10 medidas contra la libertad de expresión

El escritor Isaac Asimov puso en palabras de Salvor Hardin, el astuto alcalde de Fundación, una máxima que se ha convertido en famosa en política: La violencia es el último recurso del incompetente. Lo que no aclara Hardin, ni Asimov, es quién es el incompetente: si aquél que hace uso de la violencia, o bien aquél que limita el campo de acción de los demás de forma que se ven abocados a utilizar la violencia, no como último recurso, sino como único recurso.

La X Legislatura de España probablemente terminará (en sentido cronológico) con una nueva Ley Electoral que algunas voces (muchas, pocas) ya se han apresurado a tildar de pucherazo, en el peor de los casos, o de ataque a la pluralidad de ideas, en el mejor de ellos. Pero la Ley Electoral no habrá llegado sola, sino que habrá seguido un largo camino de recortes a la libertad de expresión, directamente camuflados bajo otras apariencias o indirectamente causados por la priorización de otros derechos.

Nueva ley electoral

La propuesta de reforma de la Ley Orgánica de Régimen Electoral propone, entre otras cosas, que en los municipios gobierne la lista más votada. Es decir, el resultado de las elecciones municipales determinará directamente — sin posibilidad de negociaciones, pactos, y a una única vuelta — quien será el nuevo alcalde y que será quien forme gobierno. Esta reforma silencia todas las voces menos una en el consistorio, una voz que no necesitará mayoría absoluta, sino simple… para poder gobernar con mayoría absoluta. Como se decía más arriba, la actual correlación de fuerzas en muchos municipios españoles, especialmente capitales de provincia, hacen sospechar que este sea un movimiento rayano en el pucherazo. Sea como fuere — de buena o mala intención — la libertad de expresión se verá reducida al eliminarse la representación de muchos ciudadanos que no votaron a la lista mayoritaria.

Nueva Ley electoral en Castilla – La Mancha

La nueva ley electoral que tanto afectará las municipales viene precedida por la nueva Ley electoral aprobada en Castilla – La Mancha el 21 de julio de 2014. En ella, y fundamentada por economizar los gastos de la democracia, se reduce el número de diputados en el parlamento autonómico. Tan aparentemente inocente medida cambia drásticamente la aritmética parlamentaria y hace más cara, en número de votos necesarios, la obtención de un escaño en el parlamento. De nuevo, menos voces en el parlamento, con también menor proporcionalidad respecto al mosaico ideológico del ciudadano que, por construcción, ve limitada su libertad de expresión.

Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana o Ley «mordaza»

Quejarse de las anteriores leyes, protestar o proponer protestas, incluso deliberar en determinados espacios en un tono o formas que puedan parecer sospechosos puede acabar en falta o incluso delito. La nueva Ley de Protección de la Seguridad Ciudadana prevé prohibir o limitar un gran abanico de actuaciones de la ciudadanía y la sociedad civil con la excusa de, precisamente, proteger el desarrollo del estado de derecho y la democracia. Sin embargo, algunas de estas medidas son claramente desproporcionadas o bien frenan el avance de una democracia (también) extra-institucional que venga a complementar el trabajo de las instituciones. La «Política con P mayúscula» no es cosa del ciudadano de a pié, como bien tiene a poner por escrito la nueva ley. La libertad de expresión que Internet trajo, la Ley se la llevó.

Nueva Ley de Propiedad Intelectual

Las libertades en Internet se ven también limitadas con la nueva Ley de Propiedad Intelectual que, para proteger los derechos de (algunos) propietarios de (algunas) creaciones artísticas y culturales hace retroceder peligrosamente la libertad de expresión de forma tácita o explícita. Sin entrar en el debate sobre el concepto mismo de propiedad intelectual y la explotación del monopolio de los derechos sobre las obras, es incuestionable que en el solapamiento de ambos derechos ha salido perdiendo la libertad de expresión, tanto la relacionada con el uso de dichas obras para fines políticos o incluso científicos, como la que no tiene relación alguna con dichos usos o incluso relación con las obras originales, ya que la ley es de máximos y evita entrar en diferencias en el uso de Internet para la comunicación.

Ley de tasas en el ámbito de la Administración de Justicia

Dirimir estas (u otras) cuestiones por la vía judicial tiene costes más elevados desde la aprobación el 20 de noviembre de 2012 de la Ley 10/2012, de 20 de noviembre, por la que se regulan determinadas tasas en el ámbito de la Administración de Justicia y del Instituto Nacional de Toxicología y Ciencias Forenses. Así, esta nueva ley eleva la barrera económica para acceder a la justicia, poniendo en franco peligro el acceso universal a la justicia por parte de cualquier ciudadano. Recurrida por inconstitucional, dificultar la libertad de expresión vía judicial se añade a las anteriores censuras a través de los parlamentos, los ayuntamientos, los espacios de debate públicos, o el mismo uso de espacios y contenidos digitales para ello.

Ley de Transparencia

Ojos que no ven, corazón que no siente. La Ley de Transparencia aprobada el 9 de diciembre de 2013 es también una traba al control de distintas instituciones de la democracia (Gobierno y Administración, Legislativo, Judicial, partidos, Corona, etc.) así como a la rendición de cuentas. La ley de transparencia es manifiestamente deficiente, tanto en comparación con otras leyes parecidas como en relación a los avances en el tratamiento de la información y las comunicaciones. Además, hecha la ley, el debate para pedir más y mejor transparencia queda agotado por la existencia misma de la ley, deslegitimando de facto cualquier petición en esta línea. Ciudadanos desinformados, ciudadanos sin libertad de expresión.

Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa o Ley Wert

Contra la libertad de expresión, nada mejor que no dejar expresarse. O no informar. O, directamente, adoctrinar. La Ley Orgánica 8/2013, de 9 de diciembre, para la mejora de la calidad educativa supone una recentralización de muchas competencias educativas que ahora estaban en manos de las comunidades autónomas. Más allá de la cuestión competencial, la existencia de distintos modelos, aunque coordinados, suponía un sistema de contrapesos que evidenciaba, sobre todo, las diferencias. También en el temario. La recentralización, y el cambio de ponderaciones en la importancia de determinadas materias hace que la tentación de afectar los temarios sea mayor. Además, en el caso de las comunidades autónomas con segunda lengua oficial, este cambio de ponderaciones, programación y temarios ha afectado especialmente a las segundas lenguas oficiales, el vehículo por excelencia de la cultura. De la expresión. De la libertad de expresión.

Iniciativas Legislativas Populares

Es sabido el previsible futuro de una Iniciativa Legislativa Popular en España: la no admisión a trámite o, con suerte, su rechazo. Solamente una de estas ILP desde la restauración de la democracia ha acabado airosa el arduo periplo que supone ponerla en marcha y que acabe en la mesa de sus señorías. Si la maquinaria del estado quiere forzar que la ciudadanía participe por canales institucionales (ni calles, ni foros de Internet: el Parlamento con P de Política mayúscula), lo viene disimulando mucho desde 1983. Pero la cosa ha empeorado. Con la crispación política, la deslegitimación de las instituciones de la democracia representativa y con el desaire de éstas para con la ciudadanía, ha sucedido lo previsible: la desazón y la autocensura. No se ha presentado ninguna ILP en el último año y medio, eliminando de un plumazo el promedio de más de 5 iniciativas por año en la última década, 27 de ellas en los últimos 3 años. La libertad de expresión es como el gato de Schrödinger: puede ser y no ser al mismo tiempo.

Consultas no refrendatarias

¿Cuál es la última baza de un ciudadano? Entrar en política. Perdón: en Política. Un Parlamento y un Gobierno bien podrán articular mecanismos para hacer oír la voz de sus conciudadanos. ¿Sí? ¿No? No. Tampoco. Olvidemos por un momento si los catalanes son unos pérfidos sediciosos. Todos ellos. O algunos. O unos cuántos. ¿Cuántos? No lo sabemos: la propuesta del Govern de la Generalitat, avalada por una amplia mayoría en el Parlament de Catalunya de consultar — de forma no vinculante — a los catalanes, de preguntarles su opinión el día 9 de noviembre de 2014, no entra, por lo visto, dentro de la Ley.

Pero no entra no porque sea ilegal. No entra porque la libertad de expresión es un estorbo. Negar la consulta a los catalanes no se fundamenta en el mantenimiento de la unión de España: ya se ha visto en Canadá o el Reino Unido que los nacionalismos pueden hablarse entre ellos. La negación de la consulta a los catalanes es prima hermana de tomar nombre y apellidos a los reunidos en el Retiro para preparar una protesta ante el Congreso; parecido a cerrar páginas web con o sin contenidos del tipo que sea como medida cautelar, sin jueces de por medio y sin riesgos de fuga de nadie ni vidas en peligro; es similar a pedir documentos públicos y dar la callada como respuesta; recuerda en el fondo y en las formas el dar ruedas de prensa sin preguntas… ni presencia; nos retrotrae a 1885 y su Pacto de el Pardo; va en la misma línea, en definitiva, del haga usted lo mismo que yo y no se meta en política.

Censura: ni el derecho de poder informar sobre ello

Estaban ya cerradas estas líneas cuando han sucedido dos hechos que vale la pena sumar a lo que ahora es ya un decálogo de despropósitos contra la libertad de expresión. La primera cuestión es el boicot y censura, respectivamente, de dos actos de presentación en Holanda de Victus, novela histórica escrita en castellano por el autor catalán Albert Sánchez Piñol y donde se relatan los últimos estertores de la Guerra de Secesión en el sitio y posterior caída de Barcelona. La segunda cuestión es el cambio (al parecer) arbitrario y (éste sí cierto) retroactivo en las exenciones del IVA de las televisiones públicas que pone en una delicada situación a, entre otras, la televisión pública catalana. Una televisión que, con sus indudables sesgos, no deja de prestar un mejor o peor servicio de información pública y que ahora algunos ven peligrar seriamente — y a lo que habría que sumar el cese de las emisiones de TV3 y Catalunya Ràdio en la Comunidad Valenciana, o la pérdida en Catalunya de un multiplex de TDT y que también afectaría a la televisión pública.

Sea como fuere, y dejando al margen el derecho a opinar e incluso protestar que se mencionaba más arriba, al parecer ni la pluralidad de voces aumentadas por los medios o la literatura tienen ya cabida en determinadas concepciones de una democracia.

Y después se preguntan, nos preguntan, a qué tanta desafección política.

Entrada originalmente publicada el 10 de septiembre de 2014, bajo el título 10 mesures contra la llibertat d’expressió en Crític. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta sentitcritic.

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Cuando votar crea división

— Cariño, mis padres van a venir a vivir con nosotros.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

— Cariño, voy a arreglar la boda de nuestra hija con su primo el de Murcia.
— ¿Y eso no habría que discutirlo antes, especialmente con la niña?
— Mejor no: preferiría no crear división de pareceres entre nosotros dos.

Uno de los argumentos menos fundamentados sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, en general, y sobre la realización de un referéndum, en concreto, es que celebrar una votación, sin lugar a dudas, va a crear división entre los catalanes, o entre los españoles, que los va a enfrentar, que se creará un cisma, que los violentará.

En mi opinión esta es una clara confusión de causas por consecuencias, o mejor, una confusión de una realidad subyacente por sus síntomas superficiales.

Lo que crispa, separa y divide no es ser preguntado por una cuestión, sino lo que llevó a esa cuestión misma. Pueden dividir las distintas formas de enfocar la realidad; o las distintas formas de, en consistencia con esos distintos enfoques, querer obrar de cara al futuro. Pero, ¿ser preguntado? En absoluto.

Ser preguntado no crea más desasosiego en quién disfruta del status quo, en quién se aferra a su porción de poder, en quién ve legitimada su realidad por la inercia de los hechos, como no ser preguntado no crea más desasosiego en el que denosta el status quo, el que está en franca desventaja en ausencia de todo poder, en quién ve ninguneada su realidad por los sordos oídos de quién no quiere oír. Ni más ni menos preguntar genera más tensión que no preguntar, votar que no votar.

En el peor de los casos, airear un desencuentro lo que hace es cambiar de bando el desasosiego: el de quién por fin es escuchado y se ve reconocido por, a veces, el de quién ahora se ve cuestionado.

En el mejor de los casos — en el más civilizado de los casos, cabría decir — votar, dar voz, debería servir para que quienes viven juntos se vean forzados a escucharse, a dirimir sus desencuentros y diferencias, a calibrarlos en su justa magnitud, a minimizarlos cuando se tercie y a maximizar los esfuerzos para acercar pareceres cuando la cuestión así lo aconseje. O para tomar distintos caminos y evitar injerencias mutuas si así se resuelve.

Esta es la teoría.

La realidad es que votar, o debatir, sí atiza el fuego de la confrontación, creando división y enconando los puntos de vista opuestos que, en consecuencia, se radicalizan. Pero, de nuevo, el problema no es del hecho de votar en sí, sino lo que votar evidencia: una mala educación democrática. No saber deliberar. O, simplemente, no querer hablar — y dejar como último recurso la violencia, por construcción, sea explícita o soterrada. De querer ganar las discusiones sin hablar, ganarlas por el simple ejercicio de blandir el poder que uno ostenta — y que no se resigna a perder. Esto es, en definitiva, lo que divide: tener el poder y no saber utilizarlo mas que para mandar. Para negar la realidad o para ajustarla a las propias y distorsionadas percepciones, todas ellas endógenas y enraizadas en los más profundos prejuicios y apriorismos.

Es como creer que un médico conjura la enfermedad por el solo hecho de nombrarla.

— Cariño, deberías ir a que te miren eso.
— Mejor no: no vaya a ser que me encuentren algo y les dé por curármelo.

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Entre la vieja y la nueva política: cleptocracia, plutocracia y un infierno de buenas intenciones

En un para mí excelente artículo — Nueva y vieja política: del 11-S al 9-NQuim Brugué describe tres pilares de la democracia representativa que no habría que perder de vista, dado que son lo que hace del gobernar un arte que nunca va a contentar a todos — y, que deviene, por tanto, fuente de desencuentros, especialmente en problemas complejos.

Brugué identifica la «vieja política» con (entre otros) estos tres pilares, y se pone en guardia ante una «nueva política» que podría estar poniendo en duda estos fundamentos de la democracia representativa y a partir de los cuales funciona todo el cosmos institucional con el que nos gobernamos hoy en día.

Comparto a pies juntillas el artículo de Brugué, también respecto a sus miedos y dudas sobre lo que los anglosajones llaman tirar al niño por el desagüe con el agua del baño, es decir, arrancar el trigo con la cizaña: algo de provecho habremos aprendido en 2.500 años desde la democracia ateniense, más de 200 de democracia liberal y, para el caso de España, 40 años de democracia restaurada.

Hay, no obstante, un punto central en la tesis de Brugué con el que discrepo profundamente, aunque no por ello vea inválidos sus argumentos: creo que lo que vivimos hoy en día no es la vieja política que tan bien caracteriza Brugué. Y, en consecuencia, cabría volver a preguntarnos contra qué realidad se enfrenta la nueva política. Hace tres años, al responder qué pedían los indignados, me atrevía apuntar que a que se dé un debate para reformar y mejorar el ejercicio de la democracia a partir de una transición de una democracia industrial a una democracia en red. A continuación voy a argumentar porqué creo que el tiempo ha reforzado esta postura a la vez que la hace compatible con los apuntes de Brugué. Utilizaré, además, el mismo esquema que en su exposición.

La propia diferenciación entre sociedad civil e instituciones públicas es discutible

Argumenta Brugué que no hay dos esferas en la vida pública: la sociedad civil (organizada) y las instituciones públicas, sino que hay diversos puentes y enlaces que confunden las fronteras entre una y otra.

Estoy de acuerdo. Pero sí creo que es distinguible lo que es el interés público de lo que es el interés privado. Es más, reforzando la tesis de Brugué, creo que lo que difumina las diferencias entre sociedad civil organizada de las instituciones públicas en la vieja política es precisamente su común interés por lo público.

Pues bien, como se ha demostrado hasta la saciedad, muchas instituciones públicas (empezando por muchos cargos electos) ya no dirimen con el interés público, sino con su propio interés (privado) o con el interés de algunos grupos de interés (privados). Este sesgo cleptócrata o plutócrata rompe las normas del juego y convierte a la vieja política en otra cosa: en corrupción y en tiranía.

Cuando la nueva política clama que no nos representan o que somos el 99% quiere poner de relieve (especialmente, aunque no solamente) esta situación. No pretende separarse de las instituciones sino, bien al contrario, recuperar la representatividad que estas perdieron en favor de unos pocos. En mi muy personal opinión, Podemos es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

El peligro de paralizar la acción colectiva

El segundo argumento es que los intereses de la sociedad son dispares y que sus contradicciones pueden llegar a bloquear la toma de decisiones, la acción colectiva. De nuevo estoy de acuerdo en que las instituciones políticas pueden ser una buena medida para cortar ese nudo gordiano en que se convierte ordenar las preferencias de los ciudadanos, aunque sea a riesgos de tomar decisiones impopulares o que incluso perjudiquen a unos pocos.

Sin embargo, es también cierto que no hay acción colectiva sin deliberación. Y, de nuevo, hay que reconocer que ha quedado demostrado también que los espacios de debate han sido dinamitados en sus fundamentos. Aún tomando los Parlamentos y cámaras de representación como legítimos (ver punto anterior), su papel como ágora política está más que puesto en duda, verbigracia de los medios de comunicación, ese cuarto poder: la confrontación de opiniones y presentación de proyectos han dado paso al tacticismo político, la guerra de trincheras y la destrucción del oponente — que no de sus ideas.

Cuando la nueva política clama por una acción más directa no se refiere (solamente) a una recuperación de la soberanía o a una des-delegación (en la forma de democracia directa o participativa), sino también a recuperar espacios de debate, a llamar a todos los agentes implicados a personarse e implicarse en este debate y aportar sus particulares puntos de vista, a poner en valor una democracia deliberativa ahora mucho más posible gracias a mejor tecnología y mayor nivel educativo de la población. No se trata, pues, de paralizar la acción colectiva, sino de enriquecerla, de destruir la dictadura de las minorías poderosas con la pluralidad de la minoría. En mi muy personal opinión, Guanyem Barcelona (y afines) es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

Las relaciones entre estado y sociedad civil nunca han sido de subordinación: la política se ve obligada a repartir razones

Ya he comentado hasta aquí que, efectivamente, las instituciones políticas no son un genio de la lámpara a demanda y que puede y debe decepcionar a unos para contentar el interés colectivo (por supuesto, esta afirmación tiene también sus grises según uno se aproxime a ella por la derecha o por la izquierda). No entraré de nuevo, pues, en cuestiones como la representatividad (en entredicho) y la deliberación (dinamitada) donde aunque no se generen unanimidades, sí se generan consensos y acuerdos.

Pero se ha demostrado de forma tozuda, una y otra vez, que aún obviando la necesaria representatividad y la beneficiosa deliberación, las decisiones (que no pueden beneficiar a todos), aun bienintencionadas, se toman de forma opaca o, a lo sumo, aportando información parcial, medias verdades o pura desinformación al ciudadano. Así, podemos saber inmediatamente a quién descontenta una determinada política, pero es cada vez más difícil dirimir en aras de qué interés colectivo o cuál interés privado se toma una decisión. Insisto: esto sucede aún en casos bienintencionados pero instalados en el antiguo paradigma que la información es cara de transmitir, es de propiedad de la Administración o, simplemente, el ciudadano no va a tener tiempo ni conocimientos para saber qué hacer con ella.

Cuando la nueva política clama por una política que dé razones, no se está pidiendo que «nos» den la razón, sino que aporte el fundamento sobre el cuál se edificó el proceso de toma de decisiones. Hay una fuerte tendencia en la nueva política estrictamente dirigida a la transparencia en la arquitectura de la gobernanza y a la rendición de cuentas de todo aquello que afecta a la cosa pública, desde los ingresos hasta los impactos, pasando por los gastos y en cómo se diseñaron e implementaron dichas partidas. En mi muy personal opinión, la Red Ciudadana Partido X es (entre otras muchas cosas, seguramente) un ejemplo claro de esta aproximación.

Un infierno de buenas intenciones

Hasta aquí he querido poner de relieve cómo lo que Quim Brugué llama vieja política no es, en absoluto, lo que ahora se sirve cada cuatro años y en cómodos recortes (de derechos, que no económicos: esa es otra historia). Y que, por tanto, la nueva política, si bien corre el riesgo de caer en los errores que apunta Brugué, en mi opinión está apuntando sus dedos hacia otra cosa: lo que realmente se llevó por delante la vieja política. Los antisistema. Los de verdad, los que convirtieron el legislativo, el judicial, el ejecutivo y los medios de comunicación en una maraña dramatúrgica para distraer al ciudadano y no para representarlo.

La antigua democracia griega se fundamentaba en una participación muy directa del ciudadano. Esta es la verdadera vieja política: implicarse. Quienes idearon las modernas democracias liberales, más de 2.000 años después, se dieron cuenta que no era posible volver a la vieja política sin ciudadanos no libres (a saber, mujeres y esclavos, una suerte de redundancia en los términos en aquel entonces) por lo que la democracia representativa salió de la chistera a gran escala. Y, con la representación, vino la corrupción del término.

La nueva política no lucha contra la vieja política, sino todo lo contrario: aspira a recuperarla, acercándose a Grecia tanto como las nuevas tecnologías lo hagan posible, con nuevas ágoras, nuevos senados realmente representativos, con la posibilidad de la participación directa o parcial y temporalmente delegada. Virtual o presencial (potenciado por la tecnología como instrumento, eso sí).

Por supuesto no todo lo que se interpone entre la vieja política y la (vieja) nueva política es corrupción y cleptocracia. Estoy plenamente convencido de que hay un buen número de personas dedicadas a la política que intentan tender puentes entre vieja y nueva política. No obstante, tengo la sensación que en muchas ocasiones dan más importancia a lo que yo personalmente considero síntomas que a lo que seguramente son sus causas. Y la nueva política, el 15M, los movimientos sociales o como convengamos llamarles son, creo, síntomas de una revolución en ciernes, un movimiento hacia una política extrainstitucional debido a una profunda desafección política.

Y, en consecuencia, considero que la pregunta no debería ser adónde nos lleva el 15M, sino que nos condujo a él.

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¿Es todavía válida la definición de trabajador?

Nos recordaba Antoni Furió, en julio de 2013 en País Valencià, Siglo XXI, que afrontamos una sociedad de trabajadores sin trabajo. Repasa, el autor, desde los escritos de Hannah Arendt de 1958 hasta los de Ulrich Beck de 2013, pasando por las estadísticas de empleo, tanto en Europa como en España.

Sobra gente. O, mejor dicho, sobran trabajadores. Y si uno no tiene capital — porque es trabajador — y su trabajo no es necesario, la tragedia de la exclusión (primero económica, luego social) se hace prácticamente inevitable.

Prácticamente en el otro extremo del globo, en Minneapolis, John Moravec publicaba ese mismo año Knowmad Society. En el libro, él y sus coautores definen un trabajador (y cito bastante textualmente) creativo, innovador, motivado, sin miedo al fracaso, generador de nuevas ideas y conocimientos, que es capaz de solucionar diferentes problemas, que colabora con los demás, que comparte información, que crea redes, en constante evolución y aprendizaje, autodidacta, que utiliza intensivamente la tecnología y adopta las nuevas tendencias y usos.

El knowmad o nómada del conocimiento es el perfil del trabajador del futuro. O del presente.

Es evidente que, además de los 8.000 kilómetros que separan Minneapolis de Valencia, hay otra distancia, esta conceptual, entre ambas percepciones de lo que es un trabajador: por un lado, el pesimismo de un trabajador que se sabe de más, que tiene unas habilidades que ya no son demandadas por la sociedad (o por la economía, no necesariamente lo mismo); por otra, el exaltado optimismo de un trabajador que, a menudo, no se acaba el trabajo, (cree que) puede decir que no, se le valora y se le tiene como modelo.

De hecho, el modelo que dibuja Moravec no se ajusta en absoluto al modelo de Furió. Pero no se ajusta en cuestión de expectativas, sino en su misma construcción: mientras el modelo de Furió es un modelo de trabajador de la sociedad industrial, dependiente de un capitalista que posee los medios de producción, el knowmad de John Moravec es un modelo de trabajador de la sociedad del conocimiento, donde el capital a duras penas se reduce a un ordenador, tableta o móvil de unos pocos cientos de euros y una conexión a Internet — que incluso puede ser gratuita.

¿Cuál es el modelo bueno? ¿Quiere decir esto que todos deberíamos transitar hacia el modelo ciberoptimista de la sociedad de la información? ¿Quiere decir que debemos abandonar el sector primario y la industria?

Mucho me guardaré yo de decir qué hacer: bastante complicadas están las cosas como para contribuir a empeorarlas.

Sin embargo, sí creo que, entre ambos extremos, hay espacio para hacerse preguntas en mi opinión relevantes.

La primera, de hecho, ya ha sido hecha, y es si todavía es válida la definición de trabajador en oposición a la definición de capitalista. Si la figura del autónomo ya nos había hecho saltar las alarmas, estos trabajadores del conocimiento que les basta con escasas inversiones de unos pocos cientos de euros deberían hacer (re)pensar si son, como la definición canónica dictaría, unos capitalistas. Autónomos, falsos autónomos, profesionales liberales, freelancers, trabajadores del conocimiento, consultores. ¿En qué cajón caen estos… trabajadores? ¿Qué derechos tienen como tales? ¿Qué forma de hacer defensa colectiva de sus intereses?

Si la primera es cualitativa, la segunda es cuantitativa: en España ya prácticamente un 65% de los asalariados lo son en el sector servicios. Un sector que, también de forma creciente, es intensivo en conocimiento, en gestión de la información, que escala muy bien en algunos subsectores, que tiene (de nuevo en algunos subsectores) verdaderos crecimientos de productividad y competitividad. Y un sector que se basa, a menudo, en reinterpretar contextos, en aplicar soluciones que no existen y deben crearse de nuevo. Y la pregunta es: ¿Cuántos trabajadores caben aquí? ¿Cabrán todos?

Qué es un trabajador y cuántos trabajadores necesita una sociedad.

Para ayudar a responder, tomemos como un hecho que la única forma de inventarse nuevas soluciones es aprender. Y que estadísticamente sabemos que quien más sabe más se forma, y por lo tanto aprende más, y tiene más opciones de trabajar en lugares donde seguirá pudiendo formarse.

La divisoria que plantean, cada uno por su parte, Furió y Moravec no es sino la divisoria de quién forma parte de este ciclo virtuoso de formarse, ser competente, tener trabajo, seguir formándose en él, ganar nuevas competencias, etc. y de quién cae del ciclo, bien porque sus competencias, de repente, han resultado irrelevantes, bien porque nunca precisaron una actualización… hasta que cayeron en la irrelevancia — el ciclo vicioso, simétrico al anterior.

Cruzamos definiciones y datos y encontramos el trabajador mal pagado o prescincible, por irrelevante, por automatizado, que depende de un capital; y encontramos al trabajador mejor pagado porque aporta valor, por competente, porque ha aprendido a aprender.

Es en la transición de una definición a otra, en la transición de un modelo a otro que muchos se están dejando la piel. Muchos de ellos sin tener arte ni parte. Porque no sólo ha sido cosa del trabajador: la demanda de trabajo tampoco ha sabido qué hacer con él. Ni los unos, ni los otros. Porque, el capital, el emprendedor, también pide a gritos una redefinición.

Entrada originalmente publicada el 30 de julio de 2014, bajo el título És encara vàlida la definició de treballador? en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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¿Primero la independencia y después ya veremos? ¿O es lícito pedir una independencia de izquierdas?

Uno de los debates — si no el debate — sobre una hipotética independencia de Catalunya es si esta independencia tiene que venir condicionada. En otras palabras, la contraposición del argumento «primero la independencia, y luego ya veremos» contra «¿independencia? Depende: ¿de qué tipo?». Este debate es especialmente relevante porque es en la segunda opción (la independencia condicionada) donde se suelen encontrar el eje nacional con el eje social, especialmente cuando uno se acerca por la izquierda. No en vano, muchos de los desencuentros entre independentistas y partidos y plataformas progresistas — ICV-EUiA, PSC, Guanyem, Podemos — o dentro mismo de estos últimos, se han convertido en este cruce de ejes: sí al soberanismo, pero depende en la independencia.

¿Tiene, eso, una justificación?

Imaginemos que ponemos, en un gráfico, todas las personas ordenadas según los beneficios y costes percibidos (y, por tanto, subjetivos) de una posible independencia de Catalunya. En un extremo (x) encontraremos las personas para las que la independencia tiene un «beneficio infinito»: son los independentistas de toda la vida, por los que la independencia es, no sólo, pero, sobre todo un punto de llegada. En el otro extremo (y), el grupo opuesto a los anteriores: la independencia tiene un «coste infinito». No quieren la independencia bajo ningún concepto. La unión de España por encima de todo.
En medio hay quien pondera al detalle costes y beneficios. Les gusta la idea de la independencia, pero no «quedar fuera de Europa». O, a pesar de no querer, le reconocen por ejemplo el beneficio de una fiscalidad propia. La recta representa la igualdad de costes y beneficios: a la derecha (beneficios > costes), la gente vota sí; a la izquierda (beneficios < costes), la gente vota no.

Hay una cuestión absolutamente clave en este análisis: los beneficios de una posible independencia siempre son potenciales, es decir, son (a) a futuro y (b) no garantizados (especialmente aquellos que no son emocionales, por mucho que pueda ser razonable esperarlos): ¿habrá menos corrupción? ¿Habrá menos impuestos porque permanecerán en casa? No se sabe. En cambio, los costes son reales, de modo que tendrán lugar (a) con seguridad y (b) serán antes o en los primerísimos estadios de la independencia.

Imaginemos ahora dos casos donde los costos y los beneficios esperados se ven modificados.

Supongamos, primero, que de alguna manera acabamos sabiendo con certeza que una Catalunya independiente quedaría realmente fuera de la UE y del Euro, y que regresar a ella sería un largo camino diplomático durante el cual habría unos elevados costes asociados en términos de comercio internacional, acceso al crédito, etc., etc., etc. Creámosnos, pues, para este ejercicio, que esta constatación objetiva y probada supone un incremento de costes para todos.

En el gráfico, la constatación de los costes es el paso de la curva negra a la curva roja. La persona que votaba sí o sí a la independencia sigue teniendo unos beneficios infinitos al conseguirla. Esta persona no cambiará el sentido de su voto. La persona, sin embargo, que votaba sí pero con algunos recelos (el puntito rojo), ahora ve que como los costes relativos son mayores que los beneficios, y decide pasarse al no. Ya le gustaría votar sí, pero le estamos pidiendo demasiado.

Vamos ahora al ejercicio opuesto. Supongamos que no sólo no echarían fuera de la UE y el Euro a una Catalunya independiente, sino que además se descubre, de forma objetiva y probada, que el desequilibrio de las balanzas fiscales es diez veces el de los cálculos más generosos, y que todo ese dinero permanecería en los bolsillos de los catalanes, y que además (creámosnoslo) la corrupción caería al 0%, con lo que aún habría más dinero para hospitales, escuelas o justicia.

Contrariamente al caso anterior, la persona que se opondría incondicionalmente a la independencia seguirá oponiéndose. Pero muchos de los que antes recelaban, ahora, vista la avalancha de beneficios objetivos (repetimos, en nuestro ejercicio), en su análisis coste/beneficio ante la nueva situación su voto cambiará de sentido. Esta persona (punto rojo) sigue teniendo objeciones a la independencia, pero la promesa de un estado mejor le hace cambiar de parecer.

Si bien este ejercicio es una simplificación y, como tal, siempre es una burda aproximación a la realidad, sí que nos puede servir como instrumento para hacer algunas aclaraciones:

Por un lado, nos ayuda a ilustrar porqué tiene sentido, para una gran parte de la población, hablar de los costes de la independencia y, sobre todo, hablar del modelo de país que habrá una vez sea independiente: si se han soportar unos costes, el modelo de país y los beneficios que se podrán esperar son determinantes para el sentido del voto. Por eso la afirmación «seamos independientes y después de que sean las elecciones las que decidan el modelo de país» no es satisfactoria para muchos, en la medida que les hace soportar unos costes (de la independencia) sin la garantía de unos beneficios (que dependerán del modelo de país). El famoso «tenemos que decidir todo» va, en parte, también por aquí.

Por otro lado, nos ayuda también a entender la tectónica de placas a los partidos soberanistas pero no independentistas, especialmente aquellas personas que, siendo de izquierdas comienzan no sólo a defender la consulta, sino el Sí-Sí (sí a que Catalunya sea un estado, sí a que sea un estado independiente). En la medida en que algunos sectores toman conciencia de que los beneficios esperados de la independencia serán elevados, sobre todo en comparación a España, lentamente mueven su voto hacia la independencia. «Tenemos que construir una alternativa», «tenemos que empezar de cero», «en España está todo perdido» no son sino maneras diferentes de relativizar los costes y beneficios de la independencia a favor de estos últimos. Este es el modelo de la izquierda independentista, tanto desde el punto de vista del modelo económico como desde la regeneración democrática: por elevado que sea el coste de la independencia, el coste de quedarse en España siempre será superior.

La última reflexión querría responder al «muy bien, ¿y…?». Seguramente — y ya hemos visto algunos buenos ejemplos — la batalla debería entregarse en el terreno del medio: a hacer patentes los costes y los beneficios, por una parte, y a garantizarlos, por otra. Los argumentos identitarios es probable que hagan poca mella a ambos lados del espectro. Los argumentos apriorísticos, también. La batalla de los indecisos se deberá librar en Europa, el Euro, la transparencia y la rendición de cuentas, la fiscalidad, la corrupción, la participación ciudadana, el gobierno abierto. En definitiva, en el modelo de estado después o en lugar de la independencia.

Entrada originalmente publicada el 30 de julio de 2014, bajo el título ‘Primer, la independència’ vs. ‘Independència, depèn de com sigui’ en Crític. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta sentitcritic.

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Articulación de la derecha y desarticulación de la izquierda, o destruir y construir

Viñeta de Eneko: Derecha. Izquierda.

Publicaba ayer Eneko en 20 Minutos una viñeta que caricaturiza la gran articulación de la derecha frente a la atomización ideológica y de formaciones de la izquierda. Este tema es, sin duda, un clásico recurrente en los debates políticos, especialmente entre la izquierda que ve cómo se le van las fuerzas en su dispersión y desagregación, incapaz de hacer un frente común. «La derecha se organiza mejor», «¿por qué la izquierda no sabe organizarse?», «hay que unificar la izquierda», etc. son proclamas que se oyen una y otra vez en temporada electoral — a saber, casi cada día.

Es probable que aquellos que son más progresistas sean más negados para cuestiones organizativas, y que los valores liberales correlacionen con mejores competencias en gestión, comunicación, liderazgo. Lo que siempre se dice de que la derecha sabe gestionar un país porque sabe gestionar sus empresas. Es probable.

No obstante, puede que haya algo de consustancial en la ideología y programa mismo de la izquierda y de la derecha que mueva, a unos y a otros, a formas de organización distintas.

A grandes rasgos, podemos tipificar la derecha (más la liberal que la conservadora) y la izquierda de la siguiente forma:

  • La derecha centra su programa en el individuo, en las libertades individuales. Una de las consecuencias es minimizar el papel (y el gasto) del Estado. En el límite, se trata de que el Estado sea el último garante del marco legal mínimo en el que transcurra la vida de las personas. Y, en última instancia, quien vele por el respeto de derechos y ejecución de contratos (que no son sino autolimitaciones de derechos). Punto.
  • La izquierda centra su programa en el colectivo, en la construcción de una sociedad. Una de las consecuencias es abordar sistemáticamente todo aquello que tiene que ver el solapamiento de derechos y proyectos de vida. En el límite, trata tanto de optimizar la vida en común (servicios y bienes públicos) como de garantizar que nadie se cae de una sociedad (inclusión, seguridad social).

El diablo, claro, está en la puesta en escena.

Ante el programa de mínimos de la derecha, es fácil que varias aproximaciones se pongan de acuerdo. ¿Bajar los impuestos? Sí. ¿Bajar el gasto en educación pública y que cada uno, privada e individualmente, se la proporcione? También. ¿Y la sanidad? Tres cuartos de lo mismo. ¿Pensiones? Privadas. Etc. Desde una aproximación liberal, es fácil ponerse de acuerdo: todo lo que sea desmantelar es bueno. ¿Qué desmantelamos primero? ¡Todo! La unión está servida.

La izquierda lo tiene más crudo. ¿Impuestos? ¿Bajar o subir? ¿Cuáles primero? ¿Directos? ¿Indirectos? ¿Tasación de servicios públicos? Educación. Pública. Sí. Pero. ¿Dónde becamos primero, en infantil o en superior? ¿Son regresivas las becas universitarias? ¿Son ascensor social? ¿Cómo las pagamos? Sanidad. También. ¿Para todos? Claro. ¿Dependencia? ¿Discapacidad? Sí, claro. ¿Para todos? ¿Cómo lo pagamos? ¿Diseñamos tramos? ¿Qué tramos? ¿Con qué criterios? Y así hasta la extenuación. ¿Qué construimos primero? ¡Esto! ¡Aquello! ¡Lo de más allá! La escisión está servida.

Se me antoja que las tradicionales articulación de la derecha y desarticulación de la izquierda no es tanto una cuestión de competencia de unos e incompetencia de otros, sino de la naturaleza del programa.

La ventaja del liberalismo es que su política de máximos une, mientras que en el progresismo es difícil consensuar una política de verdaderos mínimos. Destruir siempre fue más fácil que construir.

No obstante, que sea difícil consensuar una política de mínimos no quiere decir que sea imposible. Lo estamos viendo estos días en la antesala de las elecciones europeas. De cuatro partidos progresistas actualmente sin representación en la eurocámara uno ha copiado a otro su sistema de participación y un tercero ha copiado al cuarto parte de su programa.

Ahí están los mínimos. Sólo hay que tener ojos para verlos. Que esos partidos decidan concurrir cada uno por su cuenta sin lugar a dudas obedece a otras razones, no a la incapacidad de acordar un programa base.

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