Digitalizar la escuela: ¿opción o cuestión de principios?

Fotografía de un libro en papel, una tableta y un teléfono móvil
Still life of books versus technology (Designed by Freepik)

En los últimos tiempos estamos viviendo un debate intenso —y legítimo— sobre el uso de móviles en las aulas. Un debate que, sin embargo, corre el riesgo de quedar atrapado en la superficie de la tecnología y no llegar al fondo: el papel que debe tener la escuela en el siglo XXI, cuáles deberían ser los principios sobre los que edificar la escuela y, en consecuencia, cuáles son los principios sobre los que construir este tipo de debates. Sin acuerdos en los principios, la discusión se vuelve estéril.

Dos principios básicos para hablar de digitalización educativa

Primero: la educación debe digitalizarse.

No por moda. No por gusto. Sino por pura eficacia y eficiencia.

Las tecnologías digitales no son solo una herramienta más: son tecnologías que amplifican nuestras capacidades informativas, comunicativas y, por tanto, cognitivas. Así como la revolución industrial extendió nuestra fuerza física con motores y maquinaria, la revolución digital extiende nuestra capacidad de pensar, conocer y conectar.

Ya lo hacemos en el mundo del trabajo, en la salud, en el ocio, en las finanzas. ¿Por qué no hacerlo también en la educación? ¿Por qué no renunciar al tractor en el campo o a los antibióticos en medicina, pero sí renunciar a las TIC —a «las pantallas»— en el aula?

La digitalización educativa debe hacerse con criterio: planificada, adaptada, sin abandonar tecnologías previas que siguen funcionando como el papel, la oralidad o la pizarra. Pero renunciar completamente a ella por principios, de forma apriorística es, sencillamente, incomprensible.

Porque digitalizar la educación no es solo introducir dispositivos: es transformar procesos, rediseñar la gobernanza, cambiar las relaciones de poder, reescribir normas —explícitas e implícitas— y repensar la función del sistema educativo.

Y todo esto, ¿para qué? Para ampliar las capacidades humanas. Las de los estudiantes, pero también las del profesorado. Para hacer más y mejor educación.

Segundo: si el mundo es digital, la escuela también debe serlo.

La digitalización es un hecho social incontestable. Esta no es una cuestión sobre la inevitabilidad de la tecnología. Hay distintas formas de incorporar la tecnología y, especialmente, de gobernarla y de priorizar usos. Pero que el mundo es ya digital es perentorio.

Si aceptamos este diagnóstico —y cuesta pensar que no lo hagamos—, entonces debemos asumir que es imprescindible comprender este fenómeno y dominarlo. Ese ha sido el papel de la educación desde siempre: preparar a las personas para el mundo en el que viven.

Por tanto, si el mundo es digital, la escuela debe preparar para el mundo digital. Y solo lo puede hacer desde la propia digitalización.

No es ninguna novedad. Los gremios medievales ya formaban a sus aprendices mediante la inmersión en el mundo del trabajo. Pedir hoy una escuela digital es exactamente eso: una actualización del modelo de aprendizaje inmersivo. Y esta cuestión no es debatible en un plano técnico, sino ético, filosófico, de principios. Es un posicionamiento personal. Pero no sobre la tecnología, sino sobre los fundamentos y funciones del sistema educativo.

Principios, no opciones

Estas reflexiones, decía, difícilmente son materia de debate en el plano técnico, sino que lo son en lo filosófico. Son principios que pueden o no compartirse, pero que, como principios, difícilmente son opinables.

Para algunos —para mí— el sistema educativo —especialmente el público— se basa en dos valores irrenunciables:

  1. La escuela debe incorporar herramientas que ayuden a aprender.
  2. La escuela debe preparar para el mundo en el que vivimos.

Es a partir de estas premisas que puede iniciarse un debate sobre la pertinencia y papel del móvil en las aulas. Sino, estamos debatiendo sobre los principios, que es otra cuestión, como ya apuntaba.

Bajo estos principios, quienes defienden/defendemos una función educativa —y en los centros educativos— del móvil suele ser desde una doble perspectiva:

  1. El móvil es una herramienta barata, fácil de usar, multipropósito y ubicua. Muchas veces más versátil que una tableta o un portátil.
  2. El móvil es la puerta de entrada a las competencias informacionales y mediáticas: forma parte del entorno que queremos comprender y dominar.

Y aquí es donde se cruzan dos ejes que son parecen clave:

  1. La capacidad de la sociedad, y en particular de las familias, para acompañar y educar digitalmente.
  2. La capacidad de la escuela para integrar esta herramienta sin que su uso se vuelva perjudicial.

Personalmente, éste es, creo, el verdadero debate que debemos abordar: cómo convertir al móvil en una herramienta pedagógica, y no en un caballo de Troya de la distracción, la adicción o la desinformación. Hasta qué punto su potencial positivo puede ser contrarrestado e incluso superado por su impacto negativo. Pero no en el ámbito educativo, en el aula, sino como vector de desarrollo integral e inclusión social.

Dicho de otro modo, la pregunta no debe ser si móvil sí o no en el aula, sino qué papel puede tener —si lo tiene— el móvil —y «las pantallas»— en la escuela para que ésta siga siendo un vector de transformación social. Hay que elevar el debate de lo particular a lo categórico.

Porque si coincidimos en la necesidad de una escuela fuerte, pública, capaz de proteger a los menores y mejorar su salud mental y emocional entonces debemos fortalecerla, no aislarla. Y debilitar la escuela frente al mundo digital no protege al menor: lo deja aún más desprotegido. Y éste es, para mí, el centro del debate. La escuela, no el móvil.

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