El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo)

Imaginemos que no existe España. Ni Catalunya.

Imaginemos que el vecino del 2º2ª pacta con el del 2º1ª los turnos para fregar el rellano. Y con el resto del pisos — que han hecho otro tanto con sus respectivos rellanos — cómo fregar las escaleras. Y con los del resto de bloques de la calle — que a su vez han pactado a nivel de escalera y rellano — cómo fregar la calle. Al final se constituye un municipio porque, además de fregar las calles, se considera que educar a los niños juntos en escuelas (en lugar de cada uno en su casa) es no solamente deseable sino eficaz y eficiente.

Como para ir de un pueblo a otro hacen falta carreteras, y farolas en las carreteras, los municipios acuerdan pavimentar juntos un camino. Y con otros muchos municipios la gestión de residuos, la generación de energía, y construir y mantener teatros y piscinas olímpicas. Los municipios se agrupan y crean mancomunidades (o diputaciones o como convengamos en llamarles) ahora ya con municipios a ambos lados del Gran Río. Incluso regiones administrativas más allá de las mancomunidades. Las mancomunidades se dan cuenta de que hay servicios que cuántos más seamos, mejor: sanidad, investigación, defensa. Aparecen los Estados.

Esta parábola no es sino una versión simple hasta el extremo de la teoría del contrato social: los individuos pactamos entre nosotros — de forma tácita o explícita — el vivir en sociedad y, más importante, la forma cómo lo vamos a hacer.

Estado y Nación

En nuestro ejemplo hemos situado un río, el Gran Río, que divide a nuestro estado en dos: Estelado del Río y Aquelado del Río. Estos nombres no corresponden a nada más ni nada menos que un conjunto de habitantes que se sitúan geográficamente a un lado u otro del río. Dado que hablan lenguas sensiblemente distintas, y el hecho de estar a barlovento o a sotavento ha tallado en ellos rasgos culturales que ellos ven diferenciales, la costumbre ha hecho que unos y otros acaben autodenominándose por esa identidad geográfica y cultural: Estelado y Aquelado del Río.

  • La nación es la voluntad de algunos ciudadanos de identificarse unos y otros alrededor de determinados rasgos identitarios.
  • El estado es la decisión formal de algunos ciudadanos de administrarse de forma conjunta.

Identidad y gestión son planos de la realidad distintos. Y aunque puedan coincidir — dando lugar a los muchos estados-nación de hoy en día — no por ello dejan de pertenecer a categorías conceptuales distintas.

Constitución

Cuando se crea un estado, cuando se decide el establecimiento de una administración conjunta, lo habitual — aunque no necesario — es poner por escrito qué es lo que los ciudadanos quieren que se administre de forma colectiva y cómo. Entre ello, cómo se van a administrar los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

A ello le llamamos constitución. Si la constitución recoge muchos de los rasgos identitarios con los que la mayoría de ciudadanos se autodefinen, el estado y la nación coincidirán en gran parte. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. De la misma forma que si esos rasgos identitarios están fundamentados en la religión, el estado será confesional. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. Pero, recordemos, son dos planos distintos — estado y nación, estado y religión — aunque puedan coincidir dentro de las mismas instituciones.

Autodeterminación

El derecho a la autodeterminación es aquél por el cual un ciudadano que forma parte de una Administración, de un Estado, de una mancomunidad, de un municipio, decide echarse atrás y dejar de formar parte de ella. Es, por tanto, un derecho individual. Administrativo, no identitario. Que un colectivo aduzca una u otra razón para ejercer su derecho de autodeterminación no quita que la naturaleza última (o inicial) del derecho sea individual — como cualquier otro derecho humano, dicho sea de paso.

Puede tenerse en consideración la factibilidad de ejercer dicho derecho, por supuesto. Que una única persona dentro de una comunidad decida abandonarla puede ser fácil en teoría pero difícil en la práctica: para ser justos, debería costearse todos aquellos servicios de los que quiera disfrutar o bien pagar a quienes los provean por él. Ello incluiría pagar a la comunidad que acaba de abandonar por las farolas, por las calles, por las infraestructuras energéticas (y no solamente por su consumo). Por eso muchos ni se lo plantean. Por eso muchos olvidan que lo tienen. Por eso otros olvidan el reconocérselo a ese tercero. Pero, en el plano teórico, su derecho es tan inalienable tanto si es de inmediato ejercicio como si no lo es.

¿Qué sucede cuando un grupo de individuos pide — y además técnicamente puede — ejercer su derecho de autodeterminación?

Simplemente, se escinde la comunidad y cada individuo decide, uno a uno, qué comunidad va a conformar de nuevo. Y, para ello, establecerá su nueva constitución.

Dejémonos de parábolas. Hablemos de España y Catalunya. Hemos confundido dos nombres con, a su vez, dos realidades o planos distintos: el administrativo (el estado y la autonomía) y la nación (la española y la catalana — y no entraré a valorar si existen o no y desde cuando: es irrelevante a nuestra reflexión, dado que es una voluntad y no una decisión materializada en un ordenamiento jurídico).

El derecho de autodeterminación es previo a la Constitución porque primero viene la decisión de crear una sociedad y después viene el explicitar, el fijar negro sobre blanco, cómo se va a organizar.

De la misma forma, el derecho de autodeterminación no está recogido en la Constitución porque el ejercicio de ser no puede estar regulado por aquello que únicamente acuerda el cómo. Por eso las constituciones no recogen el derecho de autodeterminación, como los estatutos de un club no necesariamente recogen cómo se va a disolver. Simplemente, cuando uno cambia de gustos, se va a otro club. O funda uno nuevo.

Ello nos lleva a la réplica a la afirmación que no se pueden escoger las leyes que a uno le vienen en gana: uno no puede pedir que se cumpla una ley determinada para acto seguido pedir un derecho a la autodeterminación que rompe la constitución. En efecto, es totalmente coherente y legítimo pedir que se cumplan todas las leyes: o todo o nada. Y, precisamente, cuando algunos catalanes piden ejercer su derecho de autodeterminación, lo que están pidiendo no es cambiar la Constitución, sino salirse de ella. No es que los catalanes quieran hacer trampas a las cartas: es que están rompiendo la baraja.

Recapitulemos: el derecho a decidir es previo a la Constitución. La Constitución regula lo acordado, no quién acuerda. La Constitución se acepta toda o nada y, por construcción, el derecho a decidir decide que todo (se queda) o nada (se va). No hay ninguna contradicción.

Lo que desemboca en la popular cuestión: ¿por qué no van a votar la independencia todos los españoles? Porque España es lo que en cada momento dado sea conformado por una comunidad, grande o pequeña, ahora, ayer o mañana. Los españoles decidirán qué se hace dentro de España como concepto administrativo. Y serán libres de llamarle a España a aquello que consideren su nación. Pero son todos los individuos, uno a uno, a título personal, los que pueden y deben decidir si forman parte de España, o si deciden formar parte de la sociedad administrada que llamaremos Catalunya aunque no se sientan parte de la nación catalana. La España administrativa no está ligada a la España-nación o a la España-territorio, como tampoco está ligada la Catalunya-administración a la Catalunya-nación o a la Catalunya-territorio. Dado que esto último es ya una realidad (los diferentes niveles o realidades de Catalunya como administración, nación o territorio), debería ser igualmente obvio constatar lo primero.

Llamarle España a lo que ahora entendemos como España no es más convención de lo que sería llamar España a la administración/territorio resultante de separar de ella 32.000 km2 o 7,5 millones de habitantes. Y lo mismo aplicaría para Catalunya si cualquiera de sus actuales comarcas decidiera, a su vez, secesionarse y/o anexionarse a España.

El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común con otros 47 millones de habitantes y llamarle a ello España. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual un día, un individuo decide poner su vida en común no con aquellos 47 millones sino con solamente 7,5 millones y llamarle Catalunya. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común ni con los 47 primeros ni con los 7,5 segundos, sino con otros 500 millones, y llamarle Europa. Conservando su idea de nación, solapado o no coincidente con lo anterior. En un territorio de geometría variable.

Referéndum por la independencia

Por todo ello, el referéndum por la independencia no debe ser votado por todos los españoles… o sí: en realidad todos deciden, cada día, votar para ratificar su contrato social… hasta que un colectivo decide firmar su propio contrato. Que lo que es tácito lo hagamos explícito es una mera formalidad. Una mera forma de poner de acuerdo una multitud de personas que no pueden sentarse a una mesa a decidir, o quedar en el rellano a debatir, o salir a la plaza del pueblo a pactar. Y que la Constitución no recoja este derecho no es, de hecho, una anomalía, sino lo más normal del mundo. No es tan normal, por otra parte, que porque no esté escrito el derecho no se reconozca.

El referéndum por la independencia no reconoce nada: lo único que hace es hacer posible conocer la opinión de todos (los que vayan a votar).

Y toda esta reflexión es independiente de si uno va a votar sí o no a la independencia, de la misma forma que a las mujeres se les reconoció el derecho a votar sin tener en cuenta si votarían sí o no a una hipotética ley del aborto. O de la misma forma que a los esclavos no se les reconoció el ser ciudadanos de pleno derecho sin tener en cuenta si serían de izquierdas o de derechas, pro- o anti-abortistas, españolistas o catalanistas. O si unas y otros formarían clubes, religiones, naciones o estados independientes.

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Legitimidad versus legalidad. Independencia: la constitución o la vida

El no-debate alrededor del derecho a la determinación y la independencia de Catalunya sigue siendo un partido de tenis entre dos cuestiones distintas: la legitimidad y la legalidad. Y mientras no se consiga estar en un mismo plano, es difícil que haya un debate digo de ser llamado tal y, sobre todo, constructivo.

Por una parte se encuentra la legitimidad, lo que es justo, lo que tiene el apoyo de la ciudadanía. Y el soberanismo (no confundir soberanismo con independentismo) ahora mismo goza del apoyo de una holgada mayoría: entre un 71,3% y un 83,9% apoyarían la realización de un referéndum de autodeterminación en Catalunya (lo que, insisto, no necesariamente implica que votaran que sí, opción que se ha situado, apenas unos puntos por encima del 50% en las últimas encuestas, aunque de forma constante y con tendencia a crecer).

Por otra parte tenemos la legalidad, lo que está dentro de la Ley, lo que esta permite. Y la Ley no permite hacer un referéndum de autodeterminación de ninguna de las maneras. La Ley permite:

  • Hacer un referéndum para consultar (es, pues, no vinculante) decisiones políticas de especial trascendencia (artículo 92 de la Constitución). El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados.
  • Se puede también realizar un referéndum cuando el objeto de este sea reformar la Constitución, ya sea parciamente (artículo 167 de la Constitución) o en su totalidad (artículo 168 de la Constitución). En el primero de los casos, el referéndum se aprobará por una mayoría de 3/5 en el Congreso y en el Senado o de 2/3 en el Congreso.
  • Por último, deben convocarse referenda para cuestiones relacionadas con la iniciativa del proceso autonómico y aprobación de estatutos (artículo 151 de la Constitución) o reforma de los estatutos de autonomía (artículo 152 de la Constitución).

No hay, pues, cabida, dentro de la legislación vigente, para que un presidente autonómico convoque un referéndum sobre la autodeterminación. La única forma de hacerlo sería que lo hiciese el Presidente del Gobierno amparándose en el artículo 92, el que habla de las decisiones políticas de especial trascendencia. Cuando el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras pide intervenir Catalunya con la Guardia Civil no hace otra cosa que exigir un escrupuloso cumplimiento de la legalidad (aunque sea de la forma más primaria conocida, dicho sea de paso).

El esquema de las posibles opciones que presenta la convocatoria de un referéndum de autodeterminación puede parecerse al siguiente:

Como esquema que es, adolece de la simplificación de los matices. Vemos que hay tres salidas principales: un referéndum legítimo y legal; un cumplimiento de la Ley que conlleva la no realización de la consulta, llevándose con ello por delante la legitimidad de dar voz a la ciudadanía; y un referéndum legítimo que, por ilegal, se lleva por delante la legitimidad del gobierno y las instituciones democráticas estatales.

Vale la pena hacer hincapié en dos puntos de este esquema.

El primero — sombreado en rojo — que he venido a llamar «bucle de la deslegitimidad«. Dicho bucle — que transita por las líneas de puntos hasta encontrar una salida en la desconvocatoria del referéndum o su realización de forma no permitida — consiste en el conocido juego de la gallina: a ver quién es el primero que se apea de su posición, subiendo cada vez más las apuestas y, con ello, el riesgo de tener un fin violento al bucle. Este fin violento puede ser de muchas naturalezas: por una parte, las fuerzas del orden se enfrentan a quien quiere realizar la consulta contra viento y marea (el caso de la Guardia Civil tomando Catalunya); por otra parte, quienes querían hacer la consulta inician protestas al ver sus voces acalladas (cualquier manifestación con final violento es un buen ejemplo); por último, los ciudadanos que ven a su gobierno flaquear ante la presión popular, deciden que ellos son más fuertes que las instituciones (el caso más tristemente ilustre, el golpe de estado de 1936). Estos tres casos se deben, en el fondo, a lo mismo: la falta de legitimidad en las distintas instituciones democráticas (gobiernos, parlamentos, consultas a la ciudadanía) dan paso, por activa o por pasiva, a la violencia.

El segundo punto a tener en cuenta es que fuera de ese bucle de la deslegitimidad hay un «bucle de la legitimidad» — sombreado en verde — que a menudo pasa desapercibido. Se trata de todo ese espacio que hay entre la inmovilidad y la violencia: el debate y la negociación, la democracia. Si bien es cierto que las posiciones están muy enrocadas para que ese diálogo fluya, hay, al menos, dos consideraciones a tener en cuenta de cara a los próximos meses:

  1. ¿Cuál es el coste de forzar un referéndum a toda costa? ¿Puede la legitimidad de las razones pagarse con violencia? No es una pregunta retórica: la opción de una respuesta violenta por parte del Estado es real. Es posible que tenga una baja probabilidad, pero la opción está ahí.
  2. ¿Cuál es el coste de evitar un referéndum a toda costa? ¿Cuánta violencia puede justificarse para mantener intacta la Constitución? Igual que antes, la pregunta no es retórica en absoluto. El 11 de septiembre de 2012 muchos ciudadanos salieron a la calle no para interpelar al Gobierno del Estado, sino a las instituciones catalanas en un síntoma inequívoco de ruptura del diálogo.

Cuando se demoniza el uso de la fuerza por parte del Estado para evitar el referéndum, esta es una crítica hecha desde la legitimidad (¡y hacia la paz!) pero contra la legalidad. Y hay quién solamente piensa en términos de legalidad. Y hay quién cree que la Ley está por encima de todo, hasta de las voluntades de quienes la forjaron.

En mi opinión, atacar la legalidad es atacar el síntoma, no la enfermedad. Creo que sería más eficaz (y más prudente) atacar la inoperancia de la legalidad para afrontar los nuevos problemas de la sociedad. En lugar de criticar el uso de la fuerza (síntoma), criticar el no acomodo de la Ley… para que no haya que usar la fuerza.

La defensa de un derecho — a la autodeterminación, a la sanidad universal, a la educación pública, a la igualdad de oportunidades… — debe, en mi opinión, ir a la raíz de la injusticia, no a sus segundas derivadas.

Considero que los soberanistas catalanes harían bien no en pedir celebrar un referéndum, sino en pedir que se pueda hacer dentro de la legalidad. La legitimidad ya la tienen.

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