Fomentar la cultura, promover la industria cultural

Una de las noticias buenas del día es seguramente que el Congreso vota a favor de la supresión del canon digital.

La segunda noticia, y que no es ni buena ni mala sino que debería ser fuente de debate es que el canon se sustituya por otras fórmulas menos arbitrarias y, por tanto, más justas y equitativas, de remuneración de la propiedad intelectual, basadas en el uso efectivo de las obras y prestaciones.

Creo que en remuneración de la propiedad intelectual está la parte importante del asunto. La primera cuestión, más formal, es que lo que hay que remunerar en cualquier caso es la explotación o el uso para determinados fines de la propiedad intelectual, no la propiedad en sí misma (¿o sí?). La segunda cuestión, más importante y de fondo, es que debemos decidir si lo que queremos fomentar es la cultura a través de la producción cultural o bien lo que queremos es promover el establecimiento y crecimiento de una industria que hace negocio con la explotación de la obra cultural. Son dos cosas relacionadas, pero muy distintas, y más cuando en la mayoría de los casos quienes tienen los derechos sobre la propiedad intelectual no son los creadores y viceversa.

Es posible que sea deseable promover ambas cosas, pero por sus distintas naturalezas valdría la pena darles también trato separado. En el primer caso hay que pensar en una forma de fomentar la creación garantizando el sustento del creador; en el segundo caso hay que pensar en una forma de facilitar el beneficio de un sector garantizando el marco legal y económico en el que opera.

Creo que pertenece al Ministerio de Cultura todo aquello relacionado con el objetivo de tener más y mejores obras culturales, así como su máxima puesta a disposición de la ciudadanía sin ánimo de lucro. En otras palabras, que haya más y mejores libros, discos, películas, obras de teatro, pinturas o esculturas, así como más salas de conciertos, museos, revistas o páginas web culturales, etc.

Creo que pertenece al Ministerio de Industria todo aquello relacionado con el objetivo de tener un conjunto de empresas que generen beneficios y puestos de trabajo con la comercialización de las obras culturales. En otras palabras, que tengan más y mejor acceso al crédito cuando sea necesario, que puedan tener un trato fiscal preferente o que tengan un marco legal del sector sólido y cuyo cumplimiento sea garantizado por las distintas instituciones del estado de derecho.

El canon es — o era — una medida claramente perteneciente al ámbito de la industria, por lo que debería estar fuera de la agenda del Ministerio de Cultura y de la promoción de la Cultura, el creador, la obra cultural o como quiera que lo llamemos. Si el canon o similar se mantiene o no debe pertenecer al mismo tipo de debate sobre si se mantiene una tasa para la ocupación de la vía pública por bares y restaurantes o un impuesto sobre las emisiones de CO2, o si se crea una subvención a la producción de leche o a la compra de coche nuevo.

En la nueva medida que acuerde el Congreso para remunerar la propiedad intelectual tiene que quedar claro cuál es el objetivo: ¿remunerar al autor o promover la explotación de la propiedad intelectual?

En mi opinión, hay que remunerar al autor, a fondo perdido, para que cree. De la misma forma que remuneramos a médicos, profesores y jueces: porque queremos sanidad, educación y justicia públicas y de calidad, y por eso la pagamos entre todos. Son, todas ellas, bienes públicos y bienes de interés general. Como la cultura (yo lo creo así).

Si tratamos a músicos, pintores y dramaturgos como a médicos, profesores y jueces, lo que querremos de ellos es que creen obras culturales y su resultado quede para todos (como queda para todos la sanidad, la educación y la justicia). Se me ocurren para ello tres opciones:

  • Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del autor pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda disfrutar de lo que ha pagado.
  • Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del Estado pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda ser propietario de lo que ha pagado.
  • Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda cedida al dominio público. Si la cultura es un bien público y nos creemos que contribuye a hacernos más humanos y a una mejor sociedad, lógico es que no haya absolutamente ningún límite a su difusión. Ninguno.

Los tres puntos anteriores, de hecho, es como funcionan la mayoría de iniciativas del sector público, e iniciativa pública es fomentar la cultura. Como la sanidad, la educación o la justicia. Se paga al creador una cantidad justa por una determinada creación cultural… y ponemos el contador a cero.

Por supuesto, habrá quien considere que una obra cultural bien merece otro trato. Y que una obra tiene más valor que las horas invertidas en su creación. Que una obra es una inversión — de tiempo o de dinero o de cualquier otro recurso — que bien merece una explotación comercial más allá de su divulgación.

En ese caso, entramos en el terreno de lo mercantil, de la industria. Y en este nuevo escenario, habrá que plantearse, al menos, dos grupos de preguntas:

  • ¿Debe una industria tener una estructura de negocio basada en la subvención pública? ¿De qué forma? ¿En qué cuantías o proporciones al coste? ¿O debe repercutir los costes al consumidor? ¿Tiene un modelo de negocio competitivo? ¿Es capaz de generar beneficios o lugares de trabajo? ¿Bajo qué condiciones?
  • ¿Debe una industria disfrutar de un poder de monopolio (que es lo que protege la propiedad intelectual)? ¿Por qué motivo? ¿Compensa el coste del monopolio — la pérdida del excedente del consumidor — los costes de no regular un monopolio como las externalidades, comportamientos free rider o una oferta subóptima?

Cuando se reencarne el canon en una nueva figura valdría la pena pues tener claro si queremos fomentar la cultura o promover la industria cultural; si estamos defendiendo un bien público y de interés general o bien favoreciendo o protegiendo una industrial. Los diseños de las políticas deben ser, necesariamente, distintos.

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Qué piden los indignados

En las últimas 6 semanas ha habido en España:

  1. el 15 de mayo, la toma de las plazas de las principales ciudades españolas;
  2. el 22 de mayo, unas elecciones municipales y (en muchos casos) autonómicas (con repetición de la toma de las plazas el 21, contra lo que dicta la ley sobre la jornada de reflexión);
  3. del 15 al 22 de junio, concentraciones ante Parlamentos autonómicos y el Congreso de los Diputados
  4. el 19 de junio, manifestación multitudinaria en las principales ciudades españolas contra la política socioeconómica española.

Después de un mes y medio de un estado ciertamente excepcional de las cosas, las principales reacciones institucionales creo que pueden agruparse en las dos siguientes conclusiones:

  • No se sabe qué piden los indignados.
  • Se confunde la legitimidad de las urnas con tener patente de corso para no tener que rendir cuentas a la ciudadanía.

Mi segunda afirmación se basa en la reiterada apelación a los resultados de las últimas elecciones del 22 de mayo por parte de los portavoces de los partidos mayoritarios así como por muchos de los editoriales y columnas de opinión de los grandes medios de comunicación.

Dejemos dos cosas al margen: la primera, que dada la gran desafección política, es posible que mucho del voto sea táctica y en absoluto legitimación de la opción elegida; la segunda, que unas elecciones municipales no son un plebiscito sobre la gestión del ejecutivo (estatal) ni el legislativo, ni viceversa: es perverso el intercambio de jurisdicciones al que, según conveniencia, juegan los intereses creados antes, durante y después de unas elecciones.

No es, por tanto, extraño que uno de los lemas estos últimos días esté siendo no nos representáis. Esta frase nos recuerda que el voto no se da: se presta. Y, como en el amor, la confianza mutua se gana cada día, no con un par de regalos cada cuatro años según el calendario comercial. Joan Subirats lo explica de la siguiente forma en ¿No nos representan?:

Con el grito «no nos representan», se está advirtiendo que ni se dedican a conseguir los objetivos que prometieron, ni se parecen a los ciudadanos en su forma de vivir, de hacer y de actuar. El ataque es pues doble, a la delegación (no hacen lo que dicen) y al parecido (no son como nosotros). El movimiento 15-M no ataca a la democracia, sino que entiendo que lo que está reclamando es un nuevo enraizamiento de la democracia en sus valores fundacionales. Lo que critica el 15-M, y con razón, es que para los representantes el tema clave es el acceso a las instituciones, lo que garantiza poder, recursos y capacidad para cambiar las cosas. Para los ciudadanos, en cambio, el poder sólo es un instrumento y no un fin en sí mismo.

La primera cuestión que apuntaba anteriormente — no se sabe qué piden los indignados — tiene una explicación más compleja, aunque el veredicto es el mismo: hay que querer escuchar para entender, y muchos de los integrantes desde el primer hasta el cuarto poder han perdido la capacidad y las competencias para ello. O, al menos, algunas actitudes parecen venir de aquellas aptitudes.

En mi opinión creo que hay dos consideraciones previas fundamentales para poder sacar el agua clara de qué se está pidiendo estos días en las calles (físicas y virtuales) a los representantes políticos:

  1. Identificar quiénes y cuántos son los indignados: creo que limitarse a los que todavía acampan en las plazas, o incluso a los que se manifiestan en las calles, es quedarse con una visión más que parcial.
  2. Identificar dónde está la sala de prensa desde la que se emiten las peticiones: de nuevo, limitarse a los manifiestos o las consignas en las marchas es, creo, tomar la parte por el todo, y muy especialmente la parte más simple, más vendible y más populista (a la vez con y sin connotaciones negativas todos estos términos).

Hechos estos dos incisos, ¿qué piden los indignados?

Me gusta pensar que hay, al menos, tres niveles de peticiones, y que puede resultar una metáfora ilustrativa — aunque en mi opinión incorrecta, porque hay superposiciones — identificar esos tres niveles con tres niveles de participación en el movimiento del 15M.

  1. Un primer nivel de propuestas es aquel que hace peticiones concretas, de corte maximalista, basados en manifiestos detallados y, en cierta medida, exhaustivos de «todo lo que va mal». El manifiesto fundacional de ¡Democracia Real Ya! iría en esta línea: que no quede nada fuera. Esta protesta de máximos es la que echa a la gente a la calle y las plazas la reivindican como suya durante las primeras semanas de las protestas.
  2. Un segundo nivel es el que intenta ir podando las aristas que pueden excluir — y de hecho acaban excluyendo — a algunas personas del movimiento (y de las plazas). Es un nivel que, además, intenta y tiene que atraer gente a las calles, a protestar contra las órdenes de desalojo en base a una propuesta integradora, o a protestar contra medidas específicas del gobierno central y/o europeo. Se trata de propuestas concretas basadas en consensos de mínimos. Las llamadas a defender el derecho a manifestarse la noche del 20 o el sábado «de reflexión» 21, o a manifestarse contra el Pacto del Euro son dos ejemplos claros.
  3. Por último, proliferan, sobre todo en la red, propuestas generalistas de corte sistémico, es decir, propuestas que intentan evitar entrar en el detalle intentando únicamente apuntar al problema, reflexionar sobre las «soluciones» existentes (o que históricamente se han ido probando), y plantear, por encima de todo, que se debata el problema.

En el fondo, los tres niveles de propuestas y/o los tres escenarios de protesta piden lo mismo, aunque las formas puedan ser distintas y, en este sentido, distraer de lo que tienen en común. Es la conocida historia de que los árboles no dejan ver el bosque. Nacionalizar los bancos y permitir la dación del piso en pago de la hipoteca, cambiar las leyes que regulan la banca y las finanzas, o recuperar el poder político por encima del financiero no son sino tres formas de decir lo mismo.

Bien, pero, ¿y que es lo que piden los indignados, pues? En mi opinión, que formalmente e institucionalmente se dé el debate para reformar y mejorar el ejercicio de la democracia a partir de una transición de una democracia industrial a una democracia en red.

Con estas o con otras palabras, con mayor o menor lujo de detalles, creo que es esto lo que se está pidiendo. A gritos.

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De la democracia industrial a la democracia red: por qué hay que reformar el sistema

Cuando oímos hablar de reformar la democracia, es habitual ver el debate centrado en si hay que tener más o menos democracia directa o participativa en detrimento de la actual democracia representativa. La mayoría de propuestas van en esta línea o se dirigen a ese nivel de reformas. Dado que no se aborda el por qué son necesarias dichas reformas, el análisis de estas acaba siendo cómo alteraría cada nueva propuesta el reparto de escaños en el arco parlamentario. En mi opinión, esto es solamente la punta del iceberg y perdemos la mayor parte del impacto por el camino.

Un poco de historia

En la Edad del Hierro, la participación en política de un agricultor gallego seguramente se limitaba a sentarse en el edificio comunal del castro junto con sus «conciudadanos». En el debían dirimirse las cuestiones menores referentes a la convivencia en el castro, la defensa del mismo, y probablemente poco más. La persona se representa a sí misma.

2.000 años después, en la España del s.XIX, si ese mismo agricultor quiere participar en política para defender sus intereses, no le queda otra que participar en los distintos niveles políticos/administrativos existentes, dado que las decisiones que se toman en otras ciudades, y en los grupos de ciudades, también le afectan.

Una opción sería que todos los agricultores se reuniesen una vez por semana en un lugar común — pongamos que hablo de Madrid — y debatir y decidir sobre las cuestiones comunes. Para facilitar el proceso, con anterioridad se han puesto sobre papel todas las cuestiones y propuestas (y las leyes que las gobiernan), se han copiado y se han distribuido (a caballo) por toda la península. Una vez se haya llegado a una decisión, se establecerá cómo se llevarán a cabo todas y cada una de las propuestas y cómo se verificará su cumplimiento. Los acuerdos también se escriben, se imprimen, se copian y se distribuyen por todo el territorio.

En términos estrictamente económicos, la democracia representativa nace para hacer más eficaz y, sobre todo, más eficiente la gestión de la cosa pública. En lugar de tener que ir a Madrid una vez por semana y hacer miles de copias de la documentación legal y política, esta (y unas pocas copias) residen en un archivo central, al que acceden nuestros representantes electos que se dedican, en exclusiva, a informarse, a deliberar y a decidir por nosotros. Esto es la democracia representativa y es muchos órdenes de magnitud más eficaz y eficiente que representarse uno mismo. Los costes de realizar gestiones políticas (costes de transacción), así como los costes de divulgar la información (fijada en un recurso escaso: el papel impreso) hacen impensable otra alternativa. Hasta la llegada de la digitalización de las comunicaciones y la información.

El fin de los costes

Las Tecnologías de la Información y la Comunicación han acabado con los costes de transacción y con la escasez:

  • Para estar informado sobre una cuestión, ya no hace falta acceder físicamente al archivo de papeles y legajos.
  • Para debatir un asunto con los conciudadanos ya no hace falta reunirse bajo un mismo techo.
  • Aún con democracia representativa, para entrevistarse con un diputado ya no hace falta ir a su despacho.
  • Ni siquiera hay que estar en el Parlamento o el Ayuntamiento durante un pleno para saber qué se habla en él.
  • Tampoco hace falta meter un papel en una urna para emitir un voto.

La democracia representativa, tal y como la conocemos, era más eficiente y eficaz que otras alternativas por los costes de informarse, deliberar y decidir en una sociedad industrial, donde hablar significaba viajar, e informarse significaba acceder al papel. Ambas restricciones han desaparecido en una sociedad digital. Edificamos nuestra democracia representativa sobre unos conceptos de eficiencia y eficacia que ya no son válidos.

Hay, sin embargo, un recurso que sigue siendo finito, escaso, y que la digitalización todavía no ha resuelto: el tiempo. Informarse, deliberar y decidir sigue tomando tiempo, mucho tiempo. Cuando pensemos en un nuevo modelo, tenemos que tener en cuenta que el recurso tiempo es caro y lo será cada vez más en relación a otros bienes. Es por el factor tiempo que una prenda de vestir cada vez es más barata en relación a una obra de teatro (el tiempo de un actor) o una cura de urgencias (el tiempo de un médico).

Una democracia más participada

Al margen del coste del tiempo, sabemos que una democracia más participada es más eficaz porque:

  • Permite hablar en primera persona, sin mediaciones, sin simplificaciones, sin tergiversaciones.
  • Implica un mayor compromiso con la gestión de la cosa pública, fortaleciendo la comunidad.
  • Posibilita la definición de una agenda más inclusiva, más comprehensiva, donde los aspectos, demandas o peticiones no es tan fácil que queden fuera.
  • Facilita la articulación de lo global con lo local, dado que todas las perspectivas pueden incluirse
  • Hace factible la concurrencia de más actores, más puntos de vista, más conocimiento arrojado sobre un problema, con lo que se aumentan la cantidad y la calidad de las soluciones propuestas.
  • Dificulta la manipulación, los errores por carencia de información, al aumentarse la transparencia y la rendición de cuentas.

Si hasta ahora hemos tenido democracias menos participadas es porque — seguramente con buen criterio — priorizábamos el factor de la eficiencia (económica). Cuando este factor cae en picado, es hora de volver a poner sobre la mesa el factor eficacia. Hacer más y mejor política, no solamente más barata. Necesitamos una Ley de actualización del ejercicio de la democracia en la Sociedad de la Información. O, al menos, hacer el camino hacia algo parecido.

En caso contrario, la combinación de barato y de peor calidad es lo que conocemos como saldo. Que es la democracia que tenemos ahora: de mercadillo.

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Quiénes y cuántos son los indignados: delimitando la protesta

Ayer hubo una serie de protestas ante el Parlament de Catalunya que terminaron en algunas agresiones a algunos diputados y la dificultad generalizada para estos de acceder al recinto. Tanto los principales partidos políticos como los principales medios de comunicación y sus columnistas han coincidido en condenar la violencia, sin fisuras ni matices. Personalmente también los condeno. Pero si no entramos en los detalles, corremos el riesgo de acomodarnos en el populismo. Al fin y al cabo, no hace falta mucho análisis para condenar que le quieran robar el perro lazarillo a un invidente. Creo que ese acto — y otros de la misma calidad democrática — se condenan a sí mismos, así como, por norma general, se condena el terrorismo o el franquismo.

Más allá de este breve y consensuado análisis, no ha habido mucho más. Y, sin embargo, creo que cabía esperar algo más de políticos y medios.

La identificación de todo un movimiento de protesta (llámesele 15M, indignados o cualquier otro término generalista) con unos pocos — poquísimos — violentos se me hace tan extremo como identificar todos los políticos profesionales con la corrupción, aún a pesar de tener estos últimos muchos más casos identificados, un número que se dispara si hacemos una ratio per cápita.

A un mes de las acampadas iniciales del 15M sorprende sobremanera la simplicidad de los análisis con que nos regalan a los ciudadanos. Limitar temporalmente la protesta ciudadana a unas pocas semanas y geográficamente a unas cuantas plazas es, como poco, superficial. El movimiento del 15M es un síntoma, no una causa.

Demos un repaso rápido a cinco indicadores básicos producidos por el Centro de Investigaciones Sociológicas. Se trata de los Indicadores de la situación política — índices de confianza política, situación política actual y expectativas políticas — y los Indicadores electorales — intención de abstención y de voto en blanco en las elecciones generales.

Hemos cogido la serie a partir de abril de 2004 por dos motivos: primero, porque hay un cambio de ciclo político que se reflejó en valores disruptivos (la crisis de confianza a raíz de los eventos del 11 al 14M se saldó con un incremento exagerado de confianza al cambiar el gobierno, efecto «se ha hecho limpieza»); segundo, porque es donde las tendencias apuntadas más arriba se acentúan más, aunque ya puede apreciarse el cambio a peor a partir de marzo de 2000 así como una acentuación a partir de marzo de 2008.

En este sentido, creo que no es atribuible el mérito de la pérdida de confianza a un único partido, sino que, aunque sea pura especulación, puede seguramente atribuirse al tono que vienen marcando los dos principales partidos españoles, en tres fases:

  • Política de diálogo cero del PP durante su mayoría absoluta (2000-2004);
  • política de derribo de PP y medios durante la primera legislatura del PSOE (2004-2008);
  • agravamiento con la pésima gestión de la crisis por parte del PSOE (2008-).

Por otra parte, en estos últimos años, además de un florecimiento de la corrupción y un alejamiento de la ciudadanía en general, hemos podido ser testigos de la destrucción de la legitimidad de los poderes judiciales así como un bochornoso alineamiento de los principales medios de comunicación con el partido de su elección, abandonando su necesario papel de contrapeso como cuarto poder.

Hecha esta breve puesta en contexto, ¿cuántos y quiénes son los indignados? Probablemente muchos de los siguientes:

Según el padrón municipal a 1 de enero de 2011, están censadas en España 47,1 millones de personas de las cuales tenían derecho a voto 34,6 millones. Cójanse los porcentajes de participación y de opinión y calcúlense los millones de posibles indignados en este país.

Por supuesto, esto no es un estudio científico con significativos márgenes de confianza estadística. Creo, no obstante, que son números lo suficientemente grandes en potencia como para que se abra un debate serio. De una vez.

Sobre el resto, sobre robar perros lazarillo o manchar gabardinas con pintura, sobre eso ya estamos de acuerdo. No le den, por favor, más vueltas.

Esta entrada se ha actualizado el 21 de junio de 2011, añadiendo los 4 últimos puntos de la lista de puntos anterior.

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EduCAT 2.0 o cómo dar dos pasos atrás

La consellera d’educació Irene Rigau acaba de anunciar el plan EduCAT 2.0 que vendrá a substituir el EduCAT 1×1. A grandes rasgos — y con la poca información disponible por ahora — el nuevo plan revierte la tendencia de centrarse en el aprendizaje para volver a un modelo centrado en la enseñanza.

Cuando se anunció el parón del EduCAT 1×1 me mostré cauteloso: sin saber todavía si era un paso hacia atrás para deshacer lo andado o uno en diagonal para cambiar de modelo pero seguir avanzando, en mi opinión había motivos suficientes para replantearse un proyecto de modernización de la educación que asignaba los escasos recursos a las máquinas y no a los docentes. Mientras lo deseable sería poder hacer ambas cosas, ante los recortes del Departament d’Ensenyament, yo proponía abandonar la inversión en infraestructuras para concentrarse en la transformación (radical) de la metodología.

Ante las últimas declaraciones de Irene Rigau, no puedo sino oponerme, y de forma vehemente, a lo que se plantea. Simplificando, había dos motivos por los cuales se cerraba el EduCAT 1×1: falta de recursos y necesidad de cambiar el modelo. Con el nuevo anuncio, parece que los recursos que se destinarán son aproximadamente los mismos, con lo que solamente queda el cambio de modelo. ¿Cuál es ese modelo?

Con el nuevo EduCAT 2.0 los ordenadores se quedan (físicamente) en la escuela y se refuerza la enseñanza con pizarra digital. 3 críticas al respecto:

La gran carencia del EduCAT 1×1 era la escasa dotación de recursos en el terreno de la formación de formadores y, sobre todo, a repensar el modelo educativo. Los ordenadores e Internet, mucho más allá de facilitar la realización de tareas o de encontrar información son, en realidad, herramientas que revolucionan el sistema educativo, el método de aprendizaje. Esta es la palabra clave: aprendizaje. Si el EduCAT 1×1 se podía criticar por apostar muy tímidamente por el aprendizaje, el EduCAT 2.0 supone una regresión por apostar de nuevo por la enseñanza. Las pizarras digitales o los ordenadores en las aulas son tranformadoras solamente en manos de innovadores; si no, no hacen sino perpetuar lo caduco pero a mayor coste. Y la innovación no puede dejarse en manos de la buena voluntad, hay que tener una estrategia y dotar recursos para poder llevarla a cabo. El EduCAT 2.0 parece tener un enorme vacío al respecto.

Relacionado con lo anterior, pero desde el punto de vista del que aprende, los ordenadores e Internet no son formas de tomar mejores apuntes o hacer los trabajos en un procesador y mandarlos por correo electrónico. Son herramientas transformadoras porque, en casa, rompen la barrera entre la educación formal y la no formal, echan abajo las paredes de la clase, acaban con la idea de que el conocimiento solamente se encuentra en la escuela o en la cabeza del profesor, crean redes de aprendizaje entre estudiantes, ponen al alcance de un clic todo el saber de la Humanidad. Si el ordenador se queda en la escuela, el agravio comparativo entre quien tiene ordenador en casa y quien no es abismal. Si no hubiese recursos diríamos que ya hay bibliotecas y telecentros donde los niños pueden ir a estudiar, y que no hace falta tener ordenador con Internet en casa. Pero si el Departament se va a gastar el mismo dinero, se me hace impensable que sea en el sentido de crear más y mayores desigualdades.

Por último, y relacionado con la brecha digital. Para muchas familias, el portátil en casa no es solamente el ordenador del niño, sino el ordenador de la familia. Esto quiere decir (y se ha estudiado) que tiene un impacto positivo en la alfabetización digital del resto de miembros (padres y, sobre todo, hermanos menores) así como en el incremento del uso para fines no educativos. Dicho de otro modo: el portátil en casa no solamente cierra la brecha digital de primer orden (el acceso físico a las infraestructuras) sino también la de segundo orden (competencia digital y uso). E insistimos en este punto con la cuestión anterior: si no hay recursos, entonces bibliotecas y telecentros. Pero si los hay (y los hay porque se van a comprar equipos), que el ordenador se quede en la escuela es hacer que ese ordenador rinda varios órdenes de magnitud por debajo de lo que podría, tanto económica como, ante todo, socialmente.

A mi modo de ver, con el EduCAT 2.0 se dan dos pasos atrás: económicamente, se pasa a un modelo cuya eficiencia es mucho menor que el anterior, ya que los mismos recursos van a rendir significativamente menos (desaprovechamiento de las inversiones, incremento de la desigualdad económica de las familias); socialmente, se pasa a un modelo cuya eficacia está más que cuestionada en el ámbito educativo como en el social (agotamiento del modelo de enseñanza, desaprovechamiento del poder capacitador de la tecnología).

Para saber más

Martínez, A. L., Díaz, D. & Alonso, S. (2009). Primer informe nacional de monitoreo y evaluación de impacto social del Plan Ceibal, 2009. Montevideo: Área de Monitoreo y Evaluación de Impacto Social del Plan Ceibal.

Cobo Romaní, C. & Moravec, J. W. (2011). Aprendizaje Invisible. Hacia una nueva ecología de la educación. Barcelona: Laboratori de mitjans interactius. Publicacions i edicions de la Universitat de Barcelona.

Peña-López, I. (Coord.) (2010). “Framing the Digital Divide in Higher Education”. En Revista de Universidad y Sociedad del Conocimiento (RUSC), Monograph: Framing the Digital Divide in Higher Education, 7 (1). Monograph. Barcelona: UOC.

De este último monográfico, recomiendo especialmente:

Para pasar un rato

Otras entradas sobre el tema:

Y una charla reciente sobre la transición de la educación hacia el aprendizaje: De la enseñanza de las instituciones al aprendizaje de las personas.

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Abandonar las plazas, tomar las ágoras

La primera cosa que toda política debe hacer es, precisamente, ser, o mejor dicho, estar: estar en la agenda, la agenda política, la agenda de los medios, la agenda de la opinión pública.

Normalmente el orden o el sentido debería ser el opuesto: la necesidad de crear una política debería emanar de la ciudadanía y, a través de los medios y de los cargos electos, acabar en la mesa de los gobiernos, quienes deberían diseñarla, aprobarla y administrarla. Durante muchos años, y con pocas excepciones, la dinámica, no obstante, ha sido la que va de arriba abajo: el gobierno propone, y el ciudadano no dispone.

La ocupación de las plazas alrededor del movimiento del 15m era, en mi opinión, un golpe de efecto necesario para que la fijación de los temas que entran en la agenda política volviese a su orden natural: las condiciones para una democracia mejor están dadas y se pide que se inicie el debate sobre cómo llevar a la práctica esa mejor democracia.

No obstante, que en un momento fuese posible articular una protesta a nivel de todo el estado de forma descentralizada y «fuera del sistema», desde mi punto de vista, no significa que las propuestas no deban canalizarse «dentro del sistema», especialmente a través de aquellos políticos que trabajan para que nuestro sistema democrático funcione lo mejor que sea posible.

¿Hay que abandonar, pues, las plazas?

Depende.

Creo que muchas de las acciones de protesta programadas para el futuro inmediato son determinantes para mantener el foco de la opinión pública en la necesidad de reformar la democracia. Considero legítimas todas las medidas de presión (ciudadana, democrática) que velen porque no se caiga de la agenda pública aquello que uno pretende mantener en ella, en este caso, la demanda de un mayor y mejor ejercicio de la democracia.

Por contradictorio que parezca, no obstante, también opino que los asentamientos en — que no acampadas en o tomas de — las plazas es bueno que se desmantelen.

Pasada la fase de (en sentido positivo) llamar la atención sobre un problema y hacer partícipes de él a toda la ciudadanía, las plazas se habían convertido ahora ya no en espacios de protesta, sino en espacios de deliberación y toma de decisiones, algo para lo que, en mi opinión, ni estaban preparadas ni parecía que pudiesen ser el mejor instrumento para hacerlo.

Mi propuesta sería abandonar las plazas, las plazas físicas, para tomar las ágoras, esos espacios no necesariamente geográficos donde la ciudadanía intercambia información, delibera, negocia y, en última instancia, toma decisiones colectivas. Algunas de esas plazas son también físicas — plenos municipales, sedes de los partidos políticos, medios de comunicación — y otras muchas virtuales — páginas web de las plataformas, blogs y twitter de cargos electos y ciudadanos en general.

Si todo poder conlleva una gran responsabilidad, el derecho a participar conlleva el deber de hacerlo activamente. Y hay mil formas de hacerlo. Que cada uno escoja la que más le convenga.

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