Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 26 agosto 2013
Categorías: Derechos, Política
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Hay personas para las cuales la policía son fuerzas de represión al servicio del poder, que a todos quiere subyugar.
Hay personas para las cuales la policía son ciudadanos comprometidos que se desviven por servir y proteger al ciudadano.
Los segundos ponderan su posición el día que reciben un guantazo en una manifestación o sufren un abuso en cualquier Administración mal administrada, desde un aeropuerto hasta una comisaría.
Los primeros ponderan su posición el día que se quedan tirados en el fin del mundo o extorsionan a sus retoños con fotos robadas a punta de pistola virtual.
No creo que haya un punto intermedio como tampoco creo que sea posible mantenerse contra viento y marea en uno de los extremos.
La trágica guerra civil que está sufriendo Siria cuenta ya en su haber más de 100.000 muertos y unos dos millones y medio de víctimas, de entre ellas, un millón de víctimas son niños.
Tras dos años de conflicto, podemos ya afirmar sin dudarlo que lo se Siria no es una reyerta entre Tarantos y Montoyas.
Y la pregunta del millón es ¿qué hacer?
Una de las soluciones es invadir Siria e imponer la «paz». Algunos tildan ya esta posible intervención de invasión imperialista de Siria. Es una reacción, como mínimo, legítima: en el recuerdo reciente o no tan reciente está grabado a fuego Irak, y cómo su invasión se diseñó en un laboratorio, se urdieron mentiras y falsos informes y se llevó a varios estados a invadir el país contra los acuerdos de Naciones Unidas. Al final quedó la más cruda realidad: una guerra ciertamente imperialista, contra la regulación internacional, con el único fin de hacerse con determinados recursos naturales. Afganistán no es muy distinto. Y la lista es interminable.
La otra solución es no hacer nada, tratar el problema bélico como algo doméstico. También ahí tenemos recuerdos frescos, tanto en el tiempo como en el espacio. En el tiempo solamente hay que retrotraerse un par de décadas para revivir las matanzas que se sucedieron una y otra vez, ante teleobjetivos y televisores, una y otra vez, para apartar los ojos y preparar, en diferido y a toro pasado, el juicio a los genocidas. En el espacio siempre nos quedará la pregunta de por qué Europa no sacó a España de 40 años de dictadura… aunque lo lamentable aquí es que seguramente no habrá consenso sobre la necesidad de hacerlo.
Personalmente no tengo una opinión formada respecto a lo que habría que hacer. ¿Es posible la «paz» a cambio de imperialismo? ¿Es preferible la masacre para preservar la pureza de espíritu? Me asalta y me atormenta la duda. Querría uno que esa duda y tormento fuesen compartidos. Aunque la impresión es que no, que las posiciones están, como de costumbre, encastilladas. Habrá que empezar a aplicarse aquello de que si uno no es parte de la solución, entonces es parte del problema.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 23 agosto 2013
Categorías: Política, SociedadRed
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Los próximos párrafos no pretenden presentar una idea especialmente novedosa, aunque sí creo que es pertinente decir que pretende recuperar una vieja idea bajo un nuevo contexto.
Por otra parte, este es más un ejercicio de reflexión — o incluso de especulación — que no una proposición académica. No obstante, es lícito reconocer que esta reflexión no aparece de la nada. Al contrario, se basa firmemente en dos trabajos recientemente concluidos así como las respectivas bibliografías que los apoyan:
- Casual politics: del clicktivismo a los movimientos emergentes y el reconocimiento de patrones (bibliografía).
- Spanish Indignados and the evolution of 15M: towards networked para-institutions (bibliografía).
Por último, si bien esta reflexión ha ido macerándose los últimos meses, no puedo dejar de señalar que el último artículo de Daniel Innerarity — ¿El final de los partidos? — ha sido su desencadenante final. El artículo — de más que recomendable lectura — viene a afirmar que si bien el mundo ha cambiado, las instituciones de la democracia (gobiernos, parlamentos, partidos, sindicatos, oenegés, etc.) siguen siendo la mejor forma que tenemos de organizar nuestra vida en sociedad. Y que dichas instituciones seguramente merecen ser reformadas, pero que en esencia son las que están y las que están son las que son.
Instituciones y democracia
Simplifiquemos al máximo — con el consecuente riesgo a imprecisiones, generalizaciones y sesgos — en qué consiste una democracia liberal.
Dado que la política ha dejado de ser la gestión de la polis, la ciudadanía se ha visto alienada del ejercicio del gobernar directa y personalmente los asuntos públicos. Esto no responde a ningún plan urdido en la oscuridad para tomar el poder, sino que responde a razones de eficiencia: la polis se ha convertido en comarca, en región, en estado, en un mundo globalizado que requiere gobernantes a tiempo completo, profesionales que puedan gestionar la enorme complejidad de la política y que, por supuesto, sirvan a todos los ciudadanos y a ellos y a sus necesidades se deban. Nadie puede permitirse el dedicarse a gestionar la cosa pública y, a la vez, sus asuntos personales y obtener su sustento. Al menos no sin los esclavos que poseían nuestros ancestros griegos (algunos de nuestros representantes contemporáneos sí disponen de alguien que trabaja por ellos, o bien desatienden la cosa pública, pero esta es otra cuestión).
Hemos creado, pues, instituciones que nos representan en términos políticos y trabajan para todos. En el nivel más bajo de esas instituciones (p.ej. los partidos o los sindicatos) muchos ciudadanos participan (afiliándose, simpatizando, colaborando) para reunir información sobre las demandas y solicitudes de los ciudadanos, así como deliberando sobre las distintas soluciones posibles.
A otro nivel, unos pocos representantes (gobiernos, parlamentos) se encargan de tomar decisiones, después de negociar entre las voluntades de los distintos grupos representados. Al final del ciclo, este nivel se encarga de rendir cuentas de las decisiones tomadas al nivel inferior.
La población en general, dada la dificultad de informarse y participar, se mantiene ajena al proceso más allá de seguirlo a distancia a través de la prensa, la propaganda política y los momentos aislados de participación a través de las urnas.
Crisis de las instituciones
Hay al menos cuatro motivos por los cuales las actuales instituciones políticas han visto menguada su legitimidad en este proceso de democracia representativa (o institucional):
- Porque la profesionalización de los cuadros de ha convertido no en un medio, sino en un fin en sí mismo. Mantenerse en el puesto pasa a ser el objetivo de muchos en el cargo, desalineándose del que debería ser su objetivo genuino: servir al ciudadano al que representa. Este abandonamiento de la misión original de las instituciones, por supuesto, ha sucedido a costa de la legitimidad y el paulatino alejamiento de la ciudadanía.
- Esta profesionalización ha expulsado de las bases de las instituciones a ciudadanos que veían en la participación una vocación de servicio y no una vocación profesional. Esta expulsión se ha dado de forma activa o reactiva, pero su resultado ha sido claro: adelgazamiento de las bases y alejamiento del grueso de la ciudadanía.
- La creciente complejidad de la política, unida a la profesionalización y a la fuga de talento de las instituciones ha desembocado en la peor de las situaciones: trivialización y frivolización de lo complejo, simplificación del mensaje político y su la consecuente radicalización de las ideas. El debate político se torna exiguo, mediático, pueril, en lugar de fortalecerse el debate y de buscar el aprendizaje dentro del proceso democrático. Ante la falta de pedagogía política, desafección.
- Por último, aunque no por ello menos importante, muchas de las cuestiones anteriores podrían tener no una solución, pero sí un fuerte apoyo gracias a las nuevas Tecnologías de la Información y Comunicación (información y comunicación: cuán a menudo olvidamos el significado de las siglas TIC). Podría fomentarse la participación y la implicación de talento, la transparencia y la rendición de cuentas, el diálogo y el debate. Si no son una solución mágica, su negación sí supone una clara demostración de principios: aunque las TIC impliquen un gran potencial en todos los ámbitos de la política, no tenemos intención alguna de ponerlo en práctica. Más desafección, especialmente de quién podría y querría participar.
¿Consecuencias?
Por una parte, adelgazamiento de las bases de las instituciones, especialmente las más cercanas a la ciudadanía (partidos, sindicatos). Por otra parte, expulsión de la información y la rendición de cuentas “hacia arriba”: los mismos que negocian y toman decisiones son los mismos que se informan de lo que es “necesario” o “conveniente” hacer, y son también los mismos que se rinden cuentas entre ellos.
El resultado es una creciente desconexión con la ciudadanía por el achicamiento de las bases y la falta de recorrido en profundidad, en “vertical”, de las políticas llevadas a cabo. A la deliberación en la base ni se está ni se la espera. Sin información, la ciudadanía no puede deliberar. Además, sin estar “profesionalizada”, se convierte en un estorbo para la toma de decisiones. Todo para el pueblo.
Movimientos sociales
Expulsados por las instituciones, empoderados por las tecnologías digitales y con el acicate de las crisis (cada vez menos coyunturales y cada vez más estructurales, dada la velocidad del cambio en la nueva Sociedad de la Información) los ciudadanos se organizan. Ajenos a las instituciones. Incluso a pesar de las instituciones.
Se organizan, y es importante recalcarlo, de forma horizontal, lejos de las verticalidades de las jerarquías de los partidos. Y lo hacen de forma horizontal por dos motivos fundamentales:
- Porque ésta es la arquitectura que la nueva tecnología – la gran posibilitadora de las nuevas organizaciones – fomenta por excelencia. Una persona, un nodo. Si bien hay líderes, lo son en la medida en que aportan, no en la medida en la que medran. Y lo son en calidad de facilitadores, no de impulsores: facilitadores del trabajo de toda la red, no de la puesta en escena de sus propios proyectos personales.
- Porque los nuevos aglutinadores son los proyectos, no las grandes empresas. Aunque es cierto que, por agregación, los proyectos puedan generar programas y estos estrategias, en los nuevos movimientos lo importante son los árboles, no el bosque; los peces, no el banco. El objetivo inicial es salvar mi vivienda, no cambiar la ley, mientras que las grandes instituciones empiezan por cambiar la ley y, si se dan las circunstancias, salvar un puñado de viviendas. Y eso es lo que significa “de abajo arriba”: no solamente dónde se inicia la acción, sino que proceso en su totalidad está invertido.
El problema, como puede bien verse con el ejemplo anterior, es que la traslación de lo horizontal a lo vertical es muy complicada. Que el paso del proyecto a la estrategia, de lo local a lo global, de lo personal a lo público sí requiere una cierta verticalidad.
Es en este punto donde personalmente estoy de acuerdo con aquellos que defienden a capa y espada la existencia de las instituciones. Y es sin duda un punto crucial que me/nos separa de quienes apuestan por la eliminación de las instituciones o su reducción a la mínima expresión – esto incluye a los movimientos asamblearios y anarquistas, pero también, es conveniente no olvidarlo, al extremo liberalismo (los extremos acaban siempre tocándose).
Pero que necesitemos instituciones no significa ni que (a) necesariamente deban ser las que tenemos, ni que (b) incluso siendo las que tenemos su diseño deba ser el que ahora tienen. O, dicho de otro modo, hay un gran espacio de debate entre el mantenimiento del statu quo – las instituciones democráticas son las que son – y el demoler cualquier asomo de institucionalidad – democracia directa y asemblearismo.
En un mundo de grises, alejado del negro o blanco, seguramente hay lugar para una posible hibridación de ciudadanía organizada e instituciones tradicionales. Empezaba diciendo que la idea no era nueva, pero el contexto sí. Es posible que las grandes instituciones del pasado deban ahora romperse en distintas instituciones, algunas viejas (partidos, sindicatos) que vendrán a convivir con otras nuevas (o tampoco tan nuevas, pero sí renovadas en su organización: plataformas, movimientos). Considero que muchas de las funciones que tenían lugar dentro de las instituciones clásicas podrán acabar teniendo lugar fuera de ellas y dentro de las nuevas instituciones. Vehiculadas eficaz y eficientemente por la tecnología, sin barreras de tiempo ni de espacio, se me antoja posible e incluso deseable devolver la información a la base, a las nuevas instituciones de la sociedad civil organizada que se extenderán a lo largo y ancho de la ciudadanía. Por otra parte, dónde mejor si no ahí que tenga lugar la deliberación, una deliberación informada, de igual a igual, a la luz del día y con taquígrafos. Y lo mismo para la rendición de cuentas.
Para el resto, para unir lo global con lo local, lo colectivo con lo personal, para verticalizar las demandas en toma de decisiones, sí seguirán teniendo un importante papel las instituciones tradicionales… aunque con severas transformaciones: la de aprender a escuchar y la del trabajo colectivo, las primeras. Deberán ser más flexibles, seguramente más pequeñas, relegando poder, representación y muchas tareas en los nuevos movimientos sociales y sociedad civil organizada. Tendrán que trabajar conjuntamente y, en consecuencia, establecer formas de colaborar, de enriquecerse mútuamente, de repartirse el trabajo.
En definitiva, las bases de los partidos probablemente deberían “externalizarse” y mantenerse estos no ya como foros de reflexión y proposición (cosa que en gran parte han dejado de ser) sino facilitadores y ejecutores de propuestas. Del liderazgo, ya se encargará la sociedad civil.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 03 agosto 2013
Categorías: Política
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En La Ley de Transparencia veta el acceso a la información y la participación ciudadana, el colectivo Qué hacen los diputados informa de la aprobación de la Ley de Transparencia, en cuyo trámite final se han incorporado una serie de enmiendas parciales que vienen a restringir aún más su alcance
.
Una de estas enmiendas incluye la creación del órgano que vendrá a velar por el buen desarrollo de la Ley de Transparencia: el Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno.
El Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno tiene en esencia un papel similar al que podría tener el Tribunal de Cuentas, repartiéndose entre ambos la tarea de «controlar al controlador» en el ámbito informativo y en el ámbito presupuestario, respectivamente. Una buena regla del nueve para comprobar cuán honesto es el legislador al crear un órgano como el Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno o como el Tribunal de Cuentas es mirar a la composición del mismo o, todavía mejor, a la forma de nombrar a sus miembros.
Tabla 1. Instituciones que nombran al Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno.
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Consejo de la Transparencia
y Buen Gobierno |
Gobierno |
Presidente
Rep. Agencia Española de Protección de Datos
Rep. Secretaría de Estado y Administraciones Públicas
Rep. Autoridad de Responsabilidad Fiscal
|
Cortes
Generales |
1 Diputado
1 Senador
Rep. Tribunal de Cuentas
Rep. Defensor del Pueblo
(Los miembros del Tribunal de Cuentas, por no hablar del Defensor del Pueblo, son nombrados por las Cortes y suelen ser exdiputados, exsenadores o personas afines a los partidos con mayoría en las Cortes)
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Como se puede ver en la tabla, el Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno tiene ocho miembros cuyo nombramiento (directa o indirectamente) se reparten a partes iguales el Gobierno y las Cortes Generales. El presidente lo nombra directamente el Gobierno (referendado por las Cortes). Hay un representante de la AEPD, cuyo presidente lo nombra el Gobierno; un representante de la Secretaría de Estado y Administraciones Públicas, parte del gobierno por construcción; y un representante de la Autoridad de Responsabilidad Fiscal, autoridad que también nombra el gobierno. Por otra parte, forman parte del Consejo de la Transparencia y Buen Gobierno un diputado y un senador que, también por construcción, salen de las Cortes; un representante del Tribunal de Cuentas, tribunal elegido por las Cortes y que, de facto, es un reparto de exdiputados, exsenadores y personas afines a los dos grandes partidos del Parlamento; y un representante del Defensor del Pueblo, a su vez también nombrado por las Cortes en el mismo régimen que el Tribunal de Cuentas.
En otras palabras, el Consejo encargado de evitar que los políticos manoseen la democracia entre bambalinas está en manos… de esos mismos políticos. Igual que el Tribunal encargado de evitar que los políticos manoseen el dinero público entre bambalinas está en manos de esos mismos políticos.
Y no solamente «esos mismos políticos». Ni tan siquiera hay una pluralidad de colores en el Consejo de la Transparencia o el Tribunal de Cuentas, dado que el reparto se ciñe en la práctica y en su mayoría a los dos grandes grupos del hemiciclo.
¿Cómo se podría mejorar la composición de estos órganos? Dejando al margen la obviedad de aumentar la paleta de colores políticos de sus miembros, por supuesto con miembros de la sociedad civil. Entre ellos:
- Representantes de organizaciones no gubernamentales que trabajen para la transparencia y la rendición de cuentas.
- Representantes de los medios de comunicación.
- Altos funcionarios del estado (de carrera, no cargos políticos) especializados en aquellos ámbitos.
- Jueces y fiscales.
- Académicos.
¿Poco operativo? No hace falta que estén muchos de cada grupo. Ni siquiera que estén todos los que ahora ya están.
Por otra parte, si se cree interesante mantener a los actuales miembros por cuestiones técnicas (por ejemplo, el representante de la AEPD para que vele por la legalidad de la información abierta al público) siempre puede crearse un pequeño comité técnico que trabaje a ese nivel (de coordinación entre administraciones, de velar por la legalidad o la interoperabilidad de los datos abiertos, etc.), mientras que el Consejo propiamente dicho trabaje en un plano estrictamente político y de supervisión del despliegue de la Ley de Transparencia.
Ser transparente no es una cuestión técnica, sino una cuestión de actitud. Una actitud que el legislador jamás tuvo. Todo por la transparencia sin la transparencia. La resultante Ley de Transparencia resultará, en muchos aspectos, peor que no tener una Ley de Transparencia.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 02 agosto 2013
Categorías: Política
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La periodista Aurora Muñoz acaba de publicar un artículo titulado Los incumplimientos del PP ponen en peligro la unidad de la derecha en el que se pregunta, entre otras cosas, si esa posible ruptura de la derecha podría dar paso a un partido más a la derecha del actual Partido Popular.
Como se puede leer en el artículo, yo fui entrevistado para el mismo, siendo la pregunta que cayó en mi correo si ¿Hay lugar para un partido liberal más a la derecha que el PP? Mi respuesta es la que sigue a continuación. No obstante, vale la pena aclarar que gran parte de esta respuesta es pura especulación. Por una parte porque creo que el Partido Popular sigue siendo uno de los partidos más firmemente cohesionados del panorama español (aunque sea en detrimento de su democracia interna, dicho sea de paso). Por otra parte, porque las comparaciones con otras situaciones vecinas (dentro, como por ejemplo en Catalunya; fuera, como por ejemplo en Francia, Austria, Finlandia o Bélgica) siempre se llevan por delante el contexto, que es lo que en el fondo va a determinar la evolución de la política en un país. Por último, porque habría que ver qué entendemos por ser «liberal», y ahí es donde doy arranque a mi respuesta:
¿Hay lugar para un partido liberal más a la derecha que el PP?
Habría que definir, seguramente, qué significa más liberal o más a la derecha del Partido Popular. Se me ocurre que hay al menos tres grandes alternativas a la actual propuesta del PP hacia las cuales podrían escorarse sus hasta ahora muy fieles votantes y todavía más fieles afiliados y miembros activos.
La primera opción sería un partido más liberal en lo económico, en el sentido más anglosajón de la palabra, es decir: menos intervención del estado en economía, estado mucho más pequeño también en el ámbito de lo social, confinamiento del estado a la cosa pública y alejamiento absoluto del ámbito privado, etc. Esta opción seguramente no hay que buscarla fuera del PP sino dentro: Esperanza Aguirre es la cabeza visible de esa «thatcherización» del PP, con un claro viraje a la derecha más liberal en lo económico. En mi opinión, no obstante, es más probable un cambio de rumbo interno del partido en esta línea (si cayera Rajoy, por ejemplo, y fuese substituido por la misma Aguirre o alguien afín) que no una escisión del partido entre ambas facciones.
La segunda opción sería no tanto más hacia la derecha sino hacia fuera del «establishment», hacia fuera del sistema tradicional de partidos, de los «barones», de las élites política. Esa opción ya existe en España y está perfectamente encarnada en el UPyD de Rosa Díez: posturas alejadas de las cúpulas de poder de Madrid, exaltación de lo popular (hasta lo populista, dirán muchos) e incluso demonización de la política por la política (antipolítica, dirán otros muchos). En Catalunya, por ejemplo, el UPyD catalán (salvando algunas distancias) que representa Ciutadans ya cosechó votos el 25 de noviembre tanto del Partido Popular de Catalunya como de Convergència i Unió, las dos derechas del país.
Por último, hay una variante del caso anterior que es un viraje a la derecha pero no una derecha liberal, sino una derecha conservadora, fuertemente centralizadora, descaradamente populista y antipolítica (y xenófoba y racista en muchos casos) y que, además, basa su programa en un fuerte sentimiento identitario y a menudo religioso. De nuevo, en Catalunya este papel lo está jugando Plataforma per Catalunya como en Francia lo está jugando el Frente Nacional de Marine le Pen. En mi opinión, este último escenario es difícil que se dé en España por dos motivos: primero, porque el Partido Popular es más conservador que liberal, por lo que es más fácil de adelantar por la derecha económica que por la derecha social; segundo, porque esa derecha ultraconservadora está todavía demasiado ligada al fascismo del franquismo, lo que la hace algo más impopular que lo que se pueda vivir en Francia. Y, por tanto, menos viable en solitario.
Dicho esto, creo que también habría que contemplar la opción de «volver a la izquierda»: muchos votantes del PP son votantes de clases medias o bajas que han visto en la derecha las promesas que la izquierda había dejado de hacerles. Estos son votantes que «no pertenecen» a la derecha y que, previo paso por la abstención, podrían volver a la izquierda. Eso sí, probablemente no a la izquierda tradicional (PSOE, IU) sino, a lo mejor, a nuevas opciones políticas. En este sentido, las Europeas de 2014 son terreno abonado (por ser toda España un único distrito) para que formaciones como Equo, las CUP catalanas, el Partido Pirata o el Partido X (si se presentara) puedan obtener la representación que en otros comicios (legislativas o autonómicas) no pueden alcanzar por cómo está diseñada la Ley Electoral.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 31 julio 2013
Categorías: Política
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Esta mañana ha comparecido en el Parlament de Catalunya el President de la Generalitat, Artur Mas, para hablar del caso Palau y la (presunta) financiación ilegal de Convergència Democràtica de Catalunya. De la misma forma, el Presidente Rajoy comparecerá mañana en el Congreso para hablar del caso Bárcenas y la (presunta) financiación ilegal del Partido Popular.
Lo que dirá Mariano Rajoy lo han venido adelantando los medios de comunicación y otros miembros del Partido Popular a través de los mismos medios de comunicación. Lo que ha dicho Artur Mas lo hemos podido escuchar esta mañana. Es lo mismo y se resume así: el tesorero tenía poderes absolutos para hacer y deshacer; había en el tesorero una confianza tal que no había que hablar con él; la economía del partido iba bien porque el tesorero debía hacer bien su trabajo. ¿Para qué preguntarle, si todo iba bien? ¿Para qué hablar con él, si se confiaba en su persona? ¿Para qué reunirse, si ya tenía poderes para decidir por sí mismo?
Que el dinero ha volado de las instituciones y ha ido a parar a los partidos son hechos demostrados. Y que parte de ese dinero ha ido a los bolsillos de particulares, también. Y que además de saquearse instituciones se cobraba la mordida — por activa y por pasiva — a empresas ideológica o económicamente afines, también.
Todas estas acciones eran, cabe entender, a iniciativa propia del tesorero.
Alguien que, por lo visto, además de lucrarse personalmente, también enriquecía al partido. Pero lo hacía por iniciativa propia y sin esperar nada a cambio. No esperaba nada a cambio porque nadie sabía de sus actuaciones ilegales, sus sobres, sus mordidas, sus pagos cruzados, sus jaguares en las puertas o sus chalés de casi ocho cifras en los barrios altos de la ciudad.
Hay que ser buena persona, desprendido, altruista y filantrópico para arriesgar tanto sin esperar tan poco, ni tan solo el reconocimiento de los compañeros. ¡Qué digo el reconocimiento, si ni tan sólo había conocimiento!
Los tesoreros de los partidos dejan al buen samaritano de los evangelios a la altura el betún. Lo suyo sí es entrega desinteresada y el resto es falsa humildad.
A nivel penal, los jueces decidirán lo que tengan que decidir. O no. También tenemos en este país jueces corruptos, jueces partidistas, fiscales de la defensa y fiscales de confianza. Y si por una vez se condena en una sentencia, siempre se podrá indultar al condenado. O incluso cambiar la ley que no permitía a condenados-indultados ejercer cargos públicos o de alta responsabilidad.
Por su puesto, a nivel político, la ética ni se está ni se le espera. La dimisión o cese de cargos imputados, decisión política, se ha confundido y parapetado con la esfera judicial. No hay forma de que representantes públicos, cargos de partidos y todo aquel que acerca sus zarpas de la cosa pública comprendan que lo penal y lo político son dos cosas distintas, como lo son la ley y la ética.
Siempre nos quedarán las urnas. O no. Entre la falta de valor, el loco conocido contra el sabio por conocer, y la ley electoral, nos pasamos cuatro años despotricando en las encuestas de intención de voto para, en el último momento, acelerar a fondo y estamparnos a toda euforia contra la piedra de siempre.
¿En qué terminará todo esto?
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 30 julio 2013
Categorías: Política
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Esta es una entrada en tres partes sobre mi comparecencia el 30 de julio de 2013 en la Comisión de Asuntos Institucionales del Parlament de Catalunya, a colación de la Proposición de Ley de Consultas Populares no Refendatarias y de Participación Ciudadana. En la primera parte hablaré de la singular gestación de la Ley; en la segunda parte, de mis comentarios y las respuestas a las réplicas a aquellos; en la tercera parte hablaré de si dicha ley es constitucional y de si ello importa.
Hemos visto ya que la Proposición de Ley de Consultas Populares no Refendatarias y de Participación Ciudadana son tres leyes en una o una en tres, y que mi posición al respecto era la de tomarla como una ley de participación, ley que podría aprovecharse para contribuir a regenerar las instituciones democráticas.
No obstante, y como ya he comentado, uno de los puntos más candentes de la ley es su presunta utilización (incluso su única misión) como sucedáneo a un referéndum de autodeterminación por parte de los grupos partidarios de la independencia de Catalunya. Y, en consecuencia, los grupos contrarios a ello no cejan en su empeño de demostrar por activa y por pasiva que la ley es — o sería — inconstitucional y, por tanto, hay que abortar su aprobación en el Parlament. Y aquí paz, y mañana gloria.
Este punto es, de hecho, la principal razón de la comparecencia de Miquel Roca Juyent para abrir el debate del día 30 ante la Comisión de Asuntos Institucionales del Parlament de Catalunya. Huelga decir que Roca Junyent comparece por doble partida: como el experto jurista que es y, por supuesto, como uno de los padres de la Constitución Española de 1978.
Roca Junyent se muestra muy contundente y afirma sin vacilar que (1) la ley es o será totalmente constitucional, (2) que lo que la hará inconstitucional será una interpretación sesgada e interesada por parte de terceros (entre ellos el Tribunal Constitucional que no me merece ningún respeto desde la sentencia del Estatut
), y (3) que el problema que hay en la mesa no es jurídico, sino simple y llanamente político.
Bien, pues esta misma pregunta ha sido realizada en la siguiente sesión, a pesar de que tanto Quim Brugué como yo mismo no tenemos perfil ni formación de jurista (aunque hay que admitir que situarme en una facultad de Derecho y Ciencia Política puede inducir a equívoco).
Mi respuesta ya la había esbozado anteriormente en La salida violenta del nacionalismo y hoy la he resumido con un lacónico creo que es mucho más inconstitucional pelearse para solucionar un asunto que no hablarlo
, que después sí he ampliado.
¿Lo elaboramos?
De un tiempo a esta parte (el inicio podríamos situarlo en la Crispación a partir de Marzo de 2004, aunque sin duda se ha ido acentuando con los años), los partidos hablan cada vez menos en los Parlamentos (o eso parece) y se comunican más a través de (1) los medios de comunicación y (2) los tribunales. Especialmente estos últimos han sido protagonistas (pasivos e involuntarios la mayoría de las veces, dicho sea de paso) de tener que dirimir leyes que se han perdido en los parlamentos.
El Caso Catalán (con mayúsculas) lleva el mismo camino. De hecho, lleva ya bastante camino andado por esta senda. El problema, o la diferencia, con judicializar el Caso Catalán respecto a otras cuestiones (como p.ej. el IVA de los comedores escolares) es que el problema difícilmente se asentará con una solución «por arriba», dejando aparte que ni hay una única solución ni ésta será sencilla.
El bando catalanista ha probado y agotado prácticamente todas las vías democráticas, algunas más elegantes que otras, para intentar sentar en la misma mesa a todas las partes interesadas. El bando españolista ha renunciado a sentarse a ninguna mesa y ha ido abortando uno tras otro todos los intentos de diálogo, incluso aquellos más alejados del sentir catalanista y que podrían ser más aceptables por la parte españolista (p.ej. rediseñar el pacto fiscal entre el gobierno autonómico y el gobierno del Estado).
En todo este embrollo de despropósitos y desencuentros, hay dos partes que utilizan la Proposición de Ley de Consultas Populares no Refendatarias y de Participación Ciudadana como otro tablero de juego en el que medir sus fuerzas y sus diferencias ideológicas.
En mi opinión, el debate acerca de la constitucionalidad o la inconstitucionalidad de la futurible ley de consultas y participación es aquello de las churras y las merinas, los galgos y los podencos, los árboles y el bosque, la perdiz que se marea y el avestruz que esconde la cabeza. Ambas partes (aunque creo muy honestamente que una más que la otra) distraen la atención con cuestiones técnicas que en el fondo tienen una solución fuera del ámtibo técnico. Como decía Roca Junyent, perteneciente al ámbito político.
Porque, al final de los finales, solamente hay dos opciones. Caminos hay muchos, un sinnúmero de vericuetos que, al final de los finales, no obstante, solamente nos llevan a dos únicas posibilidades: hablar y llegar a un acuerdo (con consenso o sin él, equilibrado o ventajoso para una de las partes), o bien liarse a palos. No hay más. Esto es lo que está encima de la mesa en última instancia: se van a sentar las partes y llegarán a un acuerdo más o menos del agrado de todos o ninguno, o van a preferir las partes que el entente llegue de forma violenta.
Así pues, hay que situarse en ese escenario final — diálogo o violencia — y, a partir de ahí, ir marcha atrás hasta el escenario actual, viendo qué acciones y decisiones hay que tomar aquí y allá para haber llegado a ese escenario final de entendimiento o violencia.
En mi opinión, y ante estas dos opciones, alargarse sobre la constitucionalidad o inconstitucionalidad de una futura ley — que además puede tener un sinfín de usos distintos del falso referéndum — es perder el tiempo y hacerlo perder a los demás. Si de verdad se quiere llegar a un acuerdo, ya se hará lo necesario para que toda acción quede encauzada dentro de la ley. Si de verdad se quiere optar por la violencia, por favor, avísennos con tiempo que algunos tenemos billetes de avión que comprar.