El entretenimiento online y sus implicaciones en campos como el régimen jurídico de la comunicación audiovisual, responsabilidad de los intermediarios, aspectos legales de publicidad, el derecho de los videojuegos y de las apuestas online, redes sociales, publicidad basada en comportamiento, privacidad y protección de datos, difamación y violación del derecho a la intimidad, protección de menores, propiedad intelectual, nuevos modelos de distribución de contenidos, contenidos creados por los usuarios, contenidos ilícitos y nocivos, neutralidad de la red y oportunidades de difusión de contenidos, posición de dominio en el mercado o redes de nueva generación entre otros.
Es posible también enviar comunicaciones sobre:
Aspectos jurídicos relevantes para el estado actual y futuro de Internet, como la privacidad online, la protección de datos, la propiedad intelectual, la responsabilidad de los prestadores de servicios, la libertad de expresión, la publicidad online, el comercio electrónico o la delincuencia informática, entre otros.
Cuestiones relativas al gobierno y la administración electrónica, como el acceso a los datos (open data), la reutilización de la información del sector público, la participación política en la red, la contratación administrativa electrónica o el gobierno de Internet, entre otros.
Las personas interesadas en participar deberán enviar en primer lugar un resumen del contenido de su comunicación, de aproximadamente 300 palabras, expresando con claridad el objeto y alcance de la comunicación, así como su título provisional. El plazo máximo para enviar este resumen es el 20 de diciembre de 2011. Los resúmenes serán evaluados mediante revisión ciega y el 10 de enero de 2012 se notificará si han sido aceptados.
Los autores de los resúmenes aceptados deberán entregar el texto definitivo de su comunicación no más tarde del día 26 de marzo de 2012. Las comunicaciones no podrán exceder de 8.000 palabras, incluidas las notas y las referencias bibliográficas. Para elaborar las comunicaciones deberá usarse la plantilla que se pondrá a disposición en la página web del congreso. Las comunicaciones se someterán de nuevo a un proceso de revisión, cuyo resultado se comunicará el 16 de abril de 2012. El plazo para entregar el texto final con las modificaciones que en su caso sean necesarias finalizará el 30 de abril de 2012.
Todas las comunicaciones aceptadas se publicarán en el libro electrónico de las actas del congreso, que tendrá el correspondiente número de ISBN. Las comunicaciones podrán, además, ser seleccionadas para su presentación oral en el congreso.
Fechas clave
Envío de resúmenes (300 palabras): 20 de diciembre de 2011.
Notificación de aceptación de los resúmenes: 10 de enero de 2012.
Envío de la comunicación completa: 26 de marzo de 2012.
Notificación de aceptación de la comunicación completa (con o sin requerimiento de modificaciones): 16 abril 2012.
Envío comunicaciones revisadas (camera ready): 30 de abril de 2012.
Todos los envíos deberán realizarse por correo electrónico, en formato .ODT o .DOC a la dirección uoc.idp2012@gmail.com
Ahora que parece que el principio del fin de la organización terrorista, independentista y nacionalista vasca ETA es algo más que un juego de palabras, es probable que veamos — como se ha ido viendo a lo largo de los años y de forma creciente — cómo algunas otras palabras son utilizadas de forma incorrecta y/o tendenciosa: terrorismo, independentismo, nacionalismo y autodeterminación.
La cuestión es que, como comenté en Los seis grados de separación de ETA y Terra Lliure, la salida del conflicto vasco debe ser — y más ahora — política y, dentro de la política, democrática. Y da la impresión, por ese uso incorrecto y/o tendencioso de las palabras, que algunos de los que creen defender la democracia, en realidad, defienden a mi entender precisamente la negación de la misma.
El terrorismo es el uso de la violencia para conseguir unos fines. Como tal, se sitúa fuera de la democracia, donde esos fines se pactan a través del diálogo y la elección colectiva. Ese terrorismo puede aspirar a conseguir la secesión de un territorio de otro (independentista) por motivos de identidad colectiva (nacionalismo). Es el caso de ETA. Hay, no obstante, terrorismos no nacionalistas y no independentistas. Por desgracia, los ejemplos abundan.
El nacionalismo es, a grandes rasgos, la idea que defiende una identidad colectiva vinculada a un territorio y a una cultura. La defensa de esta idea y del colectivo que la incorpora puede hacerse de forma violenta — como el caso de ETA — o de forma no violenta, muchas veces a través de instituciones como partidos políticos y asociaciones ciudadanas. Es fundamental enfatizar aquí una cuestión: el nacionalismo, en sí mismo, no es ni democrático ni anti-democrático. Es la forma cómo ese nacionalismo se defiende lo que lo sitúa a un lado u otro de la línea que delimita la democracia. Dejando al margen el histórico personal o colectivo de cada caso, la cuestión es que ETA acaba de cruzar esa línea que separa lo que no pertenece a la democracia de lo que sí pertenece a ella. Se puede debatir si el hecho de cruzar esa línea ha sido una rendición de ETA o debido a concesiones hechas a la banda terrorista, pero lo que es indiscutible es que la línea ha sido cruzada. Y puede valer como ejemplo del caso contrario el de los dictadores que siguieron llevando a cabo su plan político y sembrando el terror sin jamás cruzar esa línea que define la democracia, desde Fidel Castro a Francisco Franco.
Algunos nacionalismos tienen como rasgo definitorio el independentismo, que podemos definir como la secesión de un territorio de una unidad administrativa mayor. De nuevo, es importante hacer énfasis en dos cuestiones de máxima relevancia. La primera, que el independentismo — como el nacionalismo — no es ni democrático ni deja de serlo, porque habla del fondo y no de las formas. Si la independencia se defiende desde el diálogo y la elección colectiva es democrático, y si se defiende y quiere imponer desde la violencia, no lo es. Por otra parte, la secesión de dicho territorio puede darse por motivos nacionalistas — al perseguirse la equiparación de un territorio nacional o de la nación con el territorio administrativo y jurisdiccional — o bien por otros motivos no relacionados con las identidades colectivas. Abundan ejemplos de las cuatro combinaciones: el caso del nacionalismo independentista vasco; los nacionalismos helvéticos, que viven en perfecta armonía en su confederación, a la que llamamos Suiza, y sin ánimos de separarse de ella; la Unión Europea como un ejemplo de fuerzas unionistas (contrario a las independentistas) por motivos ajenos al nacionalismo (con algunas excepciones que ensalzan el sentirse europeo); y el caso de Catalunya, donde cada vez más ciudadanos son partidarios de la independencia por motivos de desequilibro de balanzas fiscales con el Estado Español, sin que por ello medie un sentir nacionalista.
Por último, y muy relacionado con lo anterior, nos encontramos con el derecho a la autodeterminación, la libertad un territorio de poder decidir si pasa a ser independiente. Por supuesto, y como todos los derechos, el derecho a la autodeterminación puede ser reconocido o no por los demás. También, como todos los derechos, puede ser reconocido pero ser o no ser ejercido. Una persona puede reconocer el derecho de su pareja a separarse de ella o bien puede forzarla a mantenerse a su lado. Por otra parte, una persona puede reconocer el derecho de los cónyuges a separarse sin implicar por ello que dicha persona tenga intención alguna de hacerlo de su propia pareja. En términos nacionales, es perfectamente legítimo defender el derecho a la autodeterminación y, sin embargo, llegado el momento de decidir, oponerse (votar en contra) a la independencia de un territorio. La democracia consiste en ambas cosas: en reconocer el derecho a la autodeterminación y en reconocer que el ejercicio de ese derecho puede ser estar a favor de la independencia o en su contra. El derecho de la autodeterminación es sobre si se puede votar, no sobre el sentido del voto.
En resumen:
La autodeterminación es un derecho, que puede ejercerse o no, y que puede ejercerse de distintas formas. Los derechos se tienen, aunque pueden ser reconocidos o no y, en este último caso, evitar por la fuerza el ejercicio del mismo. Por norma general entendemos el reconocimiento de los derechos como una condición necesaria (aunque no suficiente) de la democracia.
La independencia es una opción del derecho de autodeterminación, y es una opción que puede venir motivada por distintas razones.
El nacionalismo es una ideología, un sentir. El nacionalismo no es un derecho, ni tampoco es una opción. El nacionalismo es uno de los motivos que pueden impulsar a alguien a ejercer un derecho en un sentido u otro. Pero no el único.
El terrorismo es una forma de conseguir un objetivo, en base a una u otra ideología. Como forma violenta, queda fuera de la democracia. Por otra parte, no considero legítimo el terrorismo como forma de reivindicar un derecho no reconocido, ya que supone la defensa de dicho derecho en detrimento de otros muchos derechos ajenos (el derecho a la vida, por ejemplo).
Cuando se habla de que las reivindicaciones de los terroristas no son legítimas, es falso: lo que no son legítimas son las formas, no las reivindicaciones. Cuando se identifican independentistas con no demócratas, en realidad es quien profiere dicha afirmación quien se alinea con los no demócratas. La apropiación de los nacionalistas de todos aquellos que apuestan por la independencia no es sino la otra cara de la moneda de aquellos que califican de nacionalistas a quienes optarían por la independencia. Por último, creer que la defensa de la autodeterminación es un sentir nacionalista que necesariamente debe acabar en la independencia de una nación es solamente superable, como error, en identificar a nacionalistas e independentistas con anti-demócratas y terroristas.
Y ejemplos de esto último, tenemos a montones.
PS: mi agradecimiento a David Gómez que, sin él saberlo, contribuyó a poner algunos adjetivos y sustantivos a este texto.
El 15 de octubre de 2011 pasará — o, en mi modesta opinión, debería pasar — a la historia porque ciudadanos de 1000 ciudades de más de 80 países en todo el mundo salieron a la calle a protestar por un mundo mejor.
Aunque las formas y la cronología han venido a poner en el mismo saco la Primavera Árabe, el Movimiento del 15M y similares en otros países, y el reciente Occupy Wall Street, creo que si bien están relacionadas, son completamente distintas. Por una parte, la Primavera Árabe tenía un objetivo a corto plazo y claramente delimitado: echar a los dictadores de los respectivos países y restaurar en ellos la democracia. El 15M perseguía ese mismo objetivo, pero dentro de democracias modernas bien establecidas: así pues, pedía mejorar la calidad de la democracia y, a través de ello, llegar a acciones más concretas en el ámbito de lo socioeconómico. Por último, Occupy Wall Street volvía a una única petición concreta, que aunque relacionada con el ejercicio de la democracia, se concretaba en pedir una mejor distribución de la riqueza así como una independencia del poder ejecutivo del económico.
Relacionadas y distintas todas ellas, tienen dos importantes rasgos en común: las ya mencionadas formas y, sobre todo, el hecho de pedir cambios dentro del sistema, es decir, transformaciones del mismo sistema imperante pero sin sustituirlo por uno nuevo. Sin embargo, esos árboles unidos bajo el bosque del 15 de octubre adquieren un nuevo significado: el cambio de sistema (la Primavera Árabe, aunque sí pide un cambio de gobierno, no pide un cambio sistémico en profundidad, como lo fue, p.ej. el nacionalismo comunista de mediados del s.XX).
La crisis del ’29, la Segunda Guerra Mundial y los Acuerdos de Bretton Woods
El siglo XX se caracteriza por dos grandes crisis situadas ambas en su primera mitad: la crisis económica de 1929 y la crisis política que representa la Segunda Guerra Mundial. Juntas representan las dos caras de la misma moneda: el fin del estado-nación y la necesidad de tratar las relaciones internacionales no desde lo local, sino desde lo global.
El cambio de sistema económico se debate en julio de 1944 dando lugar a los llamados Acuerdos de Bretton Woods. Firmados por los entonces 44 países aliados, se acuerda la creación del Fondo Monetario Internacional, el Banco Internacional de Reconstrucción y Fomento (parte del Banco Mundial), el GATT (el Acuerdo General sobre Comercio y Aranceles, semilla de la Organización Mundial del Comercio) y la reforma del sistema de divisas mundial (con la adopción de un patrón oro-divisas centrado en el dólar americano). Es decir, la creación de un mercado financiero mundial así como las instituciones para promoverlo.
Y aunque ha habido cambios sustanciales desde entonces — como el abandono de la convertibilidad del dólar en 1971 —, en general ese ha sido el sistema que se ha mantenido, reforzado… y desbocado.
Hacia un nuevo Bretton Woods…
La reunión del G20 en Washington el 15 de noviembre de 2008 se convocó, precisamente, para comprobar en qué medida el actual sistema económico mundial seguía siendo válido. Lo cuentan con gran detalle Eric Helleiner y Stefano Pagliari en Towards a New Bretton Woods? The First G20 Leaders Summit and the Regulation of Global Finance y John Vandaele en Por un nuevo Bretton Woods. Lo que ambos artículos nos explican es que, a grandes rasgos, el G20 — y a iniciativa de Nicolas Sarkozy — consideró un nuevo acuerdo al estilo del de 1944 para volver a encauzar la economía mundial, especialmente en lo que se refiere al ámbito de las finanzas.
Mi impresión, no obstante, es que no hay lugar para un nuevo acuerdo en el plano de lo económico, y mucho menos restringido en el ámbito de la economía financiera, regida por la especulación como fin en sí mismo. Es el sentir de muchos de los autores que contribuyeron al especial que el periódico The Guardian dedicó a esta cuestión en A new Bretton Woods. Juan Torres López hablaba en ¿Un nuevo Bretton Woods? de la necesidad de una nueva autoridad, nuevas reglas y nuevas instituciones.
…sin Bretton Woods
Da la impresión que, efectivamente, hay bastantes voces que claman por un cambio. No obstante, el cambio es desde dentro: sanear el sistema, depurar el sistema, renovar el sistema, hacer que el sistema vuelva a funcionar. El sistema económico, el sistema financiero.
En mi opinión, el sistema económico funciona perfectamente. Y la prueba es que quien tiene los medios sigue enriqueciéndose, y mucho, con él. ¿Hace falta mejor prueba que esa?
Lo que está profundamente roto es el sistema político, la gestión de lo público, la organización de la sociedad como algo colectivo por encima de los desarrollos individuales.
En este sentido, no es necesario volver a regular la economía, cambiar las normas del juego, modificar la forma como vigilamos a los agentes económicos y sus acciones para que no se salgan de madre. Dado que aquellos están, ahora mismo, por encima del bien y del mal, da lo mismo que las normas escritas cambien, porque las normas tácitas, las de verdad, se fijan con el quehacer diario de dichos agentes económicos.
Lo que hace falta es restablecer el orden de las cosas, recuperar la gobernanza del sistema. Hace falta que las preferencias individuales se agreguen en decisiones colectivas, y que estas determinen los límites de las actuaciones individuales de nuevo. Y no que las actuaciones individuales dicten las decisiones colectivas a base de manipular o coartar las preferencias individuales.
Lo que hay que cambiar, pues, no son las normas ni los objetivos, sino la forma como unas se fijan y los otros se llevan a cabo.
Y, según mi personal interpretación, esto es lo que pidieron 1000 ciudades en todo el mundo el 15 de octubre de 2011. Más allá de los contextos locales de cada uno, las especificidades, los puntos de vista, los matices, lo que se pidió fue un cambio en la gobernanza global.
Y aunque con cautelas y salvaguardas, lo que cabría esperar de las elecciones legislativas en España el 20 de noviembre no es si el candidato electo procederá a recortar más o menos el estado del bienestar, o si luchará con mayor o menor ahínco contra el desempleo mientras repara los estragos de dicha situación, o si pondrá tal o cual impuesto o tasa en el limitado patio particular del ámbito jurisdiccional de su estado.
Lo que cabría esperar del nuevo presidente electo y de los futuros líderes de la oposición es la capacidad para llegar a un acuerdo a nivel nacional que les permita llegar a otro acuerdo a nivel internacional. Sobre la política, sobre la forma de entender el proyecto comunitario que es ahora a nivel global. Es hora de volver a poner la política por encima de la economía.
En tiempos de crisis — y en tiempos de bonanza económica también — creo que es más que legítimo preguntarse cuánto costará movilizar más de 3.000 militares, 147 vehículos y hasta 55 medios aéreos. La participación de los efectivos humanos sea probablemente barata, dado que su sueldo y manutención están ya pagados por el contribuyente y, en su mayoría, deben estar ociosos en sus casernas, por lo que el coste de oportunidad es cercano a cero. No es así con el resto de efectivos, propulsados por caros combustibles fósiles, así como el desplazamiento de los primeros. Sin embargo, no es mi intención hacer crítica a partir de una «miserable» partida de gastos.
La pregunta, más pertinente para mí, es qué representa un desfile militar y qué valores pretende transmitir. Se me ocurren dos respuestas: el ensalzamiento de la violencia y el homenaje al mal necesario.
El ensalzamiento de la violencia
Todavía para muchos el ejército es motivo de orgullo per se, demostración de fuerza y poderío. Seguimos en muchos aspectos anclados en una tradición feudal, heredada de los pueblos «bárbaros», donde imperaba la ley del más fuerte. Gobernaba no un senado de ciudadanos o un consejo de sabios, sino el jefe de los ejércitos. Señor de la guerra, rey o emperador, el autócrata dicta la ley y el ejército la hace cumplir por la fuerza.
Homenajear semejante instrumento de represión, ensalzar el uso de la violencia ante el diálogo se me antoja una regresión al más básico de los instintos humanos (parecido a la cuestión de los toros, aunque mucho peor, por tratarse de personas). Y poco más hay que añadir a este respecto.
El homenaje al mal necesario
Por suerte, no todo el mundo sueña con un puño fálico, si se me permite la expresión.
Otra respuesta que todo patriota suele dar ante alguien que se pregunta por la idoneidad de un desfile militar es que se honra a quienes defienden la patria de uno. Honrar, enaltecer, alabar.
Discusiones de matiz al margen, los ejércitos son al orden internacional lo que la policía es al orden doméstico. Cuando fracasan todos los intentos civilizados de mantener la paz y la convivencia, no hay más remedio que utilizar la fuerza. Es importante, sin embargo, hacer hincapié que el uso de la fuerza es un fracaso de la razón y, por tanto, una alternativa poco deseable, un mal «menor» (menor que el caos total, se entiende). En definitiva, un mal con el que hay que vivir, un mal necesario.
Incluso en el caso de que el soldado sea excelente en su trabajo, y pueda sentirse orgulloso a título personal con ello, el conjunto de su profesión sigue siendo un mal, necesario, pero mal. Como lo es la necesidad de policías, bomberos y médicos. Siempre es mejor la educación cívica, la prevención de incendios o una vida saludable que encarcelar, extinguir o curar. Sin embargo, mientras los médicos salvan vidas, y los bomberos vidas y patrimonios, los ejércitos suelen acabar con ambos. Por eso, aunque puedan ser necesarios, son malos. Incluso cuando objetivamente no hay otro remedio, el resultado de la fuerza bruta y la violencia es la destrucción, del adversario, pero destrucción al fin y al cabo. Necesario, pero mal. Los ejércitos no son, jamás, la mejor solución.
Así, lo de hacer estandarte de un mal necesario resulta, como poco, sorprendente. Hacer estandarte de los ejércitos es como enorgullecerse de la amputación frente a la vacunación, o hacer recalificaciones inmobiliarias para reaprovechar el bosque quemado.
Si el día de la fiesta nacional es motivo para salir a la calle y gritar a los cuatro vientos lo orgulloso que está uno de los logros de su patria, lo suyo sería sacar a la calle a los premios Nobel, a los médicos que hicieron un trasplante inaudito, a los maestros que educaron cohortes enteras de vástagos asilvestrados, a los ingenieros que eliminaron algunas emisiones a la atmósfera saneando el parque energético, a las mujeres que conciliaron su trabajo con la vida familiar o a las que sobrevivieron al salvaje de su cónyuge cavernario, a los abuelos que sacrificaron sus tardes para cuidar a los nietos, a los voluntarios que salieron a la calle y a las redes para pedir más y mejor democracia. La lista es (casi) interminable: lo bueno abunda, por suerte.
Pero salir a la calle para celebrar el parche, el mal necesario, el reconocer que a menudo no conseguimos arreglar las cosas civilizadamente. Y celebrar eso tiene mucha miga.
Esta es una entrada en dos partes que analiza, a partir de los datos del IRPF2008 (los más recientes para el nivel de detalle requerido), cuestiones como la progresividad del impuesto de la renta, las desigualdades entre tramos, la (in)existencia de una clase media en España y la posibilidad de subir los impuestos a ricos y pobres. En esta primera parte, Clase media, desigualdades, recortes e impuestos para los ricos, el análisis se centra en la desigual redistribución de la renta y en la menguante clase media. En la segunda parte, ¿Pueden pagar más los ricos? ¿Pueden pagar más los pobres?, se analiza el impacto que cambios en los tipos de los tramos podrían tener en la economía y en los contribuyentes. Vaya por delante mi agradecimiento a Álex Guerrero de La Moqueta Verde, donde después de mucho buscar, encontré la forma de acceder a los datos que buscaba. También a Alberto Lumbreras, de Maldekstra Kolono, que me ayudó a llegar hasta el primero.
La crisis arrecia, cambian los gobiernos, las alfombras se levantan y las tijeras se afilan a más no poder. Las dos frases más recurridas en los últimos meses son que (1) hay que reducir el déficit y (2) no hay otra forma que hacerlo que recortar en gastos. Sobre lo primero me pronuncié en Fijar el subir los impuestos (y no el déficit) por Constitución: en resumen, que el déficit puede ser bueno e incluso deseable en algunas circunstancias. Sin embargo, el punto más importante para mí — y así lo apunté en esa referencia — es esa indiscutible asunción que no es posible hacerlo sino recortando el gasto.
Esta última afirmación denota una falta de respeto total para las matemáticas: una resta (y un presupuesto es una resta entre ingresos y gastos) tiene siempre dos partes, el minuendo y el sustraendo. Y ambos se pueden alterar para mantener constante el resultado. Que uno no quiera alterar el minuendo (los impuestos) porque políticamente no se puede es otra cuestión. Una cuestión que abordaré aquí, con resultados que incluso me han sorprendido a mí mismo.
(Podríamos aquí hablar de la coda que suele acompañar el «no hay otra forma que recortar los gastos» y que no es otra que «para preservar el Estado del Bienestar». Teniendo en cuenta que los gastos administrativos/burocráticos son relativamente pequeños respecto a otras partidas — profesionales de la educación, la sanidad, la justicia, la defensa — y que los recortes están afectando, sobre todo, a los gastos sociales, la afirmación «no hay otra forma que recortar los gastos para preservar el Estado del Bienestar» me resulta sumamente ofensiva, por cínica y por el trato que se da a la inteligencia del ciudadano.)
La pregunta es, pues, ¿pueden subirse los impuestos? Y, en caso de subirse, y como se pide desde diferentes ámbitos de la sociedad ¿pueden subirse los impuestos a los ricos?
Distribución de la renta en España
Veamos qué dicen los datos del Ministerio de Economía y Hacienda. Tomaremos los últimos datos disponibles, del ejercicio de 2008, y escogeremos como referencia la Base Imponible General, es decir, aquella que recoge la mayoría de las rentas que puede percibir una persona: rendimientos del trabajo, rendimientos del capital inmobiliario, rendimientos del capital mobiliario, rendimientos de actividades económicas, imputaciones de renta y ganancias y pérdidas patrimoniales. Esta medida es muy grosera para cuantificar los ingresos de una persona, y su precisión disminuye a medida que las personas tienen mayor proporción de rentas no provenientes del trabajo (compensaciones en especie, ingeniería financiera, evasión fiscal, etc.). También quedan fuera personas sin la obligatoriedad de declarar, normalmente porque sus rentas son demasiado bajas. Sin embargo, el análisis, aún (insisto) con sus debilidades, es suficientemente válido para la reflexión que queremos hacer aquí.
La siguiente gráfica muestra la distribución de las declaraciones por tramos de base imponible general en el IRPF de 2008 en España. La línea sombreada azul muestra la proporción de declaraciones (de un total de 14.277.365) que corresponden a cada tramo de la base imponible. Vemos, por ejemplo, que un 5,86% de las declaraciones (836.333) se situaron en el segmento de los 12.000 a los 15.000 € de rendimientos brutos anuales, segmento cuyo valor medio fue de 12.119 €. Ese fue el segmento donde hubo mayor proporción de declaraciones.
El primero es el valor de la renta media española, es decir: el total de rentas declaradas dividido por el total de declarantes. Esa renta media se situó en 2008 en 26.379 € (aproximadamente). Sin embargo, este dato es engañoso y suele ejemplificarse con el conocido «si yo tengo dos manzanas, y tú no tienes ninguna manzana, de media tenemos una manzana cada uno». En realidad, en España vemos que hay muchísima gente que está por debajo de la renta media y muy poca que está por encima. En concreto, el 80% de la población está por debajo de la renta media.
Mucho más realista que el dato anterior es la renta mediana, es decir, cuánto cobra la persona que tiene a la mitad de la población cobrando más que ella y la otra mitad menos. Esta renta mediana se situó en España en 2008 en 14.921 €, es decir, la mitad de los españoles declararon cobrar menos de 14.921 € brutos al año. Brutos. Antes de impuestos y antes de pagar la hipoteca. La mitad de la población. Al margen de los juicios de valor sobre de si la gente merece o no cobrar dichas cantidades, desde un punto estrictamente contable se me antoja un número que debe hacer difícil ir al supermercado a menudo o pagar el alquiler o hipoteca de un piso más bien modesto (nota: no son hogares, son personas; si uno suma pareja sin trabajar y dos hijos, o bien es cierto que hay mucho fraude fiscal o hay millones de personas haciendo encaje de bolillos a fin de mes).
La clase media
Ante este panorama — la mitad de españoles cobrando menos de 15.000 € y hasta cuatro de cada cinco cobrando como mucho 26.000 € — se pregunta uno a qué se refieren los políticos y los medios cuando hablan de la clase media.
Si uno lo toma en sentido aritmético, «la clase que está en medio», lo lógico sería pensar que es esa franja que va desde la renta mediana a la renta media, es decir, de los 15.000 a los 26.000 €. Sin embargo, uno tiende a pensar en clase media como una clase acomodada, con desahogo económico y, en cierta medida, con un determinado estatus social o profesional. Puede que una pareja sin hijos, con vivienda heredada/cedida y en la cota superior de esa franja (26.000) pueda concebirse como clase media (yo pensaría más en clase cuarto…), pero dos rentas de 15.000 con dos hijos e hipoteca no son, a efectos sociales, clase media. Siendo generosos, clase obrera acomodada.
Si nos guiamos por la definición anterior (desahogo, estatus, etc.) y se le intenta poner un número de forma totalmente discrecional, podríamos fijarlo en 80 o 100.000 € por hogar, donde habría una pareja que aportaría aproximadamente la mitad cada uno (sé que es arbitrario, pero…). El problema es que la persona que cobra 40.000 € al año se sitúa en el 10% de la población con más renta (los que cobran 50.000 están en el 8%). Ante estos datos, afirmar que la clase media es aquella compuesta por las personas que forman parte del 8 al 10% con mayores ingresos de la población es, a mi entender, un juego de palabras que roza la aberración semántica.
Dicho esto, y retomando la cuestión inicial, habría que aclarar a qué refieren los políticos y los medios cuando hablan de la clase media. Si se refieren a las personas que cobran 20.000 € (recordemos: brutos) anuales suena casi a chiste. Si se refieren al 8% con mayor renta de la población, suena casi a insulto. Sería deseable, pues, dejar de hacer referencia a esa tierra de nadie que es la clase media española: la clase media española es como las meigas gallegas, que seguro que existen, pero nadie sabe dónde están.
Desigualdades e impuestos para los ricos
Lo que acabamos de explicar se puede ver gráficamente en la siguiente gráfica, representando la Curva de Lorenz de la renta española para 2008. En una Curva de Lorenz se representan, en las ordenadas, el porcentaje de población acumulada, y en las abscisas, la renta que esa población acumulada tiene en total. En una sociedad 100% equitativa, la Curva de Lorenz es una recta de 45º (dibujada en la gráfica). Cuánto más se separa la curva (en puntos en la gráfica) de esa recta hipotética, más desigual es la distribución de la renta.
A pesar de lo que pueda parecer por la curva, la inequidad es relativamente baja en España. Según los datos sobre Desarrollo Humano de las Naciones Unidas, España suele situarse entre los 20-30 países más igualitarios del mundo. Pero eso nomsignifica que, en términos absolutos, no estemos ante claros desequilibrios en la renta.
Así, vale la pena apuntar que el 5% de población obtiene el 20% de las rentas, y si llegamos hasta 10% de población este grupo obtiene una tercera parte del total de las rentas. Valdría la pena añadir que renta no equivale a patrimonio ni, como hemos apuntado antes, a otras formas de bienestar económico no computables o no computadas como rentas.
Algunas comparaciones interesantes:
Subir 5 puntos el IRPF del 5% más rico equivaldría (aproximadamente) a subir un 1% el IRPF del 95% de población restante.
O, dicho de otro modo, podríamos bajar los impuestos un 1% al 95% de la población subiendo un 5% los impuestos del 5% con mayores rentas.
Ampliando un poco el segmento de mayor renta, podríamos bajar los impuestos un 1% al 90% de la población subiendo solamente un 2% los impuestos del 10% con mayores rentas. Recordemos que estos últimos ganan de media algo menos de 40.000 €.
Subir un 1% el IRPF del 10% con mayores rentas daría, aproximadamente (muy aproximadamente porque depende de desgravaciones, etc.) unos 1.000.000.000 €, cercano a los 1.200 millones de euros que suponen el recorte de las pensiones. Todo a partir de 400 € de cada una de esa 10% de la población con mayores rentas.
La primera pregunta que cabría hacerse es si, realmente, la única opción es hacer recortes. En mi opinión, hay mucho (pero mucho) terreno para las subidas de impuestos sin tocar ni las clases bajas ni esa invisible clase media.
La segunda cuestión es a quién representan los políticos. Si un 95% de la población cobra menos de 50.000 € y un 90% cobra menos de 40.000 €, a quién representan los partidos que, en su mayor parte, o bien se sitúan en la izquierda o, en el caso de los dos mayoritarios, se pelean constantemente por el centro.
Habida cuenta que prácticamente ningún partido defiende las subidas de impuestos — sino todo lo contrario, visto el histórico del último año — es de suponer que el centro, al menos en términos económicos, se sitúa por encima de la barrera de los 50.000 € y representa a menos del 5% de la población. No está nada mal como revisión del concepto de votante mediano.
En base a lo anterior, viendo que los partidos no representan ni gobiernan ni tan solo para el 80% de la población que tiene rentas por debajo de la media, habría que preguntarse quién dicta sus políticas económicas. ¿Es el 20% con rentas superiores a la media? ¿Es el 5% con rentas muy altas? ¿El 1% con rentas por encima de los 100.000 €? ¿De verdad los partidos son incapaces de proponer políticas que beneficien al 95% del electorado a costa del 5% restante?
La tercera cuestión, y que se me escapa totalmente, es cómo se forma la intención de voto en este país, así como cómo se forma la opinión de corte económico. Cuando el 61% de la población afirma que preferiría recortes a impuestos, frente a un 23% de opinión contraria, cabe preguntarse a qué se refieren exactamente o en qué tramo de renta creen ellos que se sitúan.
Pasar de una sanidad pública a una de mutua, y de una educación pública a una de concertada puede suponer una media de 2.000 € por cabeza y año (sanidad para un progenitor y un hijo, más educación para el segundo). ¿Cuántos del 50% de la población que cobra 15.000 € anuales brutos puede permitirse ese gasto? ¿De verdad prefieren los recortes y acabar pagando los servicios privados? ¿O son mejores los incrementos progresivos de impuestos (p.ej. para el 10% con más ingresos)?
Ahora bien, después de lo expuesto, queda constatado que tanto partidos de (supuesta) izquierda como incluso los de centro-derecha hacen políticas para el 5% con mayores rentas, es decir, para (como mucho) el 5% de sus potenciales votantes. Y queda constatado también que la inmensa mayoría de votantes escoge partidos que van a implantar políticas que son objetivamente adversas a sus propios intereses.
Me reafirmo, pues, en mi opinión que los partidos de izquierda van perdidos y muchos de los votantes (estos de izquierda y derecha) también. O eso, o a mí se me escapa alguna cuestión de suma importancia y que no he sabido ver. Agradeceré humildemente aclaraciones al respecto.
La identidad de las personas se construye al sumar infinidad de variables individuales: género, color de la piel, inclinaciones sexuales, lugar de nacimiento, lengua nativa, nivel de estudios, preferencias musicales, gustos en el vestir, etc. La suma de todas ellas es la que hace una persona distinta, única.
Algunos colectivos defienden que algunas de esas variables pueden prevalecer sobre las demás. Así, elevados algunos rasgos identitarios a un nivel superior, es posible definir una identidad colectiva. Esto es lo que han hecho, entre muchísimos otros, los tres principales monoteísmos, los nacionalismos, los movimientos LGTB, los partidos de izquierda marxista, etc. Así, para estos, el hecho de ser católico o vasco o gay o proletario es (o debería ser) un factor con mayor poder aglutinador que si uno tiene hijos o no, si uno prefiere leer a Manuel Forcano que a Stephen King, o si uno es más de cervezas que de combinados.
Históricamente, muchos de los conflictos sociales acaecidos han tenido su origen en, precisamente (1) individuos resistiéndose a ver uno de sus tantos rasgos identitarios prevalecer sobre los demás, y (2) identidades colectivas rivales enfrentándose por imponerse sobre la otra (en el fondo, una derivada del primer caso). Incluso muchas cuestiones no identitarias (económicas, geopolíticas) se enmascaran de esta forma por ser mejores vehículos para encender pasiones e invitar a las personas a actuar.
El problema con las luchas identitarias es que sus víctimas no son únicamente aquellos que abanderan un rasgo por encima de los demás, sino todos aquellos que lo comparten.
Cuando la heterosexualidad totalitaria ataca la Marcha del Orgullo Gay, no solamente agrede a quien hace de la homosexualidad bandera, sino a todo aquel que es homosexual. Cuando se ridiculiza al feminismo, suele atacarse a las mujeres en conjunto. Las críticas a los movimientos anti-apartheid sudafricanos eran críticas racistas hacia todos los negros, de todo el mundo. La crítica desaforada a los excesos de la Iglesia Católica a menudo trasciende hasta el practicante más humilde. Y como estos, mil ejemplos más.
Cuando se coarta el uso de lengua, la violencia no se ejerce únicamente contra los nacionalistas que la enarbolan como símbolo identitario, sino sobre todos aquellos que la hablan. Del mismo modo que cuando se agreden decisiones tomadas en un Parlamento, a quien se ataca no es ni a los partidos mayoritarios en él, o a quienes promovieron una determinada política, sino a todos los ciudadanos que el pleno del hemiciclo representa, estuviesen o no de acuerdo con una cuestión determinada.
Cuando los totalitarismos de las identidades colectivas se ponen en marcha, se llevan todo y a todos por delante. Los totalitarismos son un tren que, a la larga, no permite quedarse en el andén: o lo arrollan a uno, o se sube uno al tren. Mal asunto cuando la equidistancia y el eclecticismo han dejado de formar parte de la ecuación.