Las condiciones de quedarse

En las negociaciones –es un decir– entre España y Catalunya hay dos extremos de los que parecemos no salir.

Por una parte, aceptar que existe el derecho de autodeterminación y, en consecuencia, convocar un referéndum para preguntar a los catalanes si quieren quedarse en España. Y luego ver qué se hace con el resultado, especialmente si el resultado es irse. Esta opción tiene sus variantes: si votan sólo los catalanes o todos los españoles, si tiene que haber un mínimo de votantes, por qué margen tiene que ganar una opción sobre la otra (especialmente si implica ruptura), etc. Pero, en el fondo, se trata de un único tema: aceptado el referéndum, cuáles son las condiciones de celebrarlo y de interpretación de su resultado. Es lo que se ha hecho en Canadá para el caso de Quebec, o en el Reino Unido con el caso de Escocia.

Por otra parte, no aceptar que existe el derecho de autodeterminación, que la Constitución no permite según qué preguntas y mucho menos qué libertades, que los territorios deben ser solidarios entre ellos sin condiciones ni dudas sobre los sistemas de solidaridad interterritorial, que el artículo 2 de la misma Constitución debe respetarse sobre todo hasta la segunda coma pero lo que viene más allá es un añadido sin demasiada importancia, que Carlos III fue el mejor alcalde de Madrid porque de eso se trata, en definitiva, cuando hablamos de y desde la corte española.

Existe, se supone, una tercera vía, la normalmente referida vía federalista y defendida por aquellos que se sitúan en un punto equidistante entre la vía del referéndum y la vía del nada de nada. El federalismo supone un pacto entre todas las partes, a saber, el estado federal y el estado federado. Cuando una de las partes se siente agraviada, lo normal por parte de la federación es analizar y, si procede, aceptar que existe un cierto agravio o dejadez del Estado –administrativo, fiscal, cultural, identitario, etc.– con respecto al estado federado y ver cómo se resuelve.

En la vía federalista –y, por construcción, plurinacional–, la solución pasa por identificar los puntos calientes del desencuentro y pactar políticas públicas para deshacer los desequilibrios percibidos: transferir más competencias al gobierno federado (aquí, autonómico), recalcular la financiación descentralizada (o rehacer el modelo de financiación, en los casos más osados), acordar inversiones estatales en territorio o según intereses autonómicos, etc. Esta opción, a diferencia del caso del referéndum, no tiene condiciones: se pactan estos desarrollos políticos y se confía en que cada una de las partes cumpla.

No ha sido este el caso español. Como no existe tal federación, los pactos no son vinculantes. A lo sumo se pedirá a los diputados (mal llamados) nacionalistas el apoyar un pacto de investidura o de gobierno, y al gobierno central cumplir con lo pactado.

Si el estado español quisiese ir virando hacia un modelo federal, como algunos partidos de centro e izquierda han ido proclamando para «parar el reto secesionista» a la vez que «reconocer el factor plurinacional» de España, habría que ligar compromisos de los federados con compromisos del estado federal. Lo que en otros países realmente federales serían las condiciones de quedarse en la federación.

Una federación es una suerte de contrato entre unos y otros. En el caso español, cabría esperar de un movimiento pro-federalista que partiese de la elaboración de dicho contrato, algo que transciende la Constitución «que nos dimos entre todos» y que no es, en absoluto, de corte federal.

Para poder transitar de un marco centralista a otro federal el punto de partida más obvio sería el statu quo: a saber, que España es la que es hoy y ahora el modelo confederal que algunas ramas del federalismo proponen es el opuesto. El punto de partida no es la confederación, sino estados independientes que deciden unirse en ese nuevo estado confederal.

En este punto, cabría los impulsores de una España federal real iniciarían el redactado del acuerdo marco de la federación. Se evaluarían las necesidades y aspiraciones de los estados federados –en materia de administración, fiscalidad, cultura, identidad, etc. –y se pactarían los prescriptivos acuerdos el Estado federal y los estados federados. Estos acuerdos irían ligados a una temporalidad determinada, al final de la cual un comité independiente auditaría el alcance de su cumplimiento.

A diferencia, no obstante, de lo que ocurre habitualmente entre el Estado español y las autonomías, el incumplimiento de los acuerdos sí tendría consecuencias y daría no solamente legitimidad, sino también plena legalidad a un referéndum de autodeterminación de forma automática y de carácter vinculante.

Quien pide un estado federal para España no puede pedir menos que esto. Que el estado se comprometa en el sentido más literal de la palabra a tener en consideración las reivindicaciones de sus territorios federados. A su vez, que éstos se comprometan a dar estabilidad política y social al conjunto del estado. De romperse el pacto, el problema se resolvería votando, pero sin regateos: habiéndose acordado su posibilidad y su modalidad.

Cabría ver qué recepción tendría este modelo entre el movimiento independentista catalán (o vasco). Por ahora no lo sabemos, dado que nadie ha hecho una propuesta de este tipo –probablemente porque, federalista, no hay federación: se hace federalismo al federar.

Entrada originalmente publicada el 6 de agosto de 2019, bajo el título Las condiciones de quedarse en el espacio Tribuna Abierta de El Diario.es. Todos los artículos publicados en ese medio pueden consultarse aquí bajo la etiqueta eldiarioes.

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Comentarios al acuerdo de investidura en Catalunya

Tras tres meses y medio de negociaciones después de las elecciones legislativas catalanas del 27 de septiembre de 2015, las candidaturas de la CUP y Junts pel Sí llegaron por fin a un acuerdo y por fin se ha investido el 130º presidente de Catalunya.

El sentimiento generalizado que transmiten análisis, prensa y tertulias es que se ha andado mucho para nada, y que las cosas prácticamente no han cambiado. Gobernará Mas y la CUP se han inmolado sin éxito alguno. Estoy de acuerdo que la CUP ha tenido que ceder. Es lógico: no solamente tenía una séptima parte de los escaños independentistas en el Parlament — y por tanto era improbable, por no decir injusto, que pudiese imponer todas las condiciones — sino que además se trataba de una negociación, donde, por definición, ambas partes suelen ceder algo para no renunciar a aquello que les resulta esencial.

Lejos de intentar presentar aquí un balance de ganadores y perdedores, sí querría ponderar el resultado final del acuerdo. Y querría hacerlo porque creo que se entenderá mejor el proceso de negociación, y se entenderá mejor lo que está por venir. Por supuesto, esta es mi opinión personal, no libre de sesgos, pero tan objetiva como me ha sido posible.

Puntos de partida

Empecemos por hacer algunos supuestos. Creo que es aquí donde empiezan a diverger la mayoría de análisis.

Creo entender que la CUP ponía sobre la mesa dos cuestiones fundamentales:

  1. Que el Proceso de independencia era prioritatio. Es decir, que el gobierno debía trabajar para hacer avanzar el proceso de independencia.
  2. Y que el presidente saliente Artur Mas no podía liderar dicho proceso.

Añado aquí dos cuestiones más:

  1. Que el proceso de independencia, en la etapa actual iniciada alrededor del 10 de julio de 2010, es un proceso con fuerte liderazgo de la sociedad civil, a la que se le han ido añadiendo, después, los partidos políticos.
  2. Que la XI Legislatura del Parlament de Catalunya es considerada, al menos por parte de los diputados independentistas, como una legislatura eminentemente constitutyente.

Lo importante de estos supuestos no es tanto si cada uno los comparte o no, sino si sus protagonistas los comparten y, en consecuencia, guían sus actos.

Sobre el candidato

La primera discusión contra la CUP es que Carles Puigdemont no difiere mucho de Artur Mas: al fin y al cabo, es de Convegència Democràtica de Catalunya.

Esta afirmación, creo, no tiene en cuenta algunos de los supuestos anteriores, especialmente el cuarto. Si nos creemos que la cuestión de Mas no iba tanto de quién iba a gobernar, como de quién iba a diseñar un proceso constitutyente, los nombre propios son relevantes aunque pertenezcan al mismo partido.

  • Frente a las acusaciones de que Artur Mas no era independentista de verdad, sino de pose, Carles Puigdemont ha demostrado serlo desde un buen comienzo, entre otras cosas presidiendo la Asociación de Municipios por la Independencia (AMI).
  • Aunque Artur Mas no tiene cuentas pendientes con la justicia, sí muchos le achacan responsabilidades políticas respecto a los varios casos de corrupción (especialmente de financiación ilegal) de CDC. Ante la duda, és lógico que se quiera apartar a quien haya podido tener responsabilidades en casos de corrupción, poniendo a alguien que difícilmente las ha tenido, por haber estado apartado tanto del Govern como de la gestión del partido.
  • La experiencia de Mas es la típica de un escaldor de partido. No así la de Puigdemont, que viene del municipalismo. Salvando las distancias, es fácil que la CUP se vea más cercana del perfil del segundo que no del primero.
  • Por último, el compromiso y experiencia de Puigdemont en la sociedad civil es extensa, además de reforzar su perfil independentista. Y aunque parecerá una frivolidad, muchos conocieron a Carles Puigdemont en su activismo digital, especialmente a raíz de la iniciativa del ex-presidente del Parlament Ernest Benach de abrir el Parlament a las reces y que acabó llamándose Parlament 2.0. Fue la actividad aperturista de diputados como Puigdemont — entre otros — lo que constituyó un cambio radical en la forma en que la institución informó y comunicó su actividad con los ciudadanos.

En todos estos puntos es importante no quedarse en lo que Mas y Puigdemont coinciden, sino en lo que no coinciden. Por supuesto, cada uno valorará si las diferencias son mayores que las similitues. A lo que me remitiría al segundo supuesto: la CUP no quería a Mas. Y no lo quería, probablemente, por las diferencias con Puigdemont. Dentro de los parecidos, Mas y Puigdemont son dos animales políticos muy distintos.

Anticapitalismo o Procés

¿Cuánta influencia sobre el proceso de independencia ha sacrificado la CUP pidiendo el reemplazo de Mas, y cuánto consigue con el mismo? Esta es una pregunta cuya respuesta jamás sabremos. Los pareceres parecen decantarse hacia que la CUP podría haber desplegado mejor su programa manteniendo su fuerza en el hemiciclo.

Sin defender lo contrario, creo que me inclino a, al menos, matizar la fuerza con lo que se afirma la cuestión.

De nuevo la clave del asunto es el cuarto supuesto: si la XI Legislatura es una normal — y por lo tanto se necesita un presidente que gobierne — o bien si es una legislatura consituyente — y por tanto el papel del presidente es el de diseñar y construir las instituciones del futurible estado catalán.

Ello, unido al primer gran compromiso de la CUP de trabajar por el proceso de independencia, hacen que no esté tan claro dónde había que hacer más incidencia.

Y esto es, precisamente, lo que llevó a la CUP a consultar a su asamblea: ante dos objetivos aparentemente contradictorios — o Mas o Proceso —, ¿qué escoger? Y la asamblea no supo decidir. Y los órganos de representación de la lista optaron por el reemplazo de Mas o intentarlo en las urnas.

Con el reemplazo de Mas y el acuerdo, se consiguen los dos primeros objetivos.

¿Y el anticapitalismo? ¿No queda en segundo plano? Es claro que queda en segundo plano en términos parlamentarios, pero no así en el diseño de las instituciones, dado que se veía a Mas como un mayor escollo a la hora de diseñar instituciones más igualitarias y justas — no mis palabras, sino lo que se infiere del ideario de la CUP.

¿Y el «secuestro de diputados rehenes» de la CUP que ahora participarán en Junts pel Sí? Se hace difícil ver hasta qué punto es secuestro o no.

Para empezar, lo normal habría sido incorporar a la CUP en el gobierno, para así desactivar totalmente su oposición. Entiendo que las experiencias del Tripartit, así como la propia estructura orgánica de la CUP lo desaconsejaban: hubiese supuesto, de facto, meter en el gobierno a la asamblea de la CUP. Para bien, y para mal.

Por otra parte, participando la CUP de Junts pel Sí especialmente en temas del proceso de independencia se ata a sí misma al dictado de la mayoría, pero también interviene en el diseño y decisiones desde su misma gestación, mucho antes de que lleguen (totalmente desvirtuadas) a los pasillos del Parlament.

En la medida en que se consiga que el diseño constituyente se lleve a la sociedad civil — a través de una comisión mixta, por ejemplo — el Parlamento perderá peso.

Todo esto no significa que no haya podido haber una total rendición de la CUP. Sino que, simplemente, está por ver el resultado final, dado que hay argumentos para todos los gustos.

Y, recordemos, las dos condiciones no negociables eran Mas y el Proceso.

El proceso democrático

Un último apunte sobre todo el proceso como la CUP ha gestionado el acuerdo. Muchos ahora dudan de la calidad democrática del mismo. ¿Si había que consultarlo todo, por qué no consultar lo de Puigdemont? En principio, porque no hacía falta.

La CUP apareció en escena, como el resto de listas, con un programa. Un programa donde había las famosas líneas rojas de cada partido, así como las que no eran tan rojas. ¿Cuáles eran? Recordemos los dos primeros supuestos: Mas no, Procés sí.

A la asamblea se llegó, como se ha dicho, por una aparente incompatibilidad de objetivos programáticos que los diputados no estaban en condición de solucionar. De ahí que se trasladase la decisión a las bases.

Puigdemont, no siendo Mas, no era objeto de debate, ya que la CUP ya había acordado investir a todo aquél que no fuese Mas.

Vale la pena hacer un último apunte para comprender el proceso de independencia en Catalunya. A pesar de las luchas fraticidas en pasillos y redes sociales, la sociedad civil ha conseguido una cosa importante: centrarse en lo que une a los independentistas, y dejar para más adelante lo que los separa.

En los momentos críticos aparecen las diferencias, claro, pero cuando se cierran las aguas, se aprietan las filas. Es lo que sería previsible ver ahora, tanto en la calle como en el Parlament como incluso dentro de las listas, la CUP la primera.

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La CUP ante 1978

-La independència serà revolucionària d'esquerres o nos serà! -Jo és que voldria que un cop independents, cada cert temps, la gent pogués escollir lliurement quines polítiques dur a terme. No sé... em faria força il·lusió que el que construíssim fos una democràcia... que si als nostres descendents no els agradessin les lleis les poguessin canviar... i tal... Saps la diferència entre una legislatura i un Estat?Condicionar el per sempre a una legislatura, cortesía de Gargotaire

Esta mañana la CUP se reúne en asamblea para decidir si acepta la propuesta de pacto de Junts pel Sí, lo que incluye la investidura como president de la Generalitat de Artur Mas.

A pesar de las tremendas diferencias entre los dos momentos en el tiempo, así como las diferencias entre sus protagonistas, existen ciertas similitudes en el proceso que puede iniciarse esta mañana en Catalunya con el que tuvo lugar en 1978 en España. En muchos sentidos, hoy puede iniciarse la andadura hacia un proceso constituyente. Y es en este sentido desde el que creo que es más fácil explicar las renuncias que tiene que afrontar la CUP.

(Abro paréntesis para insistir, otra vez, en las diferencias: es evidente que ni lo que deja atrás Catalunya es una dictadura, ni mucho menos Convergència Democràtica de Catalunya — CDC — tiene nada que ver con el franquismo. Hecha esta aclaración, prosigamos.)

A grandes rasgos, las opciones que hay sobre la mesa son dos:

  1. Primero el Estado, y después ya veremos. Esta es la opción de quienes defienden el acuerdo y la presidencia de Mas. El principal argumento es que la consecución de un estado propio es de caudal importancia, pudiendo quedar en segundo término otras cuestiones. Añade, además, el argumento, que el «color» de la política que se dará en dicho nuevo estado dependerá en cada caso del resultado de las futuribles elecciones legislativas en dicho estado.
  2. La segunda opción es el veto a Mas — y, en cierta medida, a CDC — como condición sine qua non para un pacto. Y, en caso contrario, arriesgarse a ir a unas nuevas elecciones, con el riesgo de que arrojen resultados peores para el independentismo, que ahora tiene mayoría absoluta en el Parlament.

Este último punto, escrito como mera oposición a una persona, tiene sin duda algo de caricaturesco. Incluso de antojo. Y así ha sido presentado en prensa y debates diversos a menudo. Tiene, no obstante, mucho fundamento — que puede compartirse o no, claro está — si se pone en contexto. Y ahí viene el paralelismo con el proceso constituyente que entre 1977 y 1978 condujo a la aprobación de la Constitución Española de 1978.

Hay dos grandes críticas que se hacen a dicho proceso constituyente, críticas que se arrastran hoy en día y que, en muchos aspectos, son lo que genera un creciente malestar sobre sus efectos y la dificultad de paliarlos:

  1. Que se hizo sin pasar cuentas con el pasado, porque lo que entonces convenía era salir hacia adelante como fuese.
  2. Que tuvo un diseño muy determinado precisamente por esas cuentas del pasado sin saldar.

Estos dos puntos son, precisamente, los que muchos simpatizantes de la CUP traen ahora a colación ante el nombramiento de Artur Mas, actualizados a la Catalunya de 2015 y, por supuesto (y como se ha dicho antes) con actores distintos (y mucho mejores) que los que protagonizaron la dictadura fascista.

  1. El primer punto no es baladí: la CUP está (casi) en las antípodas de CDC en materia de economía y sociedad. La lista de reproches a la gestión de CDC desde la CUP es extensa y, en muchos casos, profunda — la gestión de Interior, los suministros energéticos o de agua o la gestión de la Sanidad no son para nada matices menores a la hora de ver las cosas entre ambos partidos. Parece lógico que se quieran pasar cuentas con el pasado, con la legislatura pasada, especialmente cuando se da el caso que, por ir en coalición con ERC, la rendición de cuentas fue esquiva durante la campaña electoral.

    Se añade a la evaluación de la gestión en el gobierno la cuestión de la corrupción de CDC y CiU. Si bien no hay casos abiertos contra el mismo Artur Mas, no son pocos los que le achacan, como mínimo, la responsabilidad política de algunos casos, especialmente los vinculados a la financiación del propio partido.

  2. Dicho lo anterior, el segundo punto cobra especial relevancia. Visto en perspectiva independentista, de lo que aquí se trata no es de darle un color u otro a una legislatura, sino de determinar quién va a diseñar las instituciones del hipotético estado catalán. Es decir, de cómo va a ser el proceso constituyente. Si el independentismo catalán (y vasco) lleva 40 años quejándose del diseño salido de 1978, es lógico que no quiera cometer el mismo error en 2015. De ahí la insistencia contra Mas — y contra CDC — y de ahí que lo que ilustra la viñeta que encabeza este apunte probablemente no refleje todos los complejos matices del momento. Un proceso constituyente es de todo menos neutral, y va a marcar el futuro de todas las legislaturas, no solamente la primera.
Un hombre va en bicicleta y se hace caer a sí mismo al poner un palo entre los radios de la rueda delantera.Pals a les rodes, cortesía de Adrià Fontcuberta

Este segundo punto es, a mi parecer, el más importante. Y el que marca la diferencia con aproximaciones estrictamente coyunturales — una legislatura no puede marcar un estado — de otras mucho más estructurales — hay que hacer el proceso constitucional con el máximo de garantías posibles: ni corrupción ni sesgos ideológicos sin contrapeso.

Así es, el dilema que ante sí tiene la CUP es prácticamente insalvable: puede que para no encallar el proceso de independencia tenga que renunciar a contrapesar el proceso mismo; y puede que para tener un proceso constituyente sin rémoras del pasado, tenga que renunciar al proceso. Este es el dilema, y no el tratar de imponer o no determinadas condiciones de coyuntura económica y social.

Dicho esto, no deja de sorprender que la CUP no haya propuesto — al menos no de forma clara y directa, aunque ha habido alguna aproximación tangencial — lo que podría ser el golpe de sable sobre el nudo gordiano: desposeer al gobierno y al parlamento del poder constituyente, y hacer recaer todo el poder constituyente en la sociedad civil.

Al fin y al cabo, muchas de las cuestiones más delicadas del proceso de preparación del estado propio van a transitar por una delgada línea entre la legalidad y la alegalidad — cuando no en la total ilegalidad. Dado el estrecho margen de actuación legal, así como el compromiso en el que se van a poner las instituciones catalanas, sería doblemente beneficioso descargar — como ya ha sucedido en otras fases del proceso independentista — buena parte del peso sobre la sociedad civil. Habría que renunciar, sí, a liderar el proceso, así como a poder conducirlo políticamente hacia los varaderos del interés de cada partido; pero por otra parte sería un proceso mucho más legitimado por ser más participado, y haría de la desobediencia civil un instrumento también más legítimo, por realizarse por individuos (que es la esencia de la desobediencia civil) y no por instituciones, lo que siempre conlleva un problema de representatividad.

A menudo se compara la CUP con el movimiento del 15M y a menudo el veredicto es que tienen parecidos pero también diferencias. Esta es una: a la CUP todavía le cuesta demasiado el (admitámoslo: muy difícil) equilibrio entre la calle y las instituciones. La CUP es asemblearia, sí, pero está lejos de actuar con lógica de red, donde las instituciones son un nodo de la misma: no más, pero tampoco menos.

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El camino confederal europeo a la soberanía

El pasado 6 de marzo, Joan Coscubiela describía, en El camino confederal a la soberanía, algunos motivos por los que era preferible una Catalunya como estado soberano dentro de una confederación española, en lugar de una Catalunya independiente fuera del actual estado español de forma unilateral.

Hay dos puntos en los que estoy muy de acuerdo con lo expuesto en el artículo y que son, en mi opinión, los fundamentales: (1) el modelo de ordenación administrativa territorial en España está agotado y (2) hay demasiada incertidumbre sobre la articulación de un nuevo estado catalán y su impacto socio-económico como para hacer análisis demasiado simples — en positivo y en negativo, añadiría yo. Entre estos impactos, Coscubiela apunta tres terrenos en los que se debe ser especialmente cuidadoso: las relaciones laborales, las pensiones y la fiscalidad. No puedo estar más de acuerdo.

Hay, sin embargo, tres puntos donde discrepo profundamente, dos de ellos técnicos — la naturaleza del dumping social y económico, la naturaleza de las pensiones y la solidaridad — y uno político — la distancia entre la toma de decisiones y el ciudadano.

Detengámonos, sin embargo, un momento a ver la principal diferencia de la federación y la confederación — y ya me perdonarán por las simplificaciones que, espero, no se alejen del rigor más que lo que la pedagogía requiera.

En una confederación, un grupo de estados plenamente soberanos deciden ofrecer de forma mancomunada la provisión de una serie de servicios públicos. Habitualmente son servicios donde las economías de escala son evidentes, así como solucionan muchas externalidades económicas y sociales: defensa, política exterior, política monetaria.

La federación, en cambio, suele funcionar a la inversa: regiones o estados que no son soberanos, acaban asumiendo competencias segregadas de la Administración estatal. La soberanía se mantiene centralizada — es decir, las partes no ostentan soberanía alguna — y lo que se descentraliza es aquello donde es relevante acercarse a diferentes sensibilidades de los ciudadanos, o en aras de la variedad en la provisión de servicios.

Como ejemplo, y de acuerdo con muchos autores, podemos decir que Europa funciona a menudo como una confederación de facto, mientras que las autonomías españolas pueden equipararse a un sistema federal.

Un argumento vertebral en el artículo de Joan Coscubiela tiene que ver con los riesgos de facilitar el dumping económico y social en ámbitos como las relaciones laborales o la fiscalidad. Y tiene razón. Ahora bien, discrepo profundamente en que el origen de este riesgo se halle en las diferencias entre un estado federal y uno confederal. Es decir, en que «levantar fronteras legislativas conduce inexorablemente al dumping social.» Hay dos comentarios a hacer esta afirmación. La primera es relativa al levantamiento de fronteras: no se levantan fronteras cuando se crea una diferente legislación laboral, comercial o fiscal en un (nuevo) estado que son diferentes a las del entorno. Una frontera se levanta cuando, de forma explícita, se dificulta o prohíbe la circulación de trabajadores, bienes y servicios, capitales (inversión) o flujos financieros. Puede parecer una frivolidad debatir sobre una mera palabra, pero las palabras están cargadas de significado y es técnicamente falso que se levanten fronteras. ¿Se levantan dificultades? Nada menos que todas las que se encuentra un mundo globalizado en su paseo diario por el mundo. Y nada menos que las que levantaría en cualquier otro un estado soberano confederado con España.

El segundo comentario es respecto dónde están las fronteras legislativas en Cataluña, España y Europa. Se calcula que los grandes países europeos — Alemania, Austria, Francia — tienen cerca de un 40% de leyes que emanan directamente de Bruselas. Añadamos a esto estándares, pactos o tendencias que, sin ser ley, determinan el desarrollo de la Educación (Bolonia), las telecomunicaciones (OMC, OMPI), la seguridad (Interpol, acuerdos internacionales), las relaciones comerciales (el Euro) y muchísimos otros más cambios.

Considero, pues, que el dumping social y económico se origina en un lugar que no tiene nada que ver con la finísima distinción de un estado federal y uno confederal, sino que se encuentra fuera de las fronteras de la federación/confederación. Volveré sobre ello al final.

La segunda cuestión de la que quería hablar es la de las pensiones y la solidaridad.

Respecto a las pensiones se entra y se sale varias veces en el artículo sobre la cuestión de haber cotizado en varios lugares. Hagamos una aclaración rotundo: tanto da. El sistema de pensiones español, de reparto, es independiente de donde cotiza cada uno. Pero no porque sea unificado a nivel estatal, sino porque es un pacto entre generaciones. Es decir, no es que un trabajador vaya llenando una hucha (algo en Gijón, un poco en Sevilla, otro tanto en Reus) que el Estado le custodia y le devuelve cuando se jubila. No. El sistema español son dos pactos: cuando uno trabaja, pacta con los jubilados que les pagará una pensión, porque el Estado le promete un segundo pacto cuando él se jubile: que los trabajadores de entonces le pagarán también una pensión a él. ¿Le devolverán el dinero contribuido? No, le pagarán … lo que quieran o puedan.

Tiene razón Joan Coscubiela que una secesión puede conducir a una ruptura del sistema de pensiones, pero discrepo con él sobre la naturaleza de la ruptura: no será técnica ni económica, sino política (y con impacto social, claro). Habrá que reconocer los derechos de los jubilados y habrá que rehacer un pacto. Pero esto no es demasiado diferente de lo que ocurre prácticamente cada vez que se aprueban unos presupuestos del Estado. Cada año. Como mucho, cada legislatura.

Con la solidaridad interterritorial ocurre tres cuartos de lo mismo. Es — o debería ser —un pacto. No quiero entrar ahora en ver si es justa o injusta la solidaridad entre territorios, ni cómo debería ser. Me limito a apuntar que es independiente de si tenemos federación o confederación: mientras haya un estado soberano, es éste al que le corresponde reconocer derechos — de los jubilados, por ejemplo, o de los vecinos — y ver si quiere contribuir a las necesidades de esos vecinos — con un pacto bilateral con otro estado, o a través de un organismo superior de solidaridad entre países miembros de la UE — como ha sido beneficiándose España desde 1985 y que cada vez se dirige menos a estados y más a regiones, dicho sea de paso.

Por último, una cuestión política: la fiscalidad.

En el fondo, con la fiscalidad quiero reforzar dos argumentos de Joan Coscubiela que a él lo llevan a un lugar diferente que a mí. Tanto él como yo coincidimos en dos diagnósticos. El primero es que no podemos tener un sistema monetario europeo mientras que tenemos un sistema fiscal despedazado a diferentes niveles de la Unión. Europa será una unión social o no será: buena parte del drama que ahora vivimos parte de ahí, de la separación entre mercados y personas, entre la libertad del dinero y la soberanía de los ciudadanos. El segundo punto en común es que ambos creemos en el principio de subsidiariedad, en acercar la toma de decisiones a donde se deban aplicar. No tiene sentido que Bruselas fije la distribución de las guarderías a una ciudad, como poco eficiente es que cada ciudad tenga su propia política de inmigración, de defensa, o su propia moneda.

Sorprendentemente para mí, la unión fiscal solidaria y el acercamiento de la toma de decisiones a los ciudadanos pasa, según la propuesta de Joan Coscubiela, por crear un estadio intermedio entre Bruselas y Barcelona. Digo crear y no mantener, porque la opción confederal añade una confederación (la Española) dentro de lo que ahora es ya, a todos los efectos, otra confederación (la Europea).

En resumen, qué he dicho hasta ahora: el dumping social y económico tienen poco que ver con las diferencias entre federación y confederación de estados, entre una Cataluña soberana y otra confederada con España. Las pensiones y la solidaridad, tampoco dependen de este modelo, sino de la dinámica de pactos que emerja del nuevo estado (confederado o soberano) con sus vecinos y/o confederados.

No quisiera dejar de añadir unas reflexiones ya bastante personales.

La primera, obvia a estas alturas, es que he asumido que un estado catalán soberano permanecería dentro de la Unión Europea. Esto es discutible, por supuesto. Pero considero — y segunda reflexión personal — que permanecer en la Unión Europea es una cuestión de voluntad política, como lo es el hecho de que España acepte la creación de una confederación. Lo diré de otra manera: la parte difícil, la que requiere mucha diplomacia y no poca ingeniería política, no es ni confederarse un estado en Europa o en España, sino simplemente la creación de un estado soberano. Es ahí donde se darán todos los pactos, como el reparto de la deuda… o la solidaridad interterritorial, o el reconocimiento de los derechos de los actuales y futuros pensionistas. Y es ahí, también, donde federación o confederación pactarán también una política común para luchar contra el dumping social o económico, o los paraísos fiscales… todo ello enemigo común de la federación/confederación, no amenaza interna.

Con ello, nos situamos en el punto que las dificultades de la opción confederal o plenamente independiente, son o bien compartidas — porque dependen del contexto — o bien las mismas — porque dependen del Estado español, que no verá diferencia entre ambos modelos. Y, en cambio, la creación de una confederación española dentro de una confederación europea nos aleja de los beneficios potenciales de… ser una confederación (unión fiscal y social, subsidiariedad, actualización y modernización de los sistemas laborales, de pensiones y de solidaridad interterritorial), que es lo que Joan Coscubiela defendía en primera instancia.

Entrada originalmente publicada el 9 de marzo de 2015, bajo el título El camí confederal europeu a la sobirania en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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El tercer eje del proceso soberanista: la radicalidad democrática

Habitualmente se ha dicho que en Cataluña hay dos ejes políticos que marcan la toma de decisiones del votante catalán. Por un lado, el tradicional eje izquierda-derecha, o eje social; y por otro, el llamado eje nacional, es decir, aquel lo largo del cual uno se identifica como sólo español o sólo catalán, pasando por el término medio «tan catalán como español». Estos dos ejes, se ha dicho, configuran la complejidad de la política catalana, y es en función de la combinatoria de uno u otro eje que situamos los votantes y los partidos políticos.

La aparición de Podemos en el terreno político estatal fue recibido por algunos sectores del independentismo como una buena noticia: por un lado, sería fuego purificador que haría limpieza en las filas del bipartidismo hegemónico, debilitándolo tanto en términos absolutos como, especialmente, en términos relativos el equilibrio de fuerzas que conforman el proceso independendista; por otra parte, no podría encenderse en la pólvora mojada que el eje nacional ha empapado a lo largo y ancho de Catalunya. El singular escenario político catalán está tan apretado que ya no había lugar para más jugadores.

Pero, por lo visto, sí lo hay. Lo que muestran los últimos barómetros políticos es que la intención de voto a favor de Podemos en Catalunya está muy lejos de ser minoritaria y marginal. Y que, además, podría estar teniendo un efecto de refuerzo del federalismo a costa del independentismo — aunque el último barómetro del Centro de Estudios de Opinión ya ha sido criticado por algunos analistas que apuntan el cambio de muestra de la encuesta como principal causa del cambio de tendencia.

Podemos ha centrado su primer año de andadura en afirmar que no es ni de izquierdas ni de derechas; es decir, desmarcándose del eje social. En Catalunya ha intentado seguir la misma estrategia, ahora desmarcándose del eje nacional: derecho a decidir, sí, pero independencia, ahora no es el momento, quizás más adelante. Lo que ahora toca, pues, es un tercer eje: la regeneración.

El eje democrático

Políticos, medios y académicos han estado trabajando, con mejores y (sobre todo) con peores formas de desenmascarar lo que tildaban de engaño: Podemos es de izquierdas, Podemos es de centro-derecha, Podemos es liberal, Podemos es unionista, Podemos es españolista, Podemos es federalista. Podemos es la Sekhmet egipcia, iracunda y vengativa, que quiere hacerse pasar por Bastet, armoniosa protectora del hogar.

Pero Podemos será lo que el ciudadano le otorgue ser, especialmente mientras su identidad esté en formación y, por tanto, sea susceptible de ser maleable, mientras beba de sus círculos, mientras tenga un pie en la calle. Y lo que ahora la calle dice es que hace falta un revulsivo: según el CIS, en el último año la combinación de indecisos, intención de votar en blanco o no votar ha caído cerca de 15 puntos. En el mismo periodo, Podemos ha ganado cerca de 18 puntos en intención de voto (partiendo de cero). «Da igual», pues, lo que Podemos sea en el fondo: es lo que el ciudadano ve en Podemos lo que le hace moverse del sofá o cambiar la papeleta que querrá depositar en la urna.

Y el proceso independentista, ¿qué debe hacer?

El proceso independentista, por ahora, ha jugado sólo en dos ejes. Por un lado, ha pulsado a fondo el acelerador en el eje nacional o identitario, a menudo ayudado por torpes políticas del Gobierno central y los partidos de carácter estatal que han atizado el fuego en lugar de apagarlo. Por otro, ha sabido sacar partido de la crisis para poner en valor la independencia de Catalunya en el eje social: balanzas fiscales, desequilibrios de inversiones, balanzas de pagos o agravios en el acceso al endeudamiento han podido situar el papel de la independencia dentro del debate económico, en el mantenimiento del Estado del Bienestar, en el acceso directo a las políticas de la Unión Europea.

El proceso independentista, sin embargo, ha desterrado (en general) la regeneración democrática. O ha pasado de puntillas por encima del tema. Cuestiones como el creciente debate sobre la democracia deliberativa o la democracia directa, sobre la participación, sobre la corrupción, sobre la transparencia han quedado en meras anécdotas — con honradísima aunque, creo, pequeñísimas excepciones. Tres muestras fundamentales en manos de un Parlamento que, sobre el papel, ha trabajado a favor de la indepencencia: una Ley de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno que es sólo buena cuando se la compara con su hermana española (con quién, por cierto, comparte nombre: mal augurio), pero muy lejos de lo que sería el óptimo; una Ley de consultas populares no referendarias y de otras formas de participación ciudadana, creada ad hoc para lo que resultó ser una no-consulta, y que deja la participación bajo el triste epígrafe «otras formas» (la calderilla de la participación); y la inexistente Ley Electoral de Catalunya, que (quizás) de tantos embrollos nos habría sacado estas alturas.

Podemos y el proceso independentista: ¿inhibidor o catalizador?

Mientras el proceso independentista en Catalunya juega en dos ejes, Podemos, como en el resto de España, juega a un tercer eje. Mientras esto ocurra, no se encontrarán. No se encontrarán, sin embargo, no significa que no se estorben. El proceso independentista había llegado a una especie de equilibrio donde «todo el mundo» quería votar y «la mitad» quería votar por la independencia. Era terreno conocido y era cuestión de ganar el pulso al unionismo. Podemos ha entrado por la puerta grande de la desafección y los indecisos. Aquellos que, abandonando su desinterés podían decantar la balanza. Y los que, qué ironía, se han decantado por salirse por la tangente.

Y al igual que ocurre en el resto del Estado, el proceso independentista sigue viendo el mundo en dos ejes. Y es en este plano que insiste en librar la batalla, mientras por el hueco del espacio-tiempo independentista/unionista se deslizan miles de indecisos cada día. Podemos no moverá el complicado tablero del proceso independentista… eppur si muove! Así que, por invocación, se materializa el potencial inhibidor de la entrada de Podemos en el proceso independentista: nada se mueve a los dos ejes nacional-social mientras todo cambia de lugar al resto de nuevos espacios.

Ante la negación de Podemos, o ante la destrucción de Podemos para desactivar su potencial inhibidor, hay, sin embargo, una tercera opción (no confundir con tercera vía), que es entrar en el tercer eje. Si alguna (entre muchas otras) cosa se puede aprender ya de la experiencia de Guanyem es que el tercer eje y el proceso independentista son compatibles. Digámoslo de nuevo: no es necesario que el proceso independentista se enfrente a los nuevos partidos y movimientos en un juego de suma cero porque puede haber puntos de confluencia. ¿Por qué debería poder haber independentistas de derechas y de izquierdas (el eje social) y no independentistas tradicionales o regeneradores (el eje de la radicalidad democrática)?

Ya ha habido tímidas pasos en este sentido, tanto desde los movimientos sociales como desde determinados partidos o agrupaciones políticas, en ambos sentidos. Pero no ha habido grandes pasos de cara a integrar pareceres.

Y, a mi, de juicio, quien primero encuentre el punto de confluencia entre el eje de regeneración democrática y los otros dos ejes, se lleva el gato al agua. Es decir, sacará a los indecisos de casa. Indeciso el último.

Post-scriptum: Tras la publicación de este artículo en su versión original, algunas personas hicieron llegar (pública o privadamente) sus comentarios al mismo. Los avanzo así, simplificados, acompañándolos también de una breve respuesta por mi parte.

  • No es cierto que no haya un independentismo de izquierdas con fuerte componente regenerador. Sí, existe, y el artículo no dice lo contrario. Lo que el artículo afirma es que está muy lejos de ser mayoritario y aún menos hegemónico, especialmente en la agenda pública y en los medios.
  • Si el proceso independentista era, en el fondo, una forma de regenerar la democracia, ¿por qué no hacerlo para toda España? Dos respuestas. La primera, porque hay un eje nacional o identitario que no se puede pasar por alto, sino todo lo contrario: en muchos casos es fundamental. La segunda, porque para mucha gente la opción federal carece de credibilidad, tanto dentro como fuera de Catalunya, la impulsen los partidos tradicionales o la impulsen partidos de nuevo cuño.
  • Esto es pedir el voto para Podemos y, además, Podemos nos engaña. El artículo no habla de si Podemos es más o menos creíble (habrá que esperar) sino de si la gente cree que su programa (la regeneración democrática) es necesario o no. Y las encuestas dicen que cada vez más gente lo cree. Por otra parte, no hay que confundir el contenido con el continente: uno puede alertar sobre la conveniencia táctica de acercarse a unas ideas sin por ello acercarse a quién las propugna con más vehemencia. En otro registro, por ejemplo, podría ser posible incorporar políticas de género o respetuosas con el medio ambiente sin que ello necesariamente implicase votar a un partido feminista o a un partido ecologista.
Entrada originalmente publicada el 16 de enero de 2015, bajo el título El tercer eix del procés sobiranista: la radicalitat democràtica en Crític. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta sentitcritic.

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Cuando votar crea división

— Cariño, mis padres van a venir a vivir con nosotros.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

— Cariño, voy a arreglar la boda de nuestra hija con su primo el de Murcia.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes, especialmente con la niña?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

Uno de los argumentos menos fundamentados sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, en general, y sobre la realización de un referéndum, en concreto, es que celebrar una votación, sin lugar a dudas, va a crear división entre los catalanes, o entre los españoles, que los va a enfrentar, que se creará un cisma, que los violentará.

En mi opinión esta es una clara confusión de causas por consecuencias, o mejor, una confusión de una realidad subyacente por sus síntomas superficiales.

Lo que crispa, separa y divide no es ser preguntado por una cuestión, sino lo que llevó a esa cuestión misma. Pueden dividir las distintas formas de enfocar la realidad; o las distintas formas de, en consistencia con esos distintos enfoques, querer obrar de cara al futuro. Pero, ¿ser preguntado? En absoluto.

Ser preguntado no crea más desasosiego en quién disfruta del status quo, en quién se aferra a su porción de poder, en quién ve legitimada su realidad por la inercia de los hechos, como no ser preguntado no crea más desasosiego en el que denosta el status quo, el que está en franca desventaja en ausencia de todo poder, en quién ve ninguneada su realidad por los sordos oídos de quién no quiere oír. Ni más ni menos preguntar genera más tensión que no preguntar, votar que no votar.

En el peor de los casos, airear un desencuentro lo que hace es cambiar de bando el desasosiego: el de quién por fin es escuchado y se ve reconocido por, a veces, el de quién ahora se ve cuestionado.

En el mejor de los casos — en el más civilizado de los casos, cabría decir — votar, dar voz, debería servir para que quienes viven juntos se vean forzados a escucharse, a dirimir sus desencuentros y diferencias, a calibrarlos en su justa magnitud, a minimizarlos cuando se tercie y a maximizar los esfuerzos para acercar pareceres cuando la cuestión así lo aconseje. O para tomar distintos caminos y evitar injerencias mutuas si así se resuelve.

Esta es la teoría.

La realidad es que votar, o debatir, sí atiza el fuego de la confrontación, creando división y enconando los puntos de vista opuestos que, en consecuencia, se radicalizan. Pero, de nuevo, el problema no es del hecho de votar en sí, sino lo que votar evidencia: una mala educación democrática. No saber deliberar. O, simplemente, no querer hablar — y dejar como último recurso la violencia, por construcción, sea explícita o soterrada. De querer ganar las discusiones sin hablar, ganarlas por el simple ejercicio de blandir el poder que uno ostenta — y que no se resigna a perder. Esto es, en definitiva, lo que divide: tener el poder y no saber utilizarlo mas que para mandar. Para negar la realidad o para ajustarla a las propias y distorsionadas percepciones, todas ellas endógenas y enraizadas en los más profundos prejuicios y apriorismos.

Es como creer que un médico conjura la enfermedad por el solo hecho de nombrarla.

— Cariño, deberías ir a que te miren eso.
— Mejor no: no vaya a ser que me encuentren algo y les dé por curármelo.

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