Siempre que aparece un caso de corrupción, de tráfico de influencias, de prevaricación en la esfera pública, con cargos electos y representantes de los ciudadanos en general afectados, surge la pregunta: ¿deben dimitir los imputados? ¿les ampara la presunción de inocencia para poder seguir ostentando el cargo?
Efectivamente, la ley ampara a los políticos — y a cualquier otro ciudadano — a ser considerados inocentes hasta que se demuestre lo contrario y, en caso de que se demuestre que son culpables, a ser sentenciados a un castigo si ello procede.
Pero ¿hay que esperar, pues, a una sentencia judicial?
Cuestión de riesgos y daños
Para reflexionar sobre la respuesta a la pregunta anterior, veamos primero unos ejemplos.
Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que se han vertido sustancias tóxicas en los acuíferos adyacentes a una ciudad. Opción 1: cortar el agua a cientos de miles de personas (y empresas) para evitar la posibilidad de que mueran muchos de ellos por intoxicación. Opción 2: no cortar el agua para evitar los inconvenientes personales y económicos de dejar sin suministro a ciudadanos y empresas. Seguramente no querremos asumir el riesgo de que haya muertos frente a la posibilidad de daños económicos. Los daños económicos, aunque lamentables, quedan supeditados a la vida de las personas.
Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que el monitor de la piscina municipal ha abusado reiteradamente de menores. Opción 1: apartarlo del cargo, alejándolo de toda actividad en la que participen menores para evitar que, si es cierta la sospecha, se reproduzcan los hechos. Opción 2: conservar a la persona en su lugar hasta que se aclaren las dudas para no perjudicar su carrera profesional. Personalmente no querría asumir el riesgo de que mis hijos pudiesen ser objeto de abusos. Ante un daño profesional y unos abusos a menores, tengo claro mi escala de preferencias.
Un último ejemplo. Un carnicero es sospechoso de haber defraudado a Hacienda los impuestos de los últimos dos años. ¿Hace falta cerrarle la carnicería? Ese mismo carnicero es sospechoso de haber utilizado carne en malas condiciones, adulterada químicamente y potencialmente muy perjudicial para la salud pública. ¿Habría que cerrarle la carnicería? Efectivamente, la diferencia entre el primer caso y el segundo es el riesgo de daños a terceros así como su importancia.
Cuestión de confianza
Los cargos políticos, por su naturaleza, no son trabajadores normales y corrientes. Entre otros motivos, porque (a) controlan grandes cantidades de poder, (b) controlan grandes cantidades de dinero, y (c) operan en una gran asimetría de información. Por estos tres motivos, la confianza no es un factor más, sino uno de los factores más relevantes. Confianza porque una pequeña desviación en los objetivos será difícil de detectar hasta que el daño no sea, con mucha probabilidad, muy grande e irreparable (por el poder y fondos que se manejan).
Igual que a un monitor de natación se le pide confianza además de una cierta titulación, de la misma forma la confianza es, en política, algo que va en el currículum. Como un título más. Y la carencia de confianza — por actuaciones poco honrosas, por antecedentes penales, etc. — es motivo suficiente para inhabilitar al político, como lo son determinados certificados para poder instalar una caldera con gas natural.
En el caso del carnicero, también debemos confiar en él para creer que la carne que vende es de calidad y, sobre todo, sana. No obstante, que defraude o no a Hacienda, por execrable que nos pueda parecer, no afectará nuestra confianza en la relación que tenemos con él, que no es otra que la compraventa de carne. Mientras confiemos que la carne es sana, sus supuestos delitos (fiscales) solamente serán la comidilla del barrio. En cuanto sus supuestas malas prácticas afecten a la carne que vamos a comer, afectarán nuestra confianza y dejaremos de comprarle la carne. ¿Es injusto? A lo mejor. ¿Es justo jugarnos la salud por ser justos con el carnicero? Seguramente no. La confianza no es, pues, un factor más, sino un factor crucial.
Inhabilitación provisional como prisión provisional
En general, y como decíamos antes sobre la presunción de inocencia, las personas no deben ir a la cárcel hasta que haya pruebas y sentencias que así lo dicten. No obstante, el artículo 503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) apunta algunas excepciones por las cuales una persona irá a la cárcel de forma preventiva antes de tener incluso una sentencia en firme.
Entre los motivos para ir a prisión provisional: que haya antecedentes muy graves o las pruebas sean muy elocuentes, que haya riesgo de fuga, que el acusado pueda destruir pruebas inculpatorias, que se pueda actuar contra bienes jurídicos de la víctima o que haya el riesgo de que el imputado cometa otros hechos delictivos.
Trasladémonos al caso de un alcalde, un concejal, un diputado, un ministro o un presidente que son imputados por algún delito relacionado con su actividad política. ¿Cabe preguntarse si no procede una inhabilitación provisonal, de la misma forma que existe la prisión provisional para otros delitos? Es decir, más allá de si deben ir o no a la cárcel de forma provisional, la pregunta es si la confianza necesaria no se ha visto afectada y merecen una inhabilitación de forma preventiva.
Tomando los ejemplos anteriores y parafraseando el artículo 503 de la LEC:
¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda volver a delinquir, con el gran impacto que ello puede tener dado el poder y recursos de que dispone?
¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda hacer desaparecer pruebas que, dada la asimetría de información, solamente él conoce?
¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda manejar los hilos del poder y afectar las declaraciones y decisiones de terceros relacionados con su caso (testigos, víctimas, jueces y fiscales)?
En definitiva, ¿cuál es el hipotético daño de mantenerlo en el cargo respecto al hipotético daño de apartarlo de él? ¿Cuánto y qué queremos arriesgar?
El daño a la carrera política, el daño al sistema democrático
No obstante, en términos mucho más generales, la disyuntiva no es tanto si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños a muchos otros ciudadanos, sino si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños al sistema democrático, basado en la confianza hacia sus representantes.
Sí, pero, ¿y la carrera política de una persona? ¿La destrozamos sin más? Dos respuestas:
No es «sin más», sino un cálculo de riesgos. Por supuesto, es un cálculo totalmente subjetivo. Por una parte, hemos hablado todo el rato de razones fundamentadas , por los que los riesgos se inclinan contra el cargo electo. Por otra parte, no son solamente riesgos, sino daños potenciales. Yo siempre me inclinaré por creer que los daños potenciales a la población en caso de corrupción política son mayores que los daños personales al político inocente (esta es, por supuesto, una valoración estrictamente personal).
Una cosa es la carrera política y otra es la carrera personal. Son muchos los que creen que no debería haber tal carrera política: ni a lo ancho (por acumulación de cargos) ni a lo largo (por mantenerse en la política activa varias legislaturas… o toda una vida). Una dimisión o un cese — y a diferencia de una sentencia en unos tribunales — «solamente» lo inhabilitan a uno para los cargos públicos, quedando toda la esfera privada a su disposición y en consonancia con las capacidades de cada uno.
A todo lo dicho hasta ahora habría que añadir tres consideraciones o matices.
La inhabilitación, cese o dimisión de un cargo público debería poder ser temporal y reversible si se restablece la confianza en dicho cargo. Esta afirmación puede parecer una ingenuidad en un estado de la situación tan perjudicado como tenemos en España (nunca volverá a ejercer…), pero debería ser algo normal que la justicia estuviese más legitimada y, en consecuencia, también sus decisiones, tanto para mal como para bien.
No obstante (y segunda consideración) nótese que he dicho «si se restablece la confianza», no si se demuestra la inocencia. Por una parte, porque lo que en un juicio se demuestra es la culpabilidad, raramente la inocencia. Es decir, o se es culpable o no culpable, no inocente. Es un matiz que tiene mucho sentido en un juicio… pero que puede perderlo en política: uno puede ser no culpable por no poderse demostrar la culpabilidad, o porque las causas han prescrito… o simplemente porque no es delito algo que sí es éticamente reprobable, especialmente para un cargo público. Afirmar, por ejemplo, que uno está en política para forrarse no es ilegal, pero es motivo de cese para siempre jamás.
Por último, de la misma forma que se persiguen las supuestas corrupciones y se piden — en mi opinión justificadamente — ceses y dimisiones, de igual forma habría que perseguir, sin piedad alguna, quienes lanzan acusaciones falsas, a sabiendas, con el único objetivo de hacer tambalear la honorabilidad de un cargo político y, con ello, la credibilidad en el sistema. Probablemente debería haber más gente en la cárcel y más periódicos cerrados por este simple pero poderoso motivo.
Pero, insisto, todo esto viene después. Después del cese o la dimisión. Primero, en mi opinión, procede el cálculo de riesgos. Y yo, personalmente, preferiría no arriesgarme.
Actualización 19/03/2013: Interesante artículo de Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado sobre esta cuestión en Los imputados aforados: una explicación racional del apego al escaño. Viene a explicar por qué muchos imputados dimiten de sus cargos en el partido pero no renuncian a su acta de diputado u otros cargos públicos.
Le robo el título Inhibidores de democracia a Jorge Campanillas porque me parece que expresa muy bien el cúmulo de despropósitos que han venido a converger en un único día en el Congreso de los Diputados.
No voy a elaborarlos porque creo que se explican por sí solos.
Algunos diputados del Grupo la Izquierda Plural critican la medida y anuncian que retransmitiran por Twitter la comparecencia, bajo la etiqueta #OpenDraghi.
Otros partidos se abstendrán (Grupo Socialista) o vetarán (ERC, ICV, CiU y PNV) el derecho a debatir otra ley a petición popular.
Es descorazonador.
Por una parte la ciudadanía tiene que literalmente enfrentarse a sus representantes electos para que le dé la información que le es necesaria para formarse una opinión: comparecencia a puerta cerrada, inhibición de telefonía móvil para evitar comentar el proceso en abierto…
Por otra parte, dichos representantes censuran y vetan este derecho hasta más allá de lo imaginable. Además de intentar frenar la divulgación de la información, se vetan las iniciativas ciudadanas que, a pesar de haber cumplido con los procedimientos establecidos por la Ley (y eso es así aunque al final se decida tramitar la ILP de la dación en pago: la cuestión es de actitud, que no ha cambiado a pesar del cambio de voto).
Por último, incluso quienes creen defender y abanderar los derechos de la transparencia y la democracia, equivocan — repito: equivocan — sus decisiones vetando a su vez las políticas que les son contrarias incluso antes de que su debate tenga lugar, cayendo tan bajo como los primeros. Puede que los toros no sean tan «dignos» como los desahuciados, pero la ILP en sí misma sí lo es. En términos de forma, de derechos democráticos, no hay ninguna diferencia entre la ILP para la dación en pago y la ILP de los toros como bien de interés cultural. Ninguna.
Es, simplemente, descorazonador.
En el momento de cerrar estas líneas hay una euforia no contenida por el anuncio de que el Congreso tramitará la ILP sobre la dación en pago. Perdonen que no la comparta. En el Congreso hoy se ha vivido, punto por punto, lo más deleznable de la falta de democracia: apriorismos, partidismos, falta de diálogo. En definitiva, negación de la democracia.
El sindicato UGT está preparando su próximo congreso confederal para Abril 2013. Desde el área de comunicación de UGT Catalunya han creado un cuestionario sobre el papel de los sindicatos en el nuevo escenario de la Sociedad de la Información, los movimientos sociales y el ciberactivismo. Me llega el cuestionario de la mano de Jose Rodríguez, quien ha sido tan amable de autorizarme a hacer públicas mis respuestas.
Antes de entrar en materia, no obstante, creo que procede hacer un par de aclaraciones importantes.
La primera es que muchas de las reflexiones que hago a continuación no son exclusivas de los sindicatos, sino que en gran medida son aplicables a cualquier tipo de intermediario político, a saber: sindicatos, partidos y ONG en general. En el fondo, lo que creo que debe ser repensado no son los sindicatos en sí, sino la forma como la ciudadanía toma sus decisiones colectivas y qué tipo de instituciones crea para ello.
La segunda cuestión es que creo que muchas de las funciones que hacen los sindicatos — y los partidos y las ONG — siguen tan vigentes y necesarias como siempre. Lo que pongo en cuestión es, pues, no dichas funciones, sino quién y cómo se llevan a cabo. Dicho de otro modo: hace falta periodismo, pero tengo mis dudas que los actuales periódicos sean la mejor forma de hacer periodismo. Lo mismo para los sindicatos: hace falta defender los derechos de los trabajadores y crear grupos de presión fuertes ante otros agentes económicos y políticos, pero tengo mis dudas de que los sindicatos, en su actual diseño, estén respondiendo con eficiencia y eficacia al desempeño de dichas funciones.
Grafo de contactos de la UGT en las redes.
Hemos detectado que hay unos cuantos nodos de contacto en nuestros perfiles comunicativos que son clave para difundir nuestros contenidos, más allá del entorno sindicalizado.
¿Qué creéis que tenemos que hacer para mejorar esta capacidad de tejer enlaces débiles en la red y fuera de esta que no están relacionados directamente con el mundo sindical?
Creo, personalmente, que es hora de darle a la vuelta a la cuestión del liderazgo, la generación de ideas y su defensa ante otras instituciones.
Desde la creación de las democracias modernas, lo más eficaz y eficiente es que (1) unos pocos representaran a unos muchos y (2) esos pocos fuesen los que se limitaran a pensar por los demás. No es una cuestión de demagogia, de clasismo intelectual o de representación mal entendida: es, simplemente, que conocer la opinión o las ideas de los demás tenía un coste elevado: o bien se accedía físicamente a todo el mundo (para escucharlo) o bien ese todo el mundo escribía y mandaba, por correo postal u otras vías, sus opiniones a un nodo central. Reunir a todo el mundo, de forma periódica, era o imposible o costosísimo. Por otra parte, no se trataba únicamente de opinar, sino de tener una opinión informada: informar a todo el mundo requería, de nuevo, o reunirlos de forma periódica o mandarles ingentes cantidades de papel. ¿Solución? Un partido o un sindicato que se encargue de centralizar la información, de procesarla y de hacer propuestas.
Hoy en día la información tiene un coste de reproducción y de difusión nulos. Saber qué está sucediendo, comparar, contrastar, enriquecer dicha información, deliberar sobre ella, negociar las distintas opciones, incluso votar una opción sobre otra solamente tiene un coste que se mide en tiempo, y aún así este se ha visto reducido drásticamente. ¿Deben ser los sindicatos los únicos que «comuniquen sus ideas» o los únicos que «tengan propuestas para los demás»?
En mi opinión, pues, la cuestión no es cómo comunicar los propios contenidos, sino cómo hacerse eco de los contenidos ajenos. Creo que la gran clave en la comunicación de sindicatos, partidos y ONG no es ni crear contenidos ni crear grandes propuestas: estos ya se crean en «origen» por los protagonistas en primera persona de cada situación. El papel fundamental de los sindicatos es, pues, ser facilitador, plataforma o altavoz de las situaciones, demandas y propuestas que generen colectivos afines. De esta forma:
El sindicato tiene menos músculo para crear propuestas que sus propios protagonistas, pero tiene mayor músculo (recursos, visibilidad) para que estas se hagan públicas. Con ello se consiguen «contenidos» o propuestas de calidad, totalmente legitimadas, fundamentadas.
Al dar voz a los demás, se gana de nuevo en legitimidad, al mismo tiempo que se crean redes: en la medida que la idea es lo importante, disminuye el recelo de que se esté intentando que el mensaje sea la marca y el mensaje se comunica más y mejor. La capitalización del esfuerzo de dar voz llegará por afinidad, no por márqueting.
En definitiva, para comunicar más y mejor, creo que la estrategia es comunicar menos lo propio y hacerse eco de lo de los demás, afiliarse a ideas de otros, apuntarse a ellas, ser canal, ser plataforma, ser filtro del ruido. El sindicato (y el partido y la ONG) debe virar a ser un editor y promotor de situaciones, demandas y propuestas, más que creador de las mismas.
Ciberactivismo
Somos capaces de movilizar la red y a nuestros activistas durante épocas concretas (huelga general) pero fallamos en el lanzamiento de algunas campañas (STOP Merkel).
¿Cómo podríamos mejorar este tipo de acciones en la red?
Personalmente desconfío del concepto «campaña». De nuevo, volvamos a la creación de las democracias modernas. La «campaña» (mucha información en un lapso de tiempo de tiempo corto) tiene sentido cuando la información es escasa y el coste de acceder a ella (crearla, difundirla) es elevado. Con la digitalización de contenidos y comunicaciones ello ya no es así. Se crean contenidos a diario, en cada declaración, en cada discurso, en cada «tweet», en cada «me gusta». Lo irónico o sorprendente es que, más allá de algunas hemerotecas, esa información no sedimenta, no queda. En lugar de hacer un programa continuo construido con la actividad diaria, seguimos empeñados en crear campañas o programas electorales discretos, aislados en el tiempo.
Considero urgente que los temas que se tratan en el día a día vayan posándose en una suerte de contenedor que albergue todo lo que se dice y piensa sobre una cuestión. No se trata, claro está, de guardar los tweets y vídeos y fotos, sino de guardar las ideas se que van generando, de forma que se genere un depósito que pueda devenir referente sobre una cuestión determinada, hoy, ayer y mañana — un depósito, dicho sea de paso, comprehensivo, sin sesgos, con todas las alternativas, con sus pros, con sus contras.
Establecidos los canales que comentaba anteriormente, y establecido ese referente de conocimiento (de demandas, de políticas) hacer una llamada debería consistir, simplemente, en eso, en llamar. Toda la árdua tarea de sensibilizar y movilizar ya estaría hecha por ese tejer diario de redes enriquecidas con contenidos de calidad.
En una red, tanto aportas, tanto vales. Sindicatos, partidos y ONG cada vez aportan menos: ni aportan contenidos ni aportan canales de comunicación ni foros de debate. Todo lo que se centre en «cómo comunicar(se) mejor» será presumiblemente espurio si no viene acompañado de una aportación de valor a la red que conforman los ciudadanos.
Relación con nuevos movimientos emergentes
La UGT de Catalunya ha hecho una aproximación al trabajo de los movimientos emergentes. Participamos de diversas plataformas antidesahucios en comarcas como el Baix Llobregat, Segrià o Vallès Oriental, o la ILP hipotecaria de la cuál somos impulsores junto a la PAH. También hemos impulsado las ocupaciones de hospitales.
A pesar de estas aproximaciones nuestra organización tiene mucho que mejorar para poder generar sinergias con los movimientos emergentes. De ahí que te pidamos algunas ideas o comentarios para ello.
En mi opinión, participar de plataformas ciudadanas y movimientos emergentes es una opción que comparto plenamente. Impulsar cosas conjuntas, todavía más.
Si hay un «pero» es en el funcionamiento de dichos movimientos en contraposición a la forma de funcionar de los sindicatos: mientras las plataformas y movimientos ciudadanos suelen ser de adscripción personal, los sindicatos suelen personarse en cualquier debate como una institución, como un conjunto. Ello, necesariamente, crea un choque en las distintas culturas de participación: la individual de la plataforma con la colectiva o representativa del sindicato.
Es problable que fuese más fácil personarse en dichas plataformas y movimientos a título personal. Y, una vez dentro, una vez participando como uno más, que el «sindicalista» ofreciese los recursos del sindicato, a los que tiene acceso en su condición de sindicalista. Pero no es el sindicato el que desembarca en la plataforma o movimiento, sino el individuo.
En el fondo, esto es lo que persiguen muchas plataformas: no que las instituciones participan de ellas, sino que participen los individuos y que estos, una vez de vuelta en sus respectiva instituciones, las «infecten» desde dentro con el mensaje de la plataforma o el movimiento, de forma que actúan de puentes entre ambas pero sin que se mezclen los dos ámbitos de activismo: uno más horizontal (plataformas) y otro más vertical (organizaciones).
Y volvemos al principio. Para mí, la estrategia es que los individuos (a título individual, valga la redundancia) participen de las actividades de ateneos, plataformas y movimientos. Que incorporen en el sindicato esas reivindicaciones, demandas y propuestas, y desde la institución se les dé voz, se les dé protagonismo, cerrando «por arriba» lo que ha sido compartido «por abajo». Cualquier relación de «tú a tú» entre ambas formas de participación (plataformas y sindicatos) será más difícil de articular (aunque no imposible) dada la distinta naturaleza de los actores implicados.
Imagen social – rol social. El sindicato como actor social.
Los sindicatos como instituciones estamos, junto a muchas otras, cuestionados. Hay puntos flojos que nos son propios (imagen anticuada, etc..). Aunque hay aspectos que creemos que matizan el debate:
Los movimientos emergentes por si solos no parecen estar provocando cambios (al menos a corto plazo), ¿creéis que las sinergias que se han creado entre unos y otros permitirían conseguir esos cambios? Al menos nosotros no percibimos ahora tanta hostilidad por parte de los movimientos emergentes hacia nosotros.
Las huelgas generales han mostrado ser una herramienta para catalizar un descontento social mayor. El seguimiento en sectores poco sindicalizados y el apoyo de los comité de barrio que ayudaron a que la huelga se visualizara o las enormes manifestaciones indican que la huelga general, una herramienta clásica del sindicalismo se ha puesto, intencionadamente o no, al servicio de movimientos emergentes y de un descontento social más amplio.
Nos gustaría que nos indiques tu opinión al respecto, y como podemos poner en valor aquello que por el momento hacen los sindicatos mejor que otras formas de organización social para mejorar nuestro rol de actor social.
Considero que la intermediación política — normalmente monolítica — debe dividirse en dos fases.
Una primera fase debe estar más cerca del ciudadano, de los problemas, de las realidades, de las propuestas. Debe ser, por construcción, una fase muy horizontal a la vez que «temática»: un solo tema, una sola causa, con los afectados o implicados directos, con quienes tienen las demandas y los que tienen el conocimiento para hacer propuestas de valor. Esta fase estará compuesta, predominantemente, por las plataformas y movimientos sociales.
Una segunda fase consiste en hacer de cadena de transmisión entre la anterior fase y los centros de toma de decisiones. Es una fase más vertical, más jerarquizada, más organizada y donde se agregan distintas problemáticas para hacer más eficiente — y más fuerte — esa traslación de las demandas y propuestas «hacia arriba». Veo en esta fase a los sindicatos, a los partidos y a las ONG.
Acualmente tenemos ambas fases mezcladas, con los roces que las acompañan: plataformas y movimientos que articulan muy bien, pero que (normalmente) no consiguen generar ningún impacto; e instituciones que, pudiendo generar impacto, se han alejado tanto de la fase propositiva y aplicada que carecen de legitimidad.
Creo que los sindicatos deben ser sensibles a los liderazgos emergentes, y darles oxígeno y voz, sin querer capitalizarlos. Su cometido es que esas voces lleguen a otras instituciones donde se tomen decisiones (gobiernos, parlamentos) y a las que los movimientos sociales, por su naturaleza acéfala, tienen difícil llegar.
Hay una cuestión que considero fundamental y que los sindicatos deberían afrontar con cierta urgencia: cuán representativos son.
Los sindicatos, aunque se presentan como una única organización, en realidad se trata de dos organizaciones distintas. Una, una empresa que provee a sus clientes con una serie de servicios determinados, de calidad y de precio asequible: asesoría legal, formación, etc. Otra, un partido político que defiende los intereses de sus afiliados. Aunque muchos de los clientes de la primera coinciden con los afiliados de la segunda, en sentido estricto no son lo mismo. Confundir usuarios de los servicios del sindicato con personas que se sienten representadas por él es, se me antoja, un salto conceptual que no debería realizarse. Muchas personas acuden al sindicato porque son los únicos que ofrecen un determinado servicio o lo ofrecen a un precio asequible, aunque no por ello comulguen con su ideología. Por otra parte, hay muchas empresas con listas únicas, o con muy pocos afiliados en el Comité de Empresa donde el hecho de que los «represente» un sindicato es una cuestión formal cuando no anecdótica.
Los sindicatos, en su vertiente política, no deberían confundir una cosa con la otra. Seguramente será difícil pedirle a un sindicato que se parta en dos, y separe la política de los negocios… aunque sería un ejercicio de higiene y honestidad que no solamente proveería legitimidad, sino que ayudaría a medir las fuerzas con las que realmente cuenta.
Antes de que dispusiéramos de herramientas digitales que permitían la información, deliberación, negociación, sufragio o evaluación de forma descentralizada, los Parlamentos eran seguramente la herramienta más eficiente y eficaz para hacer política «de verdad». No obstante, esa necesaria institucionalización de la política también tenía sus riesgos: dejarse a los ciudadanos fuera de la actividad política, desterrándolos al yermo político en los cuatro años que iban de unas elecciones a otras.
Un interesante factor de corrección de esta situación eran las Iniciativas Legislativas Populares: mediante esta figura, lo que se permite es que un grupo significativo de ciudadanos pueda hacer Proposiciones de Ley que entren en la actividad parlamentaria normal, sean debatidas en las cámaras y, si según el resultado final de las deliberaciones y votaciones, acaben formando parte del corpus legal del país. Llevar a cabo una Iniciativa Legislativa Popular requiere seguir una serie de procedimientos que vienen a, básicamente, legitimar la propuesta buscando un amplio apoyo social, de la misma forma que una propuesta de un grupo parlamentario viene tácitamente legitimada por el poder que este obtuvo en las urnas.
La Iniciativa Legislativa Popular, en el inicio de su andadura, debe ser admitida por la Mesa del Congreso de los Diputados. Esto es lógico dado que en este punto se vetan iniciativas que están explícitamente excluidas de esta figura (p.ej. abolir los impuestos). La Junta Electoral Central, por su parte, vela por que todo el proceso sea transparente y válido. Y si todo se ha cumplido según lo estipulado, la ILP vuelve al Congreso para su:
Consideración a trámite, es decir, que se acepte tramitar la Proposición de Ley, a pesar de que técnicamente ya ha superado todas las validaciones de la Mesa y de la Junta Electoral.
El trámite en sí de la Propuesta de Ley, que terminará en una votación donde se pueda o no aceptar dicha Proposición de Ley.
Este primer punto merece, en mi opinión, especial atención. Porque de lo que se trata en el punto de consideración a trámite, insistamos en ello, no es votar la Proposición de Ley (que se hace durante su trámite), ni tampoco cotejar que el procedimiento ha sido correcto (que se ha realizado durante los nueve a quince meses precedentes por la Mesa del Congreso y la Junta Electoral). De lo que se trata en el punto de consideración a trámite es del derecho a vetar el diálogo.
A menudo, se sugiere que la única política que cuenta es la que sucede en el Parlamento. Se instauran, entonces, sistemas largos y farragosos para que la ciudadanía pueda participar de la actividad parlamentaria e incluso hacer propuestas. Sucede, no obstante, que casi un año y 1.402.854 firmas después (sería la cuarta fuerza política en las Elecciones Generales de 2011), puede que una ILP no llegue a discutirse, a debatirse el problema que la ha impulsado, a evaluarse las reflexiones y propuestas que en ella se hacen porque sin tan solo llegue a tramitarse por no superar una suerte de filtro que, en sentido estricto, no obedece a ninguna función. Porque formalmente la ILP es impecable o no habría llegado hasta este punto. Porque técnicamente la votación «real» sucederá después, durante su tramitación.
Nos encontramos, una vez más, ante un acto de desposesión de los derechos políticos de los ciudadanos. Transparencia, legitimidad, representatividad son palabras huecas cuando se veta el diálogo, sea del tipo que sea, en las cámaras de representantes de la democracia. Porque, recordemos, la consideración a trámite de una ILP no es un juicio de valor sobre lo que dicha ILP propone, sino sobre el hecho mismo de proponerla, sobre el hecho de que un grupo de ciudadanos se erija en representante, por unos momentos, de una comunidad o de un sentir de sus conciudadanos.
Lo peor — si es que hay algo peor que vetar el ejercicio de las libertades políticas a un grupo de ciudadanos y, por extensión a todos a los que estos representan — es el talento que se pierde al censurar el debate de cualquier Proposición de Ley en el Parlamento. Mejor o peor, el largo proceso que recogida de firmas no consiste, únicamente, en la compilación de apoyos uno por uno en un papel pautado. En lo que consiste, también, ese largo proceso, es en una escucha intensa de la voz de los ciudadanos, en una ponderación de los miles de realidades que en agregado configuran la Proposición de Ley que presenta una Iniciativa Legislativa Popular. En los nueve meses de campaña, se hacen emerger datos, se matizan afirmaciones, se afinan propuestas y soluciones, se consideran condiciones y excepciones, se debate con posicionamientos escépticos, opuestos e incluso contrarios. Todo ese conocimiento literalmente se pierde — al menos a efectos prácticos — si la ILP jamás llega a debatirse en los plenos de las cámaras.
Mientras el CIS, los partidos y sus consultoras se gastan verdaderas fortunas en sondeos de opinión, barómetros y estudios y análisis sobre distintas cuestiones, las ILP suponen investigaciones ad hoc, en primerísima persona, sobre esas mismas cuestiones — y a un coste económico irrisorio la mayor parte de las veces.
¿Cuál es, pues, el argumento para vetar la admisión a trámite de una Iniciativa Legislativa Popular? ¿Cuál? Ha seguido las normas del juego parlamentario; ha conseguido un apoyo significativo de la población; ha recabado información de inconmensurable valor; ha identificado una demanda real de las «personas reales» que necesita ser tratado por los representantes políticos y lo ofrece en bandeja. ¿Cuál es, repetimos, el argumento para vetar la admisión a trámite de una Iniciativa Legislativa Popular? ¿Cuál?
La respuesta, por negación. No importan las normas del juego parlamentario: si quieren algo, tráiganlo al Congreso, falso. No importa el apoyo de la población: esta cámara está legitimada por las urnas, falso. No importa la información sobre una problemática: tomaremos una decisión informada…, falso. No importan ni las demandas reales ni las personas que hay tras ellas: sabemos lo que el pueblo de España necesita, que es…, falso. Por favor, atrévanse a debatir las cosas como los representantes electos que se supone que son. Sea la que sea la ILP que llegue a sus manos.
En un momento de su comparecencia, Colau se refirió al compareciente que la había precedido, Javier Rodríguez Pellitero, Vicesecretario General de la Asociación Española de Banca, en los siguientes términos: No le he tirado un zapato porque he entendido que debía seguir aquí. Este señor es un criminal, calificaciones que posteriormente valieron a Colau la censura del presidente de la mesa, el diputado Santiago Lanzuela:
El suceso, como era de prever, ha recibido gran atención, tanto por las formas de la primera como por la reacción del segundo. En mi opinión, no obstante, hay mucho más que analizar más allá de las formas, y es precisamente en la intervención de Lanzuela donde hay cuestiones de fondo en las que vale la pena detenerse.
Empezaré diciendo que, personalmente, no comparto el trato descalificador hacia Rodríguez Pellitero. Sea merecido el calificativo o no, empatice uno o no con la causa de la PAH y las personas que representa, el debate se encona y se esteriliza al faltar al respeto a los interlocutores, aún en el caso que estos hubieran podido faltar al respeto, de palabra o de obra, con anterioridad a otras personas. En este sentido, la censura del presidente de la mesa me pareció pertinente. Es, no obstante, una cuestión de formas donde cada uno tendrá una opinión y, por tanto, ni llegar a un acuerdo sobre la cuestión es probable ni tampoco muy importante.
Lo que merece más análisis, decía, es lo que se infiere de otras palabras de Lanzuela, que a mi parecer, apuntan a cuestiones de fondo y por tanto de mayor trascendencia.
En su interpelación, dice el presidente a Colau usted ha sido invitada aquí, ha venido usted invitada con toda cordialidad. Estas afirmaciones, aunque son formalmente correctas (sí, es el «Congreso» quien invita a alguien de «fuera» a ir allí), en realidad esconden un grave error de concepto. Dice el Art. 1.2. de la Constitución Española que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Técnicamente, no son los ciudadanos los que son invitados a asistir al Congreso: son los diputados los que han sido invitados por los ciudadanos a representarles en el Congreso.
Este giro semántico — que puede parecer una frivolidad para muchos — contiene en él las dos formas de entender un Parlamento: como el único lugar donde pasa la Política «con mayúsculas», o como un instrumento para hacer posible el ejercicio de la democracia con cierto nivel de eficacia y eficiencia, habida cuenta de que 47 millones de españoles no pueden coincidir en el espacio y en el tiempo para discutir todas y cada una de las cuestiones que les afectan como colectivo.
La segunda acepción es la que origina los parlamentos modernos ante la imposibilidad de reeditar la democracia griega. La primera acepción es la corrupción del concepto de política, ya que expulsa de él todo lo que no sucede dentro de las paredes del Parlamento: es política lo que sucede en el Parlamento y solamente lo que sucede en el Parlamento es política. Lo que pasa en la calle, no sabemos lo que es pero no es política.
Esta percepción de la política se refuerza con otra afirmación de Lanzuela:
Aquí, quienes estamos representamos a todos los españoles a través de unas urnas. Entonces usted viene con la legitimidad que crea usted adjudicarse con muchas firmas y con mucha gente. Aquí, los que estamos representamos a todos los españoles después de haber pasado por unas urnas y democráticamente respetando las reglas del juego democrático
El primer comentario es por construcción: cuando un diputado se legitima amparándose en las elecciones y en oposición a plataformas ciudadanas o a quien se manifiesta o protesta en la calle, ¿se da cuenta de que los ciudadanos que protestan y los ciudadanos que votan son en esencia la misma cosa?
El segundo comentario viene a reforzar lo ya mencionado más arriba: las elecciones, los parlamentos, la democracia representativa es una forma de canalizar los recursos para que la toma de decisiones sea más eficaz y más eficiente. Pero ello no excluye otras formas ni de debate, ni de participación ni, ni mucho menos, de toma de decisiones. La apelación a las urnas es, a menudo, una expropiación del ciudadano de las muchas otras formas que tiene de hacer política, que son suyas, que le pertenecen, sobre las que es totalmente soberano (la Constitución, recordemos), siendo el Parlamento solamente una, muy importante, pero en definitiva indirecta y subóptima (siendo el óptimo, claro está, decidir por uno mismo cuando ello sea posible).
Lanzuela denigra esas otras formas de hacer política por partida doble: con el repetido hincapié al «aquí» (en contraposición al «ahí fuera»), y poniendo en duda, condescendientemente además, no la representatividad de Colau sino la voluntad de un millón de personas al firmar una iniciativa legislativa popular, esa Cenicienta de la democracia a la que no se quiere invitar al baile.
El tercer comentario, con mayor carga moral y de especial relevancia en momentos de corrupción galopante, es la consideración de las elecciones como un préstamo o como un contrato con la ciudadanía, con el votante. Más que un cheque en blanco que expira a los cuatro años — que es como habitualmente se entienden las elecciones desde los cargos electos, y a las pruebas me remito —, un voto es un contrato por el cual el ciudadano presta soberanía a un candidato, que «vende» a cambio un programa electoral que luego (1) hay que llevar a cabo y (2) rendir cuentas sobre qué y cómo y hasta dónde se ha llevado a cabo dicho programa. Y ese contrato, insisto, es continuo, no discreto (de 4 en 4 años). Dado que las políticas toman su tiempo, y dado que las elecciones son costosas, el contrato se renueva automáticamente cada día por la mañana. Pero solamente si ambas partes han cumplido con lo acordado.
Cada vez que se utiliza la legitimidad de las urnas para justificar una suerte de superioridad moral de los cargos electos, habría que auditar si ese contrato sellado por esas urnas ha sido cumplido por ambas partes.
Toda esta reflexión ayuda también a comprender porqué el presidente de la mesa, ante la vehemencia de Colau, interpreta que nos ha hecho amenazas a los diputados y diputadas. Es tanta la distancia que han interpuesto algunos representantes públicos entre ellos y quienes dicen representar que las demandas de un grupo de ciudadanos se interpretan como amenazas.
Y es también de un sesgo descorazonador creer que todas y cada una de dichas demandas se dirigen contra un determinado grupo político u otro. Por norma general, a los ciudadanos no les importa quién lleve a cabo sus demandas, quién cubra sus necesidades, siempre y cuando aquellas se atiendan y estas se vean satisfechas. Que a menudo haya una coincidencia entre un tipo de demandas y un determinado color político no deja de ser una circunstancia, una mera cuestión instrumental. Y ayer, esa circunstancia, ese instrumento era Ada Colau, era la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que estaba en su casa, con toda la legitimidad del mundo.
En los últimos años, los ciudadanos españoles — aunque también los de muchas otras partes del mundo — han visto como muchos de los avances en logros sociales conseguidos después de la Dictadura — o de la Segunda Guerra Mundial, en el caso de otros países — no solamente echaban el freno, sino que ponían marcha atrás. Esta tendencia se ha recrudecido con la crisis financiera, cuyo causa y consecuencia ha sido y es una profunda crisis de gobernanza.
Los ciudadanos han visto como, sin diálogo alguno por parte de las instituciones democráticas,
Se recortaban los recursos para la educación pública, a pesar de los pésimos indicadores tanto en desempeño como en permanencia en el sistema, y mientras se mantenían o reforzaban partidas para la educación concertada o la asignatura de religión (en un estado laico).
Se cercenaban los recursos para la sanidad pública, a pesar de los reiterados intentos del sector de proponer recortes más selectivos (no universales), o se privatizaba la misma, al tiempo que la confusa línea entre política y empresa permitía a los mismos que privatizaban recuperar esos servicios desde sus empresas afines.
Se penalizaba duramente la inversión en investigación, desarrollo e innovación, a pesar de las muchas denuncias sobre la necesidad de mantener dicho motor del desarrollo y el progreso en marcha, privando al país no solamente de éxitos futuros, sino directamente expulsando las inversiones realizadas en el pasado en forma de capital humano.
Se hacía imposible para muchos seguir pagando por su vivienda al mismo tiempo que se imposibilitaba el dejar de hacerlo, dándose la creciente paradoja de los desahuciados con hipoteca.
Etc.
Todas estas políticas serían legítimas de haber sido debatidas y pactadas los ciudadanos con las instituciones de la democracia. Si es cierto que no hay recursos con los que mantener determinados bienes y servicios, lógico es que las instituciones y los ciudadanos decidan, conjuntamente, cómo proceder: disminuyendo la provisión de bienes y servicios, aumentando los recursos, escogiendo dónde aplicar el recorte o la nueva fuente de ingreso.
Este diálogo no ha tenido lugar, y por ello los ciudadanos están siendo desposeídos del estado del bienestar.
No ha lugar referirse a las elecciones como punto donde tuvo lugar el diálogo entre instituciones y ciudadanos: la violación masiva y sistemática de las promesas y programas electorales dejan las elecciones en papel mojado. Jamás se vio un contrato roto por tantos sitios y de forma tan reiterada.
Pero lo peor no es la desposesión sistemática de los logros del pasado. Lo peor es la desposesión de los derechos democráticos en sí mismos, del acceso a una democracia plena y de calidad.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder ejecutivo. Gobiernos que, además de romper promesas y programas, se escudan tras una Ley de Transparencia redactada para el s.XX, que en el fondo jamás se quiso redactar. Unos gobiernos que toman decisiones — a lo mejor necesarias — pero ya no sin consultar, sino sin tan solo explicar o fundamentar.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder legislativo. Parlamentos a los que únicamente se puede acceder a través de la opaca, arcana, inexpugnable maquinaria del partido. Partido que utiliza la cooptación y el vasallaje para construir sus listas, expulsando a su paso talento y pensamiento crítico. Partido o partidos que están corrompidos hasta el tuétano, por financiación ilegal o por soborno, con cientos de imputados y condenados a lo largo y ancho del estado, con independencia del color político y el nivel de administración, de la estatal hasta la local.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder judicial. Un poder judicial diseñado por el sistema de partidos. Un poder judicial que se utiliza para tumbar las leyes que se perdieron en el parlamento, o para tumbar las informaciones que se perdieron en los medios. Un poder judicial que es ninguneado por los indultos del ejecutivo. Un poder judicial lento, ineficaz y privatizado que es más arma arrojadiza de un bullying cualquiera que no herramienta de justicia social.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la información. Unos medios de comunicación abrasados por el calor de la política y los intereses económicos. Medios que tapan, enmudecen, ensordecen, se ciegan, que condescienden con su aquiescencia, que se atrincheran. Medios que beben acríticamente de las declaraciones y las notas de prensa, medios que tienen automatizada la publicación de teletipos de agencia, sin filtro alguno.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la sociedad civil organizada. Unas organizaciones no gubernamentales que solamente lo son ya en el nombre. Las unas, por partidizadas — porque politizadas sería bueno que lo fuesen todas, mucho más —; las otras, por proveer servicios públicos que la administración ha externalizado convirtiéndolas en sus satélites. En definitiva, bozales para que no se muerda la mano que da de comer. ONG y sindicatos que se han burocratizado como un partido o un gobierno más.
Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la calle. Ante la falta de alternativas, de acceso a las instituciones de la democracia, el ciudadano se ha volcado a la calle. Allí, se ha prohibido, perseguido y criminalizado no la disensión, sino el mismo debate, el diálogo. Plataformas y movimientos trabajan para hacerse sitio entre las instituciones democráticas, luchando contra estereotipos como la ingenuidad, la inoperancia, el caos, el desorden, la violencia: en definitiva, la deslegitimidad.
Los ciudadanos están siendo desposeídos de sus derechos, y de su derecho a recuperarlos a través de las instituciones de la democracia.
Y la respuesta de un gobierno a toda esta desposesión, a toda esta mordaza se resume en dos palabras: es falso.
Simplemente desolador.
Después de tanto desposeer, después de tanto arrinconar, después de tanto acorralar, después de tanto denigrar, después de dos miserables y lacónicas palabras como respuesta, aún habrá quién se sorprenderá porque haya quien no sea capaz ni de articular un par de palabras y venga a descerrajar(se) un par de tiros. Entonces, y parafraseando a lo que decía José Luís Sampedro, tendrá uno derecho a indignarse y a condenar y a perseguir, pero no a sorprenderse. Habrá que ser muy cínico o tremendamente despistado para sorprenderse.