Desinformar sobre los MOOC

El Magazine de La Vanguardia publicaba el otro día un artículo sobre aprendizaje e Internet titulado Conectarse para aprender donde hacía un breve repaso del potencial de la Red en algunos aspectos de la educación. El artículo, de la mano de reputados conocedores del tema, hace un itinerario por conceptos, iniciativas, tecnologías, etc. que están emergiendo o bien ya afianzándose en el ámbito de la tecnología educativa, los objetos de aprendizaje (digitales) abiertos, etc. Hasta aquí, una entretenida lectura.

En el despiece — en el papel; en el formato web viene al final del artículo — la autora apunta:

Los adultos también tienen en internet una buena fuente de formación. Las universidades, incluidas las más prestigiosas del mundo, ofrecen cursos on line, conocidos como MOOC, sobre todo tipo de materias (matemáticas, canto, política, literatura…). Suelen ser gratuitos y en algunos casos otorgan un diploma si el alumno supera una prueba. Siguen la metodología de las universidades en línea –como la UNED o la UOC en España– y ponen al alcance de cualquiera profesores de Harvard, Columbia, la Sorbona o la London School of Economics.

Este párrafo contiene algunos de errores de fundamento que sería conveniente corregir.

El primero, formal: MOOC es un acrónimo que no se ha desplegado con anterioridad en el artículo. Se refiere a Massive open online course es decir, Cursos en Línea Masivos y Abiertos. Esta cuestión formal, de haberse corregido, facilitaría la comprensión o el despejar los errores subsiguientes.

El segundo error, ya de mayor calado, es que no es cierto que «las universidades ofrecen cursos on line» (sic), dando a entender que es una práctica generalizada. Si bien es cierto que es creciente el número de universidades que lo hacen, es todavía una cuestión muy incipiente y ciertamente concentrada en un puñado de plataformas, con más proyectos piloto (con interesantísimas excepciones, por supuesto) que estrategias plenamente consolidadas.

Por otra parte, y aquí está la parte más grave del asunto, todos los MOOC sí son, por construcción, cursos online; pero no todos los cursos online son MOOC. Por tanto, los «cursos on line» no son «conocidos como MOOC»… sino como cursos online, formación virtual, e-learning y otras muchas denominaciones. Pero no MOOC. En absoluto.

A pesar de ser una modalidad de curso online, los MOOC no son algo homogéneo dentro de dicha modalidad, sino que hay una gran variabilidad de metodologías para desarrollarlos. A grandes rasgos, hay dos grandes familias de MOOC: los MOOC conectivistas o cMOOC y los no conectivistas, o xMOOC. Da la casualidad que son estos últimos, los xMOOC, los más populares y los que habitualmente ofrecen esas universidades entre «las más prestigiosas del mundo». Pues bien, dichos xMOOC no suelen (o, mejor dicho, solamente se da en casos excepcionales) tener una metodología remotamente parecida a la cada vez más seguida por las universidades en línea, donde es primordial tanto el papel que se otorga al profesor, monitor, tutor, mentor o como acordemos llamarle, así como a los compañeros de aula. La mayoría de xMOOC — no así los cMOOC — suelen dedicar poco esfuerzo al acompañamiento y todavía menos a la creación de una comunidad de aprendizaje (precisamente, la principal crítica de los defensores de otro modelo de enseñanza virtual).

Es decir, ni los MOOC son una práctica generalizada, ni los MOOC son la misma cosa que la formación virtual ni, precisamente por eso, comparten en la mayor parte de los casos metodología alguna con la formación virtual de grado superior.

No querría terminar sin una nota personal. Este tipo de escritos (como el mío aquí) fácilmente se acaban atribuyendo a (1) una defensa acérrima del propio cortijo (en mi caso, la UOC, que me paga el sueldo), (2) una forma de pensar reaccionaria y retrógrada o (3) las dos anteriores.

Aprovecho la circunstancia, pues, no para justificarme, sino para hacer publicidad de alguna de mi producción científica relacionada con la temática de los MOOC, la tecnología educativa y el que para mí es el concepto clave de toda esta cuestión: los Entornos Personales de Aprendizaje o PLE (por sus siglas en inglés de Personal Learning Environment).

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Peña-López, I. (2013). Heavy switchers in translearning: From formal teaching to ubiquitous learning. En On the Horizon, 21 (2). Lincoln: NCB University Press.
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Peña-López, I. (2013). El PLE de investigación-docencia: el aprendizaje como enseñanza. En Castañeda, L. & Adell, J. (Eds.) (2013). Entornos Personales de Aprendizaje: claves para el ecosistema educativo en red. Capítulo 6, 93-110. Alcoy: Marfil.
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Peña-López, I. (2012). El PLE como herramienta personal para el investigador y el docente. Comunicación en el III European Conference on Information Technology in Education and Society: A Critical Insight. Barcelona: TIES2012.
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Peña-López, I. (2010). Deinstitutionalizaing Education. Position paper for the Mozilla Drumbeat Festival. Barcelona, 3-5 november 2010. Barcelona: Mozilla Drumbeat Festival Printing Lab.

Si alguien quiere ampliar, aquí va más material. Que no sea por falta de humildad:

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El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo)

Imaginemos que no existe España. Ni Catalunya.

Imaginemos que el vecino del 2º2ª pacta con el del 2º1ª los turnos para fregar el rellano. Y con el resto del pisos — que han hecho otro tanto con sus respectivos rellanos — cómo fregar las escaleras. Y con los del resto de bloques de la calle — que a su vez han pactado a nivel de escalera y rellano — cómo fregar la calle. Al final se constituye un municipio porque, además de fregar las calles, se considera que educar a los niños juntos en escuelas (en lugar de cada uno en su casa) es no solamente deseable sino eficaz y eficiente.

Como para ir de un pueblo a otro hacen falta carreteras, y farolas en las carreteras, los municipios acuerdan pavimentar juntos un camino. Y con otros muchos municipios la gestión de residuos, la generación de energía, y construir y mantener teatros y piscinas olímpicas. Los municipios se agrupan y crean mancomunidades (o diputaciones o como convengamos en llamarles) ahora ya con municipios a ambos lados del Gran Río. Incluso regiones administrativas más allá de las mancomunidades. Las mancomunidades se dan cuenta de que hay servicios que cuántos más seamos, mejor: sanidad, investigación, defensa. Aparecen los Estados.

Esta parábola no es sino una versión simple hasta el extremo de la teoría del contrato social: los individuos pactamos entre nosotros — de forma tácita o explícita — el vivir en sociedad y, más importante, la forma cómo lo vamos a hacer.

Estado y Nación

En nuestro ejemplo hemos situado un río, el Gran Río, que divide a nuestro estado en dos: Estelado del Río y Aquelado del Río. Estos nombres no corresponden a nada más ni nada menos que un conjunto de habitantes que se sitúan geográficamente a un lado u otro del río. Dado que hablan lenguas sensiblemente distintas, y el hecho de estar a barlovento o a sotavento ha tallado en ellos rasgos culturales que ellos ven diferenciales, la costumbre ha hecho que unos y otros acaben autodenominándose por esa identidad geográfica y cultural: Estelado y Aquelado del Río.

  • La nación es la voluntad de algunos ciudadanos de identificarse unos y otros alrededor de determinados rasgos identitarios.
  • El estado es la decisión formal de algunos ciudadanos de administrarse de forma conjunta.

Identidad y gestión son planos de la realidad distintos. Y aunque puedan coincidir — dando lugar a los muchos estados-nación de hoy en día — no por ello dejan de pertenecer a categorías conceptuales distintas.

Constitución

Cuando se crea un estado, cuando se decide el establecimiento de una administración conjunta, lo habitual — aunque no necesario — es poner por escrito qué es lo que los ciudadanos quieren que se administre de forma colectiva y cómo. Entre ello, cómo se van a administrar los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

A ello le llamamos constitución. Si la constitución recoge muchos de los rasgos identitarios con los que la mayoría de ciudadanos se autodefinen, el estado y la nación coincidirán en gran parte. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. De la misma forma que si esos rasgos identitarios están fundamentados en la religión, el estado será confesional. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. Pero, recordemos, son dos planos distintos — estado y nación, estado y religión — aunque puedan coincidir dentro de las mismas instituciones.

Autodeterminación

El derecho a la autodeterminación es aquél por el cual un ciudadano que forma parte de una Administración, de un Estado, de una mancomunidad, de un municipio, decide echarse atrás y dejar de formar parte de ella. Es, por tanto, un derecho individual. Administrativo, no identitario. Que un colectivo aduzca una u otra razón para ejercer su derecho de autodeterminación no quita que la naturaleza última (o inicial) del derecho sea individual — como cualquier otro derecho humano, dicho sea de paso.

Puede tenerse en consideración la factibilidad de ejercer dicho derecho, por supuesto. Que una única persona dentro de una comunidad decida abandonarla puede ser fácil en teoría pero difícil en la práctica: para ser justos, debería costearse todos aquellos servicios de los que quiera disfrutar o bien pagar a quienes los provean por él. Ello incluiría pagar a la comunidad que acaba de abandonar por las farolas, por las calles, por las infraestructuras energéticas (y no solamente por su consumo). Por eso muchos ni se lo plantean. Por eso muchos olvidan que lo tienen. Por eso otros olvidan el reconocérselo a ese tercero. Pero, en el plano teórico, su derecho es tan inalienable tanto si es de inmediato ejercicio como si no lo es.

¿Qué sucede cuando un grupo de individuos pide — y además técnicamente puede — ejercer su derecho de autodeterminación?

Simplemente, se escinde la comunidad y cada individuo decide, uno a uno, qué comunidad va a conformar de nuevo. Y, para ello, establecerá su nueva constitución.

Dejémonos de parábolas. Hablemos de España y Catalunya. Hemos confundido dos nombres con, a su vez, dos realidades o planos distintos: el administrativo (el estado y la autonomía) y la nación (la española y la catalana — y no entraré a valorar si existen o no y desde cuando: es irrelevante a nuestra reflexión, dado que es una voluntad y no una decisión materializada en un ordenamiento jurídico).

El derecho de autodeterminación es previo a la Constitución porque primero viene la decisión de crear una sociedad y después viene el explicitar, el fijar negro sobre blanco, cómo se va a organizar.

De la misma forma, el derecho de autodeterminación no está recogido en la Constitución porque el ejercicio de ser no puede estar regulado por aquello que únicamente acuerda el cómo. Por eso las constituciones no recogen el derecho de autodeterminación, como los estatutos de un club no necesariamente recogen cómo se va a disolver. Simplemente, cuando uno cambia de gustos, se va a otro club. O funda uno nuevo.

Ello nos lleva a la réplica a la afirmación que no se pueden escoger las leyes que a uno le vienen en gana: uno no puede pedir que se cumpla una ley determinada para acto seguido pedir un derecho a la autodeterminación que rompe la constitución. En efecto, es totalmente coherente y legítimo pedir que se cumplan todas las leyes: o todo o nada. Y, precisamente, cuando algunos catalanes piden ejercer su derecho de autodeterminación, lo que están pidiendo no es cambiar la Constitución, sino salirse de ella. No es que los catalanes quieran hacer trampas a las cartas: es que están rompiendo la baraja.

Recapitulemos: el derecho a decidir es previo a la Constitución. La Constitución regula lo acordado, no quién acuerda. La Constitución se acepta toda o nada y, por construcción, el derecho a decidir decide que todo (se queda) o nada (se va). No hay ninguna contradicción.

Lo que desemboca en la popular cuestión: ¿por qué no van a votar la independencia todos los españoles? Porque España es lo que en cada momento dado sea conformado por una comunidad, grande o pequeña, ahora, ayer o mañana. Los españoles decidirán qué se hace dentro de España como concepto administrativo. Y serán libres de llamarle a España a aquello que consideren su nación. Pero son todos los individuos, uno a uno, a título personal, los que pueden y deben decidir si forman parte de España, o si deciden formar parte de la sociedad administrada que llamaremos Catalunya aunque no se sientan parte de la nación catalana. La España administrativa no está ligada a la España-nación o a la España-territorio, como tampoco está ligada la Catalunya-administración a la Catalunya-nación o a la Catalunya-territorio. Dado que esto último es ya una realidad (los diferentes niveles o realidades de Catalunya como administración, nación o territorio), debería ser igualmente obvio constatar lo primero.

Llamarle España a lo que ahora entendemos como España no es más convención de lo que sería llamar España a la administración/territorio resultante de separar de ella 32.000 km2 o 7,5 millones de habitantes. Y lo mismo aplicaría para Catalunya si cualquiera de sus actuales comarcas decidiera, a su vez, secesionarse y/o anexionarse a España.

El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común con otros 47 millones de habitantes y llamarle a ello España. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual un día, un individuo decide poner su vida en común no con aquellos 47 millones sino con solamente 7,5 millones y llamarle Catalunya. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común ni con los 47 primeros ni con los 7,5 segundos, sino con otros 500 millones, y llamarle Europa. Conservando su idea de nación, solapado o no coincidente con lo anterior. En un territorio de geometría variable.

Referéndum por la independencia

Por todo ello, el referéndum por la independencia no debe ser votado por todos los españoles… o sí: en realidad todos deciden, cada día, votar para ratificar su contrato social… hasta que un colectivo decide firmar su propio contrato. Que lo que es tácito lo hagamos explícito es una mera formalidad. Una mera forma de poner de acuerdo una multitud de personas que no pueden sentarse a una mesa a decidir, o quedar en el rellano a debatir, o salir a la plaza del pueblo a pactar. Y que la Constitución no recoja este derecho no es, de hecho, una anomalía, sino lo más normal del mundo. No es tan normal, por otra parte, que porque no esté escrito el derecho no se reconozca.

El referéndum por la independencia no reconoce nada: lo único que hace es hacer posible conocer la opinión de todos (los que vayan a votar).

Y toda esta reflexión es independiente de si uno va a votar sí o no a la independencia, de la misma forma que a las mujeres se les reconoció el derecho a votar sin tener en cuenta si votarían sí o no a una hipotética ley del aborto. O de la misma forma que a los esclavos no se les reconoció el ser ciudadanos de pleno derecho sin tener en cuenta si serían de izquierdas o de derechas, pro- o anti-abortistas, españolistas o catalanistas. O si unas y otros formarían clubes, religiones, naciones o estados independientes.

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Breve apunte sobre quién no va a las manifestaciones

Cada vez, cada vez, absolutamente cada vez que un grupo de ciudadanos sale a manifestarse, les falta tiempo a los políticos que se oponen al signo de la manifestación para afirmar, sin ningún tipo de rubor, que todos los que no fueron a la manifestación (absolutamente todos, incluso los que fueron pero no pueden probarlo o se saltaron la hora del recuento) son ciudadanos que se oponen a lo que reivindicaban los que ocuparon las calles y avenidas de las ciudades y de la virtualidad.

Da igual el número de participantes y el recuento de asistentes. Sin lugar a dudas, siempre, absolutamente siempre pasan dos cosas en esos mentideros que se han convertido los comunicados oficiales de la política:

  1. Se fijará arbitrariamente el número de manifestantes que mejor convenga (esto sucede también a menudo entre los movilizados, dicho sea de paso).
  2. Se contará entre los opositores a la movilización a todo aquel que no haya probado ante notario, y durante todos los años de su vida, posicionamento intachable a favor de lo manifestado.

Y así, claro, salvo en caso de guerra nuclear (donde todos se ponen de acuerdo en morirse al mismo tiempo), no hay forma humana de pasar de ser una minoría. Y en democracia, ya se sabe: la tiranía de la mayoría (silenciosa, eso sí). Y aquí paz y mañana gloria. Por favor, dispérsense. ¿Hablar? ¿A quién representan ustedes, salpicadura de voluntades imaginadas?

Solamente en 2012 se calcula que hubo 120 manifestaciones y concentraciones diarias, es decir, unas 44.000. Y las hubo, cabe entender, de todo tipo. Absolutamente de todo tipo. Seguramente no nos equivocamos mucho si suponemos que:

  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de los derechos de la mujer o contra la violencia machista.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra el racismo y la xenofobia.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la libertad de orientación sexual.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor del medio ambiente y la sostenibilidad.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la cultura y las artes.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de una vivienda digna o contra los desahucios.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra la especulación financiera.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por un trabajo digno y contra el paro.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de la libertad de credo e ideología.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por los derechos de los animales y contra la tortura animal.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación que defendiese una regeneración política, mayor rendición de cuentas y total transparencia.
  • [ponga aquí su caso particular]

Y lo que es casi seguro es que la mayoría de españoles no asistió a todas. A absolutamente todas, como mandarían los cánones del compromiso ciudadano.

Siguiendo la lógica con la que iniciábamos este breve apunte sobre quién no va a las manifestaciones, cabría pensar que la mayoría de españoles son unos machistas violentos y deleznables (ellas también); unos homófobos e intolerantes; unos sucios parásitos destructores del planeta; unos incultos, pobres iletrados e insensibles analfabetos; unos egoístas desalmados y carentes de todo tipo de empatía; unos arribistas y cortoplacistas depredadores; unos buitres de carroña, individualistas y competitivos salvajes; unos totalitarios aprendices de dictador absolutista; unos cafres y primitivos trogloditas; y, en definitiva, unos ausentes, apáticos y amorales borregos carne de basura catódica; y [no se olvide de poner aquí, también, su calificativo particular].

Todo esto, y más, son o deben ser la mayoría de los españoles, dado que eso es lo que manifestaron ser al no manifestar ser lo contrario.

Con semejante calaña de ciudadanos, con toda lógica cabe suponer que debe ser verdad lo que reza el dicho: que cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece.

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Lo que se debe hacer y lo que se puede hacer en política

Las ciencias sociales — y me refiero aquí especialmente a la Economía y la Ciencia Política —, aun con sus sesgos e imperfecciones, han demostrado ser bastante buenas para, al menos, tres cosas:

  1. Saber qué ha sucedido en el pasado y por qué motivos.
  2. Identificar cuáles son las vías de acción que pueden darse en un futuro (posibilidades).
  3. Calcular qué es más fácil que suceda en función de lo que ha sucedido así como de nuestras propias acciones futuras (probabilidad).

Es alrededor de estos logros (siempre relativos, sí) de las ciencias sociales que acabamos aconsejando a quienes toman decisiones qué opciones hay a su alcance en función de las posibilidades, cuáles son más factibles en función de la probabilidad y, sobre todo, qué cabría esperar de las decisiones tomadas.

Así, cuando tenemos ante nosotros una contienda electoral, un caso de corrupción o una parte de un país que quiere separarse del resto, especulamos sobre cuáles son las acciones que cada actor podría tomar. Y, en función de estas, cuáles son las acciones que otros actores podrían tomar. Y a base de iterar el proceso, pronosticar posibles desenlaces con sus respectivas consecuencias.

A esta aproximación de las ciencias sociales la llamamos positiva: economía positiva, ciencia política positiva, etc. La aproximación positiva de las ciencias explica cómo son las cosas y cómo creemos que serán en el futuro, en función de cómo comprendemos su funcionamiento, y porqué son como en el momento presente.

Y nos hemos acostumbrado a una suerte de deriva metonímica donde hemos acabando identificando lo que se podría hacer con lo que se debería hacer.

En oposición a la aproximación positiva de las ciencias está la aproximación normativa: lo que debería ser, lo que querríamos que fuese, cuál es el modelo teórico, con independencia de si, con los datos en la mano, ello es posible o no.

Esta reflexión viene a colación de, como mínimo, tres cuestiones que han tenido lugar en los últimos meses.

Los tres casos — no dimitir, no aceptar a trámite una ILP, no celebrar un referéndum — son aproximaciones racionales, positivas, a la cuestión: para quien defiende dichas opciones (su propio escaño, no cambiar la ley hipotecaria, mantener a Catalunya dentro de España — cuantos más obstáculos, mayor la probabilidad de tener éxito. Dentro del sistema, de este sistema, esto es lo racional, lo lógico. Estas deben ser las estrategias a seguir. Lo demás se mueve, siempre según esta aproximación, entre la ingenuidad y la estupidez.

Volvamos ahora al tema de las ciencias sociales.

Si hay un lugar donde las ciencias sociales tienen los pies de barro es en los cambios de sistema. Si la explicación del pasado, la identificación de posibilidades, la ponderación de probabilidades e incluso el pronóstico pueden funcionar más o menos bien, donde las ciencias sociales se vuelven mucho menos confiables es en los cambios de sistema, cuando el marco donde tenían lugar esas decisiones racionales e informadas ha cambiado profundamente.

Por ejemplo. Si bien sabemos que el sistema educativo finlandés ha dado lugar a los mejores resultados educativos del mundo (según muchos baremos — no discutiremos ahora si los suscribimos o no), no está tan claro que el sistema finlandés diese los mismos resultados en, por ejemplo, España. La razón es simple: el marco, el sistema (cultural, socioeconómico) español es muy distinto al finlandés. Más allá del sistema educativo hay un montón de variables que afectan o determinan el desempeño de este.

En este sentido, lo que hace la aproximación normativa — lo que debe ser — es definir y fijar el nuevo marco, el nuevo sistema donde vamos a operar. Y a partir del cuál la aproximación positiva podrá seguir trabajando. El voto de la mujer, el fin de la esclavitud y la consideración a la ecología y la sostenibilidad son cuestiones que en los status quo que precedían al cambio de sistema eran irracionales. No era racional prescindir de mano de obra barata, no era racional incorporar un electorado con intereses posiblemente distintos a los de los hombres, y no era racional internalizar costes que de otra forma iban a asumir otras generaciones u otras comunidades. Si bien es posible explicar estos tres ejemplos desde la economía o la politología positiva, es también cierto que la activación del debate no vino desde esta aproximación, sino desde una más normativa. ¿No son todos los hombres iguales? ¿Merecen unos vivir supeditados a las acciones de otros y a sus consecuencias?

Mientras lo normativo aspira a cambiar los marcos y los sistemas, lo positivo se mueve dentro de ellos.

Identificar lo que se podría hacer con lo que se debería hacer es, en mi opinión, un salto conceptual inadmisible.

Por eso tiene sentido pedir a un imputado que dimita de sus cargos públicos, aunque sea lo último que él querría hacer.

Por eso tiene sentido pedir la aceptación a trámite de una ley (si se cumplen los requisitos formales) para después votar en su contra. Porque en el primer estadio defendemos el derecho a votar, mientras que en el segundo defendemos nuestra opinión particular.

Y por eso tiene sentido que algunos defiendan el derecho a la autodeterminación y el derecho a votar en referéndum la independencia de Catalunya, aunque después vayan a votar NO a dicha independencia. En el primer caso, se fija el marco. En el segundo, la línea de acción.

Si acabamos fijando los marcos solamente en función de las líneas de acción posibles, pronto nos encontraremos con que solamente hay una única vía de acción. Y, con ello, no solamente habremos sucumbido a la dictadura de quien gobierna lo posible, sino que habremos renunciado a la libertad de cambiar las cosas.

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Por qué iré a la Vía Catalana

Cuando una cuestión (no hace falta que sea un problema) afecta a más de una persona, en resumidas cuentas tenemos dos formas de abordarla:

  1. La primera es llegar a un acuerdo. Para ello es esencial que haya diálogo, debate, deliberación. No nos engañemos: el punto de llegada no tiene porqué ser necesariamente satisfactorio para todos los actores implicados. Pero sí supone que hay un reconocimiento de ese punto de llegada como solución (aunque sea de forma temporal) y un compromiso de respetarlo.
  2. La segunda es no llegar a un acuerdo. A esta falta de acuerdo puede llegarse, a su vez, por dos caminos distintos:
    1. El primero es donde una o varias partes ningunean a la otra u otras. Se toma una decisión y su consecuente curso de acción prescindiendo no ya de la voluntad sino incluso de la opinión del resto de implicados.
    2. El segundo es que una o varias partes imponen su opinión y voluntad al resto. Y, como toda imposición, se hace con un determinado grado de violencia.

Los tres procedimientos anteriores pueden ejemplificarse con el manido caso del matrimonio que va a separarse.

En el primer caso, uno de los cónyuges decide poner fin a la vida en pareja. Lo habla con el otro cónyuge y acuerdan los términos de la separación: quién se queda a vivir en el hogar que hasta entonces compartían, cómo se sufragaran los gastos de los hijos, etc. Como ya he comentado, esta solución puede que no sea satisfactoria para todos — por ejemplo el cónyuge que sigue queriendo al que ha decidido romper la pareja — pero es una solución pactada al fin y al cabo.

En el segundo caso, la primera opción es el clásico donde uno de los cónyuges “baja a por tabaco” y jamás vuelve a aparecer. No hay acuerdo, pero tampoco violencia: simplemente una parte ningunea a la otra y decide por su cuenta y riesgo.

En el tercer caso, ante la propuesta de romper la pareja, uno de los cónyuges fuerza al otro a permanecer en el hogar, ya sea con amenazas – violencia verbal – o a golpes – violencia física.

Terminemos esta digresión inicial diciendo que, en mi opinión, la opción del ninguneo solamente es factible en muy pocos casos. Además, es altamente inestable y es fácil que acabe convirtiéndose en una de las otras dos opciones: siguiendo el ejemplo anterior, o bien la pareja buscará a la parte fugada para acordar los términos de la separación (p.ej. los gastos de los hijos) o bien la pareja buscará a la parte fugada para hacerla volver a casa a golpes.

La Vía Catalana

La Assemblea Nacional Catalana ha organizado para el próximo 11 de septiembre — la fiesta nacional de Catalunya — la creación de una cadena humana que recorra los 400km que hay del extremo norte al extremo sur de Catalunya. Una Vía Catalana que pretende emular, tanto en el fondo como en las formas, la famosa Cadena o Vía Báltica con la que Estonia, Letonia y Lituania pidieron el fin de la ocupación soviética.

El signo de la Vía Catalana es inequívoco. Aunque ha habido matices, su objetivo es reivindicar la independencia de Catalunya, aunque otros participarán en ella abanderando cuestiones de soberanía o el derecho a decidir.

Yo voy a participar en la Vía Catalana aunque la independencia no esté en los primeros puestos de mis prioridades políticas. Mis motivos son mucho más básicos… o, me atrevo a decir, fundamentales.

Y creo que vale la pena compartir mis motivos no tanto para justificar mis acciones — que no ha lugar — sino para contribuir a explicar a aquellos que están pendientes de la cuestión catalana qué está sucediendo o cómo se están viviendo las cosas aquí.

Retomemos la digresión con la que empezaba esta reflexión.

Hay, según las encuestas, un buen grueso (un tercio, la mitad, algo más de la mitad… varía con la encuesta, pero es un buen grueso) de la población catalana que querría independizarse de España y otra parte que no. En el fondo, no obstante, los porcentajes son lo de menos: lo que está claro — y más después de las manifestaciones del 10 de Junio de 2010 y del 11 de Septiembre de 2012 — es que hay un desencuentro de pareceres alrededor de la forma en que hay que tratar la cuestión nacional en Catalunya.

¿Y cómo se ha abordado esta cuestión? Bien, con el ninguneo. Dejando aparte que el Senado es una cámara que no es territorial ni siquiera en absoluto operante, el mejor ejemplo es el del actual Estatut d’Autonomia, votado por dos parlamentos y por la población en referéndum y modificado, después, por un tribunal que no parece deberse a la Ley — y esta a la sociedad — sino a sus propios sesgos ideológicos. Hay más ejemplos, como los monólogos, soliloquios y juegos de frontón que se traen los respectivos representantes políticos tanto a nivel estatal como a nivel catalán.

No nos confundamos: no estoy defendiendo una posición en particular, sino el debate y la deliberación. Como ya he dicho, la solución que se tome no tiene que ser necesariamente del gusto de todos — no lo será en este tema jamás — pero sí puede ser algo acordado. Insisto: lo que denuncio es la falta de diálogo… y los riesgos de acabar mal que ello supone.

Pero el debate se ha negado. Negado a dos niveles: ni se habla de independencia, ni se habla de hablar de la independencia. Ni hay referéndum o consulta no vinculante, ni se habla de cómo sondear a la población en su totalidad más allá de una encuesta basada en una pequeña muestra. Ni la Ley permite la consulta — por no hablar de la independencia — ni se habla de cómo cambiar esa Ley. En definitiva, no se habla. Y punto.

Este ninguneo puede desembocar en un diálogo de sordos ya total: declaración unilateral de independencia. Con ello, no solamente no hablan los distintos gobiernos, sino que tampoco se habrá escuchado a la parte (¿cuánta? no lo sabemos) que pueda estar en contra de la independencia. Un despropósito de ninguneos.

Se me antoja que este ninguneo no puede durar eternamente, con lo que o bien habrá que acabar hablando o bien — y esta es la tradición española más arraigada — habrá que acabar imponiendo la solución con sangre. No, aquí todavía nadie habla de sangre (¡al contrario!), pero, ¿hasta cuando pueden ningunearse los problemas, la independencia de Catalunya o la cuestión que sea?

Mi participación en la Vía Catalana quiere contribuir, en la medida de lo posible, en hacer decantar la aproximación a la cuestión de la independencia de Catalunya hacia la vía del diálogo y no hacia la vía de la violencia.

Sé que esta es una aproximación un tanto maximalista, pero así es como yo veo las cosas y cuál creo que es la situación de la cuestión.

Pero, ¿hay que ser nacionalista para ir a la Vía Catalana? En mi opinión, no necesariamente. Es más, mi (repito: mi, la mía) aproximación a la cuestión es que precisamente hay que reivindicar el diálogo fuera de toda consideración nacional, sea catalanista o españolista. No me cabe duda de que este no es el sentir mayoritario de quienes van a participar. Pero yo aquí hablo por mí, no por ellos.

Pero, ¿hay que ser independentista para ir a la Vía Catalana? ¿No capitalizarán los independentistas la participación de los que vayan? La respuesta es parecida a la anterior. Aunque la iniciativa parte desde una organización independentista y se configura en el fondo cómo una reivindicación independentista, para mí priman, en este caso, las formas: la apología del diálogo por encima de todo. Y, a fin de cuentas, si a uno tienen que acabar capitalizándolo unos u otros, en estos momentos es mejor verse entre las filas de aquellos que defienden una salida dialogada a la cuestión que aquellos que, por activa o por pasiva, están alimentando y empujando la salida hacia la violencia, a base de cerrar una y otra vez cualquier otra alternativa democrática.

Esta es, en definitiva, mi consideración a participar en la Vía Catalana: por encima de todo — de nacionalismos, de independentismos, de pugnas entre partidos y gobiernos — un ejercicio de democracia, de soberanía popular. De agotar las vías del diálogo, el debate y la deliberación.

No se me ocurre nada más radicalmente opuesto a la Guerra de Sucesión, a las Guerras Carlistas, a las declaraciones unilaterales de repúblicas y estados catalanes, o a la Guerra Civil Española que la Vía Catalana. Y allí quiero estar yo para apoyar esta radical alternativa. Lo que venga después del diálogo, el debate y la deliberación, eso ya pertenece a otra discusión.

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Siria: entre Irak y los Balcanes

Hay personas para las cuales la policía son fuerzas de represión al servicio del poder, que a todos quiere subyugar.

Hay personas para las cuales la policía son ciudadanos comprometidos que se desviven por servir y proteger al ciudadano.

Los segundos ponderan su posición el día que reciben un guantazo en una manifestación o sufren un abuso en cualquier Administración mal administrada, desde un aeropuerto hasta una comisaría.

Los primeros ponderan su posición el día que se quedan tirados en el fin del mundo o extorsionan a sus retoños con fotos robadas a punta de pistola virtual.

No creo que haya un punto intermedio como tampoco creo que sea posible mantenerse contra viento y marea en uno de los extremos.

La trágica guerra civil que está sufriendo Siria cuenta ya en su haber más de 100.000 muertos y unos dos millones y medio de víctimas, de entre ellas, un millón de víctimas son niños.

Tras dos años de conflicto, podemos ya afirmar sin dudarlo que lo se Siria no es una reyerta entre Tarantos y Montoyas.

Y la pregunta del millón es ¿qué hacer?

Una de las soluciones es invadir Siria e imponer la «paz». Algunos tildan ya esta posible intervención de invasión imperialista de Siria. Es una reacción, como mínimo, legítima: en el recuerdo reciente o no tan reciente está grabado a fuego Irak, y cómo su invasión se diseñó en un laboratorio, se urdieron mentiras y falsos informes y se llevó a varios estados a invadir el país contra los acuerdos de Naciones Unidas. Al final quedó la más cruda realidad: una guerra ciertamente imperialista, contra la regulación internacional, con el único fin de hacerse con determinados recursos naturales. Afganistán no es muy distinto. Y la lista es interminable.

La otra solución es no hacer nada, tratar el problema bélico como algo doméstico. También ahí tenemos recuerdos frescos, tanto en el tiempo como en el espacio. En el tiempo solamente hay que retrotraerse un par de décadas para revivir las matanzas que se sucedieron una y otra vez, ante teleobjetivos y televisores, una y otra vez, para apartar los ojos y preparar, en diferido y a toro pasado, el juicio a los genocidas. En el espacio siempre nos quedará la pregunta de por qué Europa no sacó a España de 40 años de dictadura… aunque lo lamentable aquí es que seguramente no habrá consenso sobre la necesidad de hacerlo.

Personalmente no tengo una opinión formada respecto a lo que habría que hacer. ¿Es posible la «paz» a cambio de imperialismo? ¿Es preferible la masacre para preservar la pureza de espíritu? Me asalta y me atormenta la duda. Querría uno que esa duda y tormento fuesen compartidos. Aunque la impresión es que no, que las posiciones están, como de costumbre, encastilladas. Habrá que empezar a aplicarse aquello de que si uno no es parte de la solución, entonces es parte del problema.

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