distribuir contenido, así como de comunicarse con los expertos se reduce a la mínima expresión y es marginalmente cero una vez se tiene una mínima capacidad de almacenamiento y de comunicación.

e-Participación, e-democracia y tecnopolítica

En complementariedad — no en oposición — a la participación clásica, aparecen ahora nuevos espacios de participación con nuevas características. Estas características no son sino abrir lo que antes era un extremo de la participación, llevando a nuevos escenarios de la participación.

  • Participación puntual. En la participación a largo plazo se añade ahora la participación puntual, centrada en la iniciativa o la acción y no el proyecto. Es una participación «casual», una participación «just in time», una participación en el momento y en el lugar donde son necesarios y no forzosamente a largo plazo y con horizontes de desempeño lejano.
    • Esta participación puntual es posible y al mismo tiempo facilita una gran separación de roles, permitiendo una alta especialización en las tareas y quién las lleva a cabo.
    • La separación de roles es también posible y al mismo tiempo facilita la multiplicidad de actores a la participación, de modo que a las grandes instituciones multipropósito, ahora se añaden grandes redes que aglutinan aportaciones hechas por numerosos agentes.
  • Individualización. En la participación iniciada colectivamente ahora se añade la iniciativa individual, que puede preceder la acción sindicada. Esto es especialmente importante al principio de la participación innovadora o transformadora. Esto no quiere decir que la participación colectiva sea un subóptimo o que deba ser evitada, sino que los individuos tienen ahora mucha más flexibilidad para iniciar los procesos de forma individual — lo que no quita, claro está, que el impacto a gran escala seguramente dependerá del grado de adscripción a una iniciativa original.
    • Esta posibilidad de iniciar los procesos abre espacios para la iniciativa individual, meritocrática, fuertemente basada en la «hacercràcia» o «haz, y ya te seguiremos», alejado del pacto y el consenso que antes eran necesarios previamente a cualquier acción.
    • Junto con la separación de roles y la multiplicidad de actores, la iniciativa individual es posible gracias a que favorece la granularidad de la participación. Los proyectos pueden atomizar en tareas mínimas que pueden luego ser asumidas por los individuos, sin que éstos tengan que contar con el apoyo de una institución o una organización detrás.
  • Descentralización. Por último, a la necesidad de la jerarquía y la dirección se añade ahora la proactividad. La innovación social abierta permite una participación proactiva, oponiéndose pero al mismo tiempo completando la participación dirigida y reactiva. Para que esto sea posible ha tenido que suceder antes la separación del contenido del continente o, lo que es lo mismo, la separación de la función de la institución.
    • La descentralización hace posible la separación de contenido y continente, es decir, la no identificación de la tarea o de la herramienta con la institución. Ya no esperamos que determinadas tareas pasen sólo dentro de un determinado tipo de institución (periodismo, educación, participación) sino allí donde está el talento necesario para llevarlas a cabo.
    • La separación de roles de la institución abre las puertas a la proactividad, entendida como la independencia del individuo de cualquier tipo de necesidad de aprobación para poder actuar.

Estos tres factores — participación puntual, individualización y descentralización — junto con los respectivos subfactores — separación de roles, multiplicidad de actores, iniciativa individual, granularidad de tareas, separación de contenido y continente y proactividad — suceden, además, en dos nuevos ejes :

  • Por un lado, el mensaje transita, horizontalmente, por diversas plataformas y canales de comunicación. El componente crossmedia y transmedia de la nueva participación nos dice, por un lado, que el mensaje y la participación ya es multiplataforma y multimedia; por otra parte, que tanto el mensaje como los actores implicados y el tipo de participación muta a medida que cambian los escenarios: ya no será posible comprender la participación teniendo en cuenta sólo un escenario o plataforma.
  • Por otra parte, el mensaje también tiene una profundidad vertical. Contra el (a menudo injustamente) denostado clicktivismo, lo que generalmente ocurre es que la participación es multicapa y opera a diferentes profundidades y densidades de participación, desde la más frívola hasta la más comprometida, pero todas ellas interrelacionadas e incomprensibles las unas sin las otras.

Políticas de participación

Ante estos cambios drásticos y ante la nueva liquidez de la participación parece procedente reenfocar las políticas: alejarlas de la centralidad institucional y el liderazgo, y acercarlas a la facilitación de una participación distribuida.

  • Dar contexto. Proporcionar una comprensión del marco donde se está actuando, identificando el máximo número de actores, detectando las necesidades, listando las posibles vías por donde avanzar y, muy especialmente, cuáles son las tendencias que afectan o afectarán la decisión colectiva.
  • Facilitar una plataforma. Reunir a los actores relevantes en torno a una iniciativa. No se trata de crear una plataforma o un nuevo punto de encuentro sino de identificar cuál es el eje vertebrador, el ágora, la red y contribuir a ponerla en funcionamiento o mantenerla en movimiento.
  • Atizar la interacción. Evitar caer en el error de «construimos-lo y ya vendrán»: la interacción debe ser fomentada, promovida, pero sin interferencias que no puedan ir en contra de un liderazgo descentralizado y distribuido. Generalmente, el contenido será el rey en este terreno. Pero cualquier contenido, sino un contenido filtrado, fundamentado, contextualizado y, sobre todo, bien enlazado.
  • Este rediseño de las políticas debería poder dar lugar a, también, un nuevo diseño en el que hace referencia a la fijación de los objetivos de la participación ciudadana:

    • Incidencia en el proceso. Si, generalmente, el objetivo de la participación era un producto o, aún mejor, un resultado, es ahora (también) deseable detenerse más en el proceso, en su análisis, en la toma de conciencia del camino emprendido. Será esencial abrir el proceso haciéndolo transparente, fundamentarlo con contexto y datos solventes, y diseñarlo de cara a facilitar la posibilidad de replicarlo.
    • Codecisión responsable. Si la participación estaba dirigida a que la institución acabara tomando una decisión, parece necesario abrir espacios de codecisión si somos coherentes con el nuevo diseño de la participación, más individual, decentralizado, puntual. No se trata (de momento) de cambiar el centro de quien toma las decisiones, sino de hacerlo de forma compartida. De nuevo, dar contexto, disponer de datos abiertos o acceder a espacios y dinámicas para contribuir a la deliberación serán ejes clave en esta cuestión.
    • Subsidiariedad radical. Si antes decíamos que la decisión debe ser compartida, no necesariamente ésta debe ser simétrica. Mientras las instituciones conocen el marco o el contexto, pueden ser los individuos o pequeños colectivos los que conozcan los cómos de la implantación. Puede ser beneficioso que las instituciones hagan un paso atrás, yendo del liderazgo en la facilitación, que sea posible diseñar, también en la aplicación, una granularidad en la toma de decisiones y que, en definitiva, sea posible pasar de la participación en la codecisión.

Cambio institucional

Para hacer todo esto es necesario que haya un profundo cambio institucional. Al menos en tres ámbitos:

  • Bajar los costes de la participación. El fomento de la participación debe pasar necesariamente por bajar los costos de participar. A menudo será tan fácil como poner a disposición de las partes la información disponible. Facilitar un espacio para la deliberación también lo será. O establecer mecanismos estables y «automatizados» de prospectiva y recogida de necesidades y demandas de la ciudadanía. Bajar los costos de participar sube, en consecuencia, el beneficio relativo de esta participación.
  • Aumentar los beneficios de la participación. Al otro lado de la ratio coste/beneficio encontramos aumentar los beneficios. Esto significa que la probabilidad de que sean escuchadas o tenidas en cuenta unas propuestas no sea tan baja que no valga la pena ni iniciar la participación. Si la perspectiva es que la acción ciudadana no servirá de nada después de los recursos invertidos, los beneficios percibidos nunca serán mayores que los costes soportados reales. De nuevo, la creación de contextos, la facilitación de ágoras o el fomento de la participación en base a información rica puede aumentar la percepción de que los beneficios de participar serán más elevados que los costes de hacerlo.
  • Cambiar el diseño de las instituciones para no participar. Hay una tercera aproximación para mejorar la participación o, mejor dicho, para atajar el problema de la baja participación: hacerla irrelevante. El ciudadano quiere participar, pero no todo el tiempo (lo de los costes y los beneficios que decíamos al principio), sino allí donde importa, que es en el diseño institucional. Probablemente muchos de los debates sobre la baja participación, sobre el coste o los potenciales beneficios de participar quedarían anulados si se abriera la opción de la reforma institucional así como del cambio de protocolos, procesos y conductas de la acción colectiva, sea o no pilotada por las instituciones.

Estamos viviendo, ahora mismo, una transición de la política como meta a la política como proceso, de la institución como solución a la institución como caja de herramientas — donde dice institución, podemos hablar perfectamente de parlamento, partido, sindicato, ONG, asociación de vecinos … la política caja de herramientas es el «hágaselo usted mismo», es el bricolaje político, es quedar con los vecinos para dibujar, serrar y montar unos muebles (democráticos) cada uno con sus herramientas, en lugar de comprarlos hechos. Este es el tipo de política que algunos están impulsando desde las calles coordinados desde las redes.

Una política como caja de herramientas requiere un cambio de marco mental extraordinario:

  • Para empezar, caen las marcas, ya que las herramientas son lo que importa y no la caja de herramientas, herramientas que son intercambiables y recombinables.
  • Requiere, también, un mayor protagonismo del mismo ciudadano, acostumbrado (mayoritariamente) a encontrar las cosas hechas, hechas por otros.
  • Este protagonismo requiere, además, competencia, saber hacer cosas, o aprender a hacerlas. Hay que aprender a hacer la nueva política.
  • Con lo que se cierra el círculo volviendo a la caja de herramientas: no sólo saber hacer, sino saber escoger las herramientas apropiadas para cada caso.

Es necesario que los ciudadanos y nuevas formas de organización ciudadana hagan un esfuerzo para hablar el mismo idioma, para llegar a un entendimiento mutuo. Al fin y al cabo, son la misma cosa. Entre ellos están las instituciones tradicionales. Ahora, su papel de intermediación es más necesario que nunca… aunque el esfuerzo que tienen que hacer es mucho mayor para, quizás, acabar pasando a un segundo plano. A estas instituciones también será necesario pedirles hacerlo con mucho tacto.

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Política, televisión, transmedia y el vuelco electoral del 24M

Fotografía de dos personas ante muchos televisores antiguos
Portobuffole’ 12 Luglio 2009, de David Zellaby

Las elecciones del 24 de mayo de 2015 han supuesto un vendaval que ha revuelto los votos y los escaños en muchos municipios y autonomías de España.

Al analizar la potente entrada de Podemos en el Parlamento Europeo en 2014, muchos se reafirmaron en el poder de la televisión a la hora de marcar agenda, campaña y capacidad de movilizar voto, habida cuenta de la cuota de pantalla que sobre todo Pablo Iglesias acumulaba.

Dado que en las municipales la mayoría de partidos no gozan de esa cobertura, por ser de naturaleza local, y no obstante han visto crecer sus apoyos en las urnas, cabe la duda de si la televisión estará perdiendo baza en materia de impacto electoral.

En mi opinión no es así, pero sí creo que su papel ha cambiado. Considero que la era de la televisión en política terminó, para dar paso a la política transmedia.

La televisión, hegemónica

Todavía hoy en día los estudios sociológicos dicen que la mayoría se informa a través de los informativos televisivos, y en menor media radio y prensa escrita. Seguimos dedicando ingente cantidad de tiempo a la televisión y, además, con una cobertura casi total en la población — mientras que un 40% todavía no usa asiduamente Internet o las redes sociales.

Tal y como ocurrió con Podemos y Pablo Iglesias, todavía la televisión ha sido fundamental en las elecciones municipales y autonómicas de 2015. Ada Colau, David Fernández o Mónica Oltra — por no hablar de nuevo de Podemos — han sido personas altamente mediáticas durante estos últimos años que han proporcionado mucha visibilidad a sus respectivas formaciones y/o a las formaciones que se han creado gracias a ellas. El caso de Colau, además, es paradigmático: además de su propio tirón mediático personal, formó coalición en Barcelona con Iniciativa per Catalunya – Els Verds, lo cual le permitió entrar en los bloques electorales televisivos, reservados a los partidos con representación en las anteriores elecciones.

Ahora bien, nos recuerda el Pew Research Center en The Rise of the “Connected Viewer” que (en 2012) el 58% de los televidentes se sientan ante el televisor con el móvil en mano. De hecho, no hay ha programa que se precie que no tenga su hashtag oficial para que la experiencia comunicativa pueda ser multipantalla.

Multimedia, crossmedia, transmedia

Kevin Moloney define multimedia, crossmedia, transmedia de la siguiente forma:

  • Multimedia: una historia, muchos formatos, un canal. El caso claro, una página web con fotos y vídeos.
  • Crossmedia: una historia, muchos canales. Un ejemplo, el anuncio de un juguete que tiene un mensaje parecido en televisión, radio, prensa escrita o vallas publicitarias.
  • Transmedia: un mundo de historias, muchas historias, muchos formatos, muchos canales. Pensemos en una acción de la PAH: discursos en televisión, cortes de activistas en radio, opiniones en blogs, fotografías en Twitter, casos en los tribunales, una ILP en el Congreso. Un mundo de historias sobre el derecho a la vivienda, a través de infinidad de bocas y pares de ojos cada uno contando un cachito del total, su punto de vista, su vivencia. En varias plataformas y con distintos formatos y discursos.

La nueva política es transmedia y el transmedia es red

Volvamos a la televisión. ¿Necesaria? Seguro. ¿Suficiente? Seguramente ya no.

Hemos visto en los últimos años como programas televisivos con un mensaje claro acababan mutando de sentido al pasar por el tamiz de las redes sociales. Cómo información política en los medios era matizada, contestada o totalmente convertida en arma arrojadiza con el uso de retoque fotográfico, vídeos paródicos o comentarios fundamentados en evidencia empírica.

Por irónico que pueda sonar, puede que entremos en una era donde la televisión aporta lo cuantitativo y lo virtual lo cualitativo. Los medios aportan la noticia, el dato, la información, y las redes el mensaje, el conocimiento, el qué hacer con esa noticia.

Pero para que el transmedia funcione hace falta algo más que una democratización de los medios de producción de la información y la comunicación. Hace falta ese mundo de historias, esos miles de bocas y pares de ojos (y orejas), esos nexos, esa red. Para que el transmedia funcione hace falta la comunidad, y hace falta la red.

¿Cuánto y cómo ha cuidado cada formación política su red? Creo que ahí está el quid de la cuestión. Que cada uno haga sus propias reflexiones al respecto. Sobre quién, cuánto y cómo ha urdido complicidades comunitarias y tejido redes no de fanáticos sino de colaboradores.

Creo que vale la pena aquí matizar entre comunidad y red, aunque puedan ser a menudo intercambiables: comunidad son los míos (familia, trabajo, amigos), mientras que red son mis intereses… y las personas con quiénes los comparto, y a quién puedo acceder y compartir información y vivencias con ellos. Mi comunidad de vecinos son los pocos con los que comparto rellano o edificio; mi red vecinal son aquellos muchos, distantes a veces, con los que comparto intereses sobre la gestión de equipamientos vecinales, políticas de urbanismo, modelos de turismo, etc.

La televisión aporta el qué. La red aporta el resto de preguntas.

La televisión es condición necesaria, pero no suficiente. Igual que la red. Parecería que, por ahora, hacen falta ambas para llegar. Para llegar y para llegar con calidad.

Se dice que Roosevelt fue el presidente de la radio y Kennedy el presidente de la televisión. Una radio y una televisión inflexibles y unidireccionales que permitían llegar a muchos, pero en modo pasivo. Es posible que ante nuestros ojos estén desfilando los primeros líderes del transmedia. Y, en la medida que el transmedia es participativo y bidireccional, bienvenidos sean.

Apunte dedicado a Jordi Oliveras, que me ha hecho pensar :)

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