Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 13 marzo 2013
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Hace unas semanas, Ana Sánchez Arjona me entrevistó para el semanario de economía El Nuevo Lunes para hablar de la crisis de los sindicatos — pérdida de afiliados, descenso de ingresos — y de si en esta crisis habían jugado un papel tanto Internet como los nuevos movimientos sociales. La pieza sobre el tema acabó siendo publicada como El 15-M pasa de las acampadas a la acción — he robado el título de esta entrada del despiece que hay en el artículo original.
A continuación apunto el texto con el que respondí a las preguntas originales. En cierta medida, este texto y el que su momento publiqué como Los sindicatos en la Sociedad Red para UGT se complementan uno a otro, por lo que invito a la lectura de ambos como un todo.
¿El actual modelo sindical está en crisis?
Los sindicatos, como los partidos políticos, están sufriendo una doble crisis.
Por una parte, una crisis de la intermediación, fruto de la creciente adopción de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Con la digitalización de la información y las comunicaciones, muchas de las funciones de los sindicatos pasan a ser, si no irrelevantes, si a estar más que cuestionadas: informar, coordinar, aglutinar masa crítica, crear entornos de debate, crear opinión, sensibilizar, representar, abogar por la rendición de cuentas son tareas que, con un determinado nivel de alfabetización digital, pueden realizarse sin ningún tipo de intermediación o con mucha menor intervención de terceras partes.
Por otra parte, una crisis de legitimidad política. Desde la Transición, partidos y sindicatos se han ido cerrando en sí mismos y alejándose de la calle tanto a la hora de recoger las sensibilidades de la ciudadanía como a la hora de explicar las decisiones tomadas. Este distanciamiento se ha agravado por la irrupción de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (que han hecho más prescindibles a los intermediarios y han hecho la información más transparente), por la globalización (toma de decisiones y dependencia política a niveles supranacionales) y por la crisis económica y financiera (mayor necesidad de conectar con las acuciantes necesidades del ciudadano).
¿Por qué tienen cada vez, (si es que tú opinas lo mismo), peor imagen ante los ciudadanos?
En muchos casos, la negación del poder organizativo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación (“Internet es una olla de grillos”) así como la afirmación de que la Política “con P mayúscula” solamente tiene lugar en las instituciones no ha hecho sino agravar la crisis de las actuales instituciones — que, hay que insistir, no es solamente de los sindicatos, sino de los gobiernos, parlamentos, partidos y, también, organizaciones no gubernamentales.
Al margen de estas dos cuestiones, al menos dos factores más han empeorado la imagen de los sindicatos ante los ciudadanos, las dos relacionadas con la incapacidad percibida de aportar soluciones.
La primera, la creciente sensación de connivencia de los sindicatos con los aparatos del poder (gobiernos y grupos de interés). Sea porque los sindicatos son incapaces de conectar la política institucional con los movimientos ciudadanos, sea porque la connivencia es real, crece la sensación de que los sindicatos claudican en sus demandas. Ejemplos que validan esta hipótesis son la gran dependencia económica de los sindicatos del erario público (subvenciones, concursos públicos, etc.) que, algunas veces, incluso han dado lugar a casos de corrupción en el seno de los sindicatos, lo que ha reforzado su imagen de sumisión así como de estar “demasiado cerca del poder”.
La segunda, la falta de respuestas a la creciente complejidad del mundo laboral, que poco a poco abandona la sociedad industrial en beneficio de la sociedad de la información. En una economía cada vez más terciarizada, más centrada en procesos productivos de intangibles, los obreros abandonan la fábrica para trabajar de una forma más flexible y descentralizada. Esta descentralización hace que las fábricas — nodos de concentración sindical — pierdan fuerza y, con ellas, los sindicatos. En el mismo sentido, el trabajador temporal y el trabajador autónomo (este último técnicamente un empresario, aunque de facto un obrero más) ni tienen una vinculación fuerte con la masa asalariada (a pesar de serlo) ni muy a menudo tienen en los sindicatos un grupo de presión que defienda sus intereses. Así, desarticulación de la fábrica y dispersión del trabajador, junto a la falta de respuesta a los nuevos perfiles profesionales (temporales, autónomos) han minado uno de los principales pilares de los sindicatos, que era la legitimidad de representar a la clase asalariada.
¿No han sabido jugar el papel que de ellos se esperaba en estos años?
Como a todas las instituciones políticas, la celeridad de los cambios (globalización, crisis, sociedad de la información) los ha cogido a contrapié y con una gran maquinaria en marcha cuyo rumbo era muy difícil de cambiar.
Es también posible que sus cuadros directivos no hayan visto a tiempo e incluso comprendido la magnitud y la naturaleza de estos cambios, lo que no ha hecho sino agravar el tiempo de respuesta, por no hablar de las propuestas mismas de cambio, a menudo insuficientes o inexistentes.
La emergencia de los movimientos sociales (el 15M como paradigmático en España, pero también la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, Iaioflautas, etc.) ha dejado todavía más en evidencia, si cabe, a los sindicatos y lo que deberían haber hecho y no han hecho.
¿Ya no está de moda el sindicato de clase?
Los sindicatos son más necesarios que nunca y las clases siguen siendo más que vigentes. La cuestión es que el concepto o la definición de clase han cambiado paulatina pero inexorablemente en los últimos 20 años.
Seguramente la definición de clase fundamentalmente basada en la distinción entre capitalista y el obrero — proveniente de la sociedad industrial y que daba pie a burguesía, clase media, proletariado… — debería complementarse con otra más acorde con la sociedad red: las élites que controlan los centros de poder, o nodos donde se concentra la mayoría de toma de decisiones, y el resto de nodos, descentralizados y alejados de esos concentradores del poder. El primer esquema es mucho más vertical y continuo que el segundo, mucho más horizontal y, sobre todo, discreto: la distancia entre los dos tipos de nodos se acrecienta en los últimos años, en un perverso efecto multiplicador.
Ni los sindicatos ni los partidos han sabido responder a este cambio estructural de la sociedad.
¿Piensas que serán capaces de reconvertirse?
A cualquier institución democrática le será tremendamente difícil reconvertirse, como le está siendo difícil reconvertirse, en otro ámbito de la sociedad, a la industria cultural, a los medios de comunicación, o a la universidad y la escuela, por citar otras instituciones con un fuerte rol de mediación entre la ciudadanía.
Hay, entre otros muchos, tres grandes obstáculos a superar para la reconversión.
El primero, la competencia digital, entendida esta en un sentido muy amplio. Para la reconversión, es esencial comprender el porqué y el cómo del cambio de etapa que estamos viviendo, de una sociedad industrial a una sociedad de la información. Sin una comprensión a fondo de los factores que han inducido el cambio, su naturaleza y el nuevo paradigma al que nos abocamos será tremendamente difícil poder hacer ningún tipo de propuesta de valor en el futuro más próximo.
El segundo, la fuerza de las inercias actuales. Las instituciones son, casi por definición, grandes estructuras funcionales y conceptuales que van más allá de una mera organización. Son formas de ver el mundo y de relacionarse con él, e incorporan en su diseño valores acumulados a lo largo de su (a menudo dilatada) existencia. Romper con esas estructuras o abandonar esos valores puede ser, además de difícil, peligroso: la transición debe ser pausada para evitar la ruptura y que, con ella, sobrevenga el caos.
El tercero, recuperar la legitimidad perdida. No basta con que la institución comprenda los cambios que deba emprender ni que sea capaz de ponerlos en marcha, sino que los mismos deben ser aceptados dentro y fuera de la institución. Los sindicatos deben reivindicar la pertinencia de (algunas de) sus funciones, y para ello deben desprenderse de las funciones que no son útiles a su (nueva) misión, así como poner en valor las que decida seguir articulando.
Los movimientos sociales, las redes, las asociaciones de ciudadanos ¿les han hecho la competencia?
No creo que los movimientos sociales hayan hecho la competencia a los sindicatos dado que operan en planos distintos. Los movimientos sociales se mueven en un plano horizontal, cohesionando y articulando un discurso alrededor de unos valores. En el límite, los movimientos sociales se concentran en el empoderamiento del ciudadano dentro del sistema, para que pueda hacer oír su voz y ejercer sus libertades dentro de ese sistema.
Los sindicatos, como otras instituciones democráticas, operan en un plano más vertical: en el de la cadena de transmisión que va desde la voluntad de los ciudadanos hacia la toma de decisiones. Dicho de otro modo, los sindicatos trabajan — o deberían trabajar — para la gobernanza del sistema, para gestionar y cambiar (si procede) el sistema dentro del cual los ciudadanos viven.
Lo que los movimientos sociales han provocado, más que una alternativa a los sindicatos, ha sido el evidenciar que todo el trabajo de base que hacían las plataformas quedaba truncado en algún punto porque la cadena de transmisión hacia la toma de decisiones estaba rota. Y uno de esos eslabones rotos — que no el único — son los sindicatos.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 12 marzo 2013
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Cuando los representantes electos se ven contra las cuerdas por las protestas ciudadanas, uno de los refugios habituales suele ser que están legitimados por las urnas, que la ciudadanía los ha elegido para actuar en su nombre. Esto es completamente cierto. Sin embargo, ese voto no es un cheque en blanco que gastarse como a uno le venga en gana. Un voto es un contrato con el ciudadano que, como todo contrato, tiene como mínimo dos partes: por una parte, los poderes o el préstamo de soberanía que el ciudadano cede al representante electo; por otra parte, las obligaciones que con dicho préstamo adquiere el representante electo.
En su Breve defensa de la democracia representativa, Pablo Simón defiende las instituciones democráticas desde el punto de vita de que la política es algo contingente. [Dado que] en los programas electorales no se recogen todas las opciones que se pueden dar en el mundo real (pensar que es como un contrato es algo poco realista), [los representantes electos] deben tener autonomía para poder adaptarse a las circunstancias
. En mi opinión esto es cierto pero es solamente la parte de los árboles: el bosque queda fuera de la fotografía.
Dicho de otro modo: en mi opinión, la autonomía de los cargos electos y, por construcción, de las instituciones democráticas debe ceñirse a los instrumentos. Es ahí donde la legitimidad de las urnas debe darles total libertad — o, al menos, un amplio margen — para gestionar y maniobrar con agilidad y flexibilidad. Por otra parte, en lo que se refiere a los fines es donde representantes e instituciones deben estar totalmente atados: atados por el contrato que firmaron en las urnas.
Si, por ejemplo, el objetivo, el fin, es incrementar la igualdad de oportunidades profesionales entre hombres y mujeres, no puede ser que, al final o a media legislatura ese objetivo se abandone. Pueden cambiarse las políticas que lo persigan — establecimiento de cuotas, exenciones fiscales a los empresarios que contraten mujeres, subvencionar a los hombres para que se queden en casa, etc. — pero el objetivo no puede abandonarse. Si no hay dinero, busquemos formas menos costosas de acercarnos a su logro, o de acercarnos al objetivo fijado. Pero el objetivo está firmado por contrato. Hay una obligación contractual de cumplir con los objetivos fijados en el programa electoral que unos ciudadanos votaron. Y las partes deben rendir cuentas del cumplimiento de dicha obligación contractual debe inexcusablemente
Hay, por supuesto, una apreciación a hacer a lo afirmado anteriormente: los instrumentos no suelen ser neutrales y, en consecuencia, pueden afectar el logro de los objetivos así como el desempeño en otros objetivos fijados en el mismo programa electoral (p.ej. el dinero que va a sanidad no va a educación y viceversa). Por otra parte, el entorno suele ser cambiante, y a veces en una magnitud que obliga a replantear parte o la totalidad de una planificación política.
No obstante, la obligación de cumplir con el programa pactado en las urnas no está reñido con la obligación de adaptarse a los cambios: salvo en casos muy excepcionales, la escala de prioridades pactada debe ser el marco, inmutable, dentro del cual se adapten herramientas, políticas y fines intermedios.
Por supuesto — y tercera obligación contractual — todo cambio, incluso en los instrumentos, está sujeto a la obligación de explicarse, de justificarse, de fundamentarse en el análisis de la realidad y la disponibilidad de medios para poder llevar a cabo una determinada política que persiga un fin específico. Si para cumplir los objetivos fijados dentro de la escala de prioridades pactada hay que cambiar un instrumento, hay que explicar el qué y el porqué. Si no se van a poder cumplir los objetivos fijados y hay que fijar objetivos menos ambiciosos siempre dentro de la escala de prioridades pactada, hay que explicar el qué y el porqué.
Y esto no tiene nada que ver con la autonomía de quien gobierna, ni con su legitimidad ganada en las urnas, sino todo lo contrario: es para poder mantener esa autonomía y esa legitimidad, otorgada en un contrato en las urnas, que la otra parte, el votante, requiere estar informado y, en casos extremos, poder intervenir directamente para revalidar dicha legitimidad.
En caso contrario, nos encontraremos con un flagrante caso de desposesión, donde el ciudadano es desposeído de su soberanía a cambio de nada.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 09 marzo 2013
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En los últimos días se ha dado la coincidencia de la defensa de tesis del (ahora ya) doctor Darío Quiroga y la publicación de la edición para 2012 del informe IRIA. ¿Qué tienen en común estos dos sucesos?
Nos dice el Portal de la Administración Electrónica:
El informe IRIA presenta una visión global de la situación y uso de los Sistemas y Tecnologías de la Información y las Comunicaciones en las Administraciones Públicas, recogiendo los principales agregados del sector y su evolución […] El informe se elabora en base a la explotación de la información obtenida mediante la actualización de los Sistemas de Información REINA e IRIA. El Sistema de Información REINA tiene como ámbito la Administración del Estado y se actualiza anualmente en el marco de la Comisión Permanente del Consejo Superior de Administración Electrónica. El Sistema de Información IRIA tiene como ámbito la Administraciones Local y se actualiza bienalmente.
En otras palabras, los informes IRIA y REINA presentan un encomiable esfuerzo de inventariado de las infraestructuras tecnológicas en la administración pública española, así como las inversiones realizadas en el terreno a lo largo de los distintos ejercicios que cubre. Este inventario nos sirve, entre otras cosas, para detectar en qué lugares hacen falta más inversiones de forma que la cobertura de dichas infraestructuras sea mayor, o sea equitativa, así como detectar posibles puntos de fracaso debido a una carencia de dichas infraestructuras.
No obstante, nos explicaba Darío Quiroga en su tesis doctoral que aunque tanto los países de América Latina y de la OCDE han invertido fuertemente en Tecnologías de la Información y la Comunicación en los últimos 12 años, solamente los segundos las aprovecharon para cambiar sus instituciones y apostar fuertemente por cambios en los modelos organizativos y los procesos productivos. Los primeros, así como algunos países asiáticos, no obstante, enfocaron sus inversiones tecnológicas a substituir y mejorar los procesos, pero sin transformarlos. La ausencia de cambio organizativo e institucional explicaria una parte importante del diferencial de productividad y de impacto en el PIB entre los países de la OCDE y los de América Latina.
¿Y esto qué tiene que ver con los informes IRIA y REINA de la Administración Electrónica?
La respuesta es muy simple: su visión estrictamente centrada en las infraestructuras, dejando al margen tanto los procesos y la organización como, muy importante también, el lado de la demanda, a saber: el uso que hacen los ciudadanos.
Una gran carencia que tienen los informes IRIA y REINA es que si bien sabemos cuántos ordenadores, cuántos portales de Administración Electrónica o cuandos DNI electrónicos, no sabemos el uso de los ordenadores y portales y DNI electrónicos, para qué se utilizan, si han supuesto un ahorro en dinero o en tiempo para la Administración o para el ciudadano. En definitiva, sabemos cuánto, cómo y dónde hemos invertido, pero nos queda la pregunta del millón por hacer: para qué y, por tanto, si ha valido la pena.
Si bien es cierto que el INE — y seguramente las administraciones a título individual — recoge algunos indicadores de uso, ni son comparables al detalle de que disponemos para infraestructuras e inversiones ni sirven tampoco mucho para la toma de decisiones, por más que el Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información y el organismo estatal Red.es se esfuercen (y lo hacen, mucho y bien) en exprimir los datos.
Sería deseable, pues, al elaborar este tipo de informes, hacerlos más comprehensivos, incorporando (de una vez) indicadores tanto del lado de la oferta como de la demanda. De no hacerlo, jamás podremos hablar de impacto. A efectos contables, en la hoja de cálculo o en la presentación ante una sala de prensa, gastarse una millonada en ordenadores o quemar esa millonada en una hoguera es prácticamente lo mismo: es dinero que sale del bolsillo. Si bien es fundamental saber dónde va el dinero — y es meridianamente diferente gastar que invertir —, si no sabemos a quién ha llegado, no sabemos nada o casi nada, con lo que no sabemos si sirvió para algo. Porque, más allá de la contabilidad, está la economía y, sobre todo, la política.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 04 marzo 2013
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ZoomNews acaba de publicar la pieza El 15-M pasa de las acampadas a la acción, de Aurora Muñoz, sobre cómo ha evolucionado el movimiento del 15M en los últimos meses y, sobre todo, analizar cuál ha sido su impacto — si es que lo ha tenido.
La invitación de Aurora Muñoz de participar en el reportaje me pilló de viaje y cuando tuve tiempo de responder a sus preguntas, el artículo ya estaba cerrado. Copio aquí las respuestas que le di y que complementan (en el sentido de que no desmienten, sino todo lo contrario) lo que otros han aportado en el artículo original:
Muchos se quejaban al nacer el 15-M de que aquella acampana tenía fines inconcretos y no materializaba su actividad en nada. ¿Crees que el inmovilismo de Sol sirvió?
No comparto la idea de que el 15M no tuviera fines concretos (y me sorprende la expresión «inmovilismo», dicho sea de paso). Considero que el problema de los fines — unas veces explícitos, otras muchas veces tácitos — del 15M es que no eran unos fines que pudieran medirse con los indicadores habituales de la política institucional, a saber: apoyo a un partido político, sentido del voto en unas elecciones.
El primer gran objetivo de las acampadas era crear un ágora de debate, un punto de encuentro que facilitase el diálogo entre los ciudadanos. Estos, afectados por diversas crisis (paro, acceso a la vivienda, acceso al crédito, exclusión de la toma de decisiones) encontraron en las acampadas uno de los pocos lugares donde compartir sus inquietudes y, muy importante, darse cuenta que detrás de todas ellas había un denominador común: una profundísima crisis de gobernanza.
El segundo objetivo — que ya se avanzaba en el lema de Democracia Real Ya —, era llamar la atención de los tomadores de decisiones en general, y de los representantes públicos en particular, sobre esa crisis de gobernanza, crisis que se intuía al iniciar las acampadas y cuyo desarrollo acabó corroborando.
Estos dos objetivos — crear espacios de diálogo, apelar a determinados agentes sociales para que transpusiesen esos espacios de diálogo en las instituciones – no eran en absoluto inconcretos, pero escaparon, ciertamente, a las antenas de partidos, parlamentos, gobiernos y medios de comunicación, sintonizadas para escuchar los anquilosados barómetros políticos y sociológicos.
Si nos apartamos, no obstante, de los indicadores habituales y, sobre todo, abandonamos el cortoplacismo, hay hoy en día, casi dos años después, muchas cosas que no se pueden explicar sin la existencia del 15M:
- El gran apoyo de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), con el suceso paradigmático de la aceptación de la tramitación de la ILP para la dación en pago.
- La acentuación de la desafección política, también entre los votantes de la derecha.
- El éxito de iniciativas como 15MpaRato, el anuario de MediaCAT, etc.
- La puesta en la agenda pública de cuestiones como la transparencia (Ley de Transparencia, aunque por supuesto muy mejorable), la corrupción (con propuestas de pactos y leyes contra esta lacra, con mayor contundencia de los juzgados), la seguridad (acoso contra los abusos policiales, con comisiones de investigación, dimisiones y juicios en varios casos), la crítica mordaz al partidismo de los grandes grupos de comunicación, etc.
¿Podríamos decir, dos años después, que aquella ola de indignación ha venido para quedarse?
Preferiría pensar que lo que se ha quedado es un mayor compromiso de la ciudadanía en las cuestiones públicas. Creo que es innegable que la participación ciudadana ha aumentado en los últimos años, aunque, de nuevo, esta pase desapercibida en los principales indicadores al respecto.
Ello es así porque la arquitectura interna de los partidos, junto con la existencia de las muchas herramientas que proporciona Internet, ha significado un paulatino abandono de la participación representativa o institucional, pivotando hacia figuras extra-representativas como las manifestaciones y acampadas, ateneos y centros cívicos, plataformas ciudadanas, y campañas de ciberactivismo. Todo ello fuera de — y a menudo a pesar de o incluso contra — las instituciones democráticas — gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos y ONG —, por lo que es menos visible (acentuado por el ninguneo de los grandes medios de comunicación), pero no por ello inexistente.
En este sentido, la “indignación” no solamente se está quedando, sino que está más activa que nunca. Seguramente no con la masificación de las plazas durante la segunda quincena de mayo de 2011, pero sí de una forma más profunda y, ante todo, más consciente: si tomamos los datos del CIS, vemos que hay un punto de inflexión en los días 11 al 14 de marzo de 2004, a partir del cual sube la desafección en paralelo a un mayor sentimiento de empoderamiento del ciudadano, que tiene a su disposición muchas más herramientas que antes (en el 11M, los SMS; en el 15M las redes sociales) para autoorganizarse y para poder llevar su agenda política a cabo.
¿Qué evolución se ha observado en este tiempo?
Como ha ido ocurriendo en los últimos 10 años donde Internet ha ido moldeando mucha de la participación ciudadana, la evolución del 15M ha ido en la línea de abandonar grandes ideales para ir a apoyar y poner en práctica causas concretas, a menudo muy cercanas al ámbito de lo local: debates y asambleas en centros cívicos y ateneos, dación en pago, 15MpaRato, las distintas mareas por los servicios públicos, los movimientos por una mayor transparencia y abertura de los gobiernos, la denuncia sistemática de la corrupción a través de plataformas y redes ciudadanas. Muchas de estas iniciativas no vienen pilotadas por partidos, sindicatos u organizaciones no gubernamentales al uso — aunque haya podido haber adhesiones y apoyos — sino que se inician en el seno de la sociedad civil no institucionalizada (podemos abandonar ya el “no organizada”).
La evolución del movimiento del 15M sigue una pauta que ya se ha podido ver, por ejemplo, en el terrorismo islamista promovido por Al-Qaeda: en una primera fase se genera un imaginario, un discurso, unos objetivos generales, para que, en una segunda fase, cada célula aplique a su caso particular el paraguas ideológico del movimiento. Por supuesto, hay dos grandes diferencias entre el 15M y Al-Qaeda: la primera es su carácter cívico, democrático y decididamente constructivo; la segunda, de una relevancia crucial, es la ausencia de un líder identificable, lo que la hace más resiliente, flexible y ágil para responder a las diferentes casuísticas de los problemas que afronta en todo el territorio español.
¿Qué retos le quedan por afrontar?
Sin lugar a dudas el gran reto es el impacto institucional. Si bien antes decíamos que el 15M ha tenido un impacto indudable aunque este haya quedado fuera del ámbito de las instituciones, ello no significa que el impacto institucional no sea un área a la que deba aspirar.
El principal motivo de deber aspirar a impactar en las instituciones radica en la diferencia entre empoderamiento y gobernanza. El primero se refiere a la libertad o al poder para actuar dentro de un sistema. En este sentido, el 15M ha empoderado y mucho a los ciudadanos al proporcionarles herramientas, argumentos, confianza o la fuerza de la comunidad para poder hacer oír su voz e intentar conseguir logros en el respeto de libertades y el ámbito socioeconómico.
La gobernanza, por otra parte, se refiere a la posibilidad no de actuar dentro de un marco, o de un sistema político-económico, sino de poder cambiar su diseño, de gobernar dicho sistema además de lo que ocurre en él. Y este es el terreno de las instituciones, que son las que dictan las leyes, regulan las relaciones entre los agentes – políticos y económicos – tanto a nivel estatal como, sobre todo, a nivel supranacional.
Sin lugar a dudas, el impacto institucional es muy difícil que pueda darse sin una complicidad “desde dentro”. De ahí la fundamental importancia no de eliminar el Congreso, sino de “ocupar” el Congreso, ya sea directamente (substituyendo un partido por otro, como sería el caso de las CUP en Catalunya) ya sea indirectamente logrando incorporar cambios sistémicos en los programas de los partidos que actualmente tienen representación. Aunque este último caso requiere, decíamos, la complicidad de los actuales inquilinos de los Parlamentos, inquilinos que, con todavía contadas excepciones, siguen con sus antenas sintonizadas en canales donde hace tiempo solamente aparece la carta de ajuste.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 febrero 2013
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No son pocas las voces que han querido remarcar las diferencias entre los casos de corrupción política con total ánimo de lucro personal de la financiación ilegal de los partidos. Ese ánimo de diferenciar, por supuesto, va guiado por un objetivo — a veces tácito, otras veces manifiestamente explícito — de rebajar la condena social hacia aquel que se ha vito implicado en la financiación irregular de su partido: al fin y al cabo, no le guiaba un avaro afán de enriquecerse, sino que actuaba en pos de unos ideales legítimos, como legítimos son los ideales del partido.
Como suele suceder, la apelación a la emoción suele desviarnos de apelar a la razón.
Para empezar, muchos de los casos de financiación ilegal han tenido como fuente las arcas públicas. Desde el punto de vista del origen del dinero robado, robar para uno mismo no es diferente de robar para el partido si, a quien se roba, es al contribuyente. Vaya el dinero donde vaya (a un bolsillo particular, a un partido — más sobre esto después), la cuestión es que sale de la educación pública, de la sanidad pública, de la justicia, de la cultura. Ya que apelamos a las emociones, apelémoslas en todo su rango: cada euro que se roba para el partido o para uno mismo se detrae de los servicios públicos y, en consecuencia, son más estudiantes por profesor, listas de espera más larga, casos judiciales que se alargan o menos museos y menos libros.
En el caso de que los fondos no provengan del sector público, la cosa se vuelve todavía más oscura. Dado que provienen del sector privado, es de esperar que éste quiera algo a cambio. Así, robar para uno mismo se diferencia de este último en que éste añade tráfico de influencias al «simple» robo. Ya no tenemos, pues, un delito, sino dos: una financiación ilegal en el origen — porque este tipo de prácticas no están permitidas en ningún caso — y otra ilegalidad en destino, cuando se devuelvan los favores que se compraron con dinero sucio.
Por último, hay que ver qué hace el partido con ese dinero. Más allá de la cuestión anterior relativa al tráfico de influencias, el partido va a utilizar los fondos para mantenerse en el poder. Sí, probablemente con un objetivo legítimo, pero al fin y al cabo va a utilizar ese dinero para pagar campañas y asesores para llegar o mantenerse en el poder. Una vez en el poder, hará lo que es habitual en este país: nombrar cargos. ¿Y a quién nombrará? De nuevo, robar para uno mismo o robar para el partido no tiene gran diferencia si uno acaba contratado por el partido pagado con el dinero que robo para éste.
De todas formas, todas estas apreciaciones no son sino algo secundario, un mero fijarse en los síntomas, en lo coyuntural, lo contingente. Lo realmente importante es que quien se ha financiado ilegalmente, para él o para su partido, ha consumido con ello el principal capital que todo político debe proteger y cultivar: la confianza. Por eso debe dimitir y por eso debe ser inhabilitado, a no ser que no se demuestre su culpabilidad (que, dicho sea de paso, es distinto a que no haya una sentencia en su contra).
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 16 febrero 2013
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En el yin y el yang de la comunicación política, si la cruz es el archiconocido y tú más
, la cara es, sin duda alguna, el y tú no
, es decir, dar lecciones, demostrar que uno ha hecho algo que el otro no ha hecho, o encontrar en la hemeroteca que uno ya proponía entonces lo que otros ni tan siquiera hoy otros se atreven a proponer mientras el tiempo «nos da la razón».
En sí mismo, recurrir al propio ideario y, sobre todo, recurrir a la hemeroteca no es sino algo positivo: demuestra convicción, suele traer a colación argumentos racionales y, si hablamos de una tendencia, es prueba de coherencia política y consistencia en el tiempo. Hasta aquí, todo bien. El problema es cuando a algo que un partido o sindicato ha hecho, dicho o propuesto, a la demostración de que ello ha sido así, se le añade el consabido y tú no
, sea en esta forma o en otras variaciones de la fórmula.
Lo importante, lo que llama la atención
Hay una historia/chiste (políticamente incorrecta) que viene al dedillo para ilustrar porqué, en mi opinión, es muy negativo convertir un logro propio en un arma arrojadiza contra el oponente político. La historia va más o menos así:
Un hombre se encuentra una lámpara. Al frotarla aparece un genio y le concede tres deseos. El afortunado le pide eliminar de la faz de la Tierra a los judios, a los negros y a los pececillos de color azul con jaspeado en verde. A lo que el genio contesta «¿¿¿y por qué los pececillos de color azul con jaspeado en verde???» a lo que el hombre responde «así, ¿te parece bien lo de los judíos y los negros?».
La historia de antes tiene dos mensajes. El primer mensaje, el importante, es el antisemitismo y el racismo atávicos, tan incorporados en el imaginario popular que pasan desapercibidos; el segundo mensaje es la frivolidad, lo divergente, la sorpresa, que aunque totalmente superficial es lo que acapara la atención… pasando a ser el mensaje importante, a pesar de su levedad.
Cuando un partido o un sindicato afirma que hace años que defiende determinadas ideas o propuestas de política, no hay interpretación posible sobre cuál es el mensaje. Cuando ese mismo partido acompaña esas afirmaciones de un ataque a otra formación, los mensajes son dos y se superponen: por una parte, esas ideas o propuestas de política; por otra, el ataque al oponente. Un mensaje es el importante: qué defiende el partido, qué ideas, que propuestas. El otro mensaje es meramente coyuntural, instrumental: hacer daño al oponente.
Sin embargo, la impresión que personalmente tengo es que, como en la historia del genio, lo frívolo, irrelevante y superficial acaba pasando a primer plano. El foco se desplaza del fondo a las formas, y acaban siendo estas últimas lo que los medios acaban recogiendo, lo que el ciudadano acaba percibiendo y lo que el votante acaba recordando.
El partido A recuerda que ellos son más demócratas, más transparentes, más ecologistas, más pacifistas, más sensible al drama del paro, etc. que el partido B
. Lo que llega al ciudadano no es el porqué se es más demócrata ni transparente ni ecologista ni pacifista ni sensible al drama del paro. Lo que llega al ciudadano no es qué políticas defendía el partido A para mejorar la democracia, para que haya rendición de cuentas, para preservar el medio ambiente, para evitar o solucionar los conflictos armados, para fomentar el empleo. No. Lo que llega al ciudadano es que, de nuevo, el partido A se lleva a la greña con el partido B. Y, mientras, los problemas por resolver.
Desafección y trinchera
Puede que no lo recordemos, pero tanto los indicadores de la situación política como los indicadores del sistema político están por los suelos. La percepción de la situación política actual está bajo mínimos (y bajando) y la confianza en el sistema de gobierno/oposición, la gestión del gobierno y la gestión de la oposición no dejan también de empeorar. ¿Tendrá algo que ver que los partidos políticos parezcan más interesados en pelearse que en resolver los problemas de los ciudadanos?
En una situación de desafección tan profunda, cualquier acto es más susceptible que nunca de ser interpretado de la peor forma. Como decíamos al principio, en otras circunstancias sería visto como un ejercicio de coherencia y de consistencia el reivindicar llevar tiempo defendiendo una idea, o incluso el hecho de defenderla. Al añadir la distorsión del ataque al otro partido, no solamente se cambia el foco de lugar, sino que los propios logros se acaban interpretando en clave populista: lo que ahora el partido quiere son votos, es caer en gracia, es buscar complicidades en un determinado grupo, y no hacer aportaciones de valor. Muchos grupos de izquierda vivieron esta interpretación en sus carnes durante la segunda quincena de mayo de 2011: partidos y sindicatos fueron tildados de oportunistas por el solo hecho de acercarse a las plazas.
Es realmente urgente dejar de alimentar la desafección abandonando todo lo que pueda parecer lucha por el poder per se, abandonando la política de trinchera y las guerras partidistas. En su lugar, es ciertamente urgente recuperar el debate de las políticas, de los contenidos, de las propuestas.
La evidencia empírica nos dice, cada vez con más datos, que las personas cada vez se adscriben menos a la grandes ideas, a los movimientos políticos, a las marcas. A cambio, las personas cada vez se hacen más eco de las causas, de los proyectos con un principio y un fin, con objetivos concretos. Los motivos son muchos, pero la crisis de la intermediación, la posibilidad de participar en directo (cambiar la sede del partido por el salón de casa y el ordenador o el móvil), la complejidad de la realidad (que ya no responde a explicaciones lineales o unimodales) y las necesidades acuciantes tienen mucho que ver en este cambio en la forma de participar en política.
Y mientras la ciudadanía torna hacia unas políticas «marca blanca», con alto poder transformador, sin liderazgo explícito, los partidos siguen empeñados en parecer que les importa más destruir al adversario que destruir las adversidades que soportan los ciudadanos.
Termino anticipando una crítica que suele hacerse a esta forma de política de tipo «conciliador»: para llevar a cabo una política hace falta gobernar, y para poder gobernar hacen falta votos, y para obtener votos, no se puede uno andar con según qué caballerosidades. En efecto, a veces hay que romper algunos huevos para hacer una tortilla. De hecho, así, por la fuerza de la espada, es como se instauró en Europa la Edad Media: 1.000 años de estancamiento e incluso retroceso social y oscuridad científica, acallados por el miedo a los señores de la guerra, primero, y a los monarcas absolutistas, después. Es, por supuesto, una opción tan respetable como cualquier otra.