Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 octubre 2015
Categorías: Política
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Fotografía cortesía de Manuel Guillén.
Las redes sociales son un gallinero. Las redes sociales son una trinchera. Las redes sociales embrutecen. Las redes sociales son el insulto permanente. Las redes sociales polarizan. Las redes sociales crispan.
No servirá aquí de nada recordar las evidencias empíricas sobre el impacto positivo de las redes sociales en prácticamente cualquier ámbito de la sociedad. Mayor autonomía de los pacientes; comunidades de práctica y de aprendizaje para profesionales y aprendices; redes de intercambio y trabajo colaborativo; democratización del acceso a la información y mejor toma de decisiones; comunicación entre instituciones e individuos; etc.
A lo mejor el problema no son las redes sociales sino la política. Una política que tiene una aproximación cínica e hipócrita sobre el diálogo, el debate y la deliberación (por no hablar de la negociación); que tiene una aproximación corporativista y sectorial del ejercicio democrático en lugar de ciudadana y social; una política que se considera a sí misma campo de Marte en lugar de ágora de construcción colectiva.
Desde que Internet es web la política se ha acercado a ella para ver cómo podía ponerla a su servicio. Es interesante ver como el concepto “tecnopolítica” es usado por partida doble ya en 1997 por Stephano Rodotà y Jon Lebkowsky, aunque con significados casi opuestos. Mientras el primero nos habla de una política que será más eficaz y más eficiente (pero la misma política), Lebkowsky nos habla de una tecnología que redefinirá la política, más activista, revolucionaria en las formas y el fondo, una restitución de la soberanía en el ciudadano.
Las redes sociales hicieron que estas teorías pudiesen materializarse. En general hemos visto más de lo mismo, pero con motor digital y a mitad de precio. El 15M nos trajo algo nuevo – muy nuevo – que bien supieron aprovechar algunas candidaturas para trabajar (no para destruir), para descentralizar y distribuir (no como amplificador) y para depurar y acercar al ciudadano (en lugar de ensordecer y ahuyentar).
En la campaña del 27S ha habido un poco de todo, pero ha predominado con diferencia lo de siempre. Algunos creemos que la dinámica podría revertirse. Pero nos llaman ilusos, ingenuos, o directamente ignorantes en los menesteres políticos. Dime de qué presumes.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 28 junio 2015
Categorías: Comunicación, Política
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Y con las últimas elecciones municipales del pasado 24 de mayo en España, se acabó la casta.
En 2007, Gian Antonio Stella e Sergio Rizzo publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili (La casta. Así los políticos italianos se han convertido en intocables), un libro en el que denunciaban la impunidad con que los representantes públicos en Italia conseguían hacer y deshacer a su antojo.
Cuatro años más tarde, en 2011, Daniel Montero publicaba en España La Casta. El increíble chollo de ser político en España y al año siguiente se le añadían los periodistas Sandra Mir y Gabriel Cruz con La casta autonómica. Mientras el primero calculaba — y criticaba — el a su juicio hinchadísimo coste de la política y las administraciones españolas (y la picaresca y caradura asociada), los segundos aprovechaban los cambios de gobiernos locales y autonómicos del año anterior para destapar — o poner de relieve — los desmanes presupuestarios perpetrados a lo ancho y largo de nuestro país por cargos electos y afines (también con flecos de corrupción por todas partes).
De ahí, o desde otro lugar (quién sabe: la paternidad de las ideas es altamente promiscua), se popularizó el calificativo de «la casta» para atacar, sin grandes ánimos de separar y diferenciar, a todo lo que se moviese y oliese a amiguismo, clientelismo, nepotismo, corrupción, prevaricación, robo, fraude, arrimarse al poder, holgar en el poder, holgazanear en el poder y ser un malnacido en general.
Hay que reconocer que el término es más que ilustrativo. Y su uso — tanto en intensidad como en extensión por parte de algunos partidos políticos — ha contribuido, en positivo, a situar en el debate público desde prácticas legales pero poco éticas hasta lo más criminal, desvergonzado y mezquino que se ha realizado desde lo público.
Ahora bien, la casta — o la mafia u otros gentilicios para los habitantes de las instituciones públicas o para-públicas (cajas, empresas públicas, etc.) — no deja de ser una generalización. Y, como tal, es injusta. Y, más que injusta, acaba siendo ineficiente: nubla la vista y no nos permite hacer diagnósticos ajustados, ajustados a la realidad, a las necesidades, a los recursos. Cuando todo es casta, nada puede (ni debe) salvarse del fuego purificador. Y de ahí a pegarle fuego a todo, va un paso. Y de ahí a acabar uno mismo inmolado por el propio fuego media otro último paso.
Puede ser que veamos un uso decreciente de «la casta». Y creo que lo veremos, en particular, por dos razones:
- Porque ya ha hecho su uso. Se puso en marcha para (1) denunciar determinadas prácticas y (2) para diferenciar a determinadas personas, grupos, movimientos o partidos de dichas prácticas. Bien, ambas cosas ya han sucedido, han tenido su desarrollo y sus resultados. Por una parte, la agenda pública lo tiene incorporado y el poder judicial y los medios parece que ponen cartas en el asunto. Por otra parte, dichas personas y partidos han concurrido ya a unas (o varias) elecciones, que ya han terminado y se puede dar por finalizada la campaña.
- Porque la generalización implícita (o explícita) en el concepto de casta empieza a entrar en contradicciones. Contradicciones por construcción, porque muchos de quienes utilizaban el calificativo pueden ahora confundirse, al poblar las instituciones, con esa misma casta. Si son todos, son todos. Y contradicciones por obra, dado que hay decisiones que, a lo mejor, no eran casta. O actuaciones que no eran tan propias de la casta. Y decisiones y actuaciones que va a haber que tomar, porque son necesarias, legales, justas y legítimas. Porque, a lo mejor, no todo era casta.
Es por ello por lo que pienso que al concepto de «la casta» le queda poco recorrido. Uno no puede andarse generalizando sin acabar siendo un cínico o un ignorante, sin empezar a crear excepciones, sin tender a autojustificarse allí donde antes no encontraba justificación alguna.
Cuánto se alargue la pervivencia del término casta nos indicará qué camino se ha acabado tomando.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 junio 2015
Categorías: Política
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Una de las principales críticas que se hacen a la participación de la ciudadanía es que ralentiza el proceso de toma de decisiones.
En la teoría, se imagina uno un proceso donde los representantes de los ciudadanos preparan una decisión (se documentan, debaten entre ellos, negocian en los pasillos del poder legislativo o ejecutivo) y deciden. Abrir esta decisión a la ciudadanía supone intercalar una fase entre la previa a la decisión y la decisión misma, fase en la que se hace participar a la ciudadanía: se le consulta alguna cuestión, se le permite hacer alguna enmienda, etc. Y pasada esta fase, se toma la decisión final. Y, como la mayoría de añadidos, supone tiempo y recursos. Y retrasos a la hora de tomar la decisión.
Esta creencia no viene, en mi opinión, avalada por la realidad. Sobre todo porque ni el proceso tradicional sin la participación ciudadana suele ser como se pinta, ni porque el proceso participativo es habitualmente como debería ser de hacerse a consciencia y, sobre todo, con el convencimiento de que la participación es algo bueno.
Simple esquema de la participación ciudadana en la toma de decisiones políticas
Empecemos por lo que no es, por cómo se toman, en la mayoría de los casos, las decisiones políticas. La realidad — y ahí está la hemeroteca y ahí están millones de folios de informes técnicos y literatura científica — es que muchas decisiones se toman si no en caliente, sí sin grandes esfuerzos a la hora de documentarse, de diagnosticar bien el problema, de cotejar las opciones disponibles y, sobre todo, de analizar costes y beneficios, y costes de oportunidad y evaluaciones de impacto. Dicho de otro modo, la fase previa a la decisión es a menudo exigua — cuando no inexistente — y las decisiones se toman con un fuerte componente ideológico en detrimento de un análisis objetivo y sosegado. Dejo aquí de lado otros casos mucho peores pero no por ello infrecuentes: decisiones tomadas de forma fraudulenta y corrupta, para beneficiar a amigos, al partido o a los bolsillos de uno mismo.
Esta toma de decisiones tiene varios problemas, o mejor dicho, uno solo: la realidad no se ajusta a las expectativas. Así, la decisión tomada de forma indocumentada produce conflictos. Algunos son de carácter técnico (soluciones que no son tales, costes económicos que se disparan) y otros son de naturaleza humana o social: las decisiones poco fundamentadas suelen ser, al mismo tiempo, poco legítimas (o poco legitimadas socialmente, aplíquese lo que uno considere más ajustado), con lo que la conflictividad social se incrementa. Y debe gestionarse. Y cuesta tiempo y dinero. Y, a menudo, nos devuelve a la casilla de partida: el problema sin resolver, y tiempo y dinero tirados por la alcantarilla.
Vayamos ahora a lo que debería ser la participación. No ese parche que se hace pasar por participación — y que no pasa de gesto condescendiente con aras de cumplir un expediente. Tampoco es la participación (solamente) el voto en un referéndum o para escoger entre varias opciones. Como tampoco es la participación (solamente) la transparencia y la rendición de cuentas.
Si algo caracteriza fuertemente la participación en la toma de decisiones públicas es, precisamente, en lo que viene antes de la decisión misma. Dicho de mejor forma: la participación no debería ser un proceso discreto, que tiene lugar de vez en cuando, sino un proceso continuo, que tiene lugar constantemente.
- Diagnóstico: el inicio de una decisión sucede (o debería suceder) inevitablemente constatando que hay un problema, una necesidad o un anhelo entre la población. El proceso de participación debe indudablemente empezar aquí, dado que no habrá buen diagnóstico sin la concurrencia de todos los agentes implicados.
- Deliberación: si concurren todos los agentes, concurrirán con sus puntos de vista y con sus propias propuestas. Permitir que se encuentren, que debatan, que contrasten es, también, participación. Y siempre será una mejor decisión aquella que se haya tomado de forma no solamente informada sino deliberada y contrastando cuantas más alternativas mejor.
- Negociación: nuestros problemas, necesidades y anhelos son maximalistas, pero nuestra realidad suele ser de mínimos. La negociación es necesaria para separar el óptimo de lo irrenunciable, lo deseado de lo posible. En la negociación, actores y alternativas se enfrentan a los recursos existentes y deciden sus prioridades en función de sus valores. Este punto es esencial para cocer decisiones más legítimas, menos conflictivas y, por tanto, más sostenibles socialmente.
Si nos creemos que la toma de decisiones tradicional tiene un elaborado proceso previo a la decisión misma, abrirla a la ciudadanía no debería ser un gran cambio. Una ciudadanía informada y con herramientas de deliberación y negociación entrará en una sana dinámica de participar, sin necesariamente alterar (en demasía) los tempos de la política, que a menudo deben cumplirse para que los problemas no se agraven o las ventanas de oportunidad no se cierren.
El problema es que el diagnóstico colaborativo es imposible porque no hay datos ni información abiertos. La deliberación es difícil por la ausencia de espacios (presenciales y virtuales) de participación. Y la negociación se desincentiva porque ceder es de perdedores.
Así, la participación pasa a ser un pegote, un parche, un añadido, un algo que tiene lugar de vez en cuando y que, además de añadir tiempo a la toma de decisiones, deja insatisfechos a ciudadanos, gestores y políticos.
Valdría la pena, pues, arriesgarse a probar otro tipo de participación. Una participación continua, constante, exhaustiva, comprehensiva. Tiene otros (muchos) problemas, por supuesto. Pero podría darnos una sorpresa el constatar que, dentro de sus dificultades, paga la pena.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 01 junio 2015
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Distanza Uomo Natura, cortesía de Jerico.
¿Qué traen los nuevos partidos? ¿Cómo han llegado hasta aquí? ¿Qué harán una vez entren en las instituciones? Un artículo que escribí hace justo un año hacía unas cuantas reflexiones al respecto que parece que son más vigentes que nunca.
Participación
Cuando hablamos de participación, relación gobierno-sociedad, o diálogo entre las administraciones y el ciudadano, lo más habitual es pensar en proyectos — o incluso programas enteros — que se añaden a iniciativas, debates o servicios iniciados o provistos por el gobierno o la administración. La palabra no ha sido elegida al azar: primero se diseña y confecciona el proyecto que se quiere llevar a cabo y, al final, se añade, como un apéndice, como una cuestión exógena, algún elemento de participación, ya sea mera difusión del proyecto, una pequeña ventana a recibir opiniones o, en el más optimista de los casos, un verdadero artefacto de deliberación. Sin embargo, incluso en este último caso, la iniciativa parte de arriba, hay una propuesta más o menos prefijada, y la participación viene después. A menudo consultiva y raramente vinculante. Pero siempre un añadido.
No puede negarse que este modo de operar tiene (o tenía) unas razones de ser.
- Por un lado, los altos costes fijos de establecer cualquier tipo de proyecto, infraestructura o institución.
- Por otra, los proyectos, infraestructuras e instituciones suelen requerir un gran número de personas para ponerlos en marcha. Esto hace incurrir en unos altos costes de coordinación de estos equipos.
- Por último, en un mundo analógico, acceder a los recursos, aunque sean en el ámbito de la gestión del conocimiento y las comunicaciones, es muy dificultoso: datos, información o expertos tienen altos costes o bien de manipulación y reproducción o bien de transmisión o desplazamiento.
Bajo este paradigma industrial, aparecen instituciones que hacen de intermediarios que optimizan los procesos persiguiendo la máxima eficiencia y eficacia. Esta centralidad de la intermediación conlleva, sino automáticamente si a efectos prácticos, que la participación con y en estas instituciones sea a largo plazo o para proyectos de larga duración, sea iniciada casi siempre de forma colectiva (o hasta que se alcanza una determinada masa crítica) y tenga un funcionamiento fuertemente dirigido, donde la mayor parte de los componentes operan reaccionando a las órdenes de esta dirección, de arriba a abajo.
Con la digitalización de la información y las comunicaciones las restricciones anteriores o bien desaparecen o se reducen drásticamente:
- Los costes fijos de establecimiento de una iniciativa digital o son cero o son significativamente menores que su contraparte analógica.
- Las bajas barreras y costes de entrar (o salir) de un proyecto hacen que la masa crítica para iniciarlo pueda reducirse, a menudo, a unas pocas personas o incluso a un único individuo.
- El coste de manipular, reproducir y distribuir contenido, así como de comunicarse con los expertos se reduce a la mínima expresión y es marginalmente cero una vez se tiene una mínima capacidad de almacenamiento y de comunicación.
e-Participación, e-democracia y tecnopolítica
En complementariedad — no en oposición — a la participación clásica, aparecen ahora nuevos espacios de participación con nuevas características. Estas características no son sino abrir lo que antes era un extremo de la participación, llevando a nuevos escenarios de la participación.
- Participación puntual. En la participación a largo plazo se añade ahora la participación puntual, centrada en la iniciativa o la acción y no el proyecto. Es una participación «casual», una participación «just in time», una participación en el momento y en el lugar donde son necesarios y no forzosamente a largo plazo y con horizontes de desempeño lejano.
- Esta participación puntual es posible y al mismo tiempo facilita una gran separación de roles, permitiendo una alta especialización en las tareas y quién las lleva a cabo.
- La separación de roles es también posible y al mismo tiempo facilita la multiplicidad de actores a la participación, de modo que a las grandes instituciones multipropósito, ahora se añaden grandes redes que aglutinan aportaciones hechas por numerosos agentes.
- Individualización. En la participación iniciada colectivamente ahora se añade la iniciativa individual, que puede preceder la acción sindicada. Esto es especialmente importante al principio de la participación innovadora o transformadora. Esto no quiere decir que la participación colectiva sea un subóptimo o que deba ser evitada, sino que los individuos tienen ahora mucha más flexibilidad para iniciar los procesos de forma individual — lo que no quita, claro está, que el impacto a gran escala seguramente dependerá del grado de adscripción a una iniciativa original.
- Esta posibilidad de iniciar los procesos abre espacios para la iniciativa individual, meritocrática, fuertemente basada en la «hacercràcia» o «haz, y ya te seguiremos», alejado del pacto y el consenso que antes eran necesarios previamente a cualquier acción.
- Junto con la separación de roles y la multiplicidad de actores, la iniciativa individual es posible gracias a que favorece la granularidad de la participación. Los proyectos pueden atomizar en tareas mínimas que pueden luego ser asumidas por los individuos, sin que éstos tengan que contar con el apoyo de una institución o una organización detrás.
- Descentralización. Por último, a la necesidad de la jerarquía y la dirección se añade ahora la proactividad. La innovación social abierta permite una participación proactiva, oponiéndose pero al mismo tiempo completando la participación dirigida y reactiva. Para que esto sea posible ha tenido que suceder antes la separación del contenido del continente o, lo que es lo mismo, la separación de la función de la institución.
- La descentralización hace posible la separación de contenido y continente, es decir, la no identificación de la tarea o de la herramienta con la institución. Ya no esperamos que determinadas tareas pasen sólo dentro de un determinado tipo de institución (periodismo, educación, participación) sino allí donde está el talento necesario para llevarlas a cabo.
- La separación de roles de la institución abre las puertas a la proactividad, entendida como la independencia del individuo de cualquier tipo de necesidad de aprobación para poder actuar.
Estos tres factores — participación puntual, individualización y descentralización — junto con los respectivos subfactores — separación de roles, multiplicidad de actores, iniciativa individual, granularidad de tareas, separación de contenido y continente y proactividad — suceden, además, en dos nuevos ejes :
- Por un lado, el mensaje transita, horizontalmente, por diversas plataformas y canales de comunicación. El componente crossmedia y transmedia de la nueva participación nos dice, por un lado, que el mensaje y la participación ya es multiplataforma y multimedia; por otra parte, que tanto el mensaje como los actores implicados y el tipo de participación muta a medida que cambian los escenarios: ya no será posible comprender la participación teniendo en cuenta sólo un escenario o plataforma.
- Por otra parte, el mensaje también tiene una profundidad vertical. Contra el (a menudo injustamente) denostado clicktivismo, lo que generalmente ocurre es que la participación es multicapa y opera a diferentes profundidades y densidades de participación, desde la más frívola hasta la más comprometida, pero todas ellas interrelacionadas e incomprensibles las unas sin las otras.
Políticas de participación
Ante estos cambios drásticos y ante la nueva liquidez de la participación parece procedente reenfocar las políticas: alejarlas de la centralidad institucional y el liderazgo, y acercarlas a la facilitación de una participación distribuida.
- Dar contexto. Proporcionar una comprensión del marco donde se está actuando, identificando el máximo número de actores, detectando las necesidades, listando las posibles vías por donde avanzar y, muy especialmente, cuáles son las tendencias que afectan o afectarán la decisión colectiva.
- Facilitar una plataforma. Reunir a los actores relevantes en torno a una iniciativa. No se trata de crear una plataforma o un nuevo punto de encuentro sino de identificar cuál es el eje vertebrador, el ágora, la red y contribuir a ponerla en funcionamiento o mantenerla en movimiento.
- Atizar la interacción. Evitar caer en el error de «construimos-lo y ya vendrán»: la interacción debe ser fomentada, promovida, pero sin interferencias que no puedan ir en contra de un liderazgo descentralizado y distribuido. Generalmente, el contenido será el rey en este terreno. Pero cualquier contenido, sino un contenido filtrado, fundamentado, contextualizado y, sobre todo, bien enlazado.
Este rediseño de las políticas debería poder dar lugar a, también, un nuevo diseño en el que hace referencia a la fijación de los objetivos de la participación ciudadana:
- Incidencia en el proceso. Si, generalmente, el objetivo de la participación era un producto o, aún mejor, un resultado, es ahora (también) deseable detenerse más en el proceso, en su análisis, en la toma de conciencia del camino emprendido. Será esencial abrir el proceso haciéndolo transparente, fundamentarlo con contexto y datos solventes, y diseñarlo de cara a facilitar la posibilidad de replicarlo.
- Codecisión responsable. Si la participación estaba dirigida a que la institución acabara tomando una decisión, parece necesario abrir espacios de codecisión si somos coherentes con el nuevo diseño de la participación, más individual, decentralizado, puntual. No se trata (de momento) de cambiar el centro de quien toma las decisiones, sino de hacerlo de forma compartida. De nuevo, dar contexto, disponer de datos abiertos o acceder a espacios y dinámicas para contribuir a la deliberación serán ejes clave en esta cuestión.
- Subsidiariedad radical. Si antes decíamos que la decisión debe ser compartida, no necesariamente ésta debe ser simétrica. Mientras las instituciones conocen el marco o el contexto, pueden ser los individuos o pequeños colectivos los que conozcan los cómos de la implantación. Puede ser beneficioso que las instituciones hagan un paso atrás, yendo del liderazgo en la facilitación, que sea posible diseñar, también en la aplicación, una granularidad en la toma de decisiones y que, en definitiva, sea posible pasar de la participación en la codecisión.
Cambio institucional
Para hacer todo esto es necesario que haya un profundo cambio institucional. Al menos en tres ámbitos:
- Bajar los costes de la participación. El fomento de la participación debe pasar necesariamente por bajar los costos de participar. A menudo será tan fácil como poner a disposición de las partes la información disponible. Facilitar un espacio para la deliberación también lo será. O establecer mecanismos estables y «automatizados» de prospectiva y recogida de necesidades y demandas de la ciudadanía. Bajar los costos de participar sube, en consecuencia, el beneficio relativo de esta participación.
- Aumentar los beneficios de la participación. Al otro lado de la ratio coste/beneficio encontramos aumentar los beneficios. Esto significa que la probabilidad de que sean escuchadas o tenidas en cuenta unas propuestas no sea tan baja que no valga la pena ni iniciar la participación. Si la perspectiva es que la acción ciudadana no servirá de nada después de los recursos invertidos, los beneficios percibidos nunca serán mayores que los costes soportados reales. De nuevo, la creación de contextos, la facilitación de ágoras o el fomento de la participación en base a información rica puede aumentar la percepción de que los beneficios de participar serán más elevados que los costes de hacerlo.
- Cambiar el diseño de las instituciones para no participar. Hay una tercera aproximación para mejorar la participación o, mejor dicho, para atajar el problema de la baja participación: hacerla irrelevante. El ciudadano quiere participar, pero no todo el tiempo (lo de los costes y los beneficios que decíamos al principio), sino allí donde importa, que es en el diseño institucional. Probablemente muchos de los debates sobre la baja participación, sobre el coste o los potenciales beneficios de participar quedarían anulados si se abriera la opción de la reforma institucional así como del cambio de protocolos, procesos y conductas de la acción colectiva, sea o no pilotada por las instituciones.
Estamos viviendo, ahora mismo, una transición de la política como meta a la política como proceso, de la institución como solución a la institución como caja de herramientas — donde dice institución, podemos hablar perfectamente de parlamento, partido, sindicato, ONG, asociación de vecinos … la política caja de herramientas es el «hágaselo usted mismo», es el bricolaje político, es quedar con los vecinos para dibujar, serrar y montar unos muebles (democráticos) cada uno con sus herramientas, en lugar de comprarlos hechos. Este es el tipo de política que algunos están impulsando desde las calles coordinados desde las redes.
Una política como caja de herramientas requiere un cambio de marco mental extraordinario:
- Para empezar, caen las marcas, ya que las herramientas son lo que importa y no la caja de herramientas, herramientas que son intercambiables y recombinables.
- Requiere, también, un mayor protagonismo del mismo ciudadano, acostumbrado (mayoritariamente) a encontrar las cosas hechas, hechas por otros.
- Este protagonismo requiere, además, competencia, saber hacer cosas, o aprender a hacerlas. Hay que aprender a hacer la nueva política.
- Con lo que se cierra el círculo volviendo a la caja de herramientas: no sólo saber hacer, sino saber escoger las herramientas apropiadas para cada caso.
Es necesario que los ciudadanos y nuevas formas de organización ciudadana hagan un esfuerzo para hablar el mismo idioma, para llegar a un entendimiento mutuo. Al fin y al cabo, son la misma cosa. Entre ellos están las instituciones tradicionales. Ahora, su papel de intermediación es más necesario que nunca… aunque el esfuerzo que tienen que hacer es mucho mayor para, quizás, acabar pasando a un segundo plano. A estas instituciones también será necesario pedirles hacerlo con mucho tacto.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 26 mayo 2015
Categorías: Comunicación, Política
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Portobuffole’ 12 Luglio 2009, de David Zellaby
Las elecciones del 24 de mayo de 2015 han supuesto un vendaval que ha revuelto los votos y los escaños en muchos municipios y autonomías de España.
Al analizar la potente entrada de Podemos en el Parlamento Europeo en 2014, muchos se reafirmaron en el poder de la televisión a la hora de marcar agenda, campaña y capacidad de movilizar voto, habida cuenta de la cuota de pantalla que sobre todo Pablo Iglesias acumulaba.
Dado que en las municipales la mayoría de partidos no gozan de esa cobertura, por ser de naturaleza local, y no obstante han visto crecer sus apoyos en las urnas, cabe la duda de si la televisión estará perdiendo baza en materia de impacto electoral.
En mi opinión no es así, pero sí creo que su papel ha cambiado. Considero que la era de la televisión en política terminó, para dar paso a la política transmedia.
La televisión, hegemónica
Todavía hoy en día los estudios sociológicos dicen que la mayoría se informa a través de los informativos televisivos, y en menor media radio y prensa escrita. Seguimos dedicando ingente cantidad de tiempo a la televisión y, además, con una cobertura casi total en la población — mientras que un 40% todavía no usa asiduamente Internet o las redes sociales.
Tal y como ocurrió con Podemos y Pablo Iglesias, todavía la televisión ha sido fundamental en las elecciones municipales y autonómicas de 2015. Ada Colau, David Fernández o Mónica Oltra — por no hablar de nuevo de Podemos — han sido personas altamente mediáticas durante estos últimos años que han proporcionado mucha visibilidad a sus respectivas formaciones y/o a las formaciones que se han creado gracias a ellas. El caso de Colau, además, es paradigmático: además de su propio tirón mediático personal, formó coalición en Barcelona con Iniciativa per Catalunya – Els Verds, lo cual le permitió entrar en los bloques electorales televisivos, reservados a los partidos con representación en las anteriores elecciones.
Ahora bien, nos recuerda el Pew Research Center en The Rise of the “Connected Viewer” que (en 2012) el 58% de los televidentes se sientan ante el televisor con el móvil en mano. De hecho, no hay ha programa que se precie que no tenga su hashtag oficial para que la experiencia comunicativa pueda ser multipantalla.
Multimedia, crossmedia, transmedia
Kevin Moloney define multimedia, crossmedia, transmedia de la siguiente forma:
- Multimedia: una historia, muchos formatos, un canal. El caso claro, una página web con fotos y vídeos.
- Crossmedia: una historia, muchos canales. Un ejemplo, el anuncio de un juguete que tiene un mensaje parecido en televisión, radio, prensa escrita o vallas publicitarias.
- Transmedia: un mundo de historias, muchas historias, muchos formatos, muchos canales. Pensemos en una acción de la PAH: discursos en televisión, cortes de activistas en radio, opiniones en blogs, fotografías en Twitter, casos en los tribunales, una ILP en el Congreso. Un mundo de historias sobre el derecho a la vivienda, a través de infinidad de bocas y pares de ojos cada uno contando un cachito del total, su punto de vista, su vivencia. En varias plataformas y con distintos formatos y discursos.
La nueva política es transmedia y el transmedia es red
Volvamos a la televisión. ¿Necesaria? Seguro. ¿Suficiente? Seguramente ya no.
Hemos visto en los últimos años como programas televisivos con un mensaje claro acababan mutando de sentido al pasar por el tamiz de las redes sociales. Cómo información política en los medios era matizada, contestada o totalmente convertida en arma arrojadiza con el uso de retoque fotográfico, vídeos paródicos o comentarios fundamentados en evidencia empírica.
Por irónico que pueda sonar, puede que entremos en una era donde la televisión aporta lo cuantitativo y lo virtual lo cualitativo. Los medios aportan la noticia, el dato, la información, y las redes el mensaje, el conocimiento, el qué hacer con esa noticia.
Pero para que el transmedia funcione hace falta algo más que una democratización de los medios de producción de la información y la comunicación. Hace falta ese mundo de historias, esos miles de bocas y pares de ojos (y orejas), esos nexos, esa red. Para que el transmedia funcione hace falta la comunidad, y hace falta la red.
¿Cuánto y cómo ha cuidado cada formación política su red? Creo que ahí está el quid de la cuestión. Que cada uno haga sus propias reflexiones al respecto. Sobre quién, cuánto y cómo ha urdido complicidades comunitarias y tejido redes no de fanáticos sino de colaboradores.
Creo que vale la pena aquí matizar entre comunidad y red, aunque puedan ser a menudo intercambiables: comunidad son los míos (familia, trabajo, amigos), mientras que red son mis intereses… y las personas con quiénes los comparto, y a quién puedo acceder y compartir información y vivencias con ellos. Mi comunidad de vecinos son los pocos con los que comparto rellano o edificio; mi red vecinal son aquellos muchos, distantes a veces, con los que comparto intereses sobre la gestión de equipamientos vecinales, políticas de urbanismo, modelos de turismo, etc.
La televisión aporta el qué. La red aporta el resto de preguntas.
La televisión es condición necesaria, pero no suficiente. Igual que la red. Parecería que, por ahora, hacen falta ambas para llegar. Para llegar y para llegar con calidad.
Se dice que Roosevelt fue el presidente de la radio y Kennedy el presidente de la televisión. Una radio y una televisión inflexibles y unidireccionales que permitían llegar a muchos, pero en modo pasivo. Es posible que ante nuestros ojos estén desfilando los primeros líderes del transmedia. Y, en la medida que el transmedia es participativo y bidireccional, bienvenidos sean.
Apunte dedicado a Jordi Oliveras, que me ha hecho pensar :)
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 22 mayo 2015
Categorías: Comunicación, Derechos, Política, SociedadRed
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Excavator – Open Pit Mining, de Rene Schwietzke.
Cuando se habla de estrategias de gobierno abierto, o de datos abiertos, lo habitual es utilizar aproximaciones del tipo «estrategias para la publicación de datos» o, a lo sumo, «estrategias para la abertura de datos». Y esto es así tanto si la estrategia es pasiva —el ciudadano pide unos datos, la Administración se los da o los hace públicos— como si es activa —la Administración se adelanta y publica esos datos antes de que nadie haga una petición explícita.
En mi opinión, esta es una opción legítima, pero obsoleta. Insisto: legítima, porque ya querríamos que la política de mínimos fuese publicar o abrir, pero obsoleta porque, hoy en día, lo más eficaz y eficiente es que la Administración ya trabaje en abierto. Que el diseño de sus procesos —y recalco la palabra procesos, que van más allá de la mera tecnología— sea abierto desde el momento cero.
Me gustaría ilustrar las diferencias —nada sutiles, aunque pueda parecerlo— con un ejemplo que quién más quién menos ha vivido en primera persona: la publicación de las calificaciones de una asignatura. El ejemplo (tanto la opción 1 como la opción 2) se ajusta bastante a la realidad, aunque he hecho alguna simplificación o algún pequeño cambio para que se ajuste más a lo que se quiere mostrar.
Opción 1: publicar los datos
- Un profesor evalúa los exámenes de una asignatura, sobre el original en papel, y apuntando las notas en una hoja de cálculo. Y otro profesor el de otra. Y así todos. Cuando terminan de evaluar, imprimen las notas y las cuelgan en la puerta de su despacho junto con la nota final. Es decir, publican la información de forma activa.
- Para saber sus notas, los estudiantes deben ir consultando las puertas de todos los despachos. Igual que ocurre a menudo con la administración: el ciudadano debe ir portal por portal, web por web, sección por sección, para encontrar toda la información.
- El estudiante que quiere saber no la información (he aprobado o no) sino cómo le ha ido el examen, debe pedir cita con el profesor. Solamente así, obtiene las notas numéricas que ha sacado en todas las preguntas del examen, así como los coeficientes de ponderación. Esto se corresponde con (1) abrir los datos y (2) de forma pasiva o reactiva, es decir, a petición del ciudadano.
- En algún momento, los profesores introducen las notas en la base de datos a partir de la cuál el personal de gestión académica de la secretaría del departamento podrá emitir certificados y tramitar, si procede, los títulos pertinentes.
Este sencillo esquema incorpora ya lo básico (publicación de información, abertura de datos, publicidad activa y pasiva, emisión de certificados / inicio de procesos administrativos) así como tres tipos de actor: el que genera los datos (profesor), el que los administra (secretaría) y el que los consulta (ciudadano). Y, también, qué perfil tiene cada uno respecto a los datos (los crea, los administra, los consulta).
Y así funciona, en general, la Administración. Y así es cómo, en general, está planteada la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, así como sus equivalentes autonómicas.
Opción 2: abrir los procesos y las aplicaciones
Hay, no obstante, otra opción que en lugar de centrarse en el contenido, se centra en el contenedor.
- Los exámenes de los estudiantes está digitalizados y residen en una aplicación. De hecho, los estudiantes mismos pueden subir ellos mismos sus exámenes (o sus trabajos, o sus portafolios electrónicos, etc.).
- El profesor evalúa los exámenes directamente desde la aplicación, pudiendo entrar notas parciales que, automáticamente, calculan la nota final mediante una fórmula pública.
- Una vez calificados, los estudiantes pueden consultar, en su propio expediente, todas sus calificaciones a la vez.
- Desde la misma aplicación, el personal de gestión académica (y sin necesidad de acceder a los datos, que pueden permanecer confidenciales) pueden cerrar actas, mandar mensajes automáticos, etc.
- Desde la misma aplicación, el estudiante puede no pedir sino directamente descargarse sus certificados y títulos firmados digitalmente.
Esta segunda opción puede parecer similar a la primera opción. Pero no lo es. Porque lo importante no es la tecnología, sino el proceso. En la segunda opción, hay una única tecnología que permite que el proceso sea abierto por defecto. Sí. Pero mucho más: no hay otros procesos ni tecnologías. No hay que «publicar», no hay que sacar los datos de un sitio (hoja de cálculo) para llevárselos a otro (impresión para colgar en la puerta del despacho, exportación a la base de datos de certificados y títulos) sino que todos residen en el mismo sitio. Y, más importante, todos los actores comparten el mismo proceso gracias a que acceden a la misma aplicación.
Diferencia entre publicar y trabajar en abierto
Vamos a llevar el caso anterior a un caso más habitual en la Administración: la consulta de datos del presupuesto.
En la primera opción, la Administración trabaja dentro de su propio circuito cerrado de gestión económica y presupuestaria. Cuando el ciudadano quiere información económica de la Administración, en la aproximación de publicidad pasiva o reactiva, ese ciudadano debe pedirla y una persona debe destinar un tiempo a recabar los datos, ponerlos en un formato determinado y publicarlos. A lo sumo, y ya en la aproximación proactiva, nos encontraremos que la Administración ha recopilado esos datos y ha hecho una copia en otro lugar para que el ciudadano pueda consultarlos sin tener que pedirlos. Publicar una copia. Publicar. Copia.
Hay una segunda opción: dado que por norma general la Administración ya trabaja sobre aplicaciones digitales, bastaría con abrir esa aplicación al exterior. Bastaría con que Administración y ciudadano accediesen a la misma aplicación (sí, por motivos de eficiencia tecnológica puede que realmente accedan a copias, pero a efectos de simplificar, supongamos que es la misma aplicación, como ocurría con el caso de la gestión académica). Por supuesto, el funcionario puede hacer asentamientos (tanto gasto, de tal proveedor, por el concepto tal, para la partida cual, y para el proyecto equis) y el ciudadano solamente puede consultar. Pero la diferencia conceptual con la primera opción es abismal:
- Total transparencia por utilizar los mismos sistemas o aplicaciones.
- Información en tiempo real (o casi: de nuevo, por motivos técnicos — que no cambian el fondo del concepto — podemos hacer copias y actualizaciones, pero son automáticas, no es alguien que, una vez al año, copia datos de un sitio a otro).
- Acceso total al máximo detalle, sin filtros (especialmente filtros humanos).
- Formato reutilizable en origen, dado que accedemos al dato, no a una (a menudo burda) «materialización» del mismo.
- Ausencia de manipulación y, en consecuencia, ahorro en tiempo y recursos (sobre todo humanos).
Además, dado que lo que estamos utilizando es una aplicación viva y no una foto fija, podemos acceder a los datos de dos formas complementarias:
- Si hay tiempo y dinero para desarrollo, con una visualización especialmente pensada para el ciudadano.
- Además podemos dar acceso directo a los datos (p.ej. via API abierta) para su manipulación masiva (y muy muy barata).
La pregunta habitual en estos casos es qué hacer o bien con los datos antiguos o bien con documentos que no son exactamente datos.
La respuesta (para mí) es inmediata: de forma proactiva o reactiva, una vez se digitalizan (el verdadero coste de la transparencia… además del político, claro) hay que pensar no en una solución para ese ciudadano en particular, sino en una aplicación que sea de utilidad especialmente para el funcionario.
Un último ejemplo para incorporar estas últimas apreciaciones.
La Administración gasta literalmente millones en informarse. A menudo encargando informes a terceros, o bien concediendo ayudas o becas a la investigación y el análisis. Acceder a esa documentación es una tarea épica. Incluso dentro de la Administración. Una opción es, a petición del ciudadano, bajar a las catacumbas (digitales) de la administración para encontrar un documento enterrado en un marasmo de información. Otra opción es poner en marcha un repositorio de archivos que, sobre todo, sea útil al funcionario para su propio trabajo (y para su propia organización), abriendo una parte (la parte de consulta) al ciudadano. De hecho, estos sistemas ya funcionan en la mayoría de grandes empresas privadas y Administraciones. Así, el gobierno abierto, los datos abiertos son, sobre todo y ante todo, una herramienta útil para la propia Administración — además de para cumplir un expediente de cara al ciudadano.
Es por todo ello que cuando se habla de «publicar» información, o «abrir» datos, tengo la impresión que retrocedemos en el tiempo. O que permanecemos en un tiempo pasado, donde era necesario (porque todo estaba en papel y archivado físicamente) que alguien buscase, encontrase, interpretase, filtrase, replicase y distribuyese la documentación.
Pero ya no es así. Busca el ciudadano y el ciudadano encuentra (sabrá él si lo que tiene entre manos es lo que buscaba o no). Interpreta el mismo ciudadano y filtra según sus propias necesidades (aunque por temas de privacidad y seguridad, por supuesto, puede haber un filtrado previo). No hace falta replicar, porque la información es intangible y, por tanto, no es escasa, no se «pierde» si se «da». Y, está claro, la distribución va dentro del mismo proceso. Y lo mejor, lo más interesante, es que exactamente el mismo protocolo, el mismo proceso, la (más o menos) mismo proceso y herramienta sirve para quien genera la información, para quien la administra y custodia, y para quién la va a usar, sea Administración o ciudadano.
Deberíamos dejar de añadir barreras innecesarias donde no las hay.
Apunte dedicado a Antonio Ibáñez, por obligarme a pensar :)