Sobre la liberalización del mercado de las telecomunicaciones: dos críticas a la privatización de Telefónica

En su toma de posesión como nuevo secretario de Estado de Telecomunicaciones y para la Sociedad de la Información, Víctor Calvo-Sotelo ha hecho mención al proceso de liberalización del sector de las telecomunicaciones que tuvo lugar en España entre 1996 y 1997:

«En 1996, siendo subsecretario de Fomento, iniciamos un proceso de liberalización del sector de las telecomunicaciones, que en ese momento tuvo alguna contestación y demostró que lo que hacía era liberalizar un potencial de crecimiento fundamental para la economía española», ha subrayado Calvo-Sotelo, quien ha añadido que hoy el sector es «mucho más amplio, potente y eficaz».

En mi opinión, el nuevo Secretario de Estado confunde las críticas al qué por las críticas al cómo. O, dicho de otro modo, confunde las críticas a la liberalización del mercado de las telecomunicaciones por las críticas a la privatización de Telefónica. Dos cuestiones relacionadas pero muy distintas.

No comparto la forma como se llevó a cabo la privatización de Telefónica por varias razones, todas ellas con un factor común: se privatizaron tanto las infraestructuras como la provisión de los servicios de telecomunicaciones.

Mientras la abundante literatura científica es contundente sobre la bonanza de liberalizar la provisión de servicios de telecomunicaciones — a mayor oferta mayor competencia, mejores servicios y mejores precios — también la literatura advierte del riesgo de privatizar las infraestructuras: primero, porque, por su carácter estratégico, deberían permanecer en manos públicas; segundo, porque por precisamente ser de propiedad pública, suponen un patrimonio que no habría que malvender y/o renunciar a las rentas que pueda generar en un futuro; tercero, y más importante, porque los nuevos propietarios en el sector privado no tendrán incentivos para mantenerlas y mejorarlas, como se demostró en el sistema ferroviario del Reino Unido o la red eléctrica norteamericana.

Por otra parte, la liberalización de hizo de forma parcial — como, de hecho, no podía ser de otra forma, al venir el sector de un monopolio natural con un único operador incumbente. Llevamos 15 años desde el inicio del proceso y todavía el mercado de telecomunicaciones español dista mucho de ser un mercado en competencia perfecta. Las multas por prácticas contra la competencia que Telefónica suma en su haber y, ante todo, el panorama de precios (de los peores de la OCDE) son la prueba más fehaciente.

Así, las contestaciones a las que Víctor Calvo-Sotelo se refiere no fueron al hecho en sí de liberalizar el mercado de telecomunicaciones — que se ha demostrado que es positivo —, sino a la forma de hacerlo — que se ha demostrado que fue pésima. No comprender esto es condenarnos a seguir en un mercado de las telecomunicaciones caro, ineficiente y poco eficaz. Como el que tenemos ahora.

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El boicot de NoLesVotes: buenas intenciones hacia el infierno

El viernes 30 de diciembre sabíamos que el nuevo gobierno de España aprobaba el reglamento de la «ley Sinde». Esto sucedía alrededor del mediodía y, pocas horas después, la plataforma NoLesVotes proponía un boicot a las obras artísticas e intelectuales de autores, productores, agentes o directivos que se manifestaron explícitamente, o participaron en los grupos de presión de la redacción y aprobación de la conocida como «ley Sinde».

Aunque comparto muchísimos de los motivos de indignación que han desembocado en el boicot (Ley de Protección Intelectual caduca, «solución» que agrava el problema con la pésima «ley Sinde», etc.), no comparto ni la iniciativa del boicot, ni el papel que han jugado los medios en sus primeras horas, ni la adhesión al misma a menudo ciega que han realizado muchas personas. Estas son mis razones.

El papel de los organizadores

Creo que hacer una llamada al boicot es una acción legítima y cualquiera debería tener total libertad de iniciar uno o adherirse a él. Sin embargo, y en mi humilde opinión, el boicot de la plataforma NoLesVotes adolece de un grado superlativo de incoherencia, al menos en dos frentes.

El primero es de fondo: uno de los motivos para el boicot es que la Ley Sinde pone en riesgo la libertad de expresión. Sorprendentemente, la lista negra del boicot se basa en las declaraciones que algunas personas hicieron bien sobre la Ley Sinde bien sobre las descargas, determinadas prácticas en Internet y similares. Se pretende pagar con la misma moneda a quienes quieren coartar la libertad de expresión. Un gran ejercicio de coherencia.

El segundo es de forma: en mi opinión, toda protesta debe ir firmada, y más si lo que pretende es la adhesión. La transparencia en una acción cívica es necesaria para contrastar la legitimidad de la acción misma. Solamente si sabemos quién hay detrás es posible dirimir si sus intenciones son honestas. ¿Cómo saber, si no, que detrás del boicot no está una editorial, productora cinematográfica o discográfica que pretende dañar a la competencia?

Pues bien, en el momento de escribir estas líneas, se han realizado 173 ediciones del texto del boicot por 48 usuarios. De ellos solamente 7 lo hacen con un pseudónimo (aunque algunos son fácilmente identificables) y dos con nombre propio (uno es el propietario del dominio, el otro soy yo): el resto han dejado únicamente la IP como toda firma.

El papel de los medios

Durante los acontecimientos del 15M se criticó duramente a la prensa o bien por silenciar el movimiento o bien por no entender qué estaba pasando e inútilmente buscar la sala de prensa. Se criticó también a los medios de comunicación o bien por no cubrir las manifestaciones o bien por trivializarlas y minimizarlas.

Los medios que cubrieron — y siguen cubriendo — la llamada al boicot se pasaron de frenada — y siguen pasándose de frenada — con la cobertura de la convocatoria.

En apenas unas horas de generarse la página, hacerse la difusión «oficial» de la misma y con tan solo unos pocos centenares de adhesiones, ya había varios titulares sobre la convocatoria. Lo que me genera dos objeciones.

La primera es de forma y versa sobre el calibre de la convocatoria: unos cientos de adhesiones (Twitter daba menos de 2.000 usuarios entre los que se adherían y quiénes lo censuraban) y unos pocos autores materiales del manifiesto del boicot (en las primeras 40h no llegaban a tres docenas) es una cifra ridícula en comparación con los 23 millones de usuarios que tiene Internet en España (mayores de 10 años que se conectan casi a diario, 27 millones con medidas más laxas). Me parece precipitado como para darle cobertura nacional y rango de cuestión de estado.

La segunda es, de nuevo, una de fondo: aunque ya se ha ido corrigiendo, el titular más manido fue el de «la Red organiza un boicot» o «los internautas organizan un boicot». Titulares así solamente son posibles desde la más extrema ignorancia de la adopción de Internet en España o desde la más extrema soberbia de quien se cree la élite de la vanguardia digital. Hablar de «Red» o «internautas» como categoría es un despropósito tal como decir que «la Carretera» o «los conductores» organizaron un boicot: se calcula que hay 26 millones de conductores en España, más personas que las que votaron en las últimas elecciones, y a nadie se le ocurriría decir que «los votantes de las últimas elecciones organizaron un boicot». De juzgado de guardia.

El papel de los que se adhirieron

Si creo que el boicot no es coherente y los medios se extralimitaron en su papel de voceros, es también escalofriante el papel(ón) de algunos de los que manifestaron apoyar el boicot.

El 31 de diciembre por la tarde añadí mi propio nombre a la lista negra con el texto siguiente:

Nombre Profesión Manifestaciones Obras
Ismael Peña-López Profesor de Universidad Aunque cree que la Ley de Propiedad Intelectual está rota, legitima la defensa de la propiedad intelectual como un derecho, afirma que el copyleft es lo mismo que el copyright e incluso osó criticar el documental de Fanetin. Obras

Todo ello lo hice abiertamente, añadiendo en el historial el motivo — me pregunto dónde está la línea que separa los boicoteables de los no tan boicoteables o de los no boicoteables en absoluto — así como una aclaración en mi perfil de usuario en el wiki.

Lo que en un principio no pretendía ser sino una crítica «desde dentro» al boicot, acabó siendo un experimento sociológico la mar de interesante. El texto se mantuvo en la página durante poco menos de 23 horas, hasta que uno de los administradores, alertado por otros usuarios y promotores, eliminó el texto de la lista negra. Durante prácticamente un día:

  • Cientos de personas se adhirieron a un boicot que ponía en la picota a alguien que, si bien atacaba la Ley de Propiedad Intelectual y la Ley Sinde, había «osado» criticar a uno de los críticos con la Ley Sinde, «uno de los nuestros» (aunque, como ha aclarado a posteriori Stéphane Grueso, él mismo está en contra del boicot). No sé si es más preocupante que no pocos de los que suscribieron la lista, jamás la leyeron, o bien que sí la leyeron y, sin embargo, les pareció bien lapidar a los tibios y equidistantes.
  • Hubo un buen número de ediciones de la lista. Algunas para añadir nombres. Otras para corregir ediciones anteriores o eliminar vandalismos. A ninguno de estos editores le pareció mal que alguien me hubiese añadido a la lista, aunque sí repararon en faltas de ortografía y otras cuestiones formales.
  • De los que repararon en mi nombre, 143 leyeron mi crítica al documental ¡Copiad, malditos! (crítica que tampoco era una oposición a las tesis del mismo, dicho sea de paso), 29 leyeron un artículo de fondo sobre el copyleft y 10 otro artículo sobre la libertad de expresión (estos dos últimos de mucho más calado que la crítica al documental). Únicamente 11 usuarios se tomaron la molestia de acceder a mi obra para ver, por sí mismos, la magnitud de mi producción maligna.

Si en Twitter y redes sociales: el lobby descentralizado defendía el uso de medios sociales para la participación política, mi involuntario experimento reforzó el temor que allí también manifestaba: todavía no hemos construido, en los medios digitales, espacios para la reflexión y la deliberación calmada, informada y, sobre todo, reputada. La adhesión al boicot ha sido, en no pocos casos — por supuesto los habrá habido de totalmente legítimos — un claro ejemplo de oclocracia de la más básica.

No quiero cerrar estas palabras sin pedir una disculpa pública a los impulsores del boicot en general por el pequeño vandalismo que realicé en su página, así como a Stéphane M. Grueso por utilizarlo como figura agraviada por mí. Como he intentado explicar, me movió un espíritu de crítica constructiva y jamás de ridiculización o de boicot al boicot.

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Twitter y redes sociales: el lobby descentralizado

Interesante artículo de Carmen Mañana para El País en Esclavos del ‘trending topic’ en el que describe y ejemplifica cómo la actividad en las redes sociales en general, y en concreto Twitter, están teniendo cada vez mayor influencia en un creciente número de decisiones empresariales, editoriales y políticas.

El tema de fondo: la legitimidad — o, de hecho, la falta de legitimidad — de esta forma de opinión (o, a veces, presión) en una democracia representativa, una cuestión que el artículo va dejando caer y que Román Gubern, en su columna adjunta Vocerío digital vs. democracia, hace más que explícita.

Vayamos por partes.

Hay que empezar aclarando que ni son las redes sociales las que se pronuncian sobre un tema determinado, ni son tampoco unos «internautas» quienes lo hacen. Las «redes sociales» son una mala traducción del inglés «social networking sites», «social networking platforms» o «social networking services». Nótese que, en la traducción, nos llevamos por delante el substantivo original (sitio, plataforma, servicio) y atribuimos el fondo a la forma, en una metonimia con consecuencias semánticas nada desdeñables. Los sitios de redes sociales siempre fueron medios, jamás entes.

Son los mal llamados «internautas» quienes actúan en las redes sociales. Pero este término es también engañoso. No son los «internautas» éteres pensantes, sino personas de carne y hueso y ciudadanos de pleno derecho: el medio que utilicen no debería ser, en absoluto, su atributo definitorio.

¿Son buenas las redes sociales como plataforma ciudadana para opinar y ejercer presión política?

  • Los medios sociales han democratizado la generación de opinión y la creación de grupos de presión. Atrás queda la necesidad de crear costosas infraestructuras como partidos, sindicatos, medios de comunicación (tradicionales), asociaciones, etc. Que los representantes sindicales, los lobbies de la patronal o los columnistas de los medios puedan sentirse agraviados por el «intrusismo» de las «redes sociales» y vean su opinión perder peso e influencia no es sino un ejemplo más de la crisis de las instituciones en una Sociedad Red.
  • Los medios sociales hacen más eficaz y eficiente la acción colectiva, ya sea para hacer una reivindicación ciudadana ya sea para compartir recetas de cocina. Las Tecnologías de la Información y la Comunicación son eso y no más: hacen más eficiente (menos recursos en infraestructuras y tiempo para el mismo fin) y más eficaz (conseguir más objetivos) todo lo relacionado con informar e informarse y todo lo relacionado con comunicarse unos con otros. Y eso es, en esencia, el ejercicio de la ciudadanía y la base de una buena democracia. Oponerse al uso de las redes sociales en el ámbito de lo público es preferir una democracia menos eficaz y menos eficiente.
  • Por último, y eso lo conocen perfectamente los enfermos crónicos de enfermedades raras, los medios sociales consiguen generar masa crítica allí donde en términos estrictamente geográficos hubiese sido imposible. Lo que era marginal en una comunidad puede acabar siendo relevante si conseguimos aglutinar a todos los interesados: y eso, los medios sociales lo están consiguiendo en todos los terrenos. Se hace posible el conocido mantra de pensar globalmente y actuar localmente, así como el repetido hay que gobernar para todos, para la mayoría y para las minorías.

Por supuesto, no todo son ventajas. Los retos no son menores y, en gran medida, esa eficiencia y eficacia de los medios sociales como plataformas para la acción ciudadana estarán en entredicho hasta que aquellos se superen. Entre los retos, creo que hay que destacar dos, uno conocido y relativo a la democracia directa, y otro nuevo, y relacionado con la mencionada crisis de las instituciones.

  • El primer gran reto de los medios sociales es, paradójicamente, su inmediatez. A menudo identificamos el ejercicio de la democracia con el sufragio. Sin embargo, una buena democracia se caracteriza por un acceso a la información, cuidar la fase de deliberación, negociar las preferencias, votar y rendir cuentas. Los medios sociales están demostrando ser buenos instrumentos para lo inmediato, pero todavía están verdes para lo reposado, para la deliberación (aunque hay ya buenos ejemplos, creo que no tenemos aún un «protocolo estandarizado»). Lo urgente prevalece sobre lo importante, y resulta difícil distinguir qué es lo relevante ante tal aluvión de opiniones, propuestas y llamadas a la movilización.
  • Ese primer gran reto no es nuevo, y hasta ahora se había resuelto a través de la mediación y la representación: determinadas instituciones (partidos, organizaciones, medios de comunicación) marcaban la agenda identificando los temas relevantes, así como diseñaban los procedimientos para decidir sobre ellos. Y estas instituciones tenían la legitimidad porque, entre otras cosas, representaban la mejor forma de hacer lo que hacían: mediar entre la información y los ciudadanos posibilitando la comunicación. Los medios sociales suponen la obsolescencia de muchas instituciones, pero no han proporcionado todavía un sistema de reputación válido para substituirlas. La mayoría de los llamados sistemas de reputación de los medios sociales son meras agregaciones de variables cuantitativas. Si bien la capacidad de transmitir un mensaje es muy importante, tanto o más importante es qué mensaje se transmite. Los futbolistas más famosos tienen un número de seguidores en Twitter de 7 cifras; el Nobel de Economía Paul Krugman, de seis cifras; el Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz, de cinco cifras; otros Nobel, tienen muchos menos seguidores o, simplemente, no utilizan las redes sociales — pero su influencia o la de su trabajo se refleja, día a día, en el devenir de la economía internacional… y en la economía doméstica de todos y cada uno de nosotros.

Volvamos ahora a la pregunta implícita del artículo original: ¿debería la actividad vehiculada por los medios sociales afectar a un creciente número de decisiones empresariales, editoriales y políticas?

Y la respuesta es, necesariamente, y por qué no. Utilicemos los medios sociales para ser ciudadanos más eficaces y más eficientes, sin olvidar los riesgos y puntos oscuros que la participación democrática por estas vías todavía no ha resuelto.

Pero una cosa sí hay que tener siempre presente: mientras las debilidades de los nuevos medios sociales están siempre a la vista, listas ser mejoradas mediante la acción colectiva, las fortalezas de la representatividad tradicional se mantienen casi siempre en la oscuridad, alejadas de la luz y los taquígrafos. Y puesto que el loco conocido nos está dando cada vez más disgustos, a lo mejor es hora de darle una oportunidad al sabio por conocer, aunque sea con todas las cautelas que se tengan a bien considerar.

Rafa Font ha llevado mi reflexión a la práctica analizando el caso de Equo y su comunidad virtual, la Equomunidad. Son dos entradas muy interesantes que complementan e ilustran muchos de mis puntos. Mi agradecimiento a Rafa Font por compartirlo:

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Índice de Democracia, España 2006-2011

La Economist Intelligence Unit acaba de publicar la última edición de su Democracy Index, un índice que intenta medir cuantitativamente la calidad democrática de un país a partir de otros índices compuestos como la calidad del proceso electoral y la existencia de pluralismo en las opciones, el funcionamiento del gobierno, la participación política, la cultura política o el respeto por los derechos civiles.

El gráfico muestra los valores del índice para las cuatro ediciones existentes (en 2007 se publicó el índice con datos de 2006 y no hubo índice para 2009). Es casi inmediato ver que, en España, el contexto de crisis económica ha tenido su eco en una crisis de calidad democrática: mientras los derechos y el proceso electoral se han mantenido en puntuaciones constantes y elevadas — debido a que no ha habido cambios en el marco institucional — el resto de indicadores caen a partir de 2008: caen la cultura y la participación políticas, arrastrando con ellas la puntuación total del índice. Y el funcionamiento del gobierno ha acompañado la tendencia. No se hace difícil pensar en desencanto en la política como herramienta para cambiar las cosas, muy en la línea de otros indicadores de otras instituciones.

Gráfico Índice de Democracia, España 2006-2011.

Dado que este es un índice que nació ya con un marcado espíritu de completitud — están la mayoría de países del mundo desde la primera edición — es bastante legítimo mirar también la posición que ocupa cada país en cada momento. En el caso de España, cae puestos sin cesar también desde 2008, hasta ocupar el último puesto del grupo de «democracias enteras», a un paso de formar parte del grupo de «democracias fracasadas».

Sin que sirva de consuelo — sino todo lo contrario — es interesante leer lo que dice el informe para 2011:

El retroceso de la democracia se ha hecho evidente durante un tiempo y se ha fortalecido con el surgimiento de la crisis económica global de 2008-2009. Entre 2006 y 2008 hahabido un cierto estancamiento; entre 2008 y 2010 ha habido una regresión en todo el mundo. En 2011 el declive se ha concentrado en Europa.

Aumenta la percepción de corrupción y decrece la confianza en la política. No es de extrañar, causa o consecuencia, que todo ello venga acompañado de una peor calidad de la democracia. Sin minimizar la crisis económica, creo que valdría la pena empezar a contar entre sus causas una mucho más profunda e importante crisis de las instituciones democráticas. Y, ya de paso, empezar a plantear las soluciones a la primera en función de las soluciones a la segunda.

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¿Qué son los tecnócratas?

Comentan los medios que Mario Monti y Lukás Papapidmos — Primer Ministro de Italia y Grecia, respectivamente — no son políticos, sino tecnócratas. ¿Es eso bueno o malo? ¿Hace falta? ¿Son de derechas o son de izquierdas?

El pasado once de noviembre me entrevistó respecto a esta cuestión el periodista Xavier Muixí para las noticias de Barcelona Televisió. Esta es la entrevista (en catalán) y, a continuación, las principales reflexiones respecto al tema de los tecnócratas.

Significado original del término: un poco de historia

La tecnocracia es el gobierno de los científicos, de los sabios, de la razón, por encima de los valores morales y religiosos o de las ideologías políticas. En otras palabras, se trata de dejar la superchería y las intuiciones de lado a la hora de gobernar, fundamentar las decisiones en los datos y el conocimiento.

El origen del término es de principios del s.XX en el marco de los movimientos obreros de los EUA. Sin embargo, el ejemplo paradigmático de tecnocracia lo tenemos en la planificación de la economía y los planes quinquenales que caracterizaron la mayor parte de la política (económica) de la extinta Unión soviética.

Si nos remontamos en el tiempo, podemos también encontrar la esencia de la tecnocracia en el pensamiento de la Ilustración o incluso en la Revolución Científica y la necesidad de gestionar eficiente y eficazmente los crecientes estados e imperios.

Personalmente, me gusta pensar en Nicolás Maquiavelo y su moderno pensamiento político como el primer tecnócrata.

Significado hoy: apuesta por el libre mercado

A grandes rasgos, el término hoy en día sigue significando lo mismo: la ciencia al poder. En este sentido, podríamos cualificar al Ministro de Educación Ángel Gabilondo como un tecnócrata en el ámbito de la educación, dada su larga formación y experiencia en el ámbito, y a la Ministra de Sanidad Leire Pajín una no-tecnócrata, dado que su formación y experiencia no pertenecen al ámbito de las ciencias de la salud.

En el ámbito de lo económico, la tecnocracia significa dejar que la economía se autoregule sin imponerle restricciones derivadas de las ideas políticas, actuando solamente allí donde haya que equilibrar las ecuaciones que dicta la ciencia económica.

No obstante, esta definición que aparentemente apuesta por la neutralidad de la ciencia es, en realidad, todo menos neutral. Por dos motivos:

  1. La economía, como todas las ciencias sociales — y especialmente en comparación con las llamadas ciencias exactas — es una ciencia que trabaja con muchas variables y la mayoría de ellas desconocidas y solamente aproximables por sus efectos. La economía es una ciencia que tiene dificultades al medir con exactitud los fenómenos, le resulta tremendamente complicado hacer predicciones fiables y, sobre todo, tiene la absoluta imposibilidad de repetir los experimentos en igualdad de condiciones. Por supuesto, ello no invalida la labor de los economistas — que deben lidiar con semejante panorama metodológico — pero sí cuestiona una tecnocracia estrictamente basada en la economía (como ciencia, como razón) sin ponderar sus debilidades.
  2. En economía — como ciencia social e inexacta muy sujeta a interpretaciones distintas, a veces opuestas, a menudo complementarias — hay dos grandes corrientes: por una parte, la que dice que la economía (los mercados, las empresas, el trabajo) debe fluir sin intervención externa (los gobiernos, los sindicatos) para que se autoregule o auto equilibre; por otra parte, la que asegura que esa autoregulación y esa falta de intervención externa impedirá que, precisamente, se llegue a un estado óptimo entre variables y agentes económicos. La primera opción, a veces llamada laissez faire (del francés: dejar hacer) es, en esencia, lo mismo que propone la tecnocracia: dejar hacer a la ciencia. Dado que, sin embargo, hay dos grandes corrientes, esa tecnocracia no es neutral, sino que apuesta fuertemente por una de esas corrientes.

La tecnocracia (en economía), tal y como la entendemos hoy en día, es una clara apuesta por la teoría económica neoliberal, y no es, en absoluto, una apuesta por una inexistente e inalcanzable neutralidad en política económica.

Por cierto, esto no es bueno ni es malo, sino que dependerá de la ideología de cada uno el grado en que comparta una determinada visión de la economía. No obstante, es bueno que llamemos a las cosas por su nombre.

Sin embargo, lo que, en mi opinión, es más grave el viraje hacia esta tecnocracia no es tanto si se llevarán a cabo políticas más de «derechas» o de «izquierdas» (como he dicho, va a gustos) por parte de estos mal llamados tecnócratas, sino dos cuestiones de mucho mayor calado: la puesta en evidencia de la incapacidad (en el sentido de falta de facultades) de muchos políticos profesionales y la reducción de la calidad democrática.

La incapacidad de los políticos y la calidad de la democracia

Si bien es cierto que la teoría económica no es una ciencia exacta, también es verdad que hay muchas cuestiones económicas que son verdades objetivas o totalmente consensuadas. Por ejemplo, que el saldo de una cuenta es la diferencia entre ingresos y gastos. Esta — como muchas otras — es una cuestión que no genera debate.

La urgente necesidad de cubrir algunos puestos de toma de decisiones con expertos en economía esconde, a menudo, una cuestión grave: quien antes los ocupaba no estaba preparado para llevar a cabo su tarea, no comprendía esas verdades objetivas mínimas que son las herramientas básicas para trabajar. Es muy distinto tomar decisiones que acaban generando resultados indeseados no esperados que tomar decisiones simple y llanamente erróneas.

Es muy distinto apostar por un sistema de subvenciones a un determinado sector — o apostar por eliminarlas — y que los resultados se desvíen de lo previsto por una serie de imponderables, que basar ese mismo sistema en una inexistente política de ingresos para sufragar los gastos que genera. Por poner un ejemplo genérico y donde todos han caído.

Determinados niveles de los gobiernos deben saber de economía y leyes (e idiomas) para optar a sus cargos, así como de sus especialidades cuando su cargo sea dentro de una rama específica.

¿Es esto aristocracia y no democracia? ¿Vetamos, así el acceso a la política a determinados colectivos? En absoluto, pero:

  • Ante el derecho de un ciudadano de representar a sus conciudadanos está también la responsabilidad de hacerlo bien. De prepararse, de mejorar para ser más eficaz y eficiente en el ejercicio de su derecho.
  • Ante el derecho de un ciudadano de representar a sus conciudadanos está también el de sus conciudadanos de escoger la opción más preparada. Soprendentemente pedimos certificados y títulos al instalador del gas para no saltar por los aires, y no nos importa que un gobernante haga saltar por los aires el país por falta de preparación.

Además, nos hemos acostumbrado al discurso de que el político hace política y el técnico hace cosas técnicas, como si política y técnica o conocimiento fuesen excluyentes: el político no tiene porqué saber de cuestiones técnicas y el técnico, por lo visto, no puede tener ideas o ideologías propias.

Si tuviésemos políticos más preparados serían capaces de poner en movimiento sus ideas de forma personal, entendiendo las consecuencias más probables de sus propuestas y tomando los riesgos con mayor fundamento. Las carencias intelectuales al final se pagan, o bien porque el político no comprende o bien porque, tratando de comprender, se toma tanto tiempo que llega tarde.

Y lo peor de todo, es que esa escasa preparación del político — y a menudo honestidad, pero esta es otra cuestión — no solamente supone costes económicos, sino democráticos: la imposición por terceros de tecnócratas en los puestos de toma de decisiones es un ataque frontal a las reglas del juego democrático, con independencia de la mayor o menor simpatía que uno tenga a los recién llegados porque crea que lo harán mejor o porque puedan gustar más. Es la mala preparación de muchos políticos lo que a menudo abre las puertas a muchos tecnócratas impuestos desde fuera del sistema democrático. La vindicación, como sucede a menudo, empieza por uno mismo.

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Percepción de la Corrupción en España, 1995-2011

Transparency International ha publicado la edición de 2011 de su Corruption Perceptions Index, un índice compuesto que calcula la percepción de corrupción en un país a partir de otros índices de otras 13 organizaciones internacionales como el Banco Mundial, el Foro Económico Mundial, la Freedom House o la Economist Intelligence Unit. Muchos de estos índices son criticados por su subjetividad y sus sesgos, así que lo que indica el Corruption Perceptions Index debe tomarse con cautela. No obstante, puede darnos alguna idea de, al menos, cuál es la tendencia.

Y, en España, la tendencia de la percepción de la corrupción es a peor. Si bien la posición en la lista del total de países debe tomarse todavía con más cautela — aunque la lista ha ido cambiando desde 1995, no lo ha hecho en demasía en los últimos años — la cuestión es que España empeora desde 2002. En lo referente a la puntuación — donde España compite consigo misma — España empeora desde 2004 en adelante.

Gráfico Índice de Percepción de la Corrupción en España, 1995-2011.

He realizado el ejercicio de sobreponer la evolución del índice de percepción de la corrupción en España para el período 1995-2011 con el color del gobierno del Estado. El resultado da para muchas interpretaciones. Y más si tenemos en cuenta lo denunciado en el Corruptódromo, el mapa de la corrupción en España. Según este mapa — creado a partir de casos reales y datos objetivos — la corrupción está bastante repartida en lo que a grandes partidos se refiere. Básicamente, la línea general es: allí donde se gobierna, hay corrupción, aunque algunos no conocen fronteras.

Si la corrupción afecta más o menos por igual a los grandes partidos (o mejor dicho, si los grandes partidos son más o menos igual de corruptos), la pregunta del millón es, pues: ¿Por qué mientras gobierna el PP la percepción de corrupción decrece y cuando gobierna el PSOE la percepción de corrupción se incrementa? Algunas respuestas, sin orden alguno, de todos los colores e incluso contradictorias:

  • No es el partido en el gobierno, es la crisis, que hace crecer la percepción de corrupción. Puede valer de 2008 en adelante, pero difícilmente desde 2004.
  • Es culpa del PSOE, que es más corrupto. Cuadraría con el mínimo que se registra justo antes de la primera presidencia de José María Aznar. Pero no parece casar con los datos del Corruptódromo.
  • Es gracias al PSOE, que lucha más contra la corrupción. Un gobierno que lucha más contra la corrupción es, con toda la probabilidad, quien hace aparecer más casos y, con ellos, se eleva la percepción de corrupción.
  • Es el PP, que lo tapa mejor. Una estructura más jerárquica del partido y unos lazos más estrechos con los poderes económicos y judiciales harían verosímil esta hipótesis: a más concentración de poder, más difícil que se filtren los casos de corrupción y, así, menor percepción.
  • No hay relación de causalidad. Es simple coincidencia. Podría ser.

En cualquier caso, con lo que cuadra perfectamente la gráfica de percepción de la corrupción en España es con lo que ya comentábamos en Quiénes y cuántos son los indignados: delimitando la protesta al presentar el barómetro político y electoral del CIS: en opinión de muchos ciudadanos, desde 2004 los políticos se han convertido en parte del problema y no en parte de la solución.

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