Publicaba ayer Eneko en 20 Minutos una viñeta que caricaturiza la gran articulación de la derecha frente a la atomización ideológica y de formaciones de la izquierda. Este tema es, sin duda, un clásico recurrente en los debates políticos, especialmente entre la izquierda que ve cómo se le van las fuerzas en su dispersión y desagregación, incapaz de hacer un frente común. «La derecha se organiza mejor», «¿por qué la izquierda no sabe organizarse?», «hay que unificar la izquierda», etc. son proclamas que se oyen una y otra vez en temporada electoral — a saber, casi cada día.
Es probable que aquellos que son más progresistas sean más negados para cuestiones organizativas, y que los valores liberales correlacionen con mejores competencias en gestión, comunicación, liderazgo. Lo que siempre se dice de que la derecha sabe gestionar un país porque sabe gestionar sus empresas. Es probable.
No obstante, puede que haya algo de consustancial en la ideología y programa mismo de la izquierda y de la derecha que mueva, a unos y a otros, a formas de organización distintas.
A grandes rasgos, podemos tipificar la derecha (más la liberal que la conservadora) y la izquierda de la siguiente forma:
- La derecha centra su programa en el individuo, en las libertades individuales. Una de las consecuencias es minimizar el papel (y el gasto) del Estado. En el límite, se trata de que el Estado sea el último garante del marco legal mínimo en el que transcurra la vida de las personas. Y, en última instancia, quien vele por el respeto de derechos y ejecución de contratos (que no son sino autolimitaciones de derechos). Punto.
- La izquierda centra su programa en el colectivo, en la construcción de una sociedad. Una de las consecuencias es abordar sistemáticamente todo aquello que tiene que ver el solapamiento de derechos y proyectos de vida. En el límite, trata tanto de optimizar la vida en común (servicios y bienes públicos) como de garantizar que nadie se cae de una sociedad (inclusión, seguridad social).
El diablo, claro, está en la puesta en escena.
Ante el programa de mínimos de la derecha, es fácil que varias aproximaciones se pongan de acuerdo. ¿Bajar los impuestos? Sí. ¿Bajar el gasto en educación pública y que cada uno, privada e individualmente, se la proporcione? También. ¿Y la sanidad? Tres cuartos de lo mismo. ¿Pensiones? Privadas. Etc. Desde una aproximación liberal, es fácil ponerse de acuerdo: todo lo que sea desmantelar es bueno. ¿Qué desmantelamos primero? ¡Todo! La unión está servida.
La izquierda lo tiene más crudo. ¿Impuestos? ¿Bajar o subir? ¿Cuáles primero? ¿Directos? ¿Indirectos? ¿Tasación de servicios públicos? Educación. Pública. Sí. Pero. ¿Dónde becamos primero, en infantil o en superior? ¿Son regresivas las becas universitarias? ¿Son ascensor social? ¿Cómo las pagamos? Sanidad. También. ¿Para todos? Claro. ¿Dependencia? ¿Discapacidad? Sí, claro. ¿Para todos? ¿Cómo lo pagamos? ¿Diseñamos tramos? ¿Qué tramos? ¿Con qué criterios? Y así hasta la extenuación. ¿Qué construimos primero? ¡Esto! ¡Aquello! ¡Lo de más allá! La escisión está servida.
Se me antoja que las tradicionales articulación de la derecha y desarticulación de la izquierda no es tanto una cuestión de competencia de unos e incompetencia de otros, sino de la naturaleza del programa.
La ventaja del liberalismo es que su política de máximos une, mientras que en el progresismo es difícil consensuar una política de verdaderos mínimos. Destruir siempre fue más fácil que construir.
No obstante, que sea difícil consensuar una política de mínimos no quiere decir que sea imposible. Lo estamos viendo estos días en la antesala de las elecciones europeas. De cuatro partidos progresistas actualmente sin representación en la eurocámara uno ha copiado a otro su sistema de participación y un tercero ha copiado al cuarto parte de su programa.
Ahí están los mínimos. Sólo hay que tener ojos para verlos. Que esos partidos decidan concurrir cada uno por su cuenta sin lugar a dudas obedece a otras razones, no a la incapacidad de acordar un programa base.