Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 03 febrero 2013
Categorías: Derechos, Política
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En los últimos años, los ciudadanos españoles — aunque también los de muchas otras partes del mundo — han visto como muchos de los avances en logros sociales conseguidos después de la Dictadura — o de la Segunda Guerra Mundial, en el caso de otros países — no solamente echaban el freno, sino que ponían marcha atrás. Esta tendencia se ha recrudecido con la crisis financiera, cuyo causa y consecuencia ha sido y es una profunda crisis de gobernanza.
Los ciudadanos han visto como, sin diálogo alguno por parte de las instituciones democráticas,
- Se recortaban los recursos para la educación pública, a pesar de los pésimos indicadores tanto en desempeño como en permanencia en el sistema, y mientras se mantenían o reforzaban partidas para la educación concertada o la asignatura de religión (en un estado laico).
- Se cercenaban los recursos para la sanidad pública, a pesar de los reiterados intentos del sector de proponer recortes más selectivos (no universales), o se privatizaba la misma, al tiempo que la confusa línea entre política y empresa permitía a los mismos que privatizaban recuperar esos servicios desde sus empresas afines.
- Se penalizaba duramente la inversión en investigación, desarrollo e innovación, a pesar de las muchas denuncias sobre la necesidad de mantener dicho motor del desarrollo y el progreso en marcha, privando al país no solamente de éxitos futuros, sino directamente expulsando las inversiones realizadas en el pasado en forma de capital humano.
- Se hacía imposible para muchos seguir pagando por su vivienda al mismo tiempo que se imposibilitaba el dejar de hacerlo, dándose la creciente paradoja de los desahuciados con hipoteca.
- Etc.
Todas estas políticas serían legítimas de haber sido debatidas y pactadas los ciudadanos con las instituciones de la democracia. Si es cierto que no hay recursos con los que mantener determinados bienes y servicios, lógico es que las instituciones y los ciudadanos decidan, conjuntamente, cómo proceder: disminuyendo la provisión de bienes y servicios, aumentando los recursos, escogiendo dónde aplicar el recorte o la nueva fuente de ingreso.
Este diálogo no ha tenido lugar, y por ello los ciudadanos están siendo desposeídos del estado del bienestar.
No ha lugar referirse a las elecciones como punto donde tuvo lugar el diálogo entre instituciones y ciudadanos: la violación masiva y sistemática de las promesas y programas electorales dejan las elecciones en papel mojado. Jamás se vio un contrato roto por tantos sitios y de forma tan reiterada.
Pero lo peor no es la desposesión sistemática de los logros del pasado. Lo peor es la desposesión de los derechos democráticos en sí mismos, del acceso a una democracia plena y de calidad.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder ejecutivo. Gobiernos que, además de romper promesas y programas, se escudan tras una Ley de Transparencia redactada para el s.XX, que en el fondo jamás se quiso redactar. Unos gobiernos que toman decisiones — a lo mejor necesarias — pero ya no sin consultar, sino sin tan solo explicar o fundamentar.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder legislativo. Parlamentos a los que únicamente se puede acceder a través de la opaca, arcana, inexpugnable maquinaria del partido. Partido que utiliza la cooptación y el vasallaje para construir sus listas, expulsando a su paso talento y pensamiento crítico. Partido o partidos que están corrompidos hasta el tuétano, por financiación ilegal o por soborno, con cientos de imputados y condenados a lo largo y ancho del estado, con independencia del color político y el nivel de administración, de la estatal hasta la local.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder judicial. Un poder judicial diseñado por el sistema de partidos. Un poder judicial que se utiliza para tumbar las leyes que se perdieron en el parlamento, o para tumbar las informaciones que se perdieron en los medios. Un poder judicial que es ninguneado por los indultos del ejecutivo. Un poder judicial lento, ineficaz y privatizado que es más arma arrojadiza de un bullying cualquiera que no herramienta de justicia social.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la información. Unos medios de comunicación abrasados por el calor de la política y los intereses económicos. Medios que tapan, enmudecen, ensordecen, se ciegan, que condescienden con su aquiescencia, que se atrincheran. Medios que beben acríticamente de las declaraciones y las notas de prensa, medios que tienen automatizada la publicación de teletipos de agencia, sin filtro alguno.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la sociedad civil organizada. Unas organizaciones no gubernamentales que solamente lo son ya en el nombre. Las unas, por partidizadas — porque politizadas sería bueno que lo fuesen todas, mucho más —; las otras, por proveer servicios públicos que la administración ha externalizado convirtiéndolas en sus satélites. En definitiva, bozales para que no se muerda la mano que da de comer. ONG y sindicatos que se han burocratizado como un partido o un gobierno más.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la calle. Ante la falta de alternativas, de acceso a las instituciones de la democracia, el ciudadano se ha volcado a la calle. Allí, se ha prohibido, perseguido y criminalizado no la disensión, sino el mismo debate, el diálogo. Plataformas y movimientos trabajan para hacerse sitio entre las instituciones democráticas, luchando contra estereotipos como la ingenuidad, la inoperancia, el caos, el desorden, la violencia: en definitiva, la deslegitimidad.
Los ciudadanos están siendo desposeídos de sus derechos, y de su derecho a recuperarlos a través de las instituciones de la democracia.
Y la respuesta de un gobierno a toda esta desposesión, a toda esta mordaza se resume en dos palabras: es falso
.
Simplemente desolador.
Después de tanto desposeer, después de tanto arrinconar, después de tanto acorralar, después de tanto denigrar, después de dos miserables y lacónicas palabras como respuesta, aún habrá quién se sorprenderá porque haya quien no sea capaz ni de articular un par de palabras y venga a descerrajar(se) un par de tiros. Entonces, y parafraseando a lo que decía José Luís Sampedro, tendrá uno derecho a indignarse y a condenar y a perseguir, pero no a sorprenderse. Habrá que ser muy cínico o tremendamente despistado para sorprenderse.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 28 enero 2013
Categorías: Comunicación
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En España, la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General establece que los medios de comunicación públicos deben dar un determinado tipo de cobertura a la actividad de los partidos, lo que en la práctica se ha convertido en lo que popularmente se denominan bloques electorales. Los periodistas no han perdido nunca la oportunidad de posicionarse contra dichos bloques, defendiendo, sobre todo, que atentan contra la libertad de expresión.
Critican, los periodistas, que los bloques electorales no son fieles a la realidad informativa, a la actualidad. Así, más allá de una cuestión de derechos y libertades (libertad de expresión, derecho a la información, etc.), hay una o varias cuestiones técnicas: los bloques electorales no respetan lo que se entiende por noticia o hecho noticiable, con lo que se da voz a información irrelevante, poco nueva o poco pertinente, mientras que se silencian otros hechos o reflexiones que sí podrían contribuir a conocer y comprender mejor el mundo que nos rodea.
Más o menos como ocurre con los bloques deportivos.
Hace bastante tiempo que tenemos establecidos entre nosotros los bloques deportivos en los informativos de los medios de comunicación públicos — dentro de los privados también, pero estos no los pagamos directamente con nuestros impuestos y, por tanto, la reflexión pertenece al consumidor y no al ciudadano, que es el mismo pero distinto.
Estos bloques deportivos son, como los bloques electorales, espacios fijos dentro de los informativos en los que se dedica un determinado tiempo a cubrir la información deportiva. Como en los bloques electorales, la duración de los bloques deportivos es también más o menos fija, con independencia del día de la semana o el momento del día. Como en el caso de los bloques electorales, los bloques deportivos reparten de forma interna la cobertura en diferentes deportes y diferentes clubes o personalidades, con sólo leves adaptaciones en función de si lo que se reporta es verdaderamente noticiable o no.
Afirmaba recientemente Enrique Meneses en la revista Jot Down que enviamos más periodistas los torneos de fútbol que a la revuelta que ha habido en Mali
. Y ese es, creo, el drama de todo:
- Actualidad: los bloques deportivos, en su inmutabilidad, se hacen cortos de viernes a lunes, rebosantes de novedades deportivas, para pasar a cubrir las más absurdas trivialidades el resto de la semana. La mayoría de piezas de los bloques deportivos no superarían un examen basado en las 5W y otros criterios elementales de qué es una noticia.
- Proximidad: los bloques deportivos tienen siempre o casi siempre imágenes o cortes de voz de primera mano para ilustrar la noticia — cosa que no ocurre con muchas otras de las secciones de economía, política o internacional, donde se recurre mucho más en el archivo. Con independencia del contenido, el «continente» se nutre «democráticamente» de los mismos recursos (o más que el resto de secciones). Esto pasa a base de adulterar torpemente la proximidad de la noticia, haciéndonos seguidores de ligas extranjeras en persecución e idolatría del héroe local, no fuésemos a curzárnoslo, deportivamente hablando, en un probable futuro.
- Magnitud: los bloques deportivos se rellenan de corresponsales enviados o dedicados a cada liga o campeonato, o incluso a determinados clubes y personalidades. Mientras, en la prensa no deportiva, hay países por no decir continentes enteros que son cubiertos por un único corresponsal, un corresponsal que informa tanto de una emergencia nuclear a miles de kilómetros, como de una devaluación de la moneda a miles de kilómetros de la primera y de uno mismo. La magnitud de estos hechos, sin embargo, se ve mermada por construcción, por la cobertura que se da. Cerrando el círculo del mundo informativo paralelo.
Como sucede con los bloques electorales, los bloques deportivos distorsionan la realidad y desvirtúan el trabajo del periodista.
Aunque ningún periodista parece haberse quejado todavía. Quizás es que ya les/nos va bien a todos así.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 27 enero 2013
Categorías: SociedadRed
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Es prácticamente inevitable, en cualquier debate sobre las instituciones de todo tipo — educativas, políticas y gubernamentales, económicas… — y su relación con la tecnología, que aparezcan dos frentes opuestos con apenas puntos de confluencia:
- Por un lado, los llamados tecnoutópicos o ciberoptimistas, que afirman que la revolución digital ha hecho obsoleto lo construido en miles de años de humanidad, y que todo ello debe ser substituido por toda suerte de soluciones tecnocéntricas, es decir, con la tecnología como comodín.
- Por otro lado, los tildados de reaccionarios y luditas que, la mayoría de las veces, simplemente niegan cambio alguno, afirman que la situación actual (democracia, progreso económico, etc.) es el mejor de los estadios a los que la humanidad ha llegado y llegará jamás y que, por favor, que los ciberflipados cierren la puerta al salir.
La afirmación que a uno le sugiere semejante dicotomía de frentes opuestos es la habitual: la realidad es mucho más compleja, no hay blancos ni negros sino un abanico de grises, etc. Obvio. Lógico. ¿Cierto? Puede que no tanto.
Uno de los efectos colaterales de la anterior oposición de pareceres o aproximaciones al hecho digital es que se confunde el diagnóstico con el tratamiento y se ponen ambos en el mismo saco. Así, si para los primeros la revolución digital necesariamente lleva a soluciones digitales, para los segundos ni hay soluciones digitales mágicas ni tampoco revolución digital.
Bien, pues ni una cosa ni la otra.
En lo que se refiere al diagnóstico, si se me permite la osadía, no hay debate alguno. Ninguno. El fenómeno digital no un fenómeno tecnológico, sino que es todo un cambio de paradigma radical, que viene a transformar a la Sociedad Industrial edificada a partir de los siglos XVII (revolución científica y política) y XVIII (revolución industrial) en una Sociedad de la Información, abarcando todos y cada uno de los ámbitos de la vida y la sociedad.
La evidencia de este cambio de paradigma en una Sociedad de la Información, el impacto de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en el desarrollo (y su impacto negativo en la llamada brecha digital), o la necesidad de adquirir competencias digitales para comprender el mundo en el que nos adentramos son abrumadoras. Insisto: el diagnóstico de que el mundo está cambiando radicalmente no admite mucho margen de debate. Cuanto antes hagamos el diagnóstico en nuestro entorno inmediato e identifiquemos todo lo que se ve afectado (relaciones profesionales y personales, aprendizaje y ocio, etc.), más tiempo para pensar en las estrategias de adaptación y transformación.
Por otra parte, que el mundo esté cambiando y que la tecnología esté siendo un potente vector de dicho cambio no significa, necesariamente, ni que todos los cambios vengan dados por la tecnología ni que, ni mucho menos, todas las soluciones para adaptarse a la nueva situación deban obligatoriamente tener un fuerte componente tecnológico.
Así, y por poner dos ejemplos que cada vez tienen más apoyo en los datos, mientras la industria del entretenimiento parece escorarse más y más hacia soluciones tecnológicas para disminuir costes de distribución y personalizar el disfrute de la cultura, el mundo de la educación parece necesitar la tecnología como algo totalmente subsidiario: para liberar recursos que puedan reforzar el factor humano, tanto a título individual (profesores, mentores, guías, facilitadores) como, muy especialmente, en lo que se refiere a construcción de comunidades (de aprendizaje, de práctica, de socialización, de expertos).
En contraposición, pues, a la claridad del diagnóstico, queda seguramente mucho recorrido para identificar qué soluciones son las que deberán aplicarse en las nuevas instituciones de la Sociedad de la Información, que dependerán del diagnóstico (los por qués del cambio, más que el cambio en sí), de los agentes implicados (número y perfil), de los objetivos a conseguir, de los conflictos de intereses (tanto en sentido económico como en sentido legal: ¿acceso a la cultura o remuneración al creador? ¿libertad de expresión o privacidad?).
Cuando partidos, sindicatos, ONG, periódicos, discográficas, escuelas, universidades, etc. niegan el cambio parapetados en lo necesario de su función (social), no hacen sino negar la gangrena y, con ello, elevar el punto de amputación del miembro ya perdido.
Cuando, en el extremo opuesto, se habla de lo innecesario y corrupto de las organizaciones políticas, de la autoinformación y autocreación de opinión, del promover la muerte de todo intermediador cultural, o del más abyecto desprecio hacia las instituciones educativas, etc. no se está siendo parte de la solución, sino apresurando la caída descontrolada de las cadenas de transmisión que unen lo individual con lo colectivo.
Unos y otros deberíamos, en beneficio de todos, olvidar los nombres de las instituciones y trabajar por identificar las funciones que desempeñan. Analizar cuál es, ante el nuevo escenario, el mejor actor para llevarlas a cabo y cómo. Y ponerse manos a la obra. Con nombres nuevos o reciclando los viejos. Las bibliotecas pueden ser un buen ejemplo de transformación donde inspirarse.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 enero 2013
Categorías: Derechos, Política
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Hay una aproximación del nacionalismo catalanista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser un estado independiente dentro de unas fronteras delimitadas (Principado Catalán, Países Catalanes, etc.) y cuya lengua materna y predominante es el Catalán.
Hay una aproximación del nacionalismo españolista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser una región o parte de otro territorio mayor, España, cuya lengua materna y predominante es el Castellano y, a veces, también, el Catalán.
Ambas aproximaciones se me antojan harto arbitrarias. Tan arbitrario es fijar la naturaleza de Catalunya en el territorio/colectivo/cultura contemporáneo a Wifredo el Velloso, Jaime I o Francesc Macià, como arbitrario es fijarla en Carlos I, Felipe V o Juan Carlos I. Según este proceder, nada nos impide ir hacia atrás en el tiempo hasta la publicación del Forum iudicum, reivindicar la nación Layetana, o identificarse uno con Pau, el Pierolapithecus catalaunicus dels Hostalets de Pierola.
Negar estas arbitrariedades nos resguarda de otras afirmaciones tendenciosas fundamentadas en la misma interpretación parcial e interesada de la historia: todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre genocida y esclavista de los «conquistadores» de América, sus antepasados del s.XVI; o todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre xenófoba y antisemita y antimorisca de las «expulsiones» y persecuciones de los siglos XV y XVII (por mencionar solamente dos). Y así, todas las tropelías cometidas por individuos con los que la mayoría tenemos poco o nada que ver, tanto en términos de linaje como de ideología.
Estas aproximaciones arbitrarias — aquella una, aquella otra, y estas últimas — tienen en común un tajante desprecio por la libertad de elección, de ser y de sentir de quienes están vivos, aquí y ahora, y que conviven en un territorio, en una comunidad y en una cultura que se tejen a diario, invariable en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, tremendamente cambiante en lo que va de una generación a otra.
Decíamos en Nacionalismos de ser, independencias de estar que, desde un punto de vista rousseauniano, los estados se construyen día a día, cuando cada día por la mañana, al levantarse, sus habitantes deciden firmar, hoy sí y mañana también, un contrato social que les permita organizarse y conseguir objetivos que, de forma individual, jamás conseguirían alcanzar.
Pensar en los estados, las naciones, las culturas como algo que puede delimitarse y fijarse en un tiempo y en un espacio determinados, más que progresista, es reaccionario, por mucho que quiera interpretarse en términos cronológicos de estrategia de futuro. Una nación o un estado no pueden construirse en términos de volver al «estado natural» de las cosas, o de vencer las barreras que franquean el camino hacia ese «estado natural». Ni tan solo de convencer a quienes, formando parte de ese territorio, cultura y comunidad, no ven tan natural ese arbitrario «estado natural» con el que una parte ha (re)definido una nación.
En este sentido, se me antoja tan pernicioso quien niega la posibilidad de firmar nuevos contratos sociales — cada día, si hace falta — como quien cree que solamente hay un contrato legítimo, y que quienes firmaron otra versión o bien la impusieron a sangre y fuego, o son pobres infelices que no supieron leer la letra pequeña solo inteligible para unos pocos elegidos.
Me gustaría ver un abandono de apriorismos y arbitrariedades, de apelaciones a un pasado de longitud variable, de visiones parciales de un presente sesgado. Me gustaría pensar que nos levantamos y las calles están por poner, que se puede decidir de hoy en adelante (para más adelante volver a decidir, una y otra vez) y que todas las cláusulas del contrato están por escribir. Sin letra pequeña, sin contratos heredados, sin vasallajes. Y esto vale para todos: ni hay una única Catalunya a la que se llega por una inevitable independencia, ni por no ser única es inexistente.
PS: Gràcies, Oriol, per la teva serenor.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 23 enero 2013
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En la década de 1980, el Nobel de Economía Amartya Sen advertía de que no basta con tener acceso a los recursos, sino que hay que tener la libertad de utilizarlos y, más importante, la capacidad para transformarlos en beneficio propio. La aproximación basada en las capacidades humanas – el fundamento del Índice de Desarrollo Humano – nos dice que no basta con que haya trabajo o escuelas, sino que hay que estar sano para poder trabajar o tener la posibilidad de poner en práctica lo aprendido.
Durante las dos últimas décadas, este punto de vista centrado en el individuo ha devenido hegemónico en los discursos alrededor del desarrollo humano. Además de proveer recursos (exógenos), hay que promover el desarrollo de capacidades (endógenas) para poner esos recursos en funcionamiento. La palabra mágica y recurrente ha sido ‘empoderar’.
El empoderamiento recibió un espaldarazo formidable con la popularización de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Con un ordenador conectado a Internet todo es posible: tener acceso a ingentes cantidades de información, participar de comunidades de práctica y de aprendizaje, crear una start-up, unirse a un movimiento ciudadano.
Pero si el empoderamiento se refiere a la libertad de actuar dentro del sistema, no hay que olvidar que esa libertad depende en gran medida de otra libertad: la libertad para diseñar y gestionar el marco general donde transcurre la vida cotidiana. No basta con ser libre para nadar: hay que ser libre para escoger también entre pecera y mar abierto.
Mientras nos cegábamos con el espejismo individualista del empoderamiento, hemos descuidado por completo lo social, lo compartido, lo colectivo: la gobernanza del sistema. La inevitable globalización que tanto nos ha empoderado también nos ha alejado del centro de control. La toma de decisiones políticas ha quedado prácticamente fuera del alcance de nuestros votos, como la toma de decisiones económicas ha quedado totalmente fuera del alcance de la política.
Los países son un barco fantasma: no hay comunicación alguna entre los deseos y necesidades del pasaje y el puente de mando, y la tripulación está como ausente. La crisis que les atenaza, más que social o económica, es de gobernanza. No hay desarrollo, progreso, equidad o justicia social sin gobernanza. Y todo lo que sea atajar vías de agua sin retomar el timón es perder el tiempo y eternizar la deriva.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 18 enero 2013
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El Club de lectura ha convocado una sesión el 24 de enero de 2013 para debatir sobre el libro de Manuel Castells Redes de indignación y esperanza. Los movimientos sociales en la era de Internet, libro que repasa los principales movimientos sociales de los últimos meses (revoluciones árabes, 15M, Occupy Wall Street, etc.) y arroja algunas reflexiones sobre el futuro (¿presente?) de la política y su necesaria reforma.
La organización me ha invitado a ser quien conduzca la sesión, ante lo cual se abren dos opciones. La primera, intentar resumir el contenido del libro, lo que es injusto para quien trae los deberes hechos así como para el mismo autor del libro, que se ve recortado e interpretado de forma arbitraria. La segunda, intentar cubrir lo que el libro deja fuera, que en el caso de la presente obra son las dos preguntas que dan título a esta entrada:
- ¿Por qué han sido posibles los movimientos sociales? Aunque Castells sí da datos sobre los movimientos que analiza en sí, deja bastante al margen (seguramente porque ya lo ha cubierto en su extensa obra) el marco global donde tienen lugar dichos movimientos y que es, en el fondo, el gran posibilitador es estos.
- ¿Para qué — o «y ahora qué» — los movimientos sociales? O, dicho de otro modo, qué pasa, podría pasar o debería pasar o habría que hacer después de haber sido testigos (o protagonistas) de unas revueltas de naturaleza distinta a las de anteriores épocas.
Considero que ha llegado un momento de tablas en lo que al debate sobre los movimientos sociales — y la regeneración de la política en general — se refiere. Las posiciones están tomadas y los movimientos, tácticos, son poco productivos: no hay pedagogía y los argumentos se centran o bien en justificar el status quo o bien a defender un nuevo status quo donde la sospecha de reposición de unas élites por otras digitales (que no regeneración) está siempre en el aire. En este tablero donde es difícil avanzar, probablemente sea una buena idea, para alejarse de apriorismos y prejuicios, (1) analizar por qué y cómo han sido posibles los movimientos sociales para (2) ver, en consecuencia, cuáles pueden ser las líneas de actuación acorde con el sentido de la marcha de los cambios.
En esta línea, los puntos que me gustaría desarrollar y debatir durante el Club de Lectura son los siguientes:
¿Por qué los movimientos sociales? Respuesta rápida: porque las instituciones democráticas están en (múltiple) crisis y porque determinados instrumentos pueden facilitar el reemplazo de dichas instituciones por los ciudadanos (movimientos) directamente:
- Globalización y crisis funcional de las instituciones democráticas de los estados-nación.
- Digitalización y crisis organizacional de las instituciones democráticas de la sociedad industrial.
- Crisis financiera y crisis de gobernanza de las instituciones democráticas en una sociedad empoderada.
- Partitocracia y crisis de legitimidad de las instituciones democráticas en la democracia representativa.
¿Para qué / y ahora qué los movimientos sociales? Hay cuatro opciones (la primera de ellas casi una precondición), que pueden combinarse con distintas ponderaciones, dando como resultado del todo queda igual pero con ordenadores a la total revolución del sistema:
- Apropiación: las instituciones (y sus inquilinos) se hacen competentes digitales en un sentido estratégico, lo que les permite comprender el entorno y, sobre todo, anticipar cambios profundos del sistema. Ejemplos: asumir que hay nuevos choques de derechos en la Sociedad de la Información (p.ej. propiedad intelectual, derecho a la privacidad, a la libertad de expresión o al honor) que deben resolverse, que la participación electrónica es tan participación (o más) que la presencial, o que la transparencia y la rendición de cuentas cambian de definición en una sociedad digital.
- Adopción: las instituciones deben actualizar su caja de herramientas y abandonar las que son obsoletas, en un simple y puro ejercicio de eficacia y eficiencia. Ejemplos: el paso de la política de mitin y cartel y papel a una política de redes sociales y documentos en línea; o la apuesta decidida por la administración y la democracia electrónicas.
- Mejora: las instituciones deben optimizar los recursos pensando en digital por defecto, rediseñando procesos pensados para las barreras físicas del tiempo y el espacio. Ejemplos: apostar por políticas de datos abiertos y gobierno abierto, que trasladen responsabilidad (y tareas) al ciudadano; cambiar la naturaleza de de la publicación de información, los trámites administrativos y la comunicación con el ciudadano, de forma que sean posibles más y mejores consultas a los ciudadanos, plataformas para la deliberación.
- Transformación: las instituciones pueden abandonar las funciones que se han vuelto totalmente marginales o inútiles, cediéndolas a otros actores, para liberar recursos que concentrar donde la institución aporta más valor. Ejemplos: virar hacia estrategias centradas en proyectos con la concurrencia de otros partidos y plataformas ciudadanas, aunando recursos y dando visibilidad a iniciativas políticas de «marca blanca» que persigan la idea por encima del rédito político; convertirse en facilitadores y promotores de los actores con relación directa con las problemáticas a resolver (porque son quienes sufren la problemática, porque son expertos reputados en haber resuelto otras similares) en lugar de pretender liderar los procesos.
En mi opinión, estos «para qué» emanan directamente de las respuestas a las preguntas de «por qué». Y, como decía antes, en función del peso que se ponga en cada punto — o de la velocidad o resistencia que se le imprima a cada caso &mdahs; el resultado será uno u otro, con más o menos o diferentes damnificados por el camino.
De momento, seis millones de parados, corrupción política y fraude fiscal camino de ser generalizados, destrucción de tejido social y económico que tardará años en regenerarse y un país al borde de la revuelta. ¿O es que, de verdad, puede sostenerse esta tendencia — que agrava la situación — durante mucho tiempo más? ¿Hacen falta más indicios para pararse a pensar si la situación actual, como dice Joan Subirats, es cambio de época en lugar de una época de cambios?
NOTA: he dejado de lado en esta reflexión todos los aspectos relativos a conseguir cambios en materias o reivindicaciones concretas (p.ej. acceso a la vivienda) y me he concentrado en la cuestión de la regeneración democrática que apunta Castells en el último capítulo del libro. No obstante, creo que los logros concretos o coyunturales no serán en modo alguno ajenos a los logros de calado democrático o sistémico — o, de hecho, al revés.