¿Primero la independencia y después ya veremos? ¿O es lícito pedir una independencia de izquierdas?

Uno de los debates — si no el debate — sobre una hipotética independencia de Catalunya es si esta independencia tiene que venir condicionada. En otras palabras, la contraposición del argumento «primero la independencia, y luego ya veremos» contra «¿independencia? Depende: ¿de qué tipo?». Este debate es especialmente relevante porque es en la segunda opción (la independencia condicionada) donde se suelen encontrar el eje nacional con el eje social, especialmente cuando uno se acerca por la izquierda. No en vano, muchos de los desencuentros entre independentistas y partidos y plataformas progresistas — ICV-EUiA, PSC, Guanyem, Podemos — o dentro mismo de estos últimos, se han convertido en este cruce de ejes: sí al soberanismo, pero depende en la independencia.

¿Tiene, eso, una justificación?

Imaginemos que ponemos, en un gráfico, todas las personas ordenadas según los beneficios y costes percibidos (y, por tanto, subjetivos) de una posible independencia de Catalunya. En un extremo (x) encontraremos las personas para las que la independencia tiene un «beneficio infinito»: son los independentistas de toda la vida, por los que la independencia es, no sólo, pero, sobre todo un punto de llegada. En el otro extremo (y), el grupo opuesto a los anteriores: la independencia tiene un «coste infinito». No quieren la independencia bajo ningún concepto. La unión de España por encima de todo.
En medio hay quien pondera al detalle costes y beneficios. Les gusta la idea de la independencia, pero no «quedar fuera de Europa». O, a pesar de no querer, le reconocen por ejemplo el beneficio de una fiscalidad propia. La recta representa la igualdad de costes y beneficios: a la derecha (beneficios > costes), la gente vota sí; a la izquierda (beneficios < costes), la gente vota no.

Hay una cuestión absolutamente clave en este análisis: los beneficios de una posible independencia siempre son potenciales, es decir, son (a) a futuro y (b) no garantizados (especialmente aquellos que no son emocionales, por mucho que pueda ser razonable esperarlos): ¿habrá menos corrupción? ¿Habrá menos impuestos porque permanecerán en casa? No se sabe. En cambio, los costes son reales, de modo que tendrán lugar (a) con seguridad y (b) serán antes o en los primerísimos estadios de la independencia.

Imaginemos ahora dos casos donde los costos y los beneficios esperados se ven modificados.

Supongamos, primero, que de alguna manera acabamos sabiendo con certeza que una Catalunya independiente quedaría realmente fuera de la UE y del Euro, y que regresar a ella sería un largo camino diplomático durante el cual habría unos elevados costes asociados en términos de comercio internacional, acceso al crédito, etc., etc., etc. Creámosnos, pues, para este ejercicio, que esta constatación objetiva y probada supone un incremento de costes para todos.

En el gráfico, la constatación de los costes es el paso de la curva negra a la curva roja. La persona que votaba sí o sí a la independencia sigue teniendo unos beneficios infinitos al conseguirla. Esta persona no cambiará el sentido de su voto. La persona, sin embargo, que votaba sí pero con algunos recelos (el puntito rojo), ahora ve que como los costes relativos son mayores que los beneficios, y decide pasarse al no. Ya le gustaría votar sí, pero le estamos pidiendo demasiado.

Vamos ahora al ejercicio opuesto. Supongamos que no sólo no echarían fuera de la UE y el Euro a una Catalunya independiente, sino que además se descubre, de forma objetiva y probada, que el desequilibrio de las balanzas fiscales es diez veces el de los cálculos más generosos, y que todo ese dinero permanecería en los bolsillos de los catalanes, y que además (creámosnoslo) la corrupción caería al 0%, con lo que aún habría más dinero para hospitales, escuelas o justicia.

Contrariamente al caso anterior, la persona que se opondría incondicionalmente a la independencia seguirá oponiéndose. Pero muchos de los que antes recelaban, ahora, vista la avalancha de beneficios objetivos (repetimos, en nuestro ejercicio), en su análisis coste/beneficio ante la nueva situación su voto cambiará de sentido. Esta persona (punto rojo) sigue teniendo objeciones a la independencia, pero la promesa de un estado mejor le hace cambiar de parecer.

Si bien este ejercicio es una simplificación y, como tal, siempre es una burda aproximación a la realidad, sí que nos puede servir como instrumento para hacer algunas aclaraciones:

Por un lado, nos ayuda a ilustrar porqué tiene sentido, para una gran parte de la población, hablar de los costes de la independencia y, sobre todo, hablar del modelo de país que habrá una vez sea independiente: si se han soportar unos costes, el modelo de país y los beneficios que se podrán esperar son determinantes para el sentido del voto. Por eso la afirmación «seamos independientes y después de que sean las elecciones las que decidan el modelo de país» no es satisfactoria para muchos, en la medida que les hace soportar unos costes (de la independencia) sin la garantía de unos beneficios (que dependerán del modelo de país). El famoso «tenemos que decidir todo» va, en parte, también por aquí.

Por otro lado, nos ayuda también a entender la tectónica de placas a los partidos soberanistas pero no independentistas, especialmente aquellas personas que, siendo de izquierdas comienzan no sólo a defender la consulta, sino el Sí-Sí (sí a que Catalunya sea un estado, sí a que sea un estado independiente). En la medida en que algunos sectores toman conciencia de que los beneficios esperados de la independencia serán elevados, sobre todo en comparación a España, lentamente mueven su voto hacia la independencia. «Tenemos que construir una alternativa», «tenemos que empezar de cero», «en España está todo perdido» no son sino maneras diferentes de relativizar los costes y beneficios de la independencia a favor de estos últimos. Este es el modelo de la izquierda independentista, tanto desde el punto de vista del modelo económico como desde la regeneración democrática: por elevado que sea el coste de la independencia, el coste de quedarse en España siempre será superior.

La última reflexión querría responder al «muy bien, ¿y…?». Seguramente — y ya hemos visto algunos buenos ejemplos — la batalla debería entregarse en el terreno del medio: a hacer patentes los costes y los beneficios, por una parte, y a garantizarlos, por otra. Los argumentos identitarios es probable que hagan poca mella a ambos lados del espectro. Los argumentos apriorísticos, también. La batalla de los indecisos se deberá librar en Europa, el Euro, la transparencia y la rendición de cuentas, la fiscalidad, la corrupción, la participación ciudadana, el gobierno abierto. En definitiva, en el modelo de estado después o en lugar de la independencia.

Entrada originalmente publicada el 30 de julio de 2014, bajo el título ‘Primer, la independència’ vs. ‘Independència, depèn de com sigui’ en Crític. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta sentitcritic.

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¿Es Catalunya más democrática que España respecto a la consulta para la autodeterminación?

Una de las habituales proclamas entre el sector soberanista catalán es que, en un país normal, es democrático consultar a la población sobre cualquier aspecto que afecte a aquello colectivo. Por ejemplo si quiere o no independizarse de España. Es una cuestión que comparto sin fisuras. ¿Qué hay más democrático que preguntar? O, en términos más prácticos, ¿es que preferimos una salida violenta del nacionalismo? (o de cualquier otra demanda o problema, cabría añadir).

A la afirmación que votar es lo normal, lo democrático, le sigue habitualmente una suerte de corolario: si España «no nos deja» votar, es que no es democrática. O no lo son sus instituciones.

Bien, veamos que hay de cierto en estas afirmaciones.

Según los datos del CEO publicados en marzo de 2014 (y recogidos en diciembre de 2013) un 73,9% de catalanes apoyan que se haga una consulta para saber, de una vez por todas, con legitimidad y representatividad, si la población quiere o no la independencia de Catalunya. Por otra parte, GESOP a finales del año pasado publicaba que un 47,5% de españoles estaban a favor de dicha consulta. Parecería lógico afirmar, pues, que, bajo la tesis de que votar y permitir votar es lo democrático, Catalunya «es más democrática» que el resto de España. ¿Sí? No tan rápido.

Parece claro que entre los partidarios a votar y dejar votar habrá una mayoría que, además de querer votar, van a votar que sí a la independencia. Y es probable que nadie en el resto de España tenga un especial interés en una secesión catalana. Hagamos dos suposiciones que, aunque no emanan de los datos, sí considero que son bastante verosímiles:

  • Todos los que quieren votar sí a la independencia desean que haya una consulta.
  • Todos los que quieren votar sí a la independencia son catalanes.

Restemos, pues, de los datos anteriores, aquellos que, dado que van a votar que sí, están de acuerdo con el hecho de votar. Y restemos, también, del total de la población española a los catalanes con el objetivo de comparar la propensión a aceptar una consulta entre aquellos que no tienen intención de votar sí.

Dicho de otro modo, vamos a comparar la proporción de catalanes y españoles (estos últimos sin contar los catalanes) que creen que hay que dejar votar aunque lo votado sea algo que no necesariamente comparten o incluso se oponen a ello. Todo un ejercicio de democracia que suele resumirse en la famosa frase de la biografa de Voltaire Evelyn Beatrice Hall: No estoy de acuerdo con lo que usted me dice pero haré todo lo posible para que usted lo pueda decir.

¿Quién es más democrático?

La siguiente gráfica nos muestra, a la izquierda, para Catalunya y España, la distribución de la población que cree que debería permitirse o no permitirse una consulta sobre la autodeterminación. El mismo ejercicio se repite, a la derecha, pero esta vez para Catalunya restando a los que votarían que sí a dicha consulta y, para España, restando a los catalanes.

Una primera lectura rápida parece decirnos que en Catalunya… los ciudadanos son más o menos igual de democráticos que el resto de españoles: los que permitirían una consulta a pesar de que no votarían sí a la independencia son prácticamente los mismos en Catalunya (35,24%) que en el resto de España (35,69%) — recordemos que hemos supuesto que en el resto de España nadie quiere la independencia de Catalunya, puedan o no puedan votar en ese referéndum (y que pertenece a otra reflexión).

Teniendo en cuenta que sabemos que uno se toma más en serio los problemas propios que los ajenos, y que uno se toma más en serio aquello que cree más probable que vaya a suceder, no deja de ser sorprendente que ambas cifras coincidan. Así, o bien todo el mundo cree que aunque la consulta no sería vinculante, su resultado sí sería determinante sobre el devenir de la geopolítica patria, o bien todo el mundo cree que, por no ser vinculante, no tiene ningún tipo de importancia. Me inclino a pensar que la que prevale es la primera, que hay consenso sobre la importancia del proceso, a diferencia de lo que parecen indicar los tan distintos titulares de prensa y declaraciones políticas dentro y fuera de Catalunya. En cualquier caso, lo que sí está claro es que el resto de España no es ni más ni menos democrático que Catalunya (tal y como hemos definido este concepto, discutible también, por supuesto).

¿Quién se percibe como más democrático?

Bien, hemos (de)mostrado que la propensión a votar y dejar votar es la misma en toda la península (con las salvedades sobre el método que ya hemos apuntado). Sin embargo, la sensación en Catalunya sigue siendo «no nos dejan votar» o que «la democracia española es de escasísima calidad«. ¿A qué puede deberse esta aparente contradicción?

Empecemos diciendo que el hecho de que solamente un 35% de españoles no necesariamente partidarios del sí permitan consultar puede ser ya un elemento suficiente para sustentar la cuestión de la mala calidad democrática. El hecho de que en Catalunya esté eclipsado por el mayoritario sí contribuiría a dar esa imagen de «diferencial democrático» entre Catalunya y el resto de España.

Hagamos, no obstante, otro ejercicio, esta vez mucho más arriesgado que el anterior y, por tanto, a coger con pinzas sus conclusiones — si es que son tales.

Recuperemos, por una parte, la pregunta que hace el SEO a sus encuestados: ¿acataría usted el resultado de una consulta para la autodeterminación? A esta pregunta responden afirmativamente un 87,0% de la población. Por otra parte, SIGMA2 para El Mundo afirmaba que El 46% [de los españoles] suspendería la autonomía de Cataluña si hay consulta ilegal.

Supongamos (y esta es la parte arriesgada y probablemente errónea) que:

  • Los que suspenderían la autonomía de Catalunya de hacerse la consulta sin consentimiento del Estado forman parte de los que no permitirían la consulta. Dicho de otro modo, los que permitirían la consulta también la «permitirían» si Catalunya la hiciese sin consentimiento del Estado.
  • Los que en Catalunya acatarían el resultado de una consulta lo harían con independencia de si ésta es consentida o no por el Estado.
  • Los que en el resto de España no quieren una consulta no acatarían el resultado ni aunque fuese consentida por el Estado.

Aunque no me cansaré de insistir que estos supuestos son muy fuertes y no se deducen de los datos, creo que sí permiten recoger el sentir popular respecto a las reacciones (de aceptación o resignación, o de rechazo) que en mi opinión se perciben desde Catalunya. Simplificando: mientras en el resto de España impera el poder de la Ley, en Catalunya debe imponerse el sentir de los ciudadanos.

El gráfico anterior cambia mucho si hacemos el ejercicio de comparar la oposición «pasiva» a la consulta («no quiero que se haga, pero si se hace aceptaré tanto el hecho de que se haga como el cómo») con una oposición más «activa» («no quiero que se haga y, si se hiciese, debería ser dentro de la ley o caerá el peso de ésta sobre sus cabezas rodantes»).

En mi opinión, la vehemencia con la que se tilda de antidemocrática a España desde Catalunya tiene en esta última gráfica su explicación: mientras un 87% vendría a avalar la consulta y su resultado, un 64,31% se opone a la consulta o incluso tomaría serias medidas en contra de Catalunya decidiese ésta ir por su cuenta.

Este es, creo, el mensaje que cala en el ciudadano catalán. Así, si bien la realidad de una España menos democrática que Catalunya se muestra a las claras falsa, en el terreno de las emociones, la percepción de distintos grados de tolerancia respecto a la consulta o a la independencia misma sí puede que tenga algún fundamento. Lo que también explicaría porqué una declaración unilateral de independencia puede entrar dentro del rango de opciones posible en Catalunya, mientras en el resto de España es poco menos que un tabú.

Por supuesto, habría que ver el porqué del abismo que separa la realidad de la igual calidad democrática entre Catalunya y España y las distintas percepciones de los catalanes respecto a sus por ahora conciudadanos. Y habría que ver qué papel están teniendo en ello los medios. Y los políticos. Y los intereses de los unos y los otros.

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Dos preguntas para consultar, ninguna pregunta para decidir

Por fin parece que Catalunya tiene pregunta y fecha para la consulta sobre la autodeterminación. La fecha se fija para el 9 de noviembre del 2014 y la pregunta se formula así: ¿Quiere que Catalunya sea un Estado? Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente?.

Hay que reconocer el mérito al redactado final en lo que a consenso político se refiere: la pregunta — o preguntas — permite recoger diversas aproximaciones al modelo territorial, abriendo un amplio abanico de posibilidades donde todo el mundo puede verse reflejado.

A efectos prácticos, no obstante, a uno le asaltan serias dudas sobre la utilidad final de la consulta para tomar una decisión.

Dos preguntas para consultar

Las dos preguntas vienen a reproducir el árbol de decisión — o unos de los dos árboles posibles — al que ya aludíamos en La tercera vía (de modelo territorial) no existe. Allí decíamos que había dos planos de debate y de decisión estrictamente separados: si Catalunya desea permanecer en España y cuál es el modelo de organización territorial del Estado español. Dos cosas distintas. Relacionadas, en parte, pero distintas.

En este sentido, las preguntas planteadas por el Gobierno de la Generalitat consultan primero a la población sobre el status quo y, en caso de que éste se quiera cambiar, si se avanza hacia la independencia o hacia un estado federal. Si retomamos las preguntas — ¿Quiere que Catalunya sea un Estado? Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente? — las combinaciones posibles son:

  • SÍ+SÍ: Esta es, obviamente, la respuesta para la independencia de Catalunya. Comparto parte de las razones que José Juan Toharía arguye al afirmar que la forma de la pregunta es una autopista
    al sí
    . No obstante, dada la complejidad del tema, creo que la formulación propuesta es de las más aceptables (¿quiere usted salir de España? hubiese sido, en mi opinión, una formulación más grosera y menos flexible.
  • SÍ+NO: La opción federalista. No era fácil incluir esta cuestión en la pregunta y la fórmula encontrada no podría ser más inclusiva. En la línea de la reflexión anterior, explicar a los federalistas que hay que votar sí+no es harto más complejo que pedir el sí+sí. Pero se consigue incluir la opción, que no era fácil.
  • NO+NO: Mantener el status quo. Aunque el segundo NO no es necesario (y probablemente incluso no debería estar — más sobre esta cuestión después) es también una alternativa clara. Ni estado ni, ni mucho menos, independencia.
  • NO+SÍ: Por último, una situación paradójica (o un voto nulo) donde alguien podría oponerse a que Catalunya devenga un estado, pero la quiera independiente. Hay quién propone que esta sea una opción real, una sociedad con acuerdos libres al más puro estilo anarquista. En mi opinión (una
    opinión muy personal) esta es la opción que se está sufriendo (que no disfrutando) ahora mismo en Palestina: una sociedad a la que desde algunos sectores se le niega ser un Estado pero a los que tampoco se quiere incorporar en ningún otro (una suerte de «independencia» algo particular), condenándolos a la inoperancia política y a la irrelevancia internacional.

Ninguna pregunta para decidir

Si tenemos dos preguntas para tomar el pulso a la sociedad de una forma creativa, interesante y, sobre todo, políticamente comprehensiva, la utilidad de la consulta como herramienta de decisión — sea esta cuál sea: presión al Estado Español, declaración unilateral de independencia, etc. — puede que no esté tan clara.

Para empezar está la cuestión sobre si la pregunta es clara o no. Aunque personalmente la considero bastante clara, sí es cierto que al menos la respuesta a la opción federalista cuesta más de identificar y, ante todo, de explicar en el fragor de la batalla propagandística que hace tiempo que ha empezado.

Más complicado todavía es evitar el voto nulo. Dado que la segunda pregunta está condicionada a la respuesta (afirmativa) a la primera, en sentido estricto solamente deberían responder a esa segunda pregunta los que hayan respondido que sí a la anterior. En sentido estricto, todo aquel que responda no a la primera pregunta y responda también a la segunda debería ser un voto nulo. Ahora bien, ¿voto nulo en la segunda pregunta (manteniendo válida la primera)… o en toda la consulta? ¿o que solamente sea voto nulo el que vote no+sí (por ser… «inconsistente») y damos por bueno el no+no por ser congruente?

Estas son cuestiones muy relevantes. Primero porque si anulamos toda la consulta al que vote no+no aludiendo el voto nulo, claramente estamos eliminando de un plumazo a los unionistas de la consulta. Por otra parte, porque si contamos la primera pregunta como válida y solamente anulamos la segunda, seguimos manteniendo ese voto como participación efectiva, aunque sea nulo, y por tanto computa a la hora de calcular el voto mayoritario en relación a la participación: 3 votos a favor con 1 en contra es mayoría al 75% (3 de 4), pero es minoría en términos de participación si ha habido 4 votos nulos (3 a favor son entonces el 37% de 8). Y en un referéndum sobre la autodeterminación (más, si cabe, que en cualquier otro referéndum) no solamente la mayoría respecto al voto emitido sino respecto a la participación es lo que legitima la decisión que se tome inmediatamente después.

En relación a esto último, es decir, qué es mayoría y qué no, se ha llegado a proponer que un 51% de mayoría en ambas preguntas sea suficiente para que se considere la independencia de Catalunya como opción ganadora.

De nuevo, lo técnicamente correcto y lo socialmente legítimo pueden discrepar. Y de ahí la diferencia entre la validez de las preguntas para consultar y su autoridad moral para tomar decisiones.

Que vote un 51% que sí a la primera pregunta y, de ese 51%, el 51% voten que sí a la segunda pregunta (es decir, el otro 49% serían federalistas), hace que solamente el 26% de quienes han participado estén a favor de la independencia. Eso significa que, en cierta forma, hay un 74% que ha votado contra la independencia. Este es el gran problema de mezclar distintos ámbitos de decisión (pertenecer o no a España y qué modelo territorial se quiere para España) al que aludíamos al principio. Desconocemos, por ejemplo, qué quiere ese 25% federalista si la federación no es posible: ¿independencia o autonomías? Más allá de lo que digan las encuestas, la consulta no nos lo aclara. Lo único que nos aclara es que… son federalistas.

Hagamos un ejercicio de reducción al absurdo para ilustrar esta cuestión. Imaginemos que la consulta no son dos preguntas sino cinco:

  1. ¿Quiere que Catalunya sea un Estado?
  2. Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente?
  3. Y en caso afirmativo, ¿quiere
    que el Parlament de Catalunya apruebe iniciar el proceso de secesión?
  4. Y en caso afirmativo, ¿quiere que el Parlament de Catalunya haga una declaración unilateral de indepencencia (DUI)?
  5. Y en caso afirmativo, ¿quiere que el Parlament de Catalunya haga la DUI durante el siguiente mes a la consulta?

Según la lógica de que un 51% en cada pregunta es suficiente para proclamar dicha opción ganadora, bastaría con que llegase a la última pregunta un 3,5% del total de la participación para ganar, por ejemplo, la declaración unilateral de independencia por el Parlament de Catalunya al día siguiente de realizarse la consulta. Sería la mayoría de la mayoría de la mayoría de la mayoría de la mayoría. Y, sin embargo, solamente representaría un 3,5% de quienes han participado (que, con total seguridad, no será toda la población con derecho a voto, es decir, todavía menos del total).

Está claro que este es un extremo distinto de lo que plantea la consulta inicial, pero en mi opinión resulta pedagógica para comparar la validez técnica con la legitimidad del resultado.

Así pues, volvemos a la primera casilla: una consulta muy potente como herramienta para sondear el pensar de los ciudadanos, pero que presumiblemente se mostrará difícil de manejar como herramienta para la toma de decisiones… a no ser que una de las opciones salga victoriosa con una mayoría aplastante.

Sobre cómo calcular el resultado y sobre cómo computar su legitimidad son más que recomendables los siguientes apuntes:

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La tercera vía (de modelo territorial) no existe

Imaginemos que vamos a la peluquería.

― ¿Peinar, cortar o gintónic?
― Esto… yo venía a lo del pelo. El gintónic… bien, gracias, pero ¿y el pelo?

Imaginemos que vamos al bar.

― ¿Gintónic, mojito o peinar?
― Esto… yo venía a lo de empinar el codo. Lo de peinar… bien, gracias, pero ¿y mi copa?

La tercera vía

Existe en el debate sobre el soberanismo catalán una suerte de dicotomía, a mi entender, falsa: o modelo territorial autonómico o independencia. A esta dicotomía se ha añadido una tercera variante, la llamada tercera vía, que viene a decir que entre el status quo y el que Catalunya se separe de España hay una tercera opción: la reforma del modelo territorial. Ha habido hasta tres propuestas de tercera vía, moviéndose entre el federalismo (Pere Navarro, por el PSC), un nuevo pacto fiscal (Durán, por UDC), o una cierta reforma del reparto de competencias y financiación de las mismas (Sánchez-Camacho por el PPC).

Si la dicotomía autonomía o independencia es ya falsa, todavía lo es más esta supuesta tercera vía. El motivo no es otro que, siguiendo la lógica de los ejemplos con los que iniciaba esta reflexión, estamos mezclando distintas categorías en un mismo saco.

Así, las opciones no son:

  1. Mantener el status quo.
  2. Reformar el modelo territorial.
  3. Irse de España.

Es decir, no se trata de una decisión, sino de dos decisiones independientes entre ellas (aunque, por supuesto, las respuestas sí pueden estar condicionadas por el resultado de la decisión anterior):

  1. Formar parte de España.
    1. Mantener el status quo.
    2. Reformar el modelo territorial de forma leve sin tocar la estructura básica.
    3. Reformar el modelo territorial con un nuevo pacto fiscal.
    4. Reformar el modelo territorial hacia el federalismo.
    5. Reformar el modelo territorial de otra forma distinta.
  2. Dejar de formar parte de España.

Tal y como explicaba en El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo), lo primero es establecer la voluntad de firmar un contrato social, de querer compartir un proyecto de convivencia. Lo segundo es establecer las condiciones. Mezclar una cosa con otro se me antoja, como ya se ha comentado, no respetar el distinto rango categórico de los elementos sobre los que elegir.

El orden de los factores

Por supuesto, y tal como plantea Pau Marí-Klose en Volem votar, y ¡visca la paradoja de Condorcet!, el resultado final puede ser distinto del orden en que se planteen las decisiones. Aunque no comparto con él su aquiescencia con el modelo de «tres vías» y su ejercicio de separar las votaciones como un mero ejercicio táctico (y no normativo, que es mi punto de vista), sí estoy de acuerdo que seguramente el orden cambiaría los resultados.

Es más, en mi opinión, y dado que España es ahora un único estado, lo lógico sería no votar primero la independencia de Catalunya, sino el modelo territorial. Dicho de otro modo, dado que el contrato social ya está firmado, parece que la secuencia natural sería revisar las cláusulas de dicho contrato (el modelo territorial) y, después, y ante la persistencia (o no) de diferencias, optar por rescindir el contrato (abandonar España). De esta forma, las votaciones debería seguir este orden:

  1. Mantener el status quo.
    1. Formar parte de España.
    2. Dejar de formar parte de España.
  2. Reformar el modelo territorial de forma leve sin tocar la estructura básica.
    1. Formar parte de España.
    2. Dejar de formar parte de España.
  3. Reformar el modelo territorial con un nuevo pacto fiscal.
    1. Formar parte de España.
    2. Dejar de formar parte de España.
  4. Reformar el modelo territorial hacia el federalismo.
    1. Formar parte de España.
    2. Dejar de formar parte de España.
  5. Reformar el modelo territorial de otra forma distinta.
    1. Formar parte de España.
    2. Dejar de formar parte de España.

La pregunta del referéndum

En base a lo dicho hasta ahora, el próximo referéndum o consulta (si lo hay) en Catalunya debería de incluir o bien una pregunta sobre el modelo territorial, o bien una pregunta sobre independizarse o no de España. Pero no mezclarlas. La primera opción podría tener varias respuestas, incluso — por qué no — una última opción que sería «otros» donde el ciudadano pudiese añadir su propia propuesta, como sucede en muchas encuestas. La segunda opción necesariamente debería tener dos respuestas: sí o no (no, la respuesta en blanco es tácita y no hace falta añadirla de forma explícita).

En ningún caso, no obstante, debería la pregunta tener respuestas de una y otra cuestión. No hay tercera vía a añadir a un referéndum sobre la independencia porque, siempre en mi opinión y desde un punto normativo, esa tercera vía responde a otra pregunta.

¿En qué punto estamos ahora?

Es curioso porque, de uno u otro modo, estamos en el mismo punto: un referéndum sobre la independencia.

Desde el punto de vista del independentismo, es lógico que no se quiera «perder tiempo» en debates territoriales cuando lo que pretenden es, sencillamente, romper la baraja.

Desde el punto de vista del unionismo, parece que de forma tácita y entre pasillos ya se ha ido explorando la viabilidad de empezar al revés, preguntando por el cambio del modelo territorial. La propuesta del PSC de Pere Navarro ha sido «votada» y abortada, como lo han sido la propuesta de UDC por parte de Josep Antoni Duran o la de Alicia Sánchez Camacho por el PPC. Es decir, cabe entender que entre pasillos y declaraciones a los medios ya ha habido una primera votación sobre el modelo territorial y el resultado ha sido que se mantiene el status quo sí o sí.

Por tanto, se mire como se mire, parece ser que solamente queda preguntar por la independencia. Con un sí o con un no. Porque la tercera vía jamás existió.

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La Vía Catalana como regeneradora de la democracia

El pasado 11 de septiembre de 2013, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) convocó a los catalanes a salir a la calle y formar una cadena humana. Una Vía Catalana por la independencia inspirada en la Vía Báltica de finales de los ochenta que en Estonia, Letonia y Lituania pidió abandonar la URSS. La convocatoria movilizó, según fuentes oficiales, unas 1.600.000 personas a lo largo de los aproximadamente 400 Km sobre los que transcurría la vía.

De la misma forma que expuse mis razones para participar en la vía — básicamente por una cuestión de apoyar la opción dialogada o democrática de abordar las diferencias — creo conveniente compartir ahora mis reflexiones al respecto. A estas alturas no serán ya originales, aunque sí espero aportar un punto de vista sobre una pregunta recurrente: ¿por qué van a ser diferentes la política o la corrupción en una Catalunya independiente de una Catalunya dentro de España?

La vía de la sociedad civil

Empecemos por algo que ha sido debatido y puesto de manifiesto hasta la saciedad en medios y tertulias diversos: la vía catalana fue una demostración del poder de la sociedad civil. Sin subvenciones, sin partidos detrás, sin sindicatos, la Vía Catalana fue organizada por una muy joven organización ciudadana y con la concurrencia de unos 30.000 voluntarios.

Pero esta interpretación se queda corta: si hay algo que destacar de la organización de la Vía Catalana, no es que fuese capaz de coordinar un ingente dispositivo logístico — que lo hizo — sino que facilitó la participación de otras entidades de forma bastante descentralizada. Así, la ANC fue en muchos casos más plataforma que jerarquía: dispuesta la cuadrícula sobre el mapa de Catalunya, fueron a menudo las entidades locales las que tomaron la iniciativa de la organización y dinamización de la actividad en sus respectivos lugares. Hubo simulacros, actos espontáneos, vías alternativas conectadas con ramal principal, coordinación entre tramos y entidades sin pasar por el centro de la red. Se creó una “marca” Vía Catalana que otros pudieron utilizar, enriquecer, apropiarse, hacerse suya, utilizar, identificarse con ella.

Dicho esto, se le hace a uno hasta jocoso leer que se atribuya, una y otra vez, a algunos partidos y a algunos políticos en particular la responsabilidad y el éxito del auge soberanista e independentista en Catalunya. En mi opinión, nada más lejos de la realidad. Que algunas formaciones y “líderes” sean capaces de arrimar el ascua a su sardina, hacer pasar el agua bajo su molino o surfear la ola, no significa que hayan sido capaces de prender fuego alguno, canalizar ningún agua y, ni mucho menos, generar una ola.

Vuestros políticos no son mejor que los nuestros

Esta frase, con variantes cambiando políticos por democracia o su ausencia, es lugar común como argumento para debilitar las razones para la independencia. Y es cierto que no hay motivo alguno para creer que las cosas deban cambiar por el solo hecho de independizarse Catalunya: en general, mismos partidos, mismas instituciones, misma corrupción, mismas (por ahora) leyes, etc.

¿Entonces?

Hay una diferencia: una sociedad civil fuertemente coordinada.

Recuperemos tres fechas clave en el movimiento soberanista catalán:

  • El 10 de julio de 2010, donde la sociedad civil catalana sale a la calle para fiscalizar a las instituciones políticas y judiciales españolas a raíz del no del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut.
  • El 11 de septiembre de 2012, donde la sociedad civil catalana da la espalda al estado español para interpelar directamente al Parlament de Catalunya.
  • El 11 de septiembre de 2013, donde la sociedad civil catalana se reafirma en su deseo de convocar una consulta, con o sin las instituciones.

¿Con o sin las instituciones? Recordemos que a lo largo de 2009 y 2011 ya hubo consultas populares a lo largo y ancho del principado. Y que ante la duda del President de aplazar la consulta a 2015 o 2016, el mensaje de la Vía Catalana fue totalmente inequívoco. Y fuerte.

Bien, ¿qué tiene que ver esto con la afirmación que la independencia cambiará la forma de hacer las cosas en Catalunya? En mi opinión, si bien la materia prima es la misma (una baja calidad democrática por unas instituciones políticas totalmente gangrenadas), la vigilancia que hace la sociedad civil es feroz. La petición de transparencia sobre el proceso, la muy exigente rendición de cuentas y auditoría sobre la evolución del mismo, hacen que la sociedad civil catalana esté muy encima de las instituciones, no por encima, sino sobre ellas, fiscalizándolas, contrapesándolas y, a menudo, marcando el rumbo a seguir.

¿Es esto condición suficiente para afirmar que la independencia obrará cambios radicales en materia de gobernanza? En absoluto: la independencia no es para nada un ejercicio neutral que no dependa de las rémoras del pasado. Pero se hace comprensible que muchos sí crean que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del Estado, ello pueda comportar alguna diferencia. Dicho de otro modo, el alto nivel de compromiso y activismo de una buena parte de la sociedad civil catalana hace posible que un hipotético proceso constituyente en Catalunya pueda ser mucho más participado — y por tanto regenerador — que no, por ejemplo, el proceso constituyente español de 1978.

Hablamos, insisto, en términos de abrir nuevas posibilidades, de incrementar una probabilidad, y no de certezas, que dependerán muy mucho de otras variables en distintos contextos. Pero tenemos ya interesantes muestras del poder de articular redes de participación en la Plataforma de Afectados de la Hipoteca, la iniciativa 15MpaRato para juzgar al expresidente de Bankia, o el exitoso (aunque silenciado) OpEuribor para denunciar lo arbitrario de la fijación del Euribor como tipo de referencia para los precios de las hipotecas.

Llegados a este punto, vale la pena reflexionar sobre lo grave que resulta que la participación de la ciudadanía en política sea percibido como algo excepcional, singular, extraordinario, incluso como una injerencia o una amenaza. Tan extraordinario que todavía cueste creer — e incluso se niegue — su papel determinante por encima del liderazgo de partidos y representantes. Tan amenazante que se olvide por completo quién es el pueblo soberano y quién su representante.

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El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo)

Imaginemos que no existe España. Ni Catalunya.

Imaginemos que el vecino del 2º2ª pacta con el del 2º1ª los turnos para fregar el rellano. Y con el resto del pisos — que han hecho otro tanto con sus respectivos rellanos — cómo fregar las escaleras. Y con los del resto de bloques de la calle — que a su vez han pactado a nivel de escalera y rellano — cómo fregar la calle. Al final se constituye un municipio porque, además de fregar las calles, se considera que educar a los niños juntos en escuelas (en lugar de cada uno en su casa) es no solamente deseable sino eficaz y eficiente.

Como para ir de un pueblo a otro hacen falta carreteras, y farolas en las carreteras, los municipios acuerdan pavimentar juntos un camino. Y con otros muchos municipios la gestión de residuos, la generación de energía, y construir y mantener teatros y piscinas olímpicas. Los municipios se agrupan y crean mancomunidades (o diputaciones o como convengamos en llamarles) ahora ya con municipios a ambos lados del Gran Río. Incluso regiones administrativas más allá de las mancomunidades. Las mancomunidades se dan cuenta de que hay servicios que cuántos más seamos, mejor: sanidad, investigación, defensa. Aparecen los Estados.

Esta parábola no es sino una versión simple hasta el extremo de la teoría del contrato social: los individuos pactamos entre nosotros — de forma tácita o explícita — el vivir en sociedad y, más importante, la forma cómo lo vamos a hacer.

Estado y Nación

En nuestro ejemplo hemos situado un río, el Gran Río, que divide a nuestro estado en dos: Estelado del Río y Aquelado del Río. Estos nombres no corresponden a nada más ni nada menos que un conjunto de habitantes que se sitúan geográficamente a un lado u otro del río. Dado que hablan lenguas sensiblemente distintas, y el hecho de estar a barlovento o a sotavento ha tallado en ellos rasgos culturales que ellos ven diferenciales, la costumbre ha hecho que unos y otros acaben autodenominándose por esa identidad geográfica y cultural: Estelado y Aquelado del Río.

  • La nación es la voluntad de algunos ciudadanos de identificarse unos y otros alrededor de determinados rasgos identitarios.
  • El estado es la decisión formal de algunos ciudadanos de administrarse de forma conjunta.

Identidad y gestión son planos de la realidad distintos. Y aunque puedan coincidir — dando lugar a los muchos estados-nación de hoy en día — no por ello dejan de pertenecer a categorías conceptuales distintas.

Constitución

Cuando se crea un estado, cuando se decide el establecimiento de una administración conjunta, lo habitual — aunque no necesario — es poner por escrito qué es lo que los ciudadanos quieren que se administre de forma colectiva y cómo. Entre ello, cómo se van a administrar los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

A ello le llamamos constitución. Si la constitución recoge muchos de los rasgos identitarios con los que la mayoría de ciudadanos se autodefinen, el estado y la nación coincidirán en gran parte. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. De la misma forma que si esos rasgos identitarios están fundamentados en la religión, el estado será confesional. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. Pero, recordemos, son dos planos distintos — estado y nación, estado y religión — aunque puedan coincidir dentro de las mismas instituciones.

Autodeterminación

El derecho a la autodeterminación es aquél por el cual un ciudadano que forma parte de una Administración, de un Estado, de una mancomunidad, de un municipio, decide echarse atrás y dejar de formar parte de ella. Es, por tanto, un derecho individual. Administrativo, no identitario. Que un colectivo aduzca una u otra razón para ejercer su derecho de autodeterminación no quita que la naturaleza última (o inicial) del derecho sea individual — como cualquier otro derecho humano, dicho sea de paso.

Puede tenerse en consideración la factibilidad de ejercer dicho derecho, por supuesto. Que una única persona dentro de una comunidad decida abandonarla puede ser fácil en teoría pero difícil en la práctica: para ser justos, debería costearse todos aquellos servicios de los que quiera disfrutar o bien pagar a quienes los provean por él. Ello incluiría pagar a la comunidad que acaba de abandonar por las farolas, por las calles, por las infraestructuras energéticas (y no solamente por su consumo). Por eso muchos ni se lo plantean. Por eso muchos olvidan que lo tienen. Por eso otros olvidan el reconocérselo a ese tercero. Pero, en el plano teórico, su derecho es tan inalienable tanto si es de inmediato ejercicio como si no lo es.

¿Qué sucede cuando un grupo de individuos pide — y además técnicamente puede — ejercer su derecho de autodeterminación?

Simplemente, se escinde la comunidad y cada individuo decide, uno a uno, qué comunidad va a conformar de nuevo. Y, para ello, establecerá su nueva constitución.

Dejémonos de parábolas. Hablemos de España y Catalunya. Hemos confundido dos nombres con, a su vez, dos realidades o planos distintos: el administrativo (el estado y la autonomía) y la nación (la española y la catalana — y no entraré a valorar si existen o no y desde cuando: es irrelevante a nuestra reflexión, dado que es una voluntad y no una decisión materializada en un ordenamiento jurídico).

El derecho de autodeterminación es previo a la Constitución porque primero viene la decisión de crear una sociedad y después viene el explicitar, el fijar negro sobre blanco, cómo se va a organizar.

De la misma forma, el derecho de autodeterminación no está recogido en la Constitución porque el ejercicio de ser no puede estar regulado por aquello que únicamente acuerda el cómo. Por eso las constituciones no recogen el derecho de autodeterminación, como los estatutos de un club no necesariamente recogen cómo se va a disolver. Simplemente, cuando uno cambia de gustos, se va a otro club. O funda uno nuevo.

Ello nos lleva a la réplica a la afirmación que no se pueden escoger las leyes que a uno le vienen en gana: uno no puede pedir que se cumpla una ley determinada para acto seguido pedir un derecho a la autodeterminación que rompe la constitución. En efecto, es totalmente coherente y legítimo pedir que se cumplan todas las leyes: o todo o nada. Y, precisamente, cuando algunos catalanes piden ejercer su derecho de autodeterminación, lo que están pidiendo no es cambiar la Constitución, sino salirse de ella. No es que los catalanes quieran hacer trampas a las cartas: es que están rompiendo la baraja.

Recapitulemos: el derecho a decidir es previo a la Constitución. La Constitución regula lo acordado, no quién acuerda. La Constitución se acepta toda o nada y, por construcción, el derecho a decidir decide que todo (se queda) o nada (se va). No hay ninguna contradicción.

Lo que desemboca en la popular cuestión: ¿por qué no van a votar la independencia todos los españoles? Porque España es lo que en cada momento dado sea conformado por una comunidad, grande o pequeña, ahora, ayer o mañana. Los españoles decidirán qué se hace dentro de España como concepto administrativo. Y serán libres de llamarle a España a aquello que consideren su nación. Pero son todos los individuos, uno a uno, a título personal, los que pueden y deben decidir si forman parte de España, o si deciden formar parte de la sociedad administrada que llamaremos Catalunya aunque no se sientan parte de la nación catalana. La España administrativa no está ligada a la España-nación o a la España-territorio, como tampoco está ligada la Catalunya-administración a la Catalunya-nación o a la Catalunya-territorio. Dado que esto último es ya una realidad (los diferentes niveles o realidades de Catalunya como administración, nación o territorio), debería ser igualmente obvio constatar lo primero.

Llamarle España a lo que ahora entendemos como España no es más convención de lo que sería llamar España a la administración/territorio resultante de separar de ella 32.000 km2 o 7,5 millones de habitantes. Y lo mismo aplicaría para Catalunya si cualquiera de sus actuales comarcas decidiera, a su vez, secesionarse y/o anexionarse a España.

El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común con otros 47 millones de habitantes y llamarle a ello España. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual un día, un individuo decide poner su vida en común no con aquellos 47 millones sino con solamente 7,5 millones y llamarle Catalunya. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común ni con los 47 primeros ni con los 7,5 segundos, sino con otros 500 millones, y llamarle Europa. Conservando su idea de nación, solapado o no coincidente con lo anterior. En un territorio de geometría variable.

Referéndum por la independencia

Por todo ello, el referéndum por la independencia no debe ser votado por todos los españoles… o sí: en realidad todos deciden, cada día, votar para ratificar su contrato social… hasta que un colectivo decide firmar su propio contrato. Que lo que es tácito lo hagamos explícito es una mera formalidad. Una mera forma de poner de acuerdo una multitud de personas que no pueden sentarse a una mesa a decidir, o quedar en el rellano a debatir, o salir a la plaza del pueblo a pactar. Y que la Constitución no recoja este derecho no es, de hecho, una anomalía, sino lo más normal del mundo. No es tan normal, por otra parte, que porque no esté escrito el derecho no se reconozca.

El referéndum por la independencia no reconoce nada: lo único que hace es hacer posible conocer la opinión de todos (los que vayan a votar).

Y toda esta reflexión es independiente de si uno va a votar sí o no a la independencia, de la misma forma que a las mujeres se les reconoció el derecho a votar sin tener en cuenta si votarían sí o no a una hipotética ley del aborto. O de la misma forma que a los esclavos no se les reconoció el ser ciudadanos de pleno derecho sin tener en cuenta si serían de izquierdas o de derechas, pro- o anti-abortistas, españolistas o catalanistas. O si unas y otros formarían clubes, religiones, naciones o estados independientes.

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