Dos preguntas para consultar, ninguna pregunta para decidir

Por fin parece que Catalunya tiene pregunta y fecha para la consulta sobre la autodeterminación. La fecha se fija para el 9 de noviembre del 2014 y la pregunta se formula así: ¿Quiere que Catalunya sea un Estado? Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente?.

Hay que reconocer el mérito al redactado final en lo que a consenso político se refiere: la pregunta — o preguntas — permite recoger diversas aproximaciones al modelo territorial, abriendo un amplio abanico de posibilidades donde todo el mundo puede verse reflejado.

A efectos prácticos, no obstante, a uno le asaltan serias dudas sobre la utilidad final de la consulta para tomar una decisión.

Dos preguntas para consultar

Las dos preguntas vienen a reproducir el árbol de decisión — o unos de los dos árboles posibles — al que ya aludíamos en La tercera vía (de modelo territorial) no existe. Allí decíamos que había dos planos de debate y de decisión estrictamente separados: si Catalunya desea permanecer en España y cuál es el modelo de organización territorial del Estado español. Dos cosas distintas. Relacionadas, en parte, pero distintas.

En este sentido, las preguntas planteadas por el Gobierno de la Generalitat consultan primero a la población sobre el status quo y, en caso de que éste se quiera cambiar, si se avanza hacia la independencia o hacia un estado federal. Si retomamos las preguntas — ¿Quiere que Catalunya sea un Estado? Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente? — las combinaciones posibles son:

  • SÍ+SÍ: Esta es, obviamente, la respuesta para la independencia de Catalunya. Comparto parte de las razones que José Juan Toharía arguye al afirmar que la forma de la pregunta es una autopista
    al sí
    . No obstante, dada la complejidad del tema, creo que la formulación propuesta es de las más aceptables (¿quiere usted salir de España? hubiese sido, en mi opinión, una formulación más grosera y menos flexible.
  • SÍ+NO: La opción federalista. No era fácil incluir esta cuestión en la pregunta y la fórmula encontrada no podría ser más inclusiva. En la línea de la reflexión anterior, explicar a los federalistas que hay que votar sí+no es harto más complejo que pedir el sí+sí. Pero se consigue incluir la opción, que no era fácil.
  • NO+NO: Mantener el status quo. Aunque el segundo NO no es necesario (y probablemente incluso no debería estar — más sobre esta cuestión después) es también una alternativa clara. Ni estado ni, ni mucho menos, independencia.
  • NO+SÍ: Por último, una situación paradójica (o un voto nulo) donde alguien podría oponerse a que Catalunya devenga un estado, pero la quiera independiente. Hay quién propone que esta sea una opción real, una sociedad con acuerdos libres al más puro estilo anarquista. En mi opinión (una
    opinión muy personal) esta es la opción que se está sufriendo (que no disfrutando) ahora mismo en Palestina: una sociedad a la que desde algunos sectores se le niega ser un Estado pero a los que tampoco se quiere incorporar en ningún otro (una suerte de «independencia» algo particular), condenándolos a la inoperancia política y a la irrelevancia internacional.

Ninguna pregunta para decidir

Si tenemos dos preguntas para tomar el pulso a la sociedad de una forma creativa, interesante y, sobre todo, políticamente comprehensiva, la utilidad de la consulta como herramienta de decisión — sea esta cuál sea: presión al Estado Español, declaración unilateral de independencia, etc. — puede que no esté tan clara.

Para empezar está la cuestión sobre si la pregunta es clara o no. Aunque personalmente la considero bastante clara, sí es cierto que al menos la respuesta a la opción federalista cuesta más de identificar y, ante todo, de explicar en el fragor de la batalla propagandística que hace tiempo que ha empezado.

Más complicado todavía es evitar el voto nulo. Dado que la segunda pregunta está condicionada a la respuesta (afirmativa) a la primera, en sentido estricto solamente deberían responder a esa segunda pregunta los que hayan respondido que sí a la anterior. En sentido estricto, todo aquel que responda no a la primera pregunta y responda también a la segunda debería ser un voto nulo. Ahora bien, ¿voto nulo en la segunda pregunta (manteniendo válida la primera)… o en toda la consulta? ¿o que solamente sea voto nulo el que vote no+sí (por ser… «inconsistente») y damos por bueno el no+no por ser congruente?

Estas son cuestiones muy relevantes. Primero porque si anulamos toda la consulta al que vote no+no aludiendo el voto nulo, claramente estamos eliminando de un plumazo a los unionistas de la consulta. Por otra parte, porque si contamos la primera pregunta como válida y solamente anulamos la segunda, seguimos manteniendo ese voto como participación efectiva, aunque sea nulo, y por tanto computa a la hora de calcular el voto mayoritario en relación a la participación: 3 votos a favor con 1 en contra es mayoría al 75% (3 de 4), pero es minoría en términos de participación si ha habido 4 votos nulos (3 a favor son entonces el 37% de 8). Y en un referéndum sobre la autodeterminación (más, si cabe, que en cualquier otro referéndum) no solamente la mayoría respecto al voto emitido sino respecto a la participación es lo que legitima la decisión que se tome inmediatamente después.

En relación a esto último, es decir, qué es mayoría y qué no, se ha llegado a proponer que un 51% de mayoría en ambas preguntas sea suficiente para que se considere la independencia de Catalunya como opción ganadora.

De nuevo, lo técnicamente correcto y lo socialmente legítimo pueden discrepar. Y de ahí la diferencia entre la validez de las preguntas para consultar y su autoridad moral para tomar decisiones.

Que vote un 51% que sí a la primera pregunta y, de ese 51%, el 51% voten que sí a la segunda pregunta (es decir, el otro 49% serían federalistas), hace que solamente el 26% de quienes han participado estén a favor de la independencia. Eso significa que, en cierta forma, hay un 74% que ha votado contra la independencia. Este es el gran problema de mezclar distintos ámbitos de decisión (pertenecer o no a España y qué modelo territorial se quiere para España) al que aludíamos al principio. Desconocemos, por ejemplo, qué quiere ese 25% federalista si la federación no es posible: ¿independencia o autonomías? Más allá de lo que digan las encuestas, la consulta no nos lo aclara. Lo único que nos aclara es que… son federalistas.

Hagamos un ejercicio de reducción al absurdo para ilustrar esta cuestión. Imaginemos que la consulta no son dos preguntas sino cinco:

  1. ¿Quiere que Catalunya sea un Estado?
  2. Y en caso afirmativo, ¿quiere que sea un Estado independiente?
  3. Y en caso afirmativo, ¿quiere
    que el Parlament de Catalunya apruebe iniciar el proceso de secesión?
  4. Y en caso afirmativo, ¿quiere que el Parlament de Catalunya haga una declaración unilateral de indepencencia (DUI)?
  5. Y en caso afirmativo, ¿quiere que el Parlament de Catalunya haga la DUI durante el siguiente mes a la consulta?

Según la lógica de que un 51% en cada pregunta es suficiente para proclamar dicha opción ganadora, bastaría con que llegase a la última pregunta un 3,5% del total de la participación para ganar, por ejemplo, la declaración unilateral de independencia por el Parlament de Catalunya al día siguiente de realizarse la consulta. Sería la mayoría de la mayoría de la mayoría de la mayoría de la mayoría. Y, sin embargo, solamente representaría un 3,5% de quienes han participado (que, con total seguridad, no será toda la población con derecho a voto, es decir, todavía menos del total).

Está claro que este es un extremo distinto de lo que plantea la consulta inicial, pero en mi opinión resulta pedagógica para comparar la validez técnica con la legitimidad del resultado.

Así pues, volvemos a la primera casilla: una consulta muy potente como herramienta para sondear el pensar de los ciudadanos, pero que presumiblemente se mostrará difícil de manejar como herramienta para la toma de decisiones… a no ser que una de las opciones salga victoriosa con una mayoría aplastante.

Sobre cómo calcular el resultado y sobre cómo computar su legitimidad son más que recomendables los siguientes apuntes:

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Democracia representativa, democracia directa o democracia líquida

Coro Xandri me escribe preguntándome sobre democracia directa y democracia líquida, a partir, sobre todo, de lo que dije en A hybrid model of direct-representative democracy.

A continuación reproduzco las preguntas y las acompaño de mis propias reflexiones. He cambiado el orden de una pregunta (la primera, que iba al final) porque creo que aporta más claridad al texto.

¿Qué aporta una democracia líquida que no tenga un sistema de democracia directa (mejor dicho, semidirecta) como el de Suiza, con referéndums para bloquear leyes y iniciativas populares con votación obligatoria?

La democracia híbrida aporta una nueva capa de intermediación independiente de la intermediación que hacen los representantes elegidos una vez cada cuatro años en las urnas (democracia directa).

La democracia directa permite, en determinadas votaciones, prescindir de los representantes electos y pasar a decidir (votar) directamente una cuestión. La democracia híbrida añade, además, la posibilidad de delegar el voto a un ciudadano como nosotros que, solamente en esta ocasión, nos representará. Se da la paradoja que esa persona, a su vez, puede delegar su voto en otra, con lo que «arrastra» los votos que le habían sido cedidos para cederlos, a su vez, a la persona en la que este confíe.

¿Qué ventajas ves en la democracia directa o líquida frente la democracia representativa?

La principal ventaja de la democracia representativa es que permite que alguien pueda dedicarse profesionalmente a la toma de decisiones que nos afectan a todos, a gestionar la cosa pública. Más allá de las connotaciones negativas que el concepto «dedicarse profesionalmente a la política» pueda haber ido ganando con el tiempo, la cuestión es que la gestión de lo público es algo tan complejo que solamente alguien que cobre por hacerlo puede acabar siendo eficaz y eficiente en esta empresa. Informarse, crear espacios de deliberación, negociar, tomar decisiones y auditar los resultados son tareas que consumen el recurso más limitado que tenemos: el tiempo.

El principal inconveniente de la democracia representativa es que puede acabar alienando al ciudadano de todo el proceso político, dejando de informarle, inhibiéndolo de la deliberación y la negociación, ninguneándolo en la toma de decisiones e incluso ocultando los resultados. El problema no es solamente que no se le deje participar en algo que le es propio, sino que también éste, el ciudadano, acabe por abdicar de toda responsabilidad en lo que a temas públicos se refiere, esperándolo todo del Estado sin aportar nada a cambio. Exigir derechos sin soportar ninguna obligación. Y lo mismo, está claro, para los causantes de dicha situación: los políticos que trabajan de espaldas al ciudadano o incluso contra él.

La democracia directa, la democracia deliberativa o la democracia líquida son formas que vienen a corregir algunos de los fallos anteriores, cada una con una aproximación distinta y cada una con diseños institucionales diferentes. En todos los casos el factor común es devolver soberanía al ciudadano, haciendo posible la participación y, con ello, haciendo recaer de nuevo sobre sus espaldas parte de la responsabilidad de gestionar lo público.

¿Por qué es más recomendable un sistema de democracia líquida que un sistema de democracia directa?

La democracia directa es lo completamente opuesto de la democracia representativa (siempre dentro de un sistema democrático, está claro). Donde la democracia representativa falla, que es en la participación y la corresponsabilidad del ciudadano, ahí tiene su fuerte la democracia directa. Donde la democracia representativa es fuerte — dar recursos e incentivos a unos determinados ciudadanos para que puedan dedicarse a tiempo completo a la política y con ello evitar que se «distraigan» teniendo que gestionar sus intereses privados — ahí tiene su talón de Aquiles la democracia directa: la democracia directa requiere mucho tiempo (para conocer los problemas, para comprenderlos, para identificar las soluciones, para debatir, para…..) que compite con nuestras obligaciones cotidianas.

La democracia híbrida (la posibilidad de participar directamente allí donde queremos, delegar nuestro voto en quien confiamos para determinadas cuestiones o, en su defecto, optar por una modalidad de democracia representativa para el resto) recoge lo mejor de todas las opciones: permite actuar directamente allí donde el coste de participar no es muy alto (porque conocemos bien el tema, porque tenemos una opinión bien formada), delegar el voto en quien confiamos y para quien participar directamente no será una carga, o bien poder «desentendernos» de un tema (dar el voto a los prepresentantes electos) allí donde o bien no tenemos una opinión, o bien nos es muy caro elaborarla o, simplemente, el tema no nos interesa o incumbe en demasía.

En algún artículo tuyo [Desintermediación en democracia ¿en qué sentido?] te proponías combinar la democracia líquida con la democracia 4.0. A mí me pareció muy buena idea, por lo que a mi trabajo he explicado la democracia líquida y la 4.0 como si fueran inseparables. ¿Qué puede aportar la democracia 4.0 a la democracia líquida?

Considero que la democracia híbrida va un paso más allá que la Democracia 4.0. Tal y como se describe la Democracia 4.0 por sus impulsores, su propuesta es combinar la democracia directa con la representativa. Democracia 4.0 presenta dos extremos: la democracia representativa tal y como la planteamos en un extremo, y en el otro, donde todo el mundo votaría directamente, una democracia directa pura. Entre los dos extremos, un amplio abanico donde al peso del voto de un diputado se le resta el peso de los votos emitidos directamente por los ciudadanos que hayan optado por participar.

La democracia híbrida comparte esta misma mecánica pero le añade la posibilidad de delegar el voto directo en un tercero que no es ni el propio ciudadano ni el representante electo (p.ej. el diputado). Así, a los dos anteriores extremos se le añade un tercero donde solamente votan representantes ad hoc, representantes que, a diferencia de los electos, pueden cambiarse para todas y cada una de las sesiones de votación que se programen.

Así, pues, la Democracia 4.0 aporta una base sobre la cual la democracia híbrida intenta edificar un sistema más complejo de intermediación o representación temporal y no basada en partidos sino en la red de confianza de los ciudadanos a título individual.

¿La democracia líquida debería producir necesariamente online? ¿Sería muy compleja la implementación y el cambio del sistema actual a uno de democracia líquida online? ¿Qué pasos deberíamos pasar? ¿Estaríamos preparados los ciudadanos para un sistema como éste? ¿Qué pasaría con los ciudadanos que no tienen suficientes conocimientos de informática?

La democracia líquida y la democracia 4.0 necesariamente requieren el apoyo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Si bien conceptualmente ello no es necesario, sí lo es en la práctica y no cabe duda de que este es el motivo por el cual la reflexión sobre estas cuestiones ha tomado gran relevancia en los últimos años — además del desencanto, está claro, respecto a la percepción de la calidad de la democracia representativa que tenemos hoy en día.

Internet nos permite gestionar conocimiento y comunicarnos entre nosotros de forma casi instantánea y a costes marginales ridículos. Ello hace que, aún con muchas salvedades y precauciones, no sea ya estrictamente necesario coincidir en el espacio y en el tiempo (p.ej. en el pleno del Congreso) para tomar decisiones de forma conjunta, previa información y deliberación.

Las actuales barreras no son técnicas: el voto electrónico es ya posible y goza de muy buena salud… a nivel tecnológico. Las barreras son, pues, legales y, sobre todo, culturales.

Las barreras legales, no obstante, son «fáciles» de superar, ya que «bastaría» con llegar a un acuerdo en el Parlamento y hacer posible legalmente un modelo de democracia distinto.

El mayor problema, sin duda, es que hemos perdido cultura democrática. Hemos perdido — o a lo peor jamás hemos tenido — la conciencia de que la democracia no es votar, ni mucho menos elegir a unos representantes, sino que hay que informarse, crearse una opinión informada y deliberada, cotejarla con la de los demás en un debate abierto y constructivo, ordenar las preferencias según una escala de valores y negociar con aquellos que tienen sus valores ordenados de forma distinta, etc. Todo esto forma parte del ejercicio democrático y seguramente estamos muy lejos, como colectivo, de poder asumir tanta responsabilidad de golpe.

Seguramente habría que empezar implementando un modelo de democracia híbrida en niveles cercanos al ciudadano (p.ej. Ayuntamientos), con temas que le sean muy familiares, y con un gran acompañamiento en todas y cada una de las fases, de forma que sea más importante el desarrollo del proceso que no la decisión alcanzada. Los costes de hacer esto son elevados y solamente será posible con un consenso generalizado de que esto es una inversión que tendrá su retorno y no un gasto que viene a restarse de otras partidas.

Sobre los ciudadanos con un nivel bajo de competencia digital hay tres comentarios importantes a hacer. El primero es que el sistema debería — y seguramente puede ya — ser lo suficientemente sencillo como para no hacer de la tecnología una barrera: cada vez hay menos gente que no sepa o no se atreva a hacer una compra o una reserva en línea (los hay, pero decreciendo). Por otra parte, tenemos varios organismos (bibliotecas, telecentros, centros cívicos, etc.) que podrían ayudar a luchar contra este miedo o falta de competencia digital.

El segundo es que la capa intermedia — delegar el voto en una persona de confianza — hace que sea más fácil el participar. En última instancia vale la pena recordar que siempre queda la opción de inhibirse y, en lo que a uno se refiere, optar por la modalidad de democracia representativa — voto en las urnas a mi diputado y me olvido del tema.

El tercero tiene relación con lo dicho anteriormente: los problemas de la brecha digital, más allá del acceso físico a las infraestructuras, están fuertemente relacionados con la educación y el nivel de renta, igual que sucede con la participación política. En el fondo, pues, el problema no es de «conocimientos informáticos», sino de equidad y justicia social a la hora de dar educación y recursos a los ciudadanos para que puedan emanciparse y participar en total libertad.

¿Qué problemas tendría una democracia líquida en cuanto a privacidad y seguridad? ¿Qué se debería hacer para tener un sistema seguro y que mantenga la privacidad?

El voto electrónico está suficientemente avanzado como para poder hacer todo el proceso seguro y privado. Las pocas debilidades que pueden permanecer no son muy distintas a las del voto no electrónico, mientras que los beneficios son seguramente mayores.

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La presunción de inocencia de los condenados

Ayer, el ex-presidente de la Diputación de Castellón Carlos Fabra era condenado a cuatro años de cárcel por cuatro delitos de fraude fiscal. Al rato, la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, clamaba contra el posible linchamiento público del ya condenado y apelaba a la presunción de inocencia del mismo. Esta presunción de inocencia haría en referencia al hecho de que la sentencia no es firme, sino que el caso puede elevarse a otras instancias superiores que tengan a bien anularla exculpando a Carlos Fabra.

En mi opinión, la Sra. Cospedal hace aquí una interpretación algo personal de lo que dice el artículo 24.2 de la Constitución Española cuando dice que todos tienen derecho […] a la presunción de inocencia.

El Derecho español tiene — entre otros — tres pilares fundamentales creados para proteger a las personas y aportar garantías de que serán juzgadas justamente:

  1. Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
  2. Onus probandi: la carga de la prueba recae en quien quiera probar ese contrario. Es decir, hay que probar que alguien es culpable y ese alguien no tiene que probar que es inocente.
  3. In dubio pro reo: en caso que, hechas las pruebas pertinentes, persista la duda, la Justicia se decantará a favor del acusado.

Lo que dice, pues, el principio de presunción de inocencia es que cada vez que se inicia un proceso, el acusado debe comparecer como inocente y es tarea de la acusación demostrar lo contrario. Si se eleva su caso a otra instancia, el nuevo responsable de instruir y juzgar debe considerar al acusado como si empezase de cero, es decir, presumiendo su inocencia. Y si se diese el caso que se apelase al indulto, tres cuartos de lo mismo.

¿Significa esto que el Sr. Carlos Fabra es inocente hasta que agote todas las instancias y hasta la petición de indulto? En absoluto. Para el caso que acaba de cerrarse ahora, Carlos Fabra es culpable, en concreto de cuatro delitos de fraude fiscal por el que se le condena a cuatro años de cárcel.

Si Fabra inicia un recurso de casación al Tribunal Supremo, eso significa que el Supremo podrá revisar todo el proceso, aceptar nuevas pruebas, etc. y tratando siempre al acusado como inocente.

Pero, fuera del nuevo proceso que inicie Fabra ante el Supremo, sigue siendo culpable fruto del fallo que así lo condena. Es decir, que durante el recurso el nuevo tribunal actúe «como si» Fabra fuese inocente no significa que sobre su cabeza pese una condena de cuatro años que, de no anularla una instancia superior, de una forma u otra debería cumplir. Fuera del ámbito estrictamente procesal, pues, este señor es culpable de unos delitos por los que tiene una condena pendiente.

Dicho esto, no se puede cerrar esta reflexión sin dos comentarios últimos.

El primero es que no culpabilidad e inocencia son dos conceptos distintos. Todo inocente es no culpable pero no todo no culpable es inocente. Sin ir más lejos, el mismo Carlos Fabra podría haber sido declarado no culpable de los delitos fiscales que hubiesen prescrito, sin que por ello fuese inocente de robar el dinero del contribuyente para sí mismo. Que uno sea un delincuente y que uno deba acabar pagando por ello son dos cosas muy distintas.

El segundo es el de la diferencia entre las responsabilidades penales y las responsabilidades políticas, o entre lo penal y lo ético. Del mismo modo que ser un cónyuge infiel contumaz no constituye delito pero suele ser motivo de condena social y desestabiliza el sistema que constituye el matrimonio, algunos comportamientos de algunos políticos no son tampoco delictivos pero deberían ser motivo de condena dado que desestabilizan el sistema democrático. Mezclar las esferas de la justicia con las de la ética no es sino parapeto y un vergonzoso esquivar de responsabilidades.

Que nos estemos acostumbrando a una u otra cosa no cambia su significado. Aunque sí hace más comprensible que, con una sentencia de culpabilidad acabada de salir del horno, haya quien se rasgue las vestiduras porque no se respeta la presunción de inocencia.

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Por qué la pobreza sube aunque baja el riesgo de pobreza

El pasado 20 de noviembre, el INE publicaba la actualización de la Encuesta de nivel, calidad y condiciones de vida. En la nota de prensa (PDF) se afirmaba en el titular de la misma que La población en riesgo de pobreza es del 21,6%, frente al 22,2% del año anterior. Si bien es cierto que el mismo INE se daba prisa después a matizar esta afirmación, a detallar cómo se mide el riesgo de pobreza, lo relativo de su medida, los motivos que pueden causar un cambio en la misma, etc. lo cierto es que lo que queda en la retina es que «la pobreza baja».

El riesgo de pobreza es un indicador que considera a una persona en riesgo de pobreza a aquella que percibe un 60% o menos de la renta mediana. Recordemos, además, que la renta mediana no es la renta media (el total de las rentas divididas por el total de personas que las perciben), sino que es la renta que tiene la persona que, ordenada toda la población por su renta, queda justo en la mitad de la distribución.

Sin embargo, y como veremos a continuación, no solamente la pobreza no ha bajado, sino que ha subido en cantidades nada despreciables: dado que la renta ha bajado en general, la renta mediana de referencia para el cálculo del indicador también ha bajado. Y es por este motivo que, al estar todos más apiñados en el fondo, las distancias parecen haberse recortado y, con ello, el riesgo de pobreza.

El riesgo de pobreza como medida de desigualdad

El INE, en su misma nota de prensa, ya advierte que:

La población en riesgo de pobreza es un indicador relativo que mide desigualdad. No mide pobreza absoluta sino cuántas personas tienen ingresos bajos en relación al conjunto de la población.

Veamos con un simple ejemplo que ello no es así. En la tabla siguiente contemplamos dos escenarios donde 5 ciudadanos tienen rentas distintas en el Año 1 y en el Año 2.

  Año 1 Año 2
  Renta % sobre
mediana
Renta % sobre
mediana
Ciudadano 1 475 1,19 1500 5,00
Ciudadano 2 450 1,13 1000 3,33
Ciudadano 3 400 1,00 300 1,00
Ciudadano 4 230 0,58 200 0,67
Ciudadano 5 210 0,53 140 0,47

Tabla 1. Dos escenarios para el cálculo del riesgo de pobreza.

La tabla nos muestra como para el Año 1, el ciudadano 1 (el más rico) no alcanza a tener más de un 20% de la mediana (aquí representada por el ciudadano 2), mientras que hay dos ciudadanos (4 y 5) que quedan por debajo del umbral del 60% y, por tanto, caen dentro de la definición de pobreza.

Para el año 2 la renta del ciudadano 3 (la mediana) ha caído un 25% y pasa de 400 a 300. Es decir, es más pobre. Dado que su renta es la referencia para el cálculo del umbral, vemos que aunque las rentas de los más pobres también han caído, ahora solamente el ciudadano más pobre cae dentro de la definición de pobreza, mientras que el ciudadano 4, aunque su renta ha bajado de 230 a 200, pasa de ser pobre a no estarlo, con lo que en el nuevo escenario, a pesar de que la mayoría son más pobres, hay menos ciudadanos en riesgo de pobreza.

Hay dos consideraciones más a hacer a este ejemplo. El primero, redundando en el caso del ciudadano 4 que deja de ser pobre, es que si bien su renta actual (200) es incluso menor que la renta del ciudadano más pobre en el año anterior (210), no por ello cae ahora dentro del intervalo que atribuimos a la definición de pobreza. Si a ello le añadimos que probablemente haya habido inflación de un año para otro, esos 200 tienen todavía menos poder adquisitivo, con lo que es todavía más pobre y, sin embargo, no se le considera en riesgo de pobreza (ahondaremos en esta cuestión después).

La segunda consideración es sobre la capacidad de este indicador para reflejar la desigualdad. En el año 1, el ciudadano más rico tenía una renta superior en un 19% a la mediana, mientras que el más pobre la tenía un 47% menor. En el año 2, el ciudadano más rico tiene cinco veces la renta mediana, mientras que el más pobre no llega ni a la mitad. Y sin embargo, el riesgo de pobreza nos dice que el año 2 es mejor que el primero en términos de «desigualdad». Es más que evidente que ello no es así.

El riesgo de pobreza como medida de la pobreza absoluta

Aunque el mismo INE, así como los medios que han reproducido la noticia, insiste en que el riesgo de pobreza no mide pobreza absoluta sino cuántas personas tienen ingresos bajos en relación al conjunto de la población ello tampoco es del todo cierto, o sí lo es pero solamente tomando una foto fija de la situación, dejando de serlo cuando comparamos a esas mismas personas consigo mismas a lo largo del tiempo.

Hay dos motivos por los cuales el riesgo de pobreza falla a la hora de calcular los ciudadanos más desfavorecidos incluso en términos relativos a lo largo del tiempo:

  1. El primero, ya lo hemos visto, es que la mediana cambia resituando a todos los agentes en el mapa con independencia de lo que suceda con su poder adquisitivo. Si el poder adquisitivo de un ciudadano baja (lo que a todas luces significa que es más pobre), no es de recibo que deje de ser pobre por el solo hecho de que haya menos distancia entre él y los que cobran un poco más que él. Dicho de otro modo, mientras el riesgo de pobreza se mide en relación a los demás, obvia medir cómo evoluciona uno en relación a uno mismo.
  2. El segundo, que hemos apuntado de paso más arriba, es que por la forma como está construido el indicador, no tiene en cuenta la inflación. Igual que sucede con los movimientos de la mediana de referencia, el poder adquisitivo también se ve afectado por el valor real de la renta, más allá de su valor nominal. Un país en el que las rentas no variaran ni un céntimo a lo largo y ancho de toda la población mantendría los mismos valores de riesgo de pobreza aunque la inflación hubiese multiplicado los precios por 1000 dejando el poder adquisitivo de los ciudadanos a nivel del suelo.

¿Y esto es muy importante? Lo es.

Tomemos los datos de la misma nota de prensa del INE. Creámonos que el umbral de riesgo de pobreza que se calculaba para 2009 es «bueno». Es decir, creemos que los hogares de una única persona son considerados pobres de 7.714€ para abajo y que los hogares de 2 adultos y 2 niños lo son de 16.199€ para abajo.

Dado que la inflación acumulada desde 2009 hasta hoy es aproximadamente de un 9%, esos 7.714€ de 2009 devienen 8.408€ en 2013, y los 16.199€ de 2009 devienen 17.657€ en 2013. Es decir, si actualizamos por la inflación, y queremos que el mismo pobre de 2009 lo siga siendo en 2013, los umbrales de pobreza para 2013 deberían ser 8.408€ y 17.657€ para familias de uno o cuatro miembros respectivamente. En cambio, los datos para 2013 son de 7.040€ y 14.784€, mucho más bajos y, por tanto, dejan de considerar como en riesgo de pobreza a… un montón de gente.

Las siguientes gráficas ilustran esta divergencia. La línea roja coge de referencia los valores de 2009 y los actualiza con la inflación. La línea azul son los umbrales calculados por el indicador, sin inflación (porque no entra en la fórmula de cálculo, claro) y con la mediana moviéndose en función del movimiento general de las rentas:

Total, un 19% de desviación del umbral actualizado con base en 2009 y el umbral calculado efectivamente.

La distancia que hay entre cada una de las líneas son pobres que dejan de contabilizarse cada año. O, en otros términos, personas que estaban bajo el umbral que define la pobreza en 2009, cuyo poder adquisitivo se ha visto reducido y, no obstante, ahora ya no computan como en riesgo de pobreza.

¿En términos absolutos? Es difícil calcularlo, pero según los datos de Hacienda sobre la distribución de la renta en España fácilmente estaríamos hablando de alrededor de 1.500.000 a 2.000.000 personas.

No está nada mal.

Rehaciendo el titular del INE habría que afirmar, pues, que la población en riesgo de pobreza baja un 0,6% al computarse dos millones de pobres más que en el año anterior.

NOTA: el tratamiento informativo que hace el INE del indicador es más que riguroso y prudente. Con lo aquí escrito no quiero criticar, ni mucho menos, su labor. Es mi único objetivo aquí poner de manifiesto el riesgo de utilizar algunas herramientas (como el indicador de riesgo de pobreza) para fines para las que no fueron diseñadas. Aunque se podría añadir aquí que se me escapan los fines para los que fue diseñado este indicador en particular.

NOTA 11/01/2015: Gracias a los comentarios de José Antonio Noguera (@josenoguerauab) corrijo algunas expresiones («estar en riesgo de pobreza» por «ser pobre») que eran simple y llanamente erróneas. ¡Muchas gracias!

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Educación: una inversión que compensa — aunque podría compensar más

En el informe de la OCDE Government at a Glance 2013 — que a su vez toma los datos de otro informe de la OCDE Education at a Glance 2013. OECD Indicators — aparece un gráfico que en España nos tiene — o debería tener — más que (pre)ocupados.

El gráfico en cuestión es el que representa el análisis coste-beneficio para el Estado de impulsar la educación pública. En la parte de los costes, el coste directo de proveer un sistema educativo, el coste de oportunidad de los impuestos «perdidos» (por estar estudiando y no trabajando) y las becas. En la parte de los beneficios los ingresos por impuestos sobre la renta, el efecto de las contribuciones sociales, transferencias y el efecto de tener una mayor probabilidad de encontrar trabajo (y, por tanto, tener un menor coste social en términos de paro).

Para el caso de España, este valor neto es positivo (como para todos los países a excepción de Estonia en la educación secundaria) tanto para la educación secundaria como la terciaria. Para la secundaria son de 17.739€ por hombre, mientras que para la terciaria son de 27.605€ por hombre. Es decir, al Estado le sale a cuenta, en términos estrictamente económicos, invertir en educación ya que los beneficios (insisto: estrictamente económicos) prácticamente doblan los costes.

A ello habría que añadir, por supuesto, otros beneficios indirectos. Sabemos que una mayor educación tiene un impacto positivo en mayor esperanza y calidad de vida, menor delincuencia y violencia, etc.

Hay, como mínimo dos comentarios más a hacer a esta afirmación.

El primero, obvio, es que la desinversión en educación que se hace dentro de las actuales políticas de austeridad no solamente tiene un impacto en la equidad, la justicia social, la productividad económica o la competitividad de las generaciones más jóvenes, sino que, además, desinvirtiendo en educación estamos, a la vez, castigando las cuentas públicas del futuro. Dicho de otro modo y simplificando en extremo: por cada euro en educación que recortamos, dejaremos de ganar dos euros por persona en el futuro, cuando esta sea un trabajador que pague impuestos, contribuya a la seguridad social o quede en paro y tenga que buscar un nuevo trabajo.

El segundo comentario es incluso más duro que el primero: mientras España tiene un nivel de gasto en educación que se sitúa alrededor de la media de la OCDE, los beneficios económicos que obtiene de invertir en esa educación son de aproximadamente la mitad o un tercio de la media. Es decir, en España — en términos agregados, económicos y en relación al Estado — la educación secundaria rinde la mitad que la media, mientras que la educación terciaria rinde un tercio. Lo que nos sitúa el tercer país por la cola solamente superando a Estonia y Turquía.

¿A qué se debe esta situación? Seguramente a muchos y diversos motivos, pero hay uno que aparece bastante claro: además de las pertinentes reflexiones sobre la calidad de la educación (y, por ende, de sus egresados) es más que probable que tengamos un problema en las empresas a la hora de poner en funcionamiento el capital humano. Lo comentábamos en España en el Global Information Technology Report 2009-2010 y España en el Networked Readiness Index 2013 en el ámbito de las nuevas tecnologías y la competencia digital, aunque el comentario puede extenderse fuera de dichos ámbitos. Las empresas están teniendo acceso a mano de obra muy cualificada pero, no obstante, son incapaces de trasladar esta mano de obra cualificada a unas mayores productividad y competitividad. Probablemente habría que mirar en el acceso a la financiación y la estrategia de I+D+i (factor capital), así como a la cualificación misma de los mandos (la otra cara del capital humano), para buscar determinantes de esta baja conversión de la educación en mayores actividad, ingresos y beneficios empresariales.

La última reflexión, pues, no puede ir sino en esta línea: al pensar en políticas de empleabilidad, más allá de las habituales «flexibilizaciones» en la contratación y las políticas de «contención» de los costes salariales, empezamos a tener ya muchos indicadores de que hay un gran problema en la parte de la empresa y que es ahí donde habría que (también) incidir con fuerza. No obstante, apenas si encontramos políticas dirigidas a ellas, más allá de intentar convertir parados en emprendedores y, por construcción, en empresas.

Actualización: Roger Vilalta me hace llegar una entrevista que eldiario.es hace a Jorge Fabra, miembro fundador de Economistas Frente a la Crisis, donde este último afirma:

Cuando hablamos de competitividad del trabajo debemos cuestionarnos, ¿es que tenemos trabajadores vagos? Esto no es cierto. Lo que tenemos son empresarios muy ineficientes. La competitividad del trabajo depende de la organización del trabajo y de la capitalización tecnológica de las empresas. Y al revés, que los empresarios puedan mejorar sus costes con la devaluación salarial es un incentivo a que relajen la eficiencia en la organización del trabajo y a que relajen la capitalización tecnológica para competir con nuestro entorno

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Asociación de víctimas de la AVT

Para evitar malentendidos, vayan por delante dos afirmaciones sin matices:

  • La defensa de las ideas jamás debería ejercerse por la violencia. El terrorismo — y su versión eufemística de «lucha armada» — son, sin duda alguna, lo peor que puede generar una sociedad.
  • Uno de los retos más complejos a los que se enfrenta una sociedad, tras la derrota del terrorismo en el terreno de lo penal y de la acción de los cuerpos de seguridad del Estado, es cómo articular la convivencia entre quienes siempre defendieron la democracia de los que ahora abandonan las armas para abrazar la vía política. No hay una solución y entre las soluciones disponibles ninguna será fácil.

Dicho esto, creo que empieza a ser urgente ver hasta qué punto las reivindicaciones justas de algunos de los que fueron víctimas de la violencia pueden acabar, a su vez, violentando la democracia misma.

En los últimos años, y muy especialmente desde que la lucha antiterrorista ha ido desplazando su centro de gravedad hacia una aproximación más política y menos «militar», la Asociación Víctimas del Terrorismo (AVT) ha ido endureciendo su discurso no en defensa de las víctimas, no en su censura al terrorismo, sino directamente contra las instituciones del Estado de derecho.

Primero fue su ataque al sistema penal que rige en España, cuya visión siempre ha sido la de la reinserción del convicto, su rehabilitación, su recuperación para la sociedad. Es, por supuesto, legítimo cuestionar esta visión y proponer otra alternativa. Sin embargo, y como veremos más adelante, este cuestionar no ha sido tanto un ejercicio propositivo sino uno de derribo del sistema, de chantaje emocional contra todo aquél que defendiese no ya unas posturas determinadas sino, simple y llanamente, el espíritu y texto de las leyes aprobadas en el Parlamento.

Segundo fue una caza de brujas para eliminar toda disensión y, en definitiva, la voz de las víctimas mismas para que estas fuesen enmudecidas por los gritos de sus supuestos representantes. En definitiva, la AVT ha conseguido con sus acciones la negación de la pluralidad de pareceres entre las víctimas, así como apropiarse de un espacio de debate público que, con toda justicia, deberían compartir con las otras asociaciones de víctimas del terrorismo, que, efectivamente, existen.

Lo penúltimo ha sido pedir salir del Convenio Europeo de Derechos Humanos, una institución que tiene por objetivo ni más ni menos que proteger los derechos humanos y las libertades fundamentales de las personas sometidas a la jurisdicción de los Estados miembros. Dicho de otro modo, a la AVT no le interesa ya, en absoluto, la protección de los derechos humanos ni las libertades fundamentales, sino otra cosa. Volvemos, pues, al primer punto: no va de derechos sino de revancha.

Lo último (por ahora) es ya la petición de eliminar el Tribunal Supremo, el órgano de más rango dentro del poder judicial español. Es decir, cambiemos la Ley en España, hagámoslo sin ningún tipo de consideración hacia los derechos humanos y, si hace falta, hagámoslo fuera de la Ley.

El pasado 27 de octubre, durante la manifestación de la AVT contra la derogación de la doctrina Parot un manifestanse se exclamaba que los pacifistas quieren la paz a toda costa.

Efectivamente, algunos creemos que la paz es un bien superior que debe conseguirse a toda costa. A toda costa. A toda costa significa que el precio puede llegar a ser caro e incluso incómodo en muchos casos. Pero siempre inferior al precio que nos hace pagar la violencia.

La democracia empieza a ser víctima de los relativismos morales que acaban cuestionando los fundamentos de las principales instituciones de dicha democracia: los derechos humanos, las libertades, el Estado de derecho. Resbalamos por una pendiente cuya perspectiva no es nada halagüeña.

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