Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 agosto 2011
Categorías: Política
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Ante el anuncio de una reforma de la Constitución para fijar un máximo de déficit público en el 3%, se ha desatado una avalancha de opiniones a favor y en contra del gasto público y del déficit. A menudo usando un término por otro y viceversa.
Muy brevemente apuntaré a continuación por qué creo que hay razones para subir los impuestos, por qué creo que es bueno que el Estado pueda tener déficit (cuánto, eso ya es otra cuestión sobre la que soy incapaz de pronunciarme), cuál es la relación entre gasto y déficit y por qué creo que no habría que fijar lo segundo en la constitución, sino un incremento de los impuestos.
Subir los impuestos
En los años 60, William Baumol teorizó sobre los costes crecientes de las artes escénicas en relación a otros sectores económicos. En resumidas cuentas venía a decir que hace 200 años, un concierto de Mozart ejecutado por un cuarteto de cuerda implicaba el mismo número de personas y horas que se necesitaban para (ejemplo inventado) ordeñar una docena de vacas. Sin embargo, en nuestros días, y gracias a la tecnología, conseguimos ordeñar muchísimas más vacas en mucho menos tiempo, mientras que el concierto de Mozart sigue durando lo mismo y requiere el mismo número de personas. Eso explicaría por qué la leche es cada vez más barata en relación a un concierto de Mozart… o por qué un disco de Mozart (o los respectivos MP3) es cada vez más barato que asistir en vivo a ese mismo concierto.
El sector público — burocracias al margen, que seguramente podrían tecnificarse, ser más eficientes, más eficaces y, con ello, más baratas — suministra, ante todo, servicios muy parecidos al cuarteto de cuerda de Mozart: educación, sanidad, justicia, defensa y seguridad, etc. Aunque la tecnología pueda contribuir, hay tareas para las que necesitamos un profesor, un médico, un juez o un militar y es difícil que puedan producir más por persona, o que se pueda reducir el número de profesionales sin afectar la calidad del servicio.
En el límite, podemos reducir el papel del Estado a la mínima expresión y limitarlo a un rey y a 10 miembros de la guardia real para protegerle/protegernos. Incluso en ese caso, esos 11 sueldos, en términos relativos, costarán cada vez más que cualquier otro bien en el que cada vez intervengan menos manos: en términos relativos (que es lo fundamental), los impuestos tendrán que subir para mantener esa mínima expresión del Estado. Y eso sucederá siempre (siempre… que haya progreso tecnológico y que no volvamos a la edad de piedra, claro).
Tener déficit
Hay dos grandes motivos por los cuales se puede aceptar la idea de tener déficit.
El primero es más técnico y pertenece a lo arcano de la ciencia económica. Limitémonos a decir que hay cierto consenso que el déficit es bueno para estabilizar la (macro)economía a corto y medio plazo. Y ese consenso se consigue tanto si uno se aproxima a la política económica por la derecha o por la izquierda, lo que sin duda le da un interesante valor añadido.
El segundo, más intuitivo para los que únicamente gestionamos nuestra economía doméstica es que el déficit público nos permite gastar dinero endeudándonos, como hacemos la mayoría de nosotros con la hipoteca, el coche o cada vez que utilizamos la tarjeta de crédito. La principal crítica a esta práctica es que es imperdonable que una generación se gaste el dinero de las generaciones futuras (las que van a tener que pagar el crédito). A esta crítica le corresponde una única respuesta: depende. Si lo que pagamos a crédito son gastos corrientes (la luz, el agua, los caprichos, el sueldo de los funcionarios), la crítica está más que fundamentada: que cada palo aguante su vela. Si, en cambio, lo que pagamos a crédito son inversiones que disfrutará más de una generación (una carretera, un hospital, una escuela), no solamente es legítimo sino incluso justo que lo paguemos entre todos: contribuyentes presentes y futuros.
Relación entre gasto público y déficit público
El gasto público y el déficit público están relacionados por una simple (y simplificada) ecuación:
Ingreso Público – Gasto Público = Déficit Público
Por tanto, es cierto que limitar el déficit público es una forma de poner bajo control el gasto público… siempre y cuando o bien olvidemos o bien mantengamos fijo el otro componente de la ecuación: la partida de ingresos.
Algunas afirmaciones habituales:
- Fijar máximos para el déficit limita el gasto. Falso: podemos multiplicar los ingresos por 1000 subiendo los impuestos y, con ello, multiplicar el gasto de forma desorbitada, todo ello sin tocar el déficit.
- Fijar máximos para el déficit limita las inversiones. Falso: mismo argumento que el caso anterior. Lo que sí limita es que el pago de esas inversiones se distribuya entre distintas generaciones y que, muy probablemente, todas ellas van a disfrutar. (Para mí, esta es una parte importante del debate).
- Fijar máximos para el déficit limita la distribución de la renta. Falso. Ya hemos visto que podemos multiplicar el gasto sin tocar el déficit. Se trata únicamente de hacer una política redistributiva tanto en el ingreso (más impuestos directos, menos impuestos indirectos) como en el gasto (más ayudas para algunos, menos café para todos).
En definitiva, aunque el gasto público y el déficit público estén relacionados, a efectos prácticos son dos variables prácticamente independientes que merecen dos debates por separado.
Limitar el déficit público por Constitución
Tres motivos por lo que, personalmente, me opongo a ello: por principios económicos, por principios sociales y por principios jurídicos.
- Económicamente, hay motivos para pensar que fijar arbitrariamente una tasa máxima de déficit público puede ser económicamente negativo. Lo hemos dicho más arriba: hay cierto consenso que el déficit público puede (y debe) ser un estabilizador macroeconómico esencial. Lo malo no es el déficit: sino el uso perverso que muchos políticos hacen de esta herramienta económica.
- Socialmente, puede haber casos donde el déficit público es la forma justa de repartir determinados gastos e ingresos entre generaciones distintas. Esto se llama solidaridad intergeneracional.
- Por último, en el plano jurídico, creo que la Constitución debería recoger los derechos fundamentales sobre los que edificar una sociedad, dejando al margen el modelo económico (o modelos económicos) con el que edificar dicha sociedad. Dicho de otro modo, la Constitución debería hablar de fundamentos y objetivos (a largo plazo), no de instrumentos (que pueden y deben cambiar a corto plazo).
Fijar el incremento de ingresos del Estado por Constitución
Puestos a hacer propuestas, y puestos a reformar la Constitución, lo que yo añadiría en la carta magna es la obligatoriedad de los Estados de incrementar los ingresos del Estado de forma paulatina. En base a lo que hemos visto, no comparto la necesidad de fijar un déficit público por Constitución. Sin embargo, mientras haya monopolios naturales, eficiencias de escala y bienes públicos (no rivalidad, no exclusión), el papel del Estado lógicamente siempre será mucho mayor que el ejemplo de mínimos anterior. Y dado que la tecnología hace cada vez más cara la actuación humana y muchos de los servicios públicos son suministrados por personas, es lógico pensar que sí o sí el Estado necesitará cada vez más una mayor proporción de ingresos, incluso para mantener servicios de mínimos o la eficiencia en su suministro agregado.
Fijemos, pues, el incremento de impuestos por Constitución, con lo que no únicamente evitamos el caos y la anarquía en el futuro sino que, además, favorecemos la cohesión social, las instituciones y el crecimiento. Ahí es nada.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 20 agosto 2011
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En un mundo ideal, cuando un niño suspende, los padres lo hablan entre ellos, se sientan con el hijo a ver qué y (sobre todo) por qué ha suspendido, se entrevistan con el profesor o profesores para contrastar opiniones y acordar estrategias compartidas. Esas estrategias serán un conjunto de medidas de acción que dependerán de las razones que llevaron al suspenso: de apoyo al estudio, de cambios en los patrones de convivencia en casa, punitivas, etc.
En el mundo real, cuando un niño suspende, discuten entre ellos para ver a quién hay que culpar (jamás a uno mismo), los padres lo agasajan para compensarle el disgusto, y acaban en la escuela para amenazar (a veces también agredir) al profesor que ha osado perturbar la paz del hogar con un suspenso. Y la vida sigue igual.
En las últimas semanas han tenido lugar determinados sucesos de violencia policial totalmente inexcusables. Si bien es cierto que tomados a peso y en relación a otros enfrentamientos con las fuerzas del orden no han sido muchos, tomados de forma cualitativa, en función de los principios (y no de los porrazos), sí han sido muy muy significativos, por lo que suponen de falta de respeto a los derechos ciudadanos y de subversión absoluta de lo que se supone es el papel de las fuerzas de seguridad.
Sin embargo, y como en el caso con el que abríamos, la clave en esos sucesos no es si el niño ha sido un gamberro en clase y se ha ganado un suspenso, sino (1) por qué y (2) cuál va a ser la reacción de los padres.
En un mundo ideal, ante una situación de violencia policial, los responsables directos de esos agentes se reúnen con los responsables políticos, se analiza la situación, se ve qué ha sucedido y por qué; se sientan estos y aquellos con los (supuestos) agresores para saber su parte de la historia y se sientan todos con los (supuestos) agredidos para saber la parte restante. Al final, se realiza un informe que lo contenga todo y se valoran las distintas actuaciones, que pueden ir desde sancionar al policía hasta multar al agredido porque resultó ser un provocador probado. En un mundo ideal esto es fácil de hacer, porque abunda la información y los testigos.
En el mundo real, algunos miembros de la policía parecen hacer caso omiso de las mínimas normas de conducta y educación — no como agentes del orden, sino como personas —, ya sea por desconocimiento (grave) como por puro cinismo y sabiéndose impunes (peor).
Los responsables directos de estos tiran pelotas arriba, hasta la cima de la famosa cadena de mando, escudándose en que cumplen órdenes, en que el «bonismo» y el «buenrollismo» (léase educación y civismo, pero con connotaciones negativas) está bien para las charlas de café pero no para la dura vida en la calle, y en que fueron provocados y la provocación merece una respuesta (violenta).
Los responsables políticos, los gobiernos, cegados por la apabullante cantidad de muestras gráficas de las agresiones, no solamente cuestionan las razones sino que niegan de plano los hechos. Condenan al ciudadano ex ante, sin juicio ni posible defensa. No es que se les pida lo contrario, que condenen a la policía: se pide neutralidad y equidistancia. Se cuelga el cartel de «No molesten: elecciones», y a otra cosa.
Los partidos en la oposición aprovechan el mar revuelto para ahondar en sus tácticas de destrucción masiva. Instrumentalizando a la ciudadanía, lanzan el ataque hacia el gobierno y se piden dimisiones. Jamás se piden investigaciones, serenidad, respeto por la ciudadanía. Dimisiones, elecciones, socavamiento y derribo del adversario. A costa del ciudadano.
Los partidos en el gobierno (que no es lo mismo que el gobierno), en un acto espejo del anterior, cierran filas con los responsables políticos directos (indirectos son todo el resto). Contraatacan la violencia política enemiga, justifican lo injustificable (no la violencia policial, sino el ninguneo de que la haya podido haber o no), se solidarizan incondicionalmente con el dirigente (a menudo un virus que corrompe el partido desde dentro), y hacen apuestas sobre, en el caso en el que al final acabe cayendo, quién va a reemplazarlo.
La reyerta política capilariza hacia abajo, hasta el militante que con sus cuotas — que otorgan voz pero normalmente no voto alguno — y sus diatribas acríticas sostiene un sistema político que se sitúa en una dimensión paralela al mundo real.
Mientras, en ese mundo real, algunos policías violentos siguen campando a sus anchas mientras sus compañeros también callan. Han sido instruidos en ese insólito corporativismo donde lo que importa es mantenerse dentro de la estampida, aunque el rebaño los conduzca directos al abismo. Es el compañerismo que tolera lo intolerable, primo hermano del crítico con la calidad de la sanidad pública que acepta pagar servicios en negro, o del corrupto que transige si hay también una parte para él.
El problema de la violencia policial no son dos o tres iletrados con porra.
El problema de la violencia policial es que hemos consentido a nuestros cargos electos el sentirse libres de ofenderse cuando les pedimos que rindan cuentas.
El problema de la violencia policial es que hemos acostumbrado a nuestros cargos electos a vivir en su endogamia, en su pequeño círculo de ideas abstrusas y arcanas sobre la cosa pública.
El problema de la violencia policial es que hemos aupado a nuestros cargos electos a vivir en su abyecta concepción de qué es la política, ese pequeño y ajeno inconveniente que hay que gestionar para mantenerse en el poder.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 22 julio 2011
Categorías: Política
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A raíz de las últimas entradas sobre el movimiento del 15M, necesitaba hacerme un mapa mental sobre los eventos acaecidos durante y alrededor de las protestas cuyo epicentro fue el 15 de mayo de 2011. El Mapa conceptual de la acampadasol es un excelente punto de partida, pero necesitaba algo un poco más acotado y, sobre todo, basado en la cronología de los eventos y no tanto en los conceptos.
A continuación presento mi línea de tiempo del 15M, con los que de forma personal y subjetiva considero que son los principales eventos relacionados con las propuestas relacionadas con la calidad democrática en España alrededor de ese 15 de mayo de 2011.
Esta cronología del 15M empieza, por ahora, con las manifestaciones contra el Banco Mundial en Barcelona del 23 al 27 de junio de 2001 en motivo de la intención de celebrar allí Annual World Bank Conference on Development Economics. Por ahora también, la línea de tiempo cierra con la fecha para las elecciones generales en España el 20 de noviembre de 2011.
Es, como he dicho, una selección parcial. Invito a quien crea que hay alguna omisión imperdonable a sugerir la inclusión en los comentarios. No obstante, el criterio que se ha seguido hasta ahora no ha sido el de la exhaustividad y el detalle, sino el de la relevancia.
La línea de navegación (en naranja) superior permite moverse a través de los años mientras la inferior — más rápida — lo hace a través de las décadas. Las dos líneas de tiempo propiamente dichas (en gris) recogen, respectivamente, los eventos sucedidos en España (arriba) y en el mundo (abajo).
La clave de colores es la que aparece a continuación. Vale la pena indicar que es discutible etiquetar algunos manifiestos (especialmente el de #nolesvotes) como tales, ya que se parecen más a una (ciber)manifestación que no a un escrito. Por ahora, no obstante, la categorización queda así:
- Verde: manifiestos, escritos, publicaciones.
- Rojo: manifestaciones, protestas, concentraciones.
- Azul: (otros) acontecimientos políticos.
Más información
Todo lo que tengo recogido sobre el 15M puede encontrarse en el tag 15M de mi cuenta de Delicious.
Todo lo que tengo escrito sobre el 15M puede encontrarse en mitag 15M de SociedadRed.
Agradecimientos
Gracias a quienes han contribuido a mover mi llamada a sugerir fechas clave alrededor del 15M. Y especialmente a @martaestella, @fortuny, @pablonavajo, @santespasques, Ricard Espelt y @pedrojimenez por sus interesantes propuestas.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 15 julio 2011
Categorías: Derechos, Política
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Hace unos meses oí a Luís Garicano decir en una entrevista que el copago era repago. Afirmaba, en la entrevista, que el copago de la sanidad — pagar una pequeña cantidad al ser atendido en la consulta o en urgencias en el sistema de sanidad pública — era como pagar dos veces por la misma cosa
. Viendo el trato que se ha dado al tema del copago en Nada es Gratis atribuyo la afirmación como un desliz dialéctico (el blog es excelente, dicho sea de paso).
No obstante, el tema sale una y otra vez por todas partes. Hoy mismo, por ejemplo, en El uso perverso de las palabras, de Ignacio Escolar.
Mi opinión es que el copago no es repago, el copago no es pagar dos veces la misma cosa, sino que el copago es una privatización (parcial) en toda la regla.
Vayamos primero a por qué el copago no es repago. Salvo estafas mediante, y especialmente en el ámbito de lo público, es materialmente imposible pagar dos veces por la misma cosa. Un bien público — como la Sanidad — se paga una única vez por todos los contribuyentes. A no ser que se incrementen los sueldos de los médicos o se construyan nuevos hospitales, si hay un incremento de la recaudación, el gasto en Sanidad se mantiene constante y el dinero que sobra va a otras partidas. El sueldo del médico no se paga dos veces y la cama no se compra dos veces.
En este sentido, si hacemos pagar 10€ al paciente cada vez que va a la consulta del médico de la Sanidad Pública, esos 10€ van a pagar el coste de esa consulta, mientras que, por la puerta de atrás, se «liberan» 10€ que, como hemos dicho, o bien irán a poner más médicos y más consultas, irán al presupuesto de Defensa, irán a reducir los impuestos, o simplemente irán a reducir el déficit de la Administración.
El copago tiene dos efectos, uno directo y otro indirecto:
- El efecto directo es que al paciente le sale más caro el sistema público de sanidad.
- El efecto indirecto es que al resto de ciudadanos le sale más barato el sistema público de sanidad, puesto que ahora nos repartimos entre todos el coste total menos esos 10€ por cada consulta, que paga un único ciudadano de su bolsillo, en lugar de costearlo entre todos.
Supongamos el caso límite donde: (a) el sistema de la sanidad pública se basa única y exclusivamente en las consultas médicas; (b) una consulta cuesta 100€ al erario público; y (c) hacemos pagar a cada ciudadano 100€ por cada consulta.
Siguiendo el esquema anterior:
- Los pacientes pagan, íntegramente los servicios médicos que disfrutan personalmente. Si no van al médico, no pagan; si van, pagan todo el coste.
- Los ciudadanos, como colectivo, no pagan la sanidad (¿pública?) de sus impuestos, dado que todo el coste se repercute al paciente. Si uno no va al médico, no pagará nada por sanidad. Todo el dinero de sus impuestos irá a otras partidas: carreteras, escuelas o subvenciones para los artistas. Pero ni un duro para sanidad.
El copago no es pagar dos veces por lo mismo, sino que todo lo que se paga directamente (no indirectamente a través de los impuestos) va a liberar gasto del presupuesto público que puede destinarse a otros fines (incluido el bajar los impuestos).
Si, en el límite, la situación es que tanto gastas en salud, tanto pagas, eso se llama privatizar la salud. Que los médicos estén en nómina de la Administración o de una clínica privada es absolutamente irrelevante: lo que hace una sanidad o una educación pública no es tanto quien provee el servicio, sino quien soporta el coste. Y si el coste lo paga el paciente y no el contribuyente, la sanidad es privada, porque el dinero sale del consumidor y no del ciudadano.
El debate sobre el copago, pues, no es un debate sobre presupuestos, costes o responsabilidad, sino un debate sobre si la sanidad tiene que ser pública o tiene que ser privada y en qué proporción.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 13 julio 2011
Categorías: Cultura, Derechos, SociedadRed
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Una de las noticias buenas del día es seguramente que el Congreso vota a favor de la supresión del canon digital
.
La segunda noticia, y que no es ni buena ni mala sino que debería ser fuente de debate es que el canon se sustituya por otras fórmulas menos arbitrarias y, por tanto, más justas y equitativas, de remuneración de la propiedad intelectual, basadas en el uso efectivo de las obras y prestaciones
.
Creo que en remuneración de la propiedad intelectual
está la parte importante del asunto. La primera cuestión, más formal, es que lo que hay que remunerar en cualquier caso es la explotación o el uso para determinados fines de la propiedad intelectual, no la propiedad en sí misma (¿o sí?). La segunda cuestión, más importante y de fondo, es que debemos decidir si lo que queremos fomentar es la cultura a través de la producción cultural o bien lo que queremos es promover el establecimiento y crecimiento de una industria que hace negocio con la explotación de la obra cultural. Son dos cosas relacionadas, pero muy distintas, y más cuando en la mayoría de los casos quienes tienen los derechos sobre la propiedad intelectual no son los creadores y viceversa.
Es posible que sea deseable promover ambas cosas, pero por sus distintas naturalezas valdría la pena darles también trato separado. En el primer caso hay que pensar en una forma de fomentar la creación garantizando el sustento del creador; en el segundo caso hay que pensar en una forma de facilitar el beneficio de un sector garantizando el marco legal y económico en el que opera.
Creo que pertenece al Ministerio de Cultura todo aquello relacionado con el objetivo de tener más y mejores obras culturales, así como su máxima puesta a disposición de la ciudadanía sin ánimo de lucro. En otras palabras, que haya más y mejores libros, discos, películas, obras de teatro, pinturas o esculturas, así como más salas de conciertos, museos, revistas o páginas web culturales, etc.
Creo que pertenece al Ministerio de Industria todo aquello relacionado con el objetivo de tener un conjunto de empresas que generen beneficios y puestos de trabajo con la comercialización de las obras culturales. En otras palabras, que tengan más y mejor acceso al crédito cuando sea necesario, que puedan tener un trato fiscal preferente o que tengan un marco legal del sector sólido y cuyo cumplimiento sea garantizado por las distintas instituciones del estado de derecho.
El canon es — o era — una medida claramente perteneciente al ámbito de la industria, por lo que debería estar fuera de la agenda del Ministerio de Cultura y de la promoción de la Cultura, el creador, la obra cultural o como quiera que lo llamemos. Si el canon o similar se mantiene o no debe pertenecer al mismo tipo de debate sobre si se mantiene una tasa para la ocupación de la vía pública por bares y restaurantes o un impuesto sobre las emisiones de CO2, o si se crea una subvención a la producción de leche o a la compra de coche nuevo.
En la nueva medida que acuerde el Congreso para remunerar la propiedad intelectual
tiene que quedar claro cuál es el objetivo: ¿remunerar al autor o promover la explotación de la propiedad intelectual?
En mi opinión, hay que remunerar al autor, a fondo perdido, para que cree. De la misma forma que remuneramos a médicos, profesores y jueces: porque queremos sanidad, educación y justicia públicas y de calidad, y por eso la pagamos entre todos. Son, todas ellas, bienes públicos y bienes de interés general. Como la cultura (yo lo creo así).
Si tratamos a músicos, pintores y dramaturgos como a médicos, profesores y jueces, lo que querremos de ellos es que creen obras culturales y su resultado quede para todos (como queda para todos la sanidad, la educación y la justicia). Se me ocurren para ello tres opciones:
- Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del autor pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda disfrutar de lo que ha pagado.
- Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda en propiedad del Estado pero licenciada en abierto para uso y disfrute de la ciudadanía. Al fin y al cabo, los fondos salen de los impuestos: lógico es que el contribuyente pueda ser propietario de lo que ha pagado.
- Subvención a fondo perdido y la obra resultante queda cedida al dominio público. Si la cultura es un bien público y nos creemos que contribuye a hacernos más humanos y a una mejor sociedad, lógico es que no haya absolutamente ningún límite a su difusión. Ninguno.
Los tres puntos anteriores, de hecho, es como funcionan la mayoría de iniciativas del sector público, e iniciativa pública es fomentar la cultura. Como la sanidad, la educación o la justicia. Se paga al creador una cantidad justa por una determinada creación cultural… y ponemos el contador a cero.
Por supuesto, habrá quien considere que una obra cultural bien merece otro trato. Y que una obra tiene más valor que las horas invertidas en su creación. Que una obra es una inversión — de tiempo o de dinero o de cualquier otro recurso — que bien merece una explotación comercial más allá de su divulgación.
En ese caso, entramos en el terreno de lo mercantil, de la industria. Y en este nuevo escenario, habrá que plantearse, al menos, dos grupos de preguntas:
- ¿Debe una industria tener una estructura de negocio basada en la subvención pública? ¿De qué forma? ¿En qué cuantías o proporciones al coste? ¿O debe repercutir los costes al consumidor? ¿Tiene un modelo de negocio competitivo? ¿Es capaz de generar beneficios o lugares de trabajo? ¿Bajo qué condiciones?
- ¿Debe una industria disfrutar de un poder de monopolio (que es lo que protege la propiedad intelectual)? ¿Por qué motivo? ¿Compensa el coste del monopolio — la pérdida del excedente del consumidor — los costes de no regular un monopolio como las externalidades, comportamientos free rider o una oferta subóptima?
Cuando se reencarne el canon en una nueva figura valdría la pena pues tener claro si queremos fomentar la cultura o promover la industria cultural; si estamos defendiendo un bien público y de interés general o bien favoreciendo o protegiendo una industrial. Los diseños de las políticas deben ser, necesariamente, distintos.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 27 junio 2011
Categorías: Política
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En las últimas 6 semanas ha habido en España:
- el 15 de mayo, la toma de las plazas de las principales ciudades españolas;
- el 22 de mayo, unas elecciones municipales y (en muchos casos) autonómicas (con repetición de la toma de las plazas el 21, contra lo que dicta la ley sobre la jornada de reflexión);
- del 15 al 22 de junio, concentraciones ante Parlamentos autonómicos y el Congreso de los Diputados
- el 19 de junio, manifestación multitudinaria en las principales ciudades españolas contra la política socioeconómica española.
Después de un mes y medio de un estado ciertamente excepcional de las cosas, las principales reacciones institucionales creo que pueden agruparse en las dos siguientes conclusiones:
- No se sabe qué piden los indignados.
- Se confunde la legitimidad de las urnas con tener patente de corso para no tener que rendir cuentas a la ciudadanía.
Mi segunda afirmación se basa en la reiterada apelación a los resultados de las últimas elecciones del 22 de mayo por parte de los portavoces de los partidos mayoritarios así como por muchos de los editoriales y columnas de opinión de los grandes medios de comunicación.
Dejemos dos cosas al margen: la primera, que dada la gran desafección política, es posible que mucho del voto sea táctica y en absoluto legitimación de la opción elegida; la segunda, que unas elecciones municipales no son un plebiscito sobre la gestión del ejecutivo (estatal) ni el legislativo, ni viceversa: es perverso el intercambio de jurisdicciones al que, según conveniencia, juegan los intereses creados antes, durante y después de unas elecciones.
No es, por tanto, extraño que uno de los lemas estos últimos días esté siendo no nos representáis
. Esta frase nos recuerda que el voto no se da: se presta. Y, como en el amor, la confianza mutua se gana cada día, no con un par de regalos cada cuatro años según el calendario comercial. Joan Subirats lo explica de la siguiente forma en ¿No nos representan?:
Con el grito «no nos representan», se está advirtiendo que ni se dedican a conseguir los objetivos que prometieron, ni se parecen a los ciudadanos en su forma de vivir, de hacer y de actuar. El ataque es pues doble, a la delegación (no hacen lo que dicen) y al parecido (no son como nosotros). El movimiento 15-M no ataca a la democracia, sino que entiendo que lo que está reclamando es un nuevo enraizamiento de la democracia en sus valores fundacionales. Lo que critica el 15-M, y con razón, es que para los representantes el tema clave es el acceso a las instituciones, lo que garantiza poder, recursos y capacidad para cambiar las cosas. Para los ciudadanos, en cambio, el poder sólo es un instrumento y no un fin en sí mismo.
La primera cuestión que apuntaba anteriormente — no se sabe qué piden los indignados — tiene una explicación más compleja, aunque el veredicto es el mismo: hay que querer escuchar para entender, y muchos de los integrantes desde el primer hasta el cuarto poder han perdido la capacidad y las competencias para ello. O, al menos, algunas actitudes parecen venir de aquellas aptitudes.
En mi opinión creo que hay dos consideraciones previas fundamentales para poder sacar el agua clara de qué se está pidiendo estos días en las calles (físicas y virtuales) a los representantes políticos:
- Identificar quiénes y cuántos son los indignados: creo que limitarse a los que todavía acampan en las plazas, o incluso a los que se manifiestan en las calles, es quedarse con una visión más que parcial.
- Identificar dónde está la sala de prensa desde la que se emiten las peticiones: de nuevo, limitarse a los manifiestos o las consignas en las marchas es, creo, tomar la parte por el todo, y muy especialmente la parte más simple, más vendible y más populista (a la vez con y sin connotaciones negativas todos estos términos).
Hechos estos dos incisos, ¿qué piden los indignados?
Me gusta pensar que hay, al menos, tres niveles de peticiones, y que puede resultar una metáfora ilustrativa — aunque en mi opinión incorrecta, porque hay superposiciones — identificar esos tres niveles con tres niveles de participación en el movimiento del 15M.
- Un primer nivel de propuestas es aquel que hace peticiones concretas, de corte maximalista, basados en manifiestos detallados y, en cierta medida, exhaustivos de «todo lo que va mal». El manifiesto fundacional de ¡Democracia Real Ya! iría en esta línea: que no quede nada fuera. Esta protesta de máximos es la que echa a la gente a la calle y las plazas la reivindican como suya durante las primeras semanas de las protestas.
- Un segundo nivel es el que intenta ir podando las aristas que pueden excluir — y de hecho acaban excluyendo — a algunas personas del movimiento (y de las plazas). Es un nivel que, además, intenta y tiene que atraer gente a las calles, a protestar contra las órdenes de desalojo en base a una propuesta integradora, o a protestar contra medidas específicas del gobierno central y/o europeo. Se trata de propuestas concretas basadas en consensos de mínimos. Las llamadas a defender el derecho a manifestarse la noche del 20 o el sábado «de reflexión» 21, o a manifestarse contra el Pacto del Euro son dos ejemplos claros.
- Por último, proliferan, sobre todo en la red, propuestas generalistas de corte sistémico, es decir, propuestas que intentan evitar entrar en el detalle intentando únicamente apuntar al problema, reflexionar sobre las «soluciones» existentes (o que históricamente se han ido probando), y plantear, por encima de todo, que se debata el problema.
En el fondo, los tres niveles de propuestas y/o los tres escenarios de protesta piden lo mismo, aunque las formas puedan ser distintas y, en este sentido, distraer de lo que tienen en común. Es la conocida historia de que los árboles no dejan ver el bosque. Nacionalizar los bancos y permitir la dación del piso en pago de la hipoteca, cambiar las leyes que regulan la banca y las finanzas, o recuperar el poder político por encima del financiero no son sino tres formas de decir lo mismo.
Bien, pero, ¿y que es lo que piden los indignados, pues? En mi opinión, que formalmente e institucionalmente se dé el debate para reformar y mejorar el ejercicio de la democracia a partir de una transición de una democracia industrial a una democracia en red.
Con estas o con otras palabras, con mayor o menor lujo de detalles, creo que es esto lo que se está pidiendo. A gritos.