Desarrollo digital en España: salto adelante sin carrerilla

De entre todas las formas de medir el desarrollo digital en el mundo, el índice que elabora el Foro Económico Mundial —el de Davos— es, probablemente, el más reputado y, sin lugar a dudas, el más completo. Coincidiendo con lo que todavía es una apología del papel, el día del libro aparecía la edición para 2014 del Informe Global de las Tecnologías de la Información, que incluye el esperado índice y el temido ranking.

España tiene motivos para sacar pecho: después de unos últimos años de estancamientos e incluso retrocesos, acaba de ganar cuatro puestos y se sitúa en el lugar 34. Este salto adelante, no obstante, no ha sido tanto fruto de una mejora en sentido estricto, sino la corrección de un gran fallo: la mejor competencia en el sector de la telefonía móvil que, en consecuencia, ha permitido bajar las tarifas al consumidor. Está bien reconocer los éxitos, pero todavía es más de justicia reconocer sus porqués, y el porqué de esta escalada en puestos ha sido a costa de perjudicar a los consumidores (y a favor del ‘lobby’ de las telecos) todos estos años.

Explicado este salto, vale la pena resaltar el hecho de que España se encuentra, todavía, en el puesto 34, un puesto que a todas luces “no corresponde” a una Economía que está entre las 13 más avanzadas del mundo según su producto interior bruto. Puesto 34 en desarrollo digital, 13ª economía mundial: ¿Qué nos sucede?

La primera cuestión es que seguimos teniendo una gran disociación entre economía real y economía digital. O mejor dicho, entre economía e infraestructuras. El despliegue de estas últimas ha sido correcto, y se van puliendo poco a poco las todavía existentes trabas a la libre competencia y las prebendas al antiguo monopolio del estado. Sin embargo, y como sucede con tantas otras infraestructuras en este país (autopistas, aeropuertos), tenemos las autopistas de la información pero no sabemos bien para qué: nos recuerda el Foro Económico Mundial que el entorno para hacer negocios e innovar es deplorable. Cuesta horrores emprender y cuesta horrores innovar.

La culpa no es de los trabajadores: el acceso a la educación ha crecido en cantidad y en calidad. Tampoco de las empresas, que tienen buenos y crecientes niveles de apropiación tecnológica. ¿Qué falta? El resto: financiación y un entorno legal de calidad. Las leyes no se respetan, la burocracia es asfixiante, y la eficiencia y eficacia de gobierno y legislativo está bajo mínimos. A lo mejor la Administración podría aprender de los emprendedores sociales (movimientos, plataformas, cooperativas), pero el indicador de e-participación —que mide el diálogo digital entre gobierno y ciudadanía— lleva dos años tocando fondo. ¿El resultado? Pésima puntuación en el sector del conocimiento (la famosa cultura del ladrillo y la sangría barata).

Mientras todo esto ocurre en las instituciones, ¿qué hace el consumidor? Se va fuera. Cuando no hay fronteras ni de espacio ni de tiempo se buscan contenidos y servicios digitales fuera. Así lo demuestra el incremento de consumo de banda ancha internacional, acompañado con el todavía pequeño parque de servidores seguros patrios, medida del comercio electrónico y transacciones similares.

¿Todos los ciudadanos? No, todos no. Si tomamos el incremento de consumo de banda ancha móvil con el decremento de líneas móviles per cápita, una de las posibles conclusiones es que se está generando una adopción desigual de la tecnología. Quien puede usar, usa más y mejor. Quien no puede costeárselo, se cae del tablero de juego. Esto se agrava con otra cuestión como la de los impuestos sobre beneficios, que crecen pero menos que en el resto del mundo, dando como resultado un mayor gravamen de las rentas del trabajo en relación a las del capital.

Recapitulemos: tenemos infraestructuras, buenas pero todavía poco liberadas a la competencia. Los usuarios pueden usarlas y cada vez lo hacen mejor debido a su creciente nivel educativo. No obstante, tienen que hacerlo fuera (generando beneficios e innovación en el extranjero) mientras que las empresas del país se arrastran hacia la competitividad gracias a un marco legal y político que las lastra. Cuando este marco legal cambia, es para beneficiar la captura de rentas y empeorar a los consumidores que podrían tirar del carro en casa. O para empeorar la franja de ciudadanos más humildes que podrían consumir en casa. Y con todos ellos, empeoran las empresas.

¿Algo más? Sí, el gobierno no escucha. Ha montado estupendos (sinceramente) sistemas de Administración electrónica y gobierno abierto… y los ha dejado allí para el museo de la ciencia digital. No hay forma humana de penetrar la dura coraza de la Administración.

Pero hemos ganado cuatro puestos en el ranking. Celebrémosnos.

Entrada originalmente publicada el 26 de abril de 2014, bajo el título Desarrollo digital en España: salto adelante sin carrerilla en El Periódico. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse allí o aquí mismo.

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Democracia y autocracia: bloquear Internet o morir

El pasado 20 de marzo, el gobierno turco de Recep Tayyip Erdogan “sorprendía” al mundo anunciando que se bloqueaba el acceso a la red social de mensajes cortos Twitter desde el interior del país. Una semana después, al bloqueo de Twitter se sumaba el bloqueo de la red social para compartir vídeos YouTube.

Esta práctica —bloquear un medio de comunicación— es tan vieja como vieja es la posibilidad de que los humanos se expresen y a algunos de estos humanos les incomode la libre expresión de los primeros. La historia del poder —político o económico— para controlar los medios la podemos trazar desde el origen de los tiempos. Ya en la Antigüedad se limitaba el acceso a la educación para limitar esta libertad de expresión: todavía hoy muchas mujeres no pueden acceder a la educación o a una de muy parcial por este preciso motivo.

La llegada de la imprenta, así como los ideales revolucionarios posteriores de igualdad, pusieron en manos de “cualquiera” tanto un poderoso medio de comunicación como la facultad de usarlo eficazmente. Perdido el control de las personas, había que controlar la tecnología. El poder, pues, ya a partir del siglo XV intentó controlar la imprenta, así como los medios que aparecieron sucesivamente: los impresores intentaron controlar la radio fundando o comprando emisoras de la misma manera que las emisoras de radio intentaron controlar la televisión fundando o comprando canales de televisión.

El problema con Internet es que no se puede comprar todo entero.

Por otra parte, censurarlo en su totalidad puede tener un coste prohibitivo. Cuando una tecnología se convierte de utilidad general, como la electricidad, privar el acceso es como combatir una hemorragia parando el corazón: cuando el gobierno egipcio bloqueó todo Internet en enero de 2011, se calcula que la pérdida económica fue de unos 18 millones de dólares al día o, sumando los cinco días que aguantó el gobierno hasta que se rindió a la evidencia, un impacto negativo de un 3-4% del PIB.

Y la censura parcial se mostró, el mismo día del bloqueo de Twitter en Turquía, totalmente ineficaz ya que las formas de saltársela son numerosas.

El mismo 2011, Evgeny Morozov ya advertía que la mejor manera de combatir la libertad en Internet no es atacar a las infraestructuras, sino a las personas: desde la desacreditación de las mejores reputaciones hasta la persecución y eliminación física de toda disidencia, lo mejor es ir a las manos y no a los teclados.

Turquía, que pretende ser una democracia europea que no se pueda comparar con Irán, Pakistán, Cora del Norte o China, de momento tendrá que contentarse, pues, con hacer cargar violentamente la policía contra los manifestantes, lo que ciertamente se tolera bien en cierta Europa.

Entrada originalmente publicada el 3 de abril de 2014, bajo el título Democracia y autocracia: bloquear Internet o morir en El Periódico. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse allí o aquí mismo.

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¿Es Catalunya más democrática que España respecto a la consulta para la autodeterminación?

Una de las habituales proclamas entre el sector soberanista catalán es que, en un país normal, es democrático consultar a la población sobre cualquier aspecto que afecte a aquello colectivo. Por ejemplo si quiere o no independizarse de España. Es una cuestión que comparto sin fisuras. ¿Qué hay más democrático que preguntar? O, en términos más prácticos, ¿es que preferimos una salida violenta del nacionalismo? (o de cualquier otra demanda o problema, cabría añadir).

A la afirmación que votar es lo normal, lo democrático, le sigue habitualmente una suerte de corolario: si España «no nos deja» votar, es que no es democrática. O no lo son sus instituciones.

Bien, veamos que hay de cierto en estas afirmaciones.

Según los datos del CEO publicados en marzo de 2014 (y recogidos en diciembre de 2013) un 73,9% de catalanes apoyan que se haga una consulta para saber, de una vez por todas, con legitimidad y representatividad, si la población quiere o no la independencia de Catalunya. Por otra parte, GESOP a finales del año pasado publicaba que un 47,5% de españoles estaban a favor de dicha consulta. Parecería lógico afirmar, pues, que, bajo la tesis de que votar y permitir votar es lo democrático, Catalunya «es más democrática» que el resto de España. ¿Sí? No tan rápido.

Parece claro que entre los partidarios a votar y dejar votar habrá una mayoría que, además de querer votar, van a votar que sí a la independencia. Y es probable que nadie en el resto de España tenga un especial interés en una secesión catalana. Hagamos dos suposiciones que, aunque no emanan de los datos, sí considero que son bastante verosímiles:

  • Todos los que quieren votar sí a la independencia desean que haya una consulta.
  • Todos los que quieren votar sí a la independencia son catalanes.

Restemos, pues, de los datos anteriores, aquellos que, dado que van a votar que sí, están de acuerdo con el hecho de votar. Y restemos, también, del total de la población española a los catalanes con el objetivo de comparar la propensión a aceptar una consulta entre aquellos que no tienen intención de votar sí.

Dicho de otro modo, vamos a comparar la proporción de catalanes y españoles (estos últimos sin contar los catalanes) que creen que hay que dejar votar aunque lo votado sea algo que no necesariamente comparten o incluso se oponen a ello. Todo un ejercicio de democracia que suele resumirse en la famosa frase de la biografa de Voltaire Evelyn Beatrice Hall: No estoy de acuerdo con lo que usted me dice pero haré todo lo posible para que usted lo pueda decir.

¿Quién es más democrático?

La siguiente gráfica nos muestra, a la izquierda, para Catalunya y España, la distribución de la población que cree que debería permitirse o no permitirse una consulta sobre la autodeterminación. El mismo ejercicio se repite, a la derecha, pero esta vez para Catalunya restando a los que votarían que sí a dicha consulta y, para España, restando a los catalanes.

Una primera lectura rápida parece decirnos que en Catalunya… los ciudadanos son más o menos igual de democráticos que el resto de españoles: los que permitirían una consulta a pesar de que no votarían sí a la independencia son prácticamente los mismos en Catalunya (35,24%) que en el resto de España (35,69%) — recordemos que hemos supuesto que en el resto de España nadie quiere la independencia de Catalunya, puedan o no puedan votar en ese referéndum (y que pertenece a otra reflexión).

Teniendo en cuenta que sabemos que uno se toma más en serio los problemas propios que los ajenos, y que uno se toma más en serio aquello que cree más probable que vaya a suceder, no deja de ser sorprendente que ambas cifras coincidan. Así, o bien todo el mundo cree que aunque la consulta no sería vinculante, su resultado sí sería determinante sobre el devenir de la geopolítica patria, o bien todo el mundo cree que, por no ser vinculante, no tiene ningún tipo de importancia. Me inclino a pensar que la que prevale es la primera, que hay consenso sobre la importancia del proceso, a diferencia de lo que parecen indicar los tan distintos titulares de prensa y declaraciones políticas dentro y fuera de Catalunya. En cualquier caso, lo que sí está claro es que el resto de España no es ni más ni menos democrático que Catalunya (tal y como hemos definido este concepto, discutible también, por supuesto).

¿Quién se percibe como más democrático?

Bien, hemos (de)mostrado que la propensión a votar y dejar votar es la misma en toda la península (con las salvedades sobre el método que ya hemos apuntado). Sin embargo, la sensación en Catalunya sigue siendo «no nos dejan votar» o que «la democracia española es de escasísima calidad«. ¿A qué puede deberse esta aparente contradicción?

Empecemos diciendo que el hecho de que solamente un 35% de españoles no necesariamente partidarios del sí permitan consultar puede ser ya un elemento suficiente para sustentar la cuestión de la mala calidad democrática. El hecho de que en Catalunya esté eclipsado por el mayoritario sí contribuiría a dar esa imagen de «diferencial democrático» entre Catalunya y el resto de España.

Hagamos, no obstante, otro ejercicio, esta vez mucho más arriesgado que el anterior y, por tanto, a coger con pinzas sus conclusiones — si es que son tales.

Recuperemos, por una parte, la pregunta que hace el SEO a sus encuestados: ¿acataría usted el resultado de una consulta para la autodeterminación? A esta pregunta responden afirmativamente un 87,0% de la población. Por otra parte, SIGMA2 para El Mundo afirmaba que El 46% [de los españoles] suspendería la autonomía de Cataluña si hay consulta ilegal.

Supongamos (y esta es la parte arriesgada y probablemente errónea) que:

  • Los que suspenderían la autonomía de Catalunya de hacerse la consulta sin consentimiento del Estado forman parte de los que no permitirían la consulta. Dicho de otro modo, los que permitirían la consulta también la «permitirían» si Catalunya la hiciese sin consentimiento del Estado.
  • Los que en Catalunya acatarían el resultado de una consulta lo harían con independencia de si ésta es consentida o no por el Estado.
  • Los que en el resto de España no quieren una consulta no acatarían el resultado ni aunque fuese consentida por el Estado.

Aunque no me cansaré de insistir que estos supuestos son muy fuertes y no se deducen de los datos, creo que sí permiten recoger el sentir popular respecto a las reacciones (de aceptación o resignación, o de rechazo) que en mi opinión se perciben desde Catalunya. Simplificando: mientras en el resto de España impera el poder de la Ley, en Catalunya debe imponerse el sentir de los ciudadanos.

El gráfico anterior cambia mucho si hacemos el ejercicio de comparar la oposición «pasiva» a la consulta («no quiero que se haga, pero si se hace aceptaré tanto el hecho de que se haga como el cómo») con una oposición más «activa» («no quiero que se haga y, si se hiciese, debería ser dentro de la ley o caerá el peso de ésta sobre sus cabezas rodantes»).

En mi opinión, la vehemencia con la que se tilda de antidemocrática a España desde Catalunya tiene en esta última gráfica su explicación: mientras un 87% vendría a avalar la consulta y su resultado, un 64,31% se opone a la consulta o incluso tomaría serias medidas en contra de Catalunya decidiese ésta ir por su cuenta.

Este es, creo, el mensaje que cala en el ciudadano catalán. Así, si bien la realidad de una España menos democrática que Catalunya se muestra a las claras falsa, en el terreno de las emociones, la percepción de distintos grados de tolerancia respecto a la consulta o a la independencia misma sí puede que tenga algún fundamento. Lo que también explicaría porqué una declaración unilateral de independencia puede entrar dentro del rango de opciones posible en Catalunya, mientras en el resto de España es poco menos que un tabú.

Por supuesto, habría que ver el porqué del abismo que separa la realidad de la igual calidad democrática entre Catalunya y España y las distintas percepciones de los catalanes respecto a sus por ahora conciudadanos. Y habría que ver qué papel están teniendo en ello los medios. Y los políticos. Y los intereses de los unos y los otros.

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Están entre nosotros

Esta tarde, al volver de trabajar, me he cruzado en una avenida de Barcelona con un diputado del Congreso. Nos conocemos hace años. Yo iba en bicicleta, él iba a pie. Nos hemos saludado efusivamente en lo menos que breve del momento. Nos hemos encontrado en varias ocasiones y en distintos escenarios, habitualmente ajenos a la política institucional. A veces intercambiamos pareceres aquí y allá.

La semana pasada participé en una jornada sobre transparencia, participación y calidad democrática. La tercera en dos meses. Una la coorganizaba, personalmente, un diputado del Parlament. Las otras dos los concejales de los asuntos de participación ciudadana de sus respectivos ayuntamientos. En la primera jornada el diputado llevaba programa, ponentes e incluso daba una ponencia de «contenido» (no de propaganda); en una de las municipales, el concejal llevaba la reunión y tomó decisiones allí mismo, algunas corrigiéndose a sí mismo y reconociendo sinceramente su mala programación; en la otra municipal, el concejal co-dirigía personalmente la dinámica de grupos, tomaba nota, y se retiraba a un segundo plano dejando hablar a los ciudadanos. Con el primero nos hemos encontrado en varias ocasiones y en distintos escenarios, habitualmente ajenos a la política institucional. A veces intercambiamos pareceres aquí y allá. Con los segundos todo apunta a que volveremos a encontrarnos.

Hace quince días me enteré de que otro diputado, a quién también conozco, había tenido una cuestión familiar. Me enteré por un compañero que tiene una amiga que es su vecina. Da la casualidad que tengo su teléfono (el del diputado, no el de la vecina) y pude corroborar la noticia. Obtuve el teléfono de veras por casualidad pero nunca me pidió que se lo devolviese. Nos hemos encontrado en varias ocasiones y en distintos escenarios, habitualmente ajenos a la política institucional. A veces intercambiamos pareceres aquí y allá.

Hay más. Con algunos intercambio información, con otros echo cervezas; algunos están desvirtualizados, otros lo tenemos pendiente; algunos son candidatos a las europeas, otros a la alcaldía de su ciudad; unos van para representantes electos, otros son los que lo harán posible contribuyendo entre bambalinas. Algunos hasta me han prestado su ordenador facilitándome la clave de acceso por teléfono; a otros se lo he prestado yo.

Habrá quien piense que es debido a mi perfil que tengo acceso a estas personas. Algo de razón habrá en ello.

Sin embargo, yo tiendo a pensar, y cada vez más, que es debido a su perfil, el suyo, el de los políticos, más que al mío propio, que tengo acceso a ellos.

Porque da la casualidad que, siendo mi perfil mi perfil, no tengo acceso a todos los políticos, sino sólo a algunos de ellos. Cuento en los párrafos anteriores hasta nueve partidos distintos. Demasiado para mi humilde perfil: tiene que ser algo en su perfil.

No nos engañemos: soy el primero que a veces no entiende que parezcan no indignarse frente a según qué actuaciones de algunos de sus compañeros. Pero sí agradezco que estén ahí tendiendo puentes.

Saben cuánto cuesta un abono multiviaje porque lo usan como cualquiera, no porque un asesor de comunicación ha incluido esa información en la preparación de un discurso enlatado. Saben de hipotecas porque las tienen que pagar, no porque se lo ha contado la pescadera en su visita electoral al mercado de turno. Saben de abortos, saben de dependencia, saben de paro porque conocen a alguien que se encuentra en esos mimbres, no porque hayan leído las estadísticas del INE o las encuestas del CIS.

Mi voto no lo tiene garantizado ningún partido. Pero sí lo tienen garantizado esa franja de políticos que, estos sí, están entre nosotros.

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Democracia líquida: contra la falsa disyuntiva de la democracia directa o la democracia representativa

Imaginemos un mundo sin coches. Un mundo donde todo el mundo va a pie. De repente, se inventa el motor de explosión y, con él, se inventa el coche. ¿Qué hacemos? ¿Vamos todos a todas partes en coche? ¿Sí? ¿No? Bueno, ni sí ni no: seguramente seguiremos yendo a buscar el pan a la panadería de la esquina a pie. Lo que hará la existencia del nuevo medio de locomoción será abrirnos nuevos espacios, poner a nuestro alcance nuevas experiencias, acortar las distancias haciendo que lo que antes suponía horas o días de marcha a pie ahora sólo esté a unos litros de gasolina de distancia.

Imaginemos un mundo sin Internet. Un mundo donde el ejercicio de la democracia es costoso: informarse, deliberar, negociar, votar, evaluar las decisiones. De hecho, no es costoso: es muy costoso. ¿Qué hacemos? Delegamos gran parte de nuestro ejercicio de la democracia en terceros: gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos, ONG, medios de comunicación… ellos se informan, deliberan, negocian, votan y evalúan los resultados por nosotros. De vez en cuando nos lo cuentan y de vez en cuando nos piden que les votemos. Hasta aquí, cuestión de eficiencia y eficacia. Y realismo: menos unos pocos, el resto pagamos la casa y el plato de cada día no haciendo política sino ganándonos el pan con otras ocupaciones — ocupaciones que, como hemos dicho, no nos permiten el ejercicio de la democracia directa.

De repente, se inventa Internet. ¿Qué hacemos? ¿Vamos ahora todos a participar y eliminamos todos los intermediarios de la democracia representativa? ¿Sí? ¿No? ¡NO! Si no íbamos a buscar el pan en coche (excepciones aparte, está claro), ¿por qué deberíamos pasar de una democracia representativa a una directa sin ninguna transición? Al fin y al cabo, seguimos teniendo 24h al día. Por mucho Internet que tengamos, seguiremos teniendo que invertir un tiempo (que no tenemos) a informarnos, deliberar, negociar, votar y evaluar.

¿Sí? ¿No? Tampoco.

En general, los movimientos que defienden una desintermediación de la democracia no necesariamente piden el paso a una democracia directa, donde todos votamos todas y cada una de las decisiones que debemos tomar como sociedad, sino una democracia (representativa) más participada.

Hay dos mitos que se deben desterrar urgentemente del imaginario colectivo y que son tres grandes frenos a la evolución de una democracia, ahora sí, facilitada por las tecnologías de la información y la comunicación.

  • Que nadie sabe nada. Falso. Todos sabemos algo. Porque hemos estudiado una determinada disciplina, porque tenemos años de experiencia profesional en un determinado ámbito, o porque, simplemente, somos algo (somos padres, somos mujeres, somos inmigrantes…). Por lo tanto, en muchos casos, se puede participar sin empezar de cero (a informarse, a saber quién es quién) porque, sencillamente, domina una determinada cuestión, demanda o problemática.
  • Que todo el mundo deberá saber y participar de todo y, en consecuencia, moriremos en el intento. Falso. El hecho de que Internet ponga a nuestra disposición muchísima información no implica que necesariamente tengamos que asimilarla toda. De hecho, hace siglos que las bibliotecas tienen más información de la que nunca podremos procesar y nadie nos había pedido hasta ahora que lo hiciéramos: ¿por qué iba ser diferente con Internet?

Internet nos permite, técnicamente, ahora, participar en todo. Pero Internet no nos obliga a participar en todo. Entre la democracia representativa y la democracia directa hay un punto intermedio: algunos lo llamamos democracia líquida.

¿En qué consiste? Fácil: en los temas que uno domina — porque los ha estudiado, porque tiene experiencia, porque le afectan especialmente o porque tiene un interés particular en ellos — hacemos posible que el ciudadano participe directamente. Como domina los temas, los costes de participar serán bajos para el ciudadano y, por supuesto, además se le supone motivación. En los temas que un ciudadano desconozca o no tenga ningún tipo de interés o motivación, dejemos que este ciudadano delegue el voto en alguien. Ese alguien puede ser, como se ha hecho tradicionalmente, un partido político. Pero ese alguien también puede ser otro ciudadano al que, puntualmente y para esta cuestión, le sea delegada la facultad de representar a los ciudadanos que confíen en él.

En resumen: democracia directa o participación cuando queramos o cuando podamos, y democracia representativa cuando no queramos o no podamos, con la particularidad de que no necesariamente esta representación vendrá de la mano de listas que, a menudo (como se ha demostrado) ni tienen conocimiento sobre una cuestión ni, además, quieren tenerlo porque sus intereses personales o de grupo se anteponen a los de la ciudadanía.

Esta variante no está exenta de problemas, ¡por supuesto! Pero no caigamos en el engaño de pensar que sólo hay dos extremos en el ejercicio de la democracia.

Entrada originalmente publicada el 1 de abril de 2014, bajo el título Democràcia líquida: contra la falsa disjuntiva de la democràcia directa o la democràcia representativa en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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Listas abiertas ciudadanas del Partido X: meritocracia o participación a la fuerza

Tal y como se anunció en su momento, la Plataforma Ciudadana Partido X ha iniciado la elaboración de las listas de (pre)candidatos que presentará en su candidatura a las próximas elecciones europeas.

El proceso de elaboración de las listas es relativamente simple, aunque lo novedoso de su diseño ha provocado no pocas sorpresas. A grandes rasgos, se elaboran dos listas en paralelo: una con miembros de la plataforma y otra con personas ajenas a ésta y propuestas por la sociedad civil en su conjunto (generalmente miembros y simpatizantes de la plataforma, pero no solamente). Elaboradas las dos listas (recordemos, una para miembros, una para no miembros), se fusionan éstas en una única lista también preliminar y se somete a votación popular previo debate público para acabar conformando una lista definitiva.

La principal novedad, pues, de este sistema, es la presentación de candidaturas independientes que, a diferencia de la mecánica habitual de un partido, no son cooptados por la dirección del partido o el órgano en que este haya designado la elaboración de las listas, sino que son propuestos por (llamémosles así) las bases del movimiento.

Resumiendo, pues, tenemos:

  • Un sistema de primarias donde no hay unos candidatos que se postulan para ir en la lista (ni mucho menos para liderarla) sino un sistema en el que tanto la composición como el orden son determinados por los miembros de la plataforma y sus simpatizantes.
  • Unas listas abiertas no a la hora de elegir a los representantes, sino unas listas abiertas a la hora de elegir a los candidatos que integrarán las listas y que incorporan, de forma equilibrada, personas que forman parte de la plataforma y personas ajenas a ésta o independientes.

¿Qué ventajas tiene este sistema? Seguramente dos (que, en gran medida, son la misma):

  1. Se mitiga en gran manera el servilismo existente en muchos partidos que provoca el anhelo a ir en la lista, perdiéndose capacidad crítica con las dinámicas e ideas del partido, generando ausencia de debate o divergencia con las decisiones de la cúpula directiva, etc.
  2. Se premia hasta el límite la meritocracia, las capacidades demostradas de ser capaz de realizar determinadas tareas, la especialización, la profesionalización no en política sino en asuntos de interés político, etc. En definitiva, se abre la puerta al aire fresco y al talento que pueda venir de fuera del partido.

¿Qué desventajas tiene este sistema? A estas alturas se hacen difíciles de prever, aunque a tenor de algunos desencuentros con algunos precandidatos y algunos comentarios surgidos sobre el proceso, podemos apuntar ya al menos dos:

  • Falta de implicación o identificación con el proceso: es fácil sentirse halagado por ser incluido en una lista por «aclamación popular». Es mucho más difícil identificarse, mojarse y defender los colores. Y, en última instancia, cabe la duda de hasta qué punto esa persona sabe que se compromete a viajar a Estrasburgo o Bruselas en representación de los ciudadanos y para defender el programa del partido. Si los listados aguantan hasta el final por simpatía, y se rajan al entrar en la lista definitiva (yo lo hacía por apoyar), ¿qué tipo de lista quedará?
  • Legitimidad de la adscripción. No solamente puede una persona sentirse halagada pero poco comprometida, sino que cabe la posibilidad que una persona en particular sienta rechazo por el Partido X. ¿Con qué legitimidad se atribuye la plataforma ciudadana la facultad de incluir a nadie en sus listas? En el fondo, esta situación no es nueva: todos los partidos hacen listas de independientes a invitar a apoyar o a figurar en sus listas. El problema, aquí, es que se hace en abierto, con luz y taquígrafos. Antes «nadie» sabía de que pié político cojeaba cada uno: ahora se difunde urbi et orbe y sin aquiescencia del implicado.

Dicho esto, y a título estrictamente personal, sigo encontrando interesante el experimento del Partido X, aunque probablemente se debería reflexionar porqué hay personas que se han molestado al verse incluidas en unas listas de un partido político, por muy preliminares que sean, por muy colaborativa y externa que haya sido la propuesta. Probablemente hay aquí un interesante debate sobre las diferentes concepciones que todos tenemos sobre qué es privacidad y libertad ideológica. Los puntos de partida son opuestos: para el Partido X, ser propuesto no atenta contra la privacidad; para otros, «verse mezclado» es un uso no permitido de su persona. Como no habrá punto medio de consenso, puede que la solución sea trabajar algo más los protocolos.

Por otra parte, también es cierto que los (pre)candidatos propuestos en las listas del Partido X podrían, más allá del hecho de aparecer en la lista, pensar en porqué los simpatizantes (no el partido) los han puesto ahí. Reza el refrán: Haz lo que yo te diga, no lo que yo haga. En un mundo digital, todas y cada una de nuestras acciones dejan una traza, fácilmente almacenable, reseguible, remezclable, publicable. Nos pasamos nuestra vida digital comentando, gustando, reenviando, referenciando contenidos y personas a lugares y personas determinados. Ello configura una forma de presentarse en sociedad (identidad digital, le llamamos a veces) que otros interpretan a su modo… no al nuestro. A veces no somos conscientes de la imagen que damos y de los compañeros de viaje que con ella arremolinamos a nuestro alrededor. Si en el bar era fácil saber con quién nos sentábamos a la mesa, ni la mesa virtual es ahora tan clara ni lo son, ni mucho menos, el resto de comensales. Creo que sobre esta cuestión, sin duda crucial, nos interpela también el ejercicio del Partido X.

(Abro paréntesis: no quiero dejar de decir que la jerga que sigue utilizando la plataforma — nodos, matriz, kernel… — no ayuda en nada al acercamiento de posiciones.)

Una última reflexión.

Como viene siendo costumbre apuntar, nadie sabe en qué terminará la andadura del Partido X. En el por ahora todavía poco probable caso que obtenga algún escaño en el Europarlamento, su incidencia cuantitativa será poco menos que anecdótica. Ahora bien, su incidencia cualitativa — y esta es una opinión muy especulativa — sí puede ser, al menos a nivel estatal, significativa. Las iniciativas por las que ha avanzado el Partido X, desde la configuración misma del partido, la elaboración de su programa, la búsqueda de apoyos, la organización y financiación de su gira de presentación, así como esta última sobre la elaboración de listas, sitúa a mi parecer al Partido X como el laboratorio de participación política institucional más interesante que tenemos ahora en marcha (con el permiso de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que no incluyo en la categoría de «política institucional»). La crítica a su aparente ingenuidad, falta de pragmatismo y cálculo politológico no es más, de nuevo en mi más personal opinión, que una muestra de cuan podrida está la política institucional en España, basada en el tacticismo cortoplacista y el feudalismo partidista.

Nos sorprende que alguien se tome la política con honestidad y transparencia: así están las cosas.

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