Permitámonos una simplificación casi aberrante de la historia de la gestión de los asuntos colectivos.
En Grecia, las decisiones las tomaban directamente a los ciudadanos (libres, valga la redundancia) y las ejecutaban ellos mismos. Esto era posible, entre otras cosas, porque estos ciudadanos tenían mujeres y esclavos que se encargaban de los asuntos domésticos y porque el mundo era relativamente sencillo y los acontecimientos se sucedían relativamente despacio. A esta época y sus instituciones solemos llamarla democracia griega o, a veces, democracia directa, para desligar el ejercicio personal de la participación pública del entorno geográfico e histórico del momento.
La siguiente reencarnación de la democracia, siglos después, topa con tener que tomar decisiones en un mundo mucho más complejo y con muchos más ciudadanos «libres» que, además, han de tomar decisiones sobre territorios mucho más extensos y, por tanto, deben de llegar a acuerdos con un elevado número de individuos. Ante la ineficacia y la ineficiencia de hacerlo todo directamente, nos inventamos la democracia representativa: unas personas y unas instituciones tomarían decisiones y las ejecutarían en nombre del resto. Entre muchos otros nombres, generalmente nos referimos a este modelo como democracia liberal.
Uno de los grandes debates que estamos teniendo hoy —y que seguramente deberíamos tener todavía con mucha más intensidad— es si las instituciones de la política representativa deberían repensarse. Si Internet ha hecho el espacio pequeño y el tiempo prácticamente un suspiro, si ahora podemos deliberar y coordinarnos a un coste varios órdenes de magnitud inferior que hace unos años, si ahora podemos decidir y evaluar prácticamente sin salir de casa… ¿podemos empezar a «desintermediar» la política?
Todas estas preguntas son relevantes, pero a menudo los silencios son más elocuentes que las palabras. ¿Por qué, cuando hablamos de repensar la política, siempre pensamos en el poder legislativo, pero sólo accidentalmente en el poder ejecutivo? ¿Por qué cuando pensamos en el poder ejecutivo nos viene a la cabeza la transparencia y la rendición de cuentas, pero no la toma de decisiones? ¿Por qué cuando, por fin, hablamos de toma de decisiones sólo en casos extraordinarios hablamos de devolver soberanía y de incidir directamente en la gestión de lo público?
No deja de ser sintomático cómo somos incapaces, ahora sí ahora también, de cuestionar prácticamente todo menos la Administración, que vemos a medio camino entre un monstruo que tiene vida propia y un castillo de murallas inexpugnables.
Mientras los colectivos de enfermos, cuidadores y profesionales de la sanidad se reúnen en comunidades de práctica para compartir conocimientos y recomendaciones, o simplemente para acompañarse, no sucede así (en general), con la Administración. Ni con ella misma ni, por supuesto, entre ella y los ciudadanos.
Mientras presenciamos una importante recuperación del cooperativismo (de diferentes naturalezas y modalidades) aprovechando las nuevas herramientas del trabajo colaborativo, la gestión del conocimiento, la creación de red, lo que es absolutamente común por definición, lo público, no se gestiona ni colaborativamente, ni aprovechando el acceso al talento que hay en todo, ni rompiendo las paredes ni tabiques que permitirían la creación de redes de diferentes tipos y configuraciones. Flexibles. Líquidas. Superpuestas. Es decir, todo lo que no es una jerarquía.
El concepto de Gobierno abierto nos da muchas pistas de hacia dónde podría evolucionar, en materia de gestión colectiva y colegiada, la relación entre la Administración y los ciudadanos. El Gobierno abierto puede ser a la Administración el que la democracia líquida puede ser a la política.
En primer lugar, está la materia prima con la que tenemos que trabajar. En el Gobierno abierto se habla de transparencia, pero en realidad el concepto es mucho más ambicioso de lo que la palabra transparencia evoca. Porque en realidad hablamos de datos abiertas, de acceso a la información primaria que tiene la Administración entre manos —y muy especialmente la que genera ella misma. Hablamos también de la huella legislativa: ¿qué camino ha seguido la idea de una ley o un reglamento hasta que se ha publicado en el boletín oficial? ¿Quién lo ha decidido y con quién lo ha hablado? ¿Qué documentos se han leído y quienes son sus respectivos autores? Presupuestos abiertos, agendas abiertas, repositorios documentales forman parte de estos «datos abiertos» sin los cuales es imposible ya no rediseñar sino ni siquiera repensar la Administración. Y mucho menos «desde fuera».
En segundo lugar, está la participación. Participar en el diagnóstico, en la deliberación, en la negociación. Participar, sobre todo, en la toma de decisiones. Sí, porque cuando decimos participar en realidad queremos decir influir cuando no directamente decidir —al menos, co-decidir. Esta parte, si se me permite la frivolidad, es la menos importante. Al final, si las instituciones están bien diseñadas, quién y cómo se toman las decisiones acaba siendo una consecuencia directa del buen o mal diseño de la institución. Y el diseño, tanto de instituciones como de políticas públicas, recordémoslo, pertenece sobre todo al ámbito de la transparencia, de la apertura.
Por último, el Gobierno abierto nos habla de colaboración. Pero colaboración no en el sentido de participación o de co-decisión, que era el segundo punto, sino colaboración en el sentido de co-gestión. La Administración —y aquí sí que podríamos incluir todas las otras instituciones de la democracia representativa, empezando por los partidos— han sido históricamente refractarios a esta co-gestión. Hay muchos motivos. Entre los legítimos, que el coste de co-gestionar es mucho más elevado, en tiempo y frecuencia en recursos, que una dirección más jerárquica, centralizada y de arriba abajo. Y que hay conocimiento.
Pues bien, ya no es así. O, mejor dicho, sí es así: requiere tiempo, recursos y conocimiento. Lo que ya no es así es que el coste de hacer confluir estos factores sea tan alto como antes de la revolución digital. No es cero, ciertamente, pero empezamos a tener suficiente información como para poder afirmar que, a largo plazo, y en entornos intensivos en conocimiento, las arquitecturas de red son mejores que las jerarquías altamente centralizadas. Mejores en el sentido de más eficaces y más eficientes.
La secuencia es, pues, la siguiente: abrir los datos, informaciones y protocolos para que, quien esté interesado, conozca las necesidades, demandas, alternativas y preferencias que tiene a su alcance. Posibilitar que, con este conocimiento, se puedan rediseñar instituciones y procesos, ahora sí, con la participación de tantos ojos, orejas y manos como sea posible. Y, por último, que estos nuevos diseños tengan en cuenta la concurrencia de nuevos actores, que puedan asumir parte de la responsabilidad de gestionar lo que, en definitiva, es de todos.
No es fácil. En absoluto. Pero muchas de las barreras que nos vienen a la cabeza tienen poco que ver con la naturaleza técnica de tomar decisiones, hacerlas operativas y gestionarlas. Haríamos bien en desenmascararlas para poder concentrar los esfuerzos en lo que sí es un obstáculo para la construcción de una Administración más eficaz y más eficiente. Más nuestra. Además de todos.