En la (reciente) historia de la Sociedad de la Información en España, una de las cosas que yo habría hecho diferente — no digo «error monumental» por parecer moderado y equidistante — fue la privatización de Telefónica. Entre otras cosas por no tener que oír las sorprendentes declaraciones de su presidente, César Alierta, anteayer en Bilbao, afirmando que los buscadores de Internet utilizan nuestra red sin pagarnos nada. Y es evidente que eso no puede seguir
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Consideraciones al margen sobre cobrar por partida doble lo que los consumidores ya pagan en su factura, el problema que aquí enfrentamos es que las infraestructuras no deberían ser suyas, de Telefónica; las infraestructuras no deberían ser privadas, sino públicas, siendo (o pudiendo ser) únicamente su explotación lo que es privado.
Las redes de infraestructuras — pensemos en carreteras, un símil válido y mucho menos abstracto que unas redes de telecomunicaciones — son estratégicas para todas las actividades de un país. Por carreteras y vías circulan camiones con alimentos o gasolina, corren las ambulancias, se desplazan las fuerzas de seguridad o nos atascamos los domingueros para «disfrutar» de un fin de semana en la conchinchina.
Esas carreteras, que son de todos, puede administrarlas el Estado directamente o, como sucede con las autopistas, conceder su administración/explotación a una empresa privada. Ocurre lo mismo con muchos parques y jardines en las ciudades, la limpieza de las mismas, la gestión de los aeropuertos, etc.
Telefónica era un monopolio del Estado (es decir, era «nuestro») que gestionaba la red de telecomunicaciones. Cuando se privatizó Telefónica — a un precio de risa — no solamente se privatizó la gestión de las «autopistas de la información», sino que también se privatizaron estas. Los problemas de esta decisión son, como mínimo, tres:
- Como las infraestructuras son de una única empresa que antes era un monopolio (la llamada incumbente), y no de todos, la empresa que quiere entrar en el mercado tiene que alquilar la red a la incumbente. Como esta tiene un monopolio de facto, pone el precio que le da la gana (en Europa ya nos han amonestado por ello) o le alquila por debajo de sus necesidades o en absoluto la red a la competencia (aunque esté regulado, el cumplimiento de la ley en este tema ha sido ya materia de demandas en España). La consecuencia es, como en todo monopolio, precios más altos que paga el consumidor.
- La alternativa es, claro está, que la competencia monte sus propias redes. Así, nos encontramos años atrás una España con todas las calles levantadas para replicar varias veces la red de telecomunicaciones. Con ello, se hacen inversiones redundantes que son muchas veces innecesarias y que, además, habrá que amortizar, amortización que se hará cargando en los precios del consumidor final.
- Por último, como lo que da dinero es el servicio de telecomunicaciones, no «echar cable», es fácil que toda la ingeniería social, el I+D+i, la modernización de procesos, etc. recaiga sobre lo que da dinero, es decir, la provisión de servicios, dejando las infraestructuras desatendidas. Es lo que ha ocurrido en los ferrocarriles británicos y las eléctricas norteamericanas. Infraestructuras desatendidas significa menor eficiencia y eficacia, lo que, una vez más, redunda en peor calidad de servicio y mayores precios para los consumidores.
En mi opinión, las redes de telecomunicaciones deberían ser del Estado, por ser una cuestión estratégica y de interés público. Y la compañía que quisiera usarlas pagaría un alquiler a las arcas públicas, dinero que iría destinado, básicamente, al mantenimiento y la modernización de esas mismas redes. Tendríamos redes más eficientes, precios menores y no deberíamos aguantar las declaraciones de César Alierta que, en lugar de pensar en sus consumidores, piensa en sus accionistas y en cómo arañar codiciosamente beneficios ajenos. Ya sabrá él qué mano le da de comer.