El triste proceder de una política sin fondo

Las cargas policiales a raíz de las manifestaciones de los estudiantes del Instituto Luis Vives de Valencia no son sino una reedición de la violencia que ya sufrieron, por ejemplo, los acampados en la Plaza Catalunya de Barcelona, quienes protestaron por la visita del Papa Benedicto XVI en Madrid, o aquellos que se han pronunciado contra algunas decisiones gubernamentales a lo largo del último año — de distintos niveles y colores de gobierno, vale la pena aclarar.

No obstante, las cargas policiales tienen una limitada importancia en sí mismas. Son graves, por supuesto, pero, insisto, en sí mismas, no son sino una cuestión de formas. De malas formas, de pésimas formas, pero una cuestión formal al fin y al cabo.

El problema de fondo, en mi opinión, no es si la policía carga mucho o poco, sino porqué y, sobre todo, qué cobertura política — si no responsabilidad directa — se da al incidente. Y, de nuevo, por qué.

Estoy convencido de que las cargas policiales indiscriminadas son, ni más ni menos, la consecución lógica de un proceder político que tiene en las ruedas de prensa sin preguntas su ejemplo paradigmático.

En los últimos años hemos visto como, en los partidos, los gabinetes de programa daban paso a los gabinetes de comunicación. La comunicación política se ha convertido en un fin, supeditando a un papel de comparsa a los programas y a las ideologías, a las propuestas, a las misiones, a las visiones de futuro.

Esa comunicación política, hueca, vociferante y unidireccional ha interferido en el debate, en la deliberación y, sobre todo, en la disensión. Las cosas son así o no hay otra opción, son los lemas a utilizar cuando se puede; no hemos sabido explicarnos, no se nos entiende, el discurso cuando no se puede. Las dos caras de la misma moneda: la moneda de la falta de argumentos, de lo irreflexivo e impulsivo, de las políticas abovedadas ricas en ecos.

Añadamos — hagamos acto de contrición también — un pueblo medio idiotizado. Algunos por la alta tasa de abandono escolar — con distintos motivos, pero con iguales consecuencias —, otros porque comieron el pan de las burbujas que los mantuvieron en éxtasis durante años, todavía otros porque sus espejos son catódicos o visten calzón corto.

Cuando, por fin, alguien es capaz de contestar lo incontestable, el estupor inicial desemboca en incredulidad, negación y, en el límite, desprecio por la oposición. Así de llano se ha pavimentado el camino de la política de discurso sin ideas, de mítines litúrgicos a figurantes y escaladores del mismo camino hacia la cima.

Se ha visto en el ejercicio de descrédito contra los movimientos ciudadanos, siempre en la línea de las formas, jamás sobre el fondo.

Se ha visto en el desprecio hacia los medios de comunicación, a quienes se ha manipulado o incluso comprado o, en caso de no poder hacerlo, a quienes se ha ninguneado e insultado en su condición de boca y orejas de los ciudadanos.

Y se ve a diario en los hemiciclos del Congreso, los Parlamentos y los plenos de los Ayuntamientos entre insultos a supuestos oponentes que apenas hablan de lo que tienen en común: la gestión de los intereses públicos. Siempre hablando de ellos mismos en condición de sus patéticas mismidades.

El ágora, el diálogo, las ideas, las propuestas, las alternativas han sido negados y violados sistemáticamente en su esencia por muchos en quien habíamos delegado nuestra representación. Por ellos y por quienes, cómplices, han callado la negación y la violación de ese parlamento entre ciudadanos, entre sus representantes, y entre estos con aquellos.

Que, ante la petición de recuperar la palabra con contenido, se opte por el uso de la porra sin sustancia es lo de menos.

Lo realmente importante es cómo hemos llegado hasta aquí.

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Twitts al director: ¿hay un quinto poder?

Tradicionalmente, los ciudadanos que querían dirigirse a los medios de comunicación tenían un puñado de vías y poco más: las cartas al director, una llamada a la emisora, una invitación a participar con un pequeño comentario … La voz del lector, del oyente o del espectador podía tener un espacio predefinido en el medio o no, pero, en todos los casos, era una voz que tenía que pasar un filtro: ya fuera a manos de un editor o un director que aprobaba la publicación, ya fuera — en el caso de un directo — a manos de un realizador o un director que aprobaban o mandaban cortar la emisión.

Desde que tenemos la Web y, sobre todo, desde que tenemos los llamados medios sociales, esto ha dejado de ser así. Y no es así en dos planos bien diferenciados. Primero, porque ya no depende de un editor, realizador o director que la opinión de un ciudadano vea la luz. Segundo, porque ya no hace falta la plataforma institucional del medio para hacerlo (el diario, el programa de radio o de televisión), dado que el mensaje tiene infinidad de plataformas para ser difundido.

El análisis de esta revolución, sin embargo, ha tenido a menudo una aproximación desde el punto de vista del contenido. Así, se habla de periodismo ciudadano (un término controvertido, por otra parte) y de cómo las personas a pie de calle pueden convertirse en cronistas de lo que pasa ante sus ojos. No obstante, se echa en falta el punto de vista del continente: ¿qué están haciendo los ciudadanos con estas herramientas en relación a las instituciones, los medios de comunicación?

Muchos, si no todos, los medios de comunicación han abierto ya, dentro de sus plataformas corporativas, canales de comunicación entre el ciudadano y la institución. Estos canales suelen tener dos vertientes: o bien acompañan la noticia, en forma de comentarios o un buzón específico para una determinada pieza (del tipo «corrige la noticia») o bien en un espacio desvinculado de la pieza y más asociado a la cabecera, normalmente en el espacio institucional en una red social.

Unos y otros no dejan de ser, sin embargo, la reencarnación digital (suponiendo que la Red sea un lugar de seres corpóreos) de aquellas cartas al lector o llamadas a la emisora ??que mencionábamos antes.

Resultan, por independientes y espontáneas, más interesantes aquellas participaciones que tienen lugar fuera de los espacios institucionales, pero apelando directamente a las instituciones y a aquello que hacen, sin entrar en el comentario centrado en la noticia.

Un primer ejercicio de este tipo es la crítica al medio en lo que se refiere a la forma. Más allá de la crítica fácil sobre contenidos poco cuidadosos o los (a los ojos de quien escribe) cada vez más presentes errores ortográficos, hay críticas a las formas de los medios que el muelle del hueso, a la esencia del periodismo. Un ejemplo es el profesor Josu Mezo de la Universidad de Castilla-La Mancha que, desde hace cerca de ocho años, mantiene Malaprensa, un blog (y un linkblog) que hace una revisión constructiva ya fondo de algunos errores garrafales que van apareciendo en los medios.

Otro ejercicio pertenece al ámbito del fondo o la política de la información, de la política comunicativa que, de forma explícita o implícita, queriendo o sin darse cuenta, siguen los medios. Un ejemplo de esta práctica es la del periodista Roger Vilalta, que en su blog hace un análisis de los porqués y porqué nos del tratamiento de determinadas cuestiones en los medios de comunicación.

Un último tipo de ejercicio, y quizás el más interesante por su naturaleza emergente y distribuida, es el que de repente acapara el debate virtual con motivo de una determinada actuación de un medio. Dos casos que rápidamente me vienen a la cabeza son la cobertura por parte de Antena 3 y la correspondiente «descobertura» por parte de Televisió de Catalunya — ambas emitiendo en directo en aquel momento — del desalojo de los indignados el 27 de mayo de 2011 en la Plaza Cataluña de Barcelona, ??o el poco menos que anecdótico seguimiento de la mayoría de medios de la manifestación, el 9 de julio del mismo año, del aniversario de la manifestación del 10 de julio de 2010 por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. En ambas ocasiones, Twitter hervía de indignación en tiempo real por la impasibilidad de Josep Cuní, en el primer caso, o del canal 3×24, en el segundo: medios públicos que se esperaba que fueran testigos y cronistas de los ciudadanos.

En los tres ejercicios presentados — y muy especialmente en el tercero — podemos aventurarnos a afirmar que lo que mueve a las personas a comentar sobre los medios no es el afán destructivo — como en algunos foros o páginas o piezas informativas —, ni tampoco una soberbia aleccionadora — como es también habitual encontrar en las redes más instantáneas —, sino una genuina preocupación por la salud del cuarto poder.

No es seguramente arriesgado pensar que muchos de estos comentarios no se hacen desde la posición del consumidor, sino desde la posición del ciudadano. El ciudadano que, inmerso en una grave crisis económica y, sobre todo, democrática, ve desfallecer las fuerzas de aquellos que se erigieron en los vigilantes legítimos del poder. Mientras muchos profesionales tienden a mirar desde la distancia a la crítica, a rechazarla por intrusista, a responder a la defensiva, me gusta pensar que, precisamente, se está dando la espalda al último aliado que le queda a los medios: aquel ciudadano que cree que el Periodismo, con mayúsculas, tiene todavía una función social.

Es por ello que algunos asumen la responsabilidad de vigilar al vigilante, de configurarse en un quinto poder que ayude al cuarto a ocupar el lugar que le corresponde. Un lugar que no está en las juntas de accionistas, sino en las ágoras de la polis.

Entrada originalmente publicada el 8 de febrero de 2012, bajo el título Twitts al director: hi ha un cinquè poder? en Reflexions sobre periodisme, comunicació i cultura (blog de ESCACC, Fundació Espai Català de Cultura i Comunicació). Todos los artículos publicados en este blog pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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Sinde-Wert, Twitter y Megaupload, censura y libertad de expresión

Hay algunas posturas que, simplemente, se me escapan. Los mismos que claman contra el cierre de Megaupload, ahora justifican la política de Twitter de bloquear el acceso a determinados mensajes. En el primer caso, acusan, el cierre de Megaupload va contra la libertad de expresión; en el segundo caso, defienden, no es censura sino que Twitter cumple con la ley vigente en cada país, ajustando los contenidos de los mensajes al marco legal de cada país.

Eso son dos medias verdades, igual que la siguiente afirmación: la restricción al acceso a determinados mensajes de Twitter va contra la libertad de expresión, de la misma forma que el cierre de Megaupload solamente perseguía el cumplimiento de las distintas leyes internacionales de propiedad intelectual.

En el fondo, analizar lo que está ocurriendo no deja de ser un ejercicio de poca profundidad: en mi opinión, habría que ir también al cómo y, sobre todo, al porqué de los asuntos.

Así, es perfectamente compatible decir que el cierre de Megaupload es, a la vez, ataque contra la libertad de expresión y cumplimiento de la ley de propiedad intelectual. Está en el qué — delitos contra la propiedad intelectual — la más que justificada decisión de precintar Megaupload, mientras que la forma cómo se hizo es la que vulneró, con mucha probabilidad, libertad de expresión así como provocó daños materiales a quienes perdieron sus archivos. Si podría haberse cerrado o no de otra forma, es decir, por qué se cerro de esa forma, es otra cuestión. O, de hecho, la cuestión.

Con Twitter sucede — o sucederá — lo mismo. Twitter debe cumplir la ley vigente en cada territorio donde opera. Sin embargo, hay muchas formas de hacer cumplir esa ley y algunas de las opciones existentes se llevarán por delante la libertad de expresión, serán censura.

En el fondo, esto no es sino el n-ésimo ejemplo que ya puso de manifiesto la Ley Sinde-Wert: una ley que pretende hacer cumplir la regulación vigente y que, sin embargo, en su redactado, ofrece serias dudas sobre la observancia de otros muchos derechos de los ciudadanos. Con el añadido de que, en el caso de la Sinde-Wert, lo que se quiere hacer cumplir es el espíritu de una Ley con un texto basado en un mundo pre-digital que acaba diciendo lo que no quería decir. Y esto último es el porqué: por qué hace falta (o no) una Ley Sinde, al margen de lo bien o mal que esté redactada.

Que en unos casos pongamos el ojo en el fondo, en otros en las formas y en otros en los aspavientos, dice mucho del largo camino que nos queda todavía para tener un debate sosegado y constructivo, para acercar posturas y para acabar en un consenso que permita a ciudadanos, consumidores e industrias de un lado y del otro tener un terreno de juego con las reglas claras.

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La diferencia entre Telecomunicaciones y Sociedad de la Información

Red.es, la entidad del Gobierno de España encargada de impulsar el desarrollo de la Sociedad de la Información en España, tiene desde ayer nuevo director general: Borja Adsuara Varela.

El perfil de Adsuara no está relacionado con las telecomunicaciones ni, de hecho, con ninguna de las disciplinas normalmente asociadas con el ámbito de la ingeniería. Tiene lo que se suele llamar un perfil «de letras». Esto es especialmente relevante si lo comparamos con su antecesor en el cargo, Sebastián Muriel (Ingeniero Superior de Telecomunicaciones, MBA) o, por ejemplo, con el actual Director General de Telecomunicaciones y Sociedad de la Información en la Generalitat de Catalunya, Carles Flamerich, también Ingeniero Superior de Telecomunicaciones.

¿Es esto bueno o malo?

Pues, simplemente, no es ni bueno ni malo.

Uno puede aproximarse a la Sociedad de la Información desde sus dos componentes básicos: un perfil tecnológico puede completarse con una aproximación más social, y un perfil más social puede (y debe) comprender los fundamentos tecnológicos básicos sobre los que edificar su propuesta de políticas públicas. Hay buenos ejemplos de ambos tipos de perfil u aproximación — incluso me atrevería a decir que son más los tecnólogos que han hecho el esfuerzo de «humanizar» su perfil, que no los humanistas que se han esforzado en comprender la tecnología.

Pero la apuesta por un perfil «de letras» en un ámbito todavía copado por «ingenieros» manda un mensaje claro: agotada una primera fase donde se entendían las telecomunicaciones como el desarrollo de un determinado tipo de infraestructuras, se pasa a una fase donde lo prioritario es el uso de dichas infraestructuras, el desarrollo de una Sociedad de la Información.

Las formas cuentan.

Y si no, valga como muestra el decreto por el cual la Generalitat de Catalunya creaba y definía las funciones de la Dirección General de Telecomunicaciones y Sociedad de la Información (punto 4.2 del DOGC núm. 5791 – 07/01/2011, traducción automática al castellano).

Los 7 puntos que describen la misión de la Dirección General hablan de «impulsar el sector de las tecnologías»; «promover […] las infraestructuras»; «coordinar […] los prestadores de servicios y operadores de tecnologías»; regular, inspeccionar y sancionar; «dirigir la política de infraestructuras de telecomunicaciones»; «coordinar(se) con los órganos competentes en el ámbito estatal»; o «cualquier otra función de naturaleza análoga». Si, por si había alguna duda del tono a seguir, se nombra a un ingeniero como director general es difícil pensar que dentro de esa Dirección General vayan a caber determinados aspectos con un fuerte componente social.

No pertenecen a las infraestructuras sino a la Sociedad de la Información cuestiones de mucha trascendencia como la telemedicina, la democracia electrónica, los ordenadores en las aulas (o no), los contenidos digitales abiertos, la reforma de la ley de propiedad intelectual para acomodarse a la revolución digital, la e-Administración y tantas y tantas cosas que no pertenecen, en absoluto, al mundo de las infraestructuras (aunque dependan totalmente de estas, por supuesto).

Cuando uno celebra — como es mi caso — que no se ponga a un ingeniero al frente de la política de la Sociedad de la Información no es (ni mucho menos) porque un ingeniero no pueda o deba ser quien la dirija, sino porque, en mi opinión, manda un mensaje muy claro a la ciudadanía: la Sociedad de la Información está aquí para quedarse, es mucho más que cables y es hora que se le dé la visión estratégica y transversal que merece. Y este mensaje apenas se ha dado en España desde que el mundo es digital. Y ya tocaba.

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El objetivo del periodismo: ¿vender audiencias o contenidos?

Llego a través del blog de Escacc a un artículo del Washington Post que repasa los cinco mitos sobre el futuro del periodismo. Según el artículo los mitos que hay que romper son:

  • La crisis de audiencia es un mito. La audiencia, de hecho, crece. La crisis es económica, no de audiencia.
  • Es un mito que el gasto en publicidad haya bajado. El problema es que ya no está concentrado en los medios tradicionales.
  • Lo de «el contenido es el rey» es un mito: lo que verdaderamente importa es conocer el comportamiento de los usuarios en Internet, controlar los datos sobre la audiencia.
  • Otro mito es que la prensa está en declive en todo el mundo, cuando en realidad está en pleno auge en los países en vías de desarrollo.
  • La solución de concentrarse en lo local es, de nuevo, un mito, ya que las noticias locales no consiguen generar una masa crítica de audiencia.

Nada que añadir. Desde un punto de vista de la audiencia, nada que añadir.

Sin embargo, es muy sorprendente (o no) que los cinco mitos hablan, exclusivamente, del periodismo como venta de audiencias, no como venta de contenidos, o del periodismo como negocio que debe arrojar márgenes, no como servicio público que únicamente debe ser sostenible.

Estamos en una nueva época, tras una revolución digital que está dando paso a la Sociedad de la Información. En esta nueva época los intermediarios pierden a marchas forzadas su lugar en el mundo. Dejamos dejando atrás a toda velocidad la necesidad de mantener instituciones multifuncionales que servían a mil propósitos, ya que ello era lo eficiente. En el caso de los periódicos, básicamente dos: (1) dar información a los lectores y (2) vender ojos a los anunciantes.

En mi opinión, en los próximos debates sobre «el futuro del periodismo» habrá que decidir si se habla, en realidad, del futuro del periodismo como servicio público o del futuro de los periódicos como negocio. El periodismo como servicio público y los periódicos como negocio son dos cuestiones distintas que, gracias a la revolución digital, pueden dejar de estar atadas la una a la otra por culpa de la tiranía el papel, su coste, el largo y también costoso proceso de impresión y distribución, etc.

Es sintomático leer a un periodista hablar del futuro del periodismo cuando, en realidad, habla del futuro del negocio de la prensa. En eso se ha convertido el cuarto poder, en empresarios, olvidando lo que muchos — los periodistas incluidos — considerábamos que era su misión en la sociedad. Creíamos que el cuarto poder venía a controlar al ejecutivo y al legislativo, igual que creíamos que el ya llamado quinto poder — la opinión expresada por los ciudadanos a través de los medios sociales — venía a controlar los sesgos e intereses ocultos de este cuarto poder. No es así: queda cada vez más claro que el quinto poder viene a ocupar el vacío dejado por el abandono de responsabilidades de la prensa.

No le querrán llamar periodismo ciudadano — y seguramente no lo sea — pero, viendo el tono de las reflexiones del sector, es lo único que nos va a quedar.

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Qué cultura queremos y cómo pagar por ella

¿Es la cultura un bien de interés general? ¿Qué tipo de cultura queremos? ¿Hay que pagar por ella o debería ser gratis? Creo que estas son preguntas que habría que hacerse (y responderse) antes de lanzarse a tumba abierta sobre algunos debates apasionados, aunque poco apasionantes por lo enrocadas de las posiciones, sobre si la razón la tienen las discográficas, los creadores, los consumidores, los ciudadanos, o ninguno de ellos.

Simplificando mucho, una primera opción consiste en considerar la cultura como un bien de interés general: es bueno que tengamos cultura, y cuánta más mejor. Una segunda opción es considerar los bienes y servicios culturales como un bien/servicio de consumo como cualquier otro: la cantidad de bienes y servicios culturales y su precio se decidirán, entonces, por la ley de la oferta y la demanda.

Por otra parte, y al margen de las consideraciones de corte más filosófico sobre la cultura, existe otro plano de debate, y es si, de forma efectiva, la cultura es un bien público o no lo es, entendido eéste como aquél que no tiene rivalidad en el consumo — el bien no se agota al consumirse, p.ej. sintonizar una emisora de radio no la «gasta» para los demás — y obedece al principio de no exclusión — no podemos evitar que los demás lo consuman, siendo el ejemplo más típico el de la defensa de un país: uno es defendido sí o sí por el ejército tanto si paga como si no. Esta última cuestión (hay rivalidad y/o exclusión) es lo que a menudo determina quién paga: todos, algunos o «nadie».

Crucemos ambas variables:

Pagamos todos
(la Admón.)
Paga
quién consume
Paga
un tercero
Lo costea
el creador
Bien público Gasto público
Subvención
Crowdfunding Mecenas
Patrocinio
Aficionado
Bien privado Canon Subscripción
Pago por consumo
Publicidad Promoción gratuita

Estas son, a grandes rasgos, las opciones que hay para costear la cultura (si hay más, animo a que se pongan en los comentarios), ya sean conocidas con este nombre o con otros distintos.

Algunos comentarios sobre la tabla.

La gran diferencia entre bien privado y bién público es que, al final, el bien o servicio cultural queda para el disfrute de cualquiera en el primer caso mientras es restringido en el segundo. De ahí, por ejemplo, la diferencia entre Suscripción y Crowdfunding, donde he interpretado este segundo como aquella modalidad donde unos pocos pagan (como en una suscripción) pero el resultado final queda abierto al público tanto si ha pagado como si no. Así, el modelo de creación cultural de la Revista Orsai es, aparentemente, la suscripción de toda la vida. No obstante, el hecho de que el resultado final se publique digitalmente en abierto, el modelo de producción detrás de la revista, el ajuste a costes y ausencia de márgenes, etc. hacen del modelo uno muy singular.

Otro aspecto a considerar es cuando el coste lo soporta el creador. Este es un concepto que lleva fácilmente a equívoco. En algunos casos (p.ej. un académico compartiendo los artículos que ha publicado) es claramente un caso no de costeo por el creador, sino de pago por parte de todos: va (o debería ir) en el sueldo del profesor de universidad pública. En otros casos, es una asunción de los costes pero no como gasto, sino como inversión: el autor decide publicar una o parte de la obra para promocionarse y recuperar la inversión más tarde (más entradas de conciertos, invitaciones a conferencias y tertulias, encargos de escritor a sueldo, etc.).

Cuando abogamos por ni pagar por un bien cultural de forma directa comprando un libro, entradas, etc., ni de forma indirecta a través de una subvención o un gasto público (p.ej. el encargo de una escultura, la construcción de un auditorio público), lo que estamos promoviendo es la creación cultural del aficionado. Esta no tiene porqué ser de menor calidad que la del profesional, pero sí vendrá limitada por la disponibilidad de recursos (tiempo y dinero) del aficionado que, con toda lógica, priorizará lo que le pague la hipoteca o el alquiler.

En el polo opuesto tenemos el caso del Canon, es decir, un bien privado o con disfrute limitado a unos cuantos, pero pagado por todos — recordemos que el Canon es compensación por la copia privada de quién ya tiene la creación cultural, no el permiso a quien no la tiene a obtenerla sin pasar por caja). Entendido así, el Canon es una aberración conceptual comparable a un sistema educativo o sanitario financiado públicamente y disfrutado solamente por unos cuantos.

Llegados a este punto, creo que es necesario separar tres debates muy distintos.

  1. Decidir, de una vez, si queremos fomentar la cultura o apoyar la industria cultural, dos cuestiones diferentes. En función de la respuesta, los modelos a promover o a explorar pueden ser también muy distintos.
  2. Dentro de lo que es el apoyo a la industria, seguramente será necesario regular el sector. Esta regulación debe hacerse con vistas a dos cuestiones básicas: la primera, que debe regular todo el sector, y no solamente parte de él. O, dicho de otro modo, debe tener en cuenta todos los modelos de explotación de los bienes y servicios culturales, y no solamente unas determinadas opciones.
  3. Por último, y también dentro del ámbito normativo, es que esta regulación debe hacerse teniendo en cuenta otras regulaciones y otros derechos con los que pueda interferir. Y, en el caso de haber interferencias, ver si puede haber diseños normativos compatibles o bien si hay dilemas irresolubles donde haya que priorizar una norma o derecho por encima de otra.

Hoy en día, el debate alrededor de la cultura es un cacareo sobre todo y sobre nada en concreto, donde se mezclan problemas y categorías alegremente para obtener, como resultado, dos frentes enrocados en sus (sin)razones. A veces, hay nudos gordianos que deberían ser posibles de deshacer sin tener que cortar por lo sano.

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