Desinformar sobre los MOOC

El Magazine de La Vanguardia publicaba el otro día un artículo sobre aprendizaje e Internet titulado Conectarse para aprender donde hacía un breve repaso del potencial de la Red en algunos aspectos de la educación. El artículo, de la mano de reputados conocedores del tema, hace un itinerario por conceptos, iniciativas, tecnologías, etc. que están emergiendo o bien ya afianzándose en el ámbito de la tecnología educativa, los objetos de aprendizaje (digitales) abiertos, etc. Hasta aquí, una entretenida lectura.

En el despiece — en el papel; en el formato web viene al final del artículo — la autora apunta:

Los adultos también tienen en internet una buena fuente de formación. Las universidades, incluidas las más prestigiosas del mundo, ofrecen cursos on line, conocidos como MOOC, sobre todo tipo de materias (matemáticas, canto, política, literatura…). Suelen ser gratuitos y en algunos casos otorgan un diploma si el alumno supera una prueba. Siguen la metodología de las universidades en línea –como la UNED o la UOC en España– y ponen al alcance de cualquiera profesores de Harvard, Columbia, la Sorbona o la London School of Economics.

Este párrafo contiene algunos de errores de fundamento que sería conveniente corregir.

El primero, formal: MOOC es un acrónimo que no se ha desplegado con anterioridad en el artículo. Se refiere a Massive open online course es decir, Cursos en Línea Masivos y Abiertos. Esta cuestión formal, de haberse corregido, facilitaría la comprensión o el despejar los errores subsiguientes.

El segundo error, ya de mayor calado, es que no es cierto que «las universidades ofrecen cursos on line» (sic), dando a entender que es una práctica generalizada. Si bien es cierto que es creciente el número de universidades que lo hacen, es todavía una cuestión muy incipiente y ciertamente concentrada en un puñado de plataformas, con más proyectos piloto (con interesantísimas excepciones, por supuesto) que estrategias plenamente consolidadas.

Por otra parte, y aquí está la parte más grave del asunto, todos los MOOC sí son, por construcción, cursos online; pero no todos los cursos online son MOOC. Por tanto, los «cursos on line» no son «conocidos como MOOC»… sino como cursos online, formación virtual, e-learning y otras muchas denominaciones. Pero no MOOC. En absoluto.

A pesar de ser una modalidad de curso online, los MOOC no son algo homogéneo dentro de dicha modalidad, sino que hay una gran variabilidad de metodologías para desarrollarlos. A grandes rasgos, hay dos grandes familias de MOOC: los MOOC conectivistas o cMOOC y los no conectivistas, o xMOOC. Da la casualidad que son estos últimos, los xMOOC, los más populares y los que habitualmente ofrecen esas universidades entre «las más prestigiosas del mundo». Pues bien, dichos xMOOC no suelen (o, mejor dicho, solamente se da en casos excepcionales) tener una metodología remotamente parecida a la cada vez más seguida por las universidades en línea, donde es primordial tanto el papel que se otorga al profesor, monitor, tutor, mentor o como acordemos llamarle, así como a los compañeros de aula. La mayoría de xMOOC — no así los cMOOC — suelen dedicar poco esfuerzo al acompañamiento y todavía menos a la creación de una comunidad de aprendizaje (precisamente, la principal crítica de los defensores de otro modelo de enseñanza virtual).

Es decir, ni los MOOC son una práctica generalizada, ni los MOOC son la misma cosa que la formación virtual ni, precisamente por eso, comparten en la mayor parte de los casos metodología alguna con la formación virtual de grado superior.

No querría terminar sin una nota personal. Este tipo de escritos (como el mío aquí) fácilmente se acaban atribuyendo a (1) una defensa acérrima del propio cortijo (en mi caso, la UOC, que me paga el sueldo), (2) una forma de pensar reaccionaria y retrógrada o (3) las dos anteriores.

Aprovecho la circunstancia, pues, no para justificarme, sino para hacer publicidad de alguna de mi producción científica relacionada con la temática de los MOOC, la tecnología educativa y el que para mí es el concepto clave de toda esta cuestión: los Entornos Personales de Aprendizaje o PLE (por sus siglas en inglés de Personal Learning Environment).

logo of PDF file
Peña-López, I. (2013). Heavy switchers in translearning: From formal teaching to ubiquitous learning. En On the Horizon, 21 (2). Lincoln: NCB University Press.
logo of PDF file
Peña-López, I. (2013). El PLE de investigación-docencia: el aprendizaje como enseñanza. En Castañeda, L. & Adell, J. (Eds.) (2013). Entornos Personales de Aprendizaje: claves para el ecosistema educativo en red. Capítulo 6, 93-110. Alcoy: Marfil.
logo of PDF file
Peña-López, I. (2012). El PLE como herramienta personal para el investigador y el docente. Comunicación en el III European Conference on Information Technology in Education and Society: A Critical Insight. Barcelona: TIES2012.
logo of PDF file
Peña-López, I. (2010). Deinstitutionalizaing Education. Position paper for the Mozilla Drumbeat Festival. Barcelona, 3-5 november 2010. Barcelona: Mozilla Drumbeat Festival Printing Lab.

Si alguien quiere ampliar, aquí va más material. Que no sea por falta de humildad:

Comparte:

Por qué iré a la Vía Catalana

Cuando una cuestión (no hace falta que sea un problema) afecta a más de una persona, en resumidas cuentas tenemos dos formas de abordarla:

  1. La primera es llegar a un acuerdo. Para ello es esencial que haya diálogo, debate, deliberación. No nos engañemos: el punto de llegada no tiene porqué ser necesariamente satisfactorio para todos los actores implicados. Pero sí supone que hay un reconocimiento de ese punto de llegada como solución (aunque sea de forma temporal) y un compromiso de respetarlo.
  2. La segunda es no llegar a un acuerdo. A esta falta de acuerdo puede llegarse, a su vez, por dos caminos distintos:
    1. El primero es donde una o varias partes ningunean a la otra u otras. Se toma una decisión y su consecuente curso de acción prescindiendo no ya de la voluntad sino incluso de la opinión del resto de implicados.
    2. El segundo es que una o varias partes imponen su opinión y voluntad al resto. Y, como toda imposición, se hace con un determinado grado de violencia.

Los tres procedimientos anteriores pueden ejemplificarse con el manido caso del matrimonio que va a separarse.

En el primer caso, uno de los cónyuges decide poner fin a la vida en pareja. Lo habla con el otro cónyuge y acuerdan los términos de la separación: quién se queda a vivir en el hogar que hasta entonces compartían, cómo se sufragaran los gastos de los hijos, etc. Como ya he comentado, esta solución puede que no sea satisfactoria para todos — por ejemplo el cónyuge que sigue queriendo al que ha decidido romper la pareja — pero es una solución pactada al fin y al cabo.

En el segundo caso, la primera opción es el clásico donde uno de los cónyuges “baja a por tabaco” y jamás vuelve a aparecer. No hay acuerdo, pero tampoco violencia: simplemente una parte ningunea a la otra y decide por su cuenta y riesgo.

En el tercer caso, ante la propuesta de romper la pareja, uno de los cónyuges fuerza al otro a permanecer en el hogar, ya sea con amenazas – violencia verbal – o a golpes – violencia física.

Terminemos esta digresión inicial diciendo que, en mi opinión, la opción del ninguneo solamente es factible en muy pocos casos. Además, es altamente inestable y es fácil que acabe convirtiéndose en una de las otras dos opciones: siguiendo el ejemplo anterior, o bien la pareja buscará a la parte fugada para acordar los términos de la separación (p.ej. los gastos de los hijos) o bien la pareja buscará a la parte fugada para hacerla volver a casa a golpes.

La Vía Catalana

La Assemblea Nacional Catalana ha organizado para el próximo 11 de septiembre — la fiesta nacional de Catalunya — la creación de una cadena humana que recorra los 400km que hay del extremo norte al extremo sur de Catalunya. Una Vía Catalana que pretende emular, tanto en el fondo como en las formas, la famosa Cadena o Vía Báltica con la que Estonia, Letonia y Lituania pidieron el fin de la ocupación soviética.

El signo de la Vía Catalana es inequívoco. Aunque ha habido matices, su objetivo es reivindicar la independencia de Catalunya, aunque otros participarán en ella abanderando cuestiones de soberanía o el derecho a decidir.

Yo voy a participar en la Vía Catalana aunque la independencia no esté en los primeros puestos de mis prioridades políticas. Mis motivos son mucho más básicos… o, me atrevo a decir, fundamentales.

Y creo que vale la pena compartir mis motivos no tanto para justificar mis acciones — que no ha lugar — sino para contribuir a explicar a aquellos que están pendientes de la cuestión catalana qué está sucediendo o cómo se están viviendo las cosas aquí.

Retomemos la digresión con la que empezaba esta reflexión.

Hay, según las encuestas, un buen grueso (un tercio, la mitad, algo más de la mitad… varía con la encuesta, pero es un buen grueso) de la población catalana que querría independizarse de España y otra parte que no. En el fondo, no obstante, los porcentajes son lo de menos: lo que está claro — y más después de las manifestaciones del 10 de Junio de 2010 y del 11 de Septiembre de 2012 — es que hay un desencuentro de pareceres alrededor de la forma en que hay que tratar la cuestión nacional en Catalunya.

¿Y cómo se ha abordado esta cuestión? Bien, con el ninguneo. Dejando aparte que el Senado es una cámara que no es territorial ni siquiera en absoluto operante, el mejor ejemplo es el del actual Estatut d’Autonomia, votado por dos parlamentos y por la población en referéndum y modificado, después, por un tribunal que no parece deberse a la Ley — y esta a la sociedad — sino a sus propios sesgos ideológicos. Hay más ejemplos, como los monólogos, soliloquios y juegos de frontón que se traen los respectivos representantes políticos tanto a nivel estatal como a nivel catalán.

No nos confundamos: no estoy defendiendo una posición en particular, sino el debate y la deliberación. Como ya he dicho, la solución que se tome no tiene que ser necesariamente del gusto de todos — no lo será en este tema jamás — pero sí puede ser algo acordado. Insisto: lo que denuncio es la falta de diálogo… y los riesgos de acabar mal que ello supone.

Pero el debate se ha negado. Negado a dos niveles: ni se habla de independencia, ni se habla de hablar de la independencia. Ni hay referéndum o consulta no vinculante, ni se habla de cómo sondear a la población en su totalidad más allá de una encuesta basada en una pequeña muestra. Ni la Ley permite la consulta — por no hablar de la independencia — ni se habla de cómo cambiar esa Ley. En definitiva, no se habla. Y punto.

Este ninguneo puede desembocar en un diálogo de sordos ya total: declaración unilateral de independencia. Con ello, no solamente no hablan los distintos gobiernos, sino que tampoco se habrá escuchado a la parte (¿cuánta? no lo sabemos) que pueda estar en contra de la independencia. Un despropósito de ninguneos.

Se me antoja que este ninguneo no puede durar eternamente, con lo que o bien habrá que acabar hablando o bien — y esta es la tradición española más arraigada — habrá que acabar imponiendo la solución con sangre. No, aquí todavía nadie habla de sangre (¡al contrario!), pero, ¿hasta cuando pueden ningunearse los problemas, la independencia de Catalunya o la cuestión que sea?

Mi participación en la Vía Catalana quiere contribuir, en la medida de lo posible, en hacer decantar la aproximación a la cuestión de la independencia de Catalunya hacia la vía del diálogo y no hacia la vía de la violencia.

Sé que esta es una aproximación un tanto maximalista, pero así es como yo veo las cosas y cuál creo que es la situación de la cuestión.

Pero, ¿hay que ser nacionalista para ir a la Vía Catalana? En mi opinión, no necesariamente. Es más, mi (repito: mi, la mía) aproximación a la cuestión es que precisamente hay que reivindicar el diálogo fuera de toda consideración nacional, sea catalanista o españolista. No me cabe duda de que este no es el sentir mayoritario de quienes van a participar. Pero yo aquí hablo por mí, no por ellos.

Pero, ¿hay que ser independentista para ir a la Vía Catalana? ¿No capitalizarán los independentistas la participación de los que vayan? La respuesta es parecida a la anterior. Aunque la iniciativa parte desde una organización independentista y se configura en el fondo cómo una reivindicación independentista, para mí priman, en este caso, las formas: la apología del diálogo por encima de todo. Y, a fin de cuentas, si a uno tienen que acabar capitalizándolo unos u otros, en estos momentos es mejor verse entre las filas de aquellos que defienden una salida dialogada a la cuestión que aquellos que, por activa o por pasiva, están alimentando y empujando la salida hacia la violencia, a base de cerrar una y otra vez cualquier otra alternativa democrática.

Esta es, en definitiva, mi consideración a participar en la Vía Catalana: por encima de todo — de nacionalismos, de independentismos, de pugnas entre partidos y gobiernos — un ejercicio de democracia, de soberanía popular. De agotar las vías del diálogo, el debate y la deliberación.

No se me ocurre nada más radicalmente opuesto a la Guerra de Sucesión, a las Guerras Carlistas, a las declaraciones unilaterales de repúblicas y estados catalanes, o a la Guerra Civil Española que la Vía Catalana. Y allí quiero estar yo para apoyar esta radical alternativa. Lo que venga después del diálogo, el debate y la deliberación, eso ya pertenece a otra discusión.

Comparte:

Movimientos sociales y nueva institucionalidad de la democracia

Los próximos párrafos no pretenden presentar una idea especialmente novedosa, aunque sí creo que es pertinente decir que pretende recuperar una vieja idea bajo un nuevo contexto.

Por otra parte, este es más un ejercicio de reflexión — o incluso de especulación — que no una proposición académica. No obstante, es lícito reconocer que esta reflexión no aparece de la nada. Al contrario, se basa firmemente en dos trabajos recientemente concluidos así como las respectivas bibliografías que los apoyan:

  1. Casual politics: del clicktivismo a los movimientos emergentes y el reconocimiento de patrones (bibliografía).
  2. Spanish Indignados and the evolution of 15M: towards networked para-institutions (bibliografía).

Por último, si bien esta reflexión ha ido macerándose los últimos meses, no puedo dejar de señalar que el último artículo de Daniel Innerarity — ¿El final de los partidos? — ha sido su desencadenante final. El artículo — de más que recomendable lectura — viene a afirmar que si bien el mundo ha cambiado, las instituciones de la democracia (gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos, oenegés, etc.) siguen siendo la mejor forma que tenemos de organizar nuestra vida en sociedad. Y que dichas instituciones seguramente merecen ser reformadas, pero que en esencia son las que están y las que están son las que son.

Instituciones y democracia

Simplifiquemos al máximo — con el consecuente riesgo a imprecisiones, generalizaciones y sesgos — en qué consiste una democracia liberal.

Dado que la política ha dejado de ser la gestión de la polis, la ciudadanía se ha visto alienada del ejercicio del gobernar directa y personalmente los asuntos públicos. Esto no responde a ningún plan urdido en la oscuridad para tomar el poder, sino que responde a razones de eficiencia: la polis se ha convertido en comarca, en región, en estado, en un mundo globalizado que requiere gobernantes a tiempo completo, profesionales que puedan gestionar la enorme complejidad de la política y que, por supuesto, sirvan a todos los ciudadanos y a ellos y a sus necesidades se deban. Nadie puede permitirse el dedicarse a gestionar la cosa pública y, a la vez, sus asuntos personales y obtener su sustento. Al menos no sin los esclavos que poseían nuestros ancestros griegos (algunos de nuestros representantes contemporáneos sí disponen de alguien que trabaja por ellos, o bien desatienden la cosa pública, pero esta es otra cuestión).

Hemos creado, pues, instituciones que nos representan en términos políticos y trabajan para todos. En el nivel más bajo de esas instituciones (p.ej. los partidos o los sindicatos) muchos ciudadanos participan (afiliándose, simpatizando, colaborando) para reunir información sobre las demandas y solicitudes de los ciudadanos, así como deliberando sobre las distintas soluciones posibles.

A otro nivel, unos pocos representantes (gobiernos, parlamentos) se encargan de tomar decisiones, después de negociar entre las voluntades de los distintos grupos representados. Al final del ciclo, este nivel se encarga de rendir cuentas de las decisiones tomadas al nivel inferior.

La población en general, dada la dificultad de informarse y participar, se mantiene ajena al proceso más allá de seguirlo a distancia a través de la prensa, la propaganda política y los momentos aislados de participación a través de las urnas.

Crisis de las instituciones

Hay al menos cuatro motivos por los cuales las actuales instituciones políticas han visto menguada su legitimidad en este proceso de democracia representativa (o institucional):

  1. Porque la profesionalización de los cuadros de ha convertido no en un medio, sino en un fin en sí mismo. Mantenerse en el puesto pasa a ser el objetivo de muchos en el cargo, desalineándose del que debería ser su objetivo genuino: servir al ciudadano al que representa. Este abandonamiento de la misión original de las instituciones, por supuesto, ha sucedido a costa de la legitimidad y el paulatino alejamiento de la ciudadanía.
  2. Esta profesionalización ha expulsado de las bases de las instituciones a ciudadanos que veían en la participación una vocación de servicio y no una vocación profesional. Esta expulsión se ha dado de forma activa o reactiva, pero su resultado ha sido claro: adelgazamiento de las bases y alejamiento del grueso de la ciudadanía.
  3. La creciente complejidad de la política, unida a la profesionalización y a la fuga de talento de las instituciones ha desembocado en la peor de las situaciones: trivialización y frivolización de lo complejo, simplificación del mensaje político y su la consecuente radicalización de las ideas. El debate político se torna exiguo, mediático, pueril, en lugar de fortalecerse el debate y de buscar el aprendizaje dentro del proceso democrático. Ante la falta de pedagogía política, desafección.
  4. Por último, aunque no por ello menos importante, muchas de las cuestiones anteriores podrían tener no una solución, pero sí un fuerte apoyo gracias a las nuevas Tecnologías de la Información y Comunicación (información y comunicación: cuán a menudo olvidamos el significado de las siglas TIC). Podría fomentarse la participación y la implicación de talento, la transparencia y la rendición de cuentas, el diálogo y el debate. Si no son una solución mágica, su negación sí supone una clara demostración de principios: aunque las TIC impliquen un gran potencial en todos los ámbitos de la política, no tenemos intención alguna de ponerlo en práctica. Más desafección, especialmente de quién podría y querría participar.

¿Consecuencias?

Por una parte, adelgazamiento de las bases de las instituciones, especialmente las más cercanas a la ciudadanía (partidos, sindicatos). Por otra parte, expulsión de la información y la rendición de cuentas “hacia arriba”: los mismos que negocian y toman decisiones son los mismos que se informan de lo que es “necesario” o “conveniente” hacer, y son también los mismos que se rinden cuentas entre ellos.

El resultado es una creciente desconexión con la ciudadanía por el achicamiento de las bases y la falta de recorrido en profundidad, en “vertical”, de las políticas llevadas a cabo. A la deliberación en la base ni se está ni se la espera. Sin información, la ciudadanía no puede deliberar. Además, sin estar “profesionalizada”, se convierte en un estorbo para la toma de decisiones. Todo para el pueblo.

Movimientos sociales

Expulsados por las instituciones, empoderados por las tecnologías digitales y con el acicate de las crisis (cada vez menos coyunturales y cada vez más estructurales, dada la velocidad del cambio en la nueva Sociedad de la Información) los ciudadanos se organizan. Ajenos a las instituciones. Incluso a pesar de las instituciones.

Se organizan, y es importante recalcarlo, de forma horizontal, lejos de las verticalidades de las jerarquías de los partidos. Y lo hacen de forma horizontal por dos motivos fundamentales:

  1. Porque ésta es la arquitectura que la nueva tecnología – la gran posibilitadora de las nuevas organizaciones – fomenta por excelencia. Una persona, un nodo. Si bien hay líderes, lo son en la medida en que aportan, no en la medida en la que medran. Y lo son en calidad de facilitadores, no de impulsores: facilitadores del trabajo de toda la red, no de la puesta en escena de sus propios proyectos personales.
  2. Porque los nuevos aglutinadores son los proyectos, no las grandes empresas. Aunque es cierto que, por agregación, los proyectos puedan generar programas y estos estrategias, en los nuevos movimientos lo importante son los árboles, no el bosque; los peces, no el banco. El objetivo inicial es salvar mi vivienda, no cambiar la ley, mientras que las grandes instituciones empiezan por cambiar la ley y, si se dan las circunstancias, salvar un puñado de viviendas. Y eso es lo que significa “de abajo arriba”: no solamente dónde se inicia la acción, sino que proceso en su totalidad está invertido.

El problema, como puede bien verse con el ejemplo anterior, es que la traslación de lo horizontal a lo vertical es muy complicada. Que el paso del proyecto a la estrategia, de lo local a lo global, de lo personal a lo público sí requiere una cierta verticalidad.

Es en este punto donde personalmente estoy de acuerdo con aquellos que defienden a capa y espada la existencia de las instituciones. Y es sin duda un punto crucial que me/nos separa de quienes apuestan por la eliminación de las instituciones o su reducción a la mínima expresión – esto incluye a los movimientos asamblearios y anarquistas, pero también, es conveniente no olvidarlo, al extremo liberalismo (los extremos acaban siempre tocándose).

Pero que necesitemos instituciones no significa ni que (a) necesariamente deban ser las que tenemos, ni que (b) incluso siendo las que tenemos su diseño deba ser el que ahora tienen. O, dicho de otro modo, hay un gran espacio de debate entre el mantenimiento del statu quo – las instituciones democráticas son las que son – y el demoler cualquier asomo de institucionalidad – democracia directa y asemblearismo.

En un mundo de grises, alejado del negro o blanco, seguramente hay lugar para una posible hibridación de ciudadanía organizada e instituciones tradicionales. Empezaba diciendo que la idea no era nueva, pero el contexto sí. Es posible que las grandes instituciones del pasado deban ahora romperse en distintas instituciones, algunas viejas (partidos, sindicatos) que vendrán a convivir con otras nuevas (o tampoco tan nuevas, pero sí renovadas en su organización: plataformas, movimientos). Considero que muchas de las funciones que tenían lugar dentro de las instituciones clásicas podrán acabar teniendo lugar fuera de ellas y dentro de las nuevas instituciones. Vehiculadas eficaz y eficientemente por la tecnología, sin barreras de tiempo ni de espacio, se me antoja posible e incluso deseable devolver la información a la base, a las nuevas instituciones de la sociedad civil organizada que se extenderán a lo largo y ancho de la ciudadanía. Por otra parte, dónde mejor si no ahí que tenga lugar la deliberación, una deliberación informada, de igual a igual, a la luz del día y con taquígrafos. Y lo mismo para la rendición de cuentas.

Para el resto, para unir lo global con lo local, lo colectivo con lo personal, para verticalizar las demandas en toma de decisiones, sí seguirán teniendo un importante papel las instituciones tradicionales… aunque con severas transformaciones: la de aprender a escuchar y la del trabajo colectivo, las primeras. Deberán ser más flexibles, seguramente más pequeñas, relegando poder, representación y muchas tareas en los nuevos movimientos sociales y sociedad civil organizada. Tendrán que trabajar conjuntamente y, en consecuencia, establecer formas de colaborar, de enriquecerse mútuamente, de repartirse el trabajo.

En definitiva, las bases de los partidos probablemente deberían “externalizarse” y mantenerse estos no ya como foros de reflexión y proposición (cosa que en gran parte han dejado de ser) sino facilitadores y ejecutores de propuestas. Del liderazgo, ya se encargará la sociedad civil.

Comparte:

¿Cambiar la política desde dentro? El «sí, pero» del 15M

Aunque siempre ha sido muy difícil — e incluso discutible — concretar qué pedía exactamente el movimiento del 15M, en mi opinión queda cada vez más claro que el mensaje, si no único sí hegemónico, era (o es) el de reformar las instituciones democráticas en aras de una mayor calidad en la gobernanza del sistema.

Y esta reforma, al menos inicialmente, parecía darse desde dos frentes: o bien intentando que el mensaje capilarizara dentro de los partidos, a partir de la indignación de los políticos (especialmente los de base) o bien, desde una posición más ajena a la ortodoxia, reemplazando o prescindiendo de las instituciones existentes a partir de una participación esencialmente extra-representativa.

En otras palabras, parece, en mi opinión, que todo lo concerniente al 15M o bien apuntaba hacia que los que ya habitaban las instituciones democráticas reflexionasen sobre la necesidad de depurarlas y actualizarlas; o bien se daban por perdidas y se apostaba por hacer borrón y cuenta nueva, creando nuevas (para)instituciones al margen de las existentes. No habría, pues, término medio.

Sin embargo, podría ser que estos dos caminos también se estén agotando y, en su lugar, se estuviese explorando el camino intermedio, es decir: participar en las instituciones para cambiarlas.

Este fue el principal mensaje que personalmente extraje de las pasadas jornadas Instituciones de la Post-democracia: globalización, empoderamiento y gobernanza, aunque es una cuestión que los últimos meses parece estar en boca de muchos.

Por una parte, parece agotada la vía de indignar a los políticos, la mayoría de los cuales están más pendientes de tapar sus vergüenzas o hacer oídos sordos a las de sus compañeros que no de regenerar la democracia.

Por otra parte, parece agotada también la vía de sortear las instituciones establecidas para hacer una «democracia en paralelo»: no solamente los costes de la vía extra-representativa y la democracia directa son muy elevados (una de las ventajas de la democracia representativa es, precisamente, su escalabilidad), sino que las instituciones formales se han parapetado y han iniciado una potente ofensiva contra todo aquello que ocurra fuera de los partidos, los parlamentos y los gobiernos. Desde el sonado enroque contra la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) por la dación en pago que dio al traste con ella, hasta un sinnúmero de excesos policiales y «ataques preventivos» desde los gobiernos que han criminalizado la práctica de muchos derechos relacionados con la libertad de expresión y de reunión. De la misma forma que los ciudadanos han salido a la calle a luchar por sus derechos, también han salido a la calle las instituciones democráticas para, en muchos casos, luchar contra sus propios ciudadanos.

¿Qué solución queda pues, decíamos?

Concurrir a las urnas.

Una opción que jamás se había oído y, de ser así, se había tomado demasiado en serio, parece ir cogiendo forma en muchos ámbitos activos en política pero enormemente desencantados con las actuales opciones.

Esta es, sin duda, la opción que desde el establishment siempre se ha echado en cara a los protestantes e indignados: siga usted el camino formal para que sepamos a quiénes y a cuántos representa usted.

Que esta sea la opción que algunos puedan estar ahora considerando no debería verse, en mi humilde opinión, como un logro del «buen hacer» y como una prueba de la fortaleza del sistema democrático, sino todo lo contrario: como una (necesaria) renuncia a explorar vías más innovadoras como consecuencia de la cerrazón y la lucha sin cuartel de las instituciones a abrirse, a hacerse más transparentes, a hacerse más participativas, a hacerse más democráticas.

Si el «15M acaba entrando en política» (sea como fuere que tome cuerpo o cuerpos y si lo acaba haciendo) no habría que interpretarlo como una claudicación del mismo a las formas imperantes, sino como un decidido último asalto de Agamenón a Troya: colocar a Odiseo dentro de la ciudad con la ayuda de un caballo de madera, para arrasarla después y no dejar piedra sobre piedra.

Es probable que esta interpretación mía sea incorrecta. Pero la conjunción es favorable. Estamos asistiendo a un movimiento simétrico al ocurrido durante los primeros años de la Transición. Al menos en términos de intención de voto, se revierte la tendencia a la concentración de partidos que vivimos de 1978 a 1996 para pasar a todo lo contrario: en una suerte de Segunda Transición, el bipartidismo se desmorona dentro de una crisis política de múltiples factores y empieza a dar paso a nuevas formas de participación extra-representativa que, en muchos casos, parecen ir apoyando a formaciones políticas alternativas.

Cuán fuerte es esta tendencia, qué harán esas formaciones alternativas, o si habrá nuevas formaciones que hagan propuestas todavía más innovadoras es algo que es difícil de prever. Pero también cabría afirmar que el delicadísimo equilibrio en el que nos encontramos no puede aguantar mucho tiempo más.

Comparte:

Falta de transparencia o falta de fundamento en la toma de decisiones

Nos recuerda Qué hacen los diputados que el Artículo 15 del Proyecto de ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno contempla la exclusión de la ley de informes o comunicaciones internas, es decir, se excluye del alcance de la ley muchos tipos de información — como notas, informes internos o comunicaciones internas.

Esta exclusión es especialmente grave por al menos tres motivos.

El primero, y seguramente el más importante, es de concepto, sobre qué entendemos por transparencia en el s.XXI, en la Sociedad de la Información, en plena Revolución Digital. Dice el punto (1.e) del Artículo 15 del Proyecto de Ley que se inadmitirán a trámite, mediante resolución motivada, las solicitudes […] que sean manifiestamente repetitivas. Es decir, la información hay que pedirla y será (o no) concedida. Bien, en un nuevo paradigma informacional como en el que estamos entrando, la información es abierta por defecto y lo excepcional es cerrarla. No ha lugar, pues, ni pedir ni conceder acceso.

Y que la información sea abierta por defecto significa que esa información (punto 1.b) que tiene carácter auxiliar o de apoyo como la contenida en notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas también, toda esa información y comunicaciones suceden en abierto, a la luz del día, por la Administración pero para los ciudadanos. Para mí este aspecto es más que fundamental, ya que marca el tono y el espíritu de una ley (de transparencia en el siglo XXI) u otra muy distinta (de servicios de información al ciudadano en el siglo XIX).

La segunda cuestión es que toda esa información es del ciudadano, que la ha pagado con sus impuestos. Pensar que esa información solamente servirá para la toma de decisiones a nivel gubernamental y que no puede tener ningún otro uso a otros niveles (ciudadanos, empresas) es, como poco, excluyente.

El acceso a la información pública, además de por cuestiones de concepto (punto anterior) o cuestiones políticas (punto siguiente), debe fundamentarse en un hecho incontestable: la soberanía reside en el ciudadano, y es este quien debe tener acceso a toda la información que le permita o bien tomar sus propias decisiones, o bien proponer medidas de acción, o bien, en una democracia representativa como la nuestra, al menos fiscalizar a quienes proponen medidas de acción y las llevan a cabo.

No obstante, además de la cuestión económica — de quién ha pagado esos informes, que sería una condición más que suficiente y con pocas excepciones — sino, y sobre todo, política. Es aberrante que gobiernos, administraciones o parlamentos gasten ingentes cantidades en crear informes que apoyen su toma de decisiones y en cambio no lo compartan con sus ciudadanos para que estos puedan monitorizar y evaluar los procesos de toma de decisiones en los organismos públicos.

Solamente si los procesos son abiertos podremos comprobar si nuestros representantes van al Parlamento con los deberes hechos. Si los documentos «accesorios» o «de apoyo» no son públicos, podemos tender a pensar que o bien no existen — y nuestros representantes basan sus decisiones en apriorismos y visceralidades ideologizantes — o bien que existen pero no quieren mostrarse porque probablemente violan el contrato electoral firmado con el ciudadano.

Es descorazonador ver una Ley de Transparencia que va a nacer ya tan desfasada, tan fuera de lugar, tan descontextualizada. Y desfasada, fuera de lugar y descontextualizada no solamente en relación a los avances de las tecnologías de la información y la comunicación, sino, y sobre todo, en relación a los principios democráticos que deberían guiarla. Esta es una ley que, amparada en la «publicidad activa» olvida la apertura en el diseño y por defecto.

En la mesa De la digitalización de la administración hacia el gobierno abierto y la Gobernanza pública que tuvo lugar en el Foro de la Gobernanza de Internet el 23 de mayo de 2013, su relator Miguel Ángel Gonzalo escribía: La batalla principal por la transparencia está dada y ganada desde el momento en que se incorpora a la primera línea de la agenda política. Una afirmación con la que no puedo discrepar más. Lo que hace incorporar una cuestión a primera línea de la agenda política es desactivarla: se puede desactivar para bien — porque se debate y se acaba resolviendo — o se puede desactivar para mal — porque se genera ruido y se da la sensación de que el tema está agotado. Sucedió ya con la cuestión sobre los desahucios donde la política se mostró más como problema que como una solución. Y se está demostrando con este todo por la transparencia pero sin la transparencia.

El actual Proyecto de Ley de Transparencia desembocará en un estado peor al que teníamos: una mala ley, que legitima la opacidad por sistema y la apertura como excepción, pero que agotará el debate y dará por zanjado el asunto por muchos años. Mucho andar para no moverse de sitio, pero agotados del camino.

Actualización 27 de junio de 2013:

Me hace saber Miguel Ángel Gonzalo que mi comentario sobre las actas del Foro de Gobernanza de Internet fue debatido dentro del grupo y ha generado una modificación del texto final de dichas actas. Esta versión final puede encontrarse en el ahora texto definitivo del Foro de la Gobernanza de Internet en España, 23 de Mayo de 2013 (PDF).

Aunque no era mi intención enmendarle la plana a nadie, agradezco muy sinceramente que mi opinión haya sido tenida en cuenta :)

Comparte:

Crisis de reputación, crisis de legitimidad

En el mundo de la comunicación y en el mundo de la política – en qué se ha convertido la política sino en un gran constructo comunicativo – nos hemos acostumbrando a etiquetar cualquier desliz como una “crisis de reputación”. Crisis, porque el desliz suele acabar dando de bruces en el suelo; de reputación porque lo que da de bruces es la imagen, la sonrisa con tantos esfuerzos blanqueada. Gestionada la crisis, repuesta la reputación, hasta la próxima.

Proliferan ahora una suerte de zapadores de lo digital – eso que ni se borra ni desaparece – que tienen como tarea identificar, diagnosticar y parchear las “crisis de reputación” de aquellos que han tenido a mal dejarse deslizar por los llamados medios o redes sociales.

Siendo generosos, no hay semana que la realidad no nos regale con una de estas crisis de reputación. Un representante público es pillado en un renuncio y luego todo son prisas para aclarar que no, que en realidad no dijo eso, o bueno, sí, sí que a lo mejor dijo, pero se sacó de contexto, claro. Claro. Porque hay contextos que lo soportan absolutamente todo. Cuando Fukuyama mató a las ideologías lo que no sabía es que nacían las contextualizaciones.

El cuarto poder tampoco se libra de protagonizar ejercicios de autolesión reputacional. La secuencia suele ser la siguiente. Primero se revelan declaraciones de personajes públicos con sus correspondientes citas literales. Ante el incendio en las redes por parte del respetable, el presunto declarador acusa al medio de falta de rigor, sesgo ideológico o enajenación transitoria. El medio retira las citas textuales. La red vuelve a arder, ahora o por citar palabras que no fueron o por retirarlas si sí fueron. En fin, nada que una buena gestión de crisis de reputación no pueda solucionar.

O no. Hay crisis que son por deslices y deslices que son porque andamos cojos y sin muletas. La diferencia entre lo sintomático y lo estructural es que lo primero puede atacarse por los síntomas, mientras que lo segundo requiere atajarse por la enfermedad. Y no hay que ser Freud para reconocer que mucha incontinencia no es de formas sino de fondo.

En 2010 el profesor Josep María Vallès nos advertía de que la política era “víctima de un rapto consentido” a causa de la mediatización de su discurso. En una revisión del síndrome de Estocolmo, los raptores son raptados en un círculo sin fin. ¿Crisis de reputación? Por favor.

NOTA: la cita de Vallès se la debo a Aitor Carr: moltes gràcies!

Artículo originalmente publicado el 21 de mayo de 2013, bajo el título ¿Crisis de reputación? en La Vanguardia.

Comparte: