Los datos no son de los gobiernos sino del ciudadano. Entrevista en Diari de Tarragona

La semana pasada me entrevistó Raúl Cosano para el Diari de Tarragona a raíz de la noticia de que El 27% de municipios incumple la ley por no rendir cuentas a tiempo.

Estuvimos charlando un buen rato y lo que sigue es la entrevista que se publicó el pasado domingo 5 de enero de 2014. Agradezco a Raúl las buenas preguntas, que me obligaron a poner en orden algunas ideas :) Algunas afirmaciones han quedado algo categóricas por la necesidad de abreviar.

NOTA 09/01/2014 20:12:

Como puede leerse en los comentarios, he tenido un intercambio de pareceres con Jordi Graells, responsable de Contenidos e Innovación en la Dirección General de Atención Ciudadana y Difusión de la Generalitat de Catalunya. Creo que el intercambio ha sido muy rico y se han aclarado algunos puntos de desencuentro.

No obstante no quiero dejar de decir que la entrevista que sigue, así como en general mis observaciones respecto a la Administración, suelen centrarse en quién pone las cosas difíciles y no en quién trabaja para que las cosas sucedan. Esta posición creo que quedó clara cuando expliqué por qué iba a ir a la presentación de la (muy criticada) web del Senado así como las reflexiones que salieron de dicha comparecencia y la necesidad de tender puentes entre distintas aproximaciones a la abertura de la Administración.

Por último, considero que es muy saludable criticar las instituciones de la democracia sin que por ello debamos entender que criticamos su función o a las personas que trabajan en ellas. Y es en este sentido que emito los juicios (personales) que siguen a continuación.

Dicho lo cual, pido disculpas a Jordi Graells y a su equipo si se han sentido atacados tanto a nivel personal como a nivel profesional: nada más lejos de mi intención. Como le comentaba a él personalmente, mi reflexión va más dirigida hacia aquellos que toman decisiones que no hacia aquellos que las ejecutan, por mucho que es cierto que los ejecutores, si son buenos, también son propositivos y toman decisiones en su quehacer diario.

NOTA 13/01/2014 12:44:

El resultado «final» de este apunte: reunión en la Dirección General de Atención Ciudadana el próximo 30 de enero de 2014 para hablar de los puntos fuertes, débiles y hoja de ruta del Portal de Transparencia de la Generalitat de Catalunya. Gracias por escuchar y darme la oportunidad de explicarme :)

La ley de transparencia es de las peores del mundo

¿Vamos en la buena dirección en cuestión de transparencia?

No, no lo creo. No estamos mejorando. La nueva ley de transparencia nace caducada, es muy floja y da una coartada a los que no quieren ser transparentes. Es una ley muy mala que permite a los que la han hecho decir que han cumplido. Deslegitima las peticiones para pedir más y agota el debate. Es de las peores leyes del mundo.

¿No mejora lo que había?

Es más que no tener una ley, claro, pero objetivamente es muy poco ambiciosa y cierra el debate, nos estanca. Es igual que la ley de la dación en pago. ¿Estamos mejor ahora que antes? No. El recorrido parlamentario se agotó.

¿Se ha progresado al menos en términos de mentalidad?

Es verdad que en los últimos dos o tres años ha habido una presión muy grande hacia las administraciones. Se está creando un sustrato o un estado de opinión para que las administraciones se abran. Los casos de corrupción también han puesto el tema sobre la mesa y hay más gente concienciada, pero no hay nada más, más allá de ejemplos puntuales.

¿Para aparentar?

Son ejemplos de cara a la galería. El portal de transparencia de la Generalitat es muy deficiente, igual que lo que hacen los ayuntamientos, pero no vayamos al origen, sino al destino: ¿Qué puede hacer el ciudadano sobre esos datos? ¿Y de qué forma?

Un ejemplo interesante es la web del Congreso. Es antigua pero ha hecho un esfuerzo grande de pasar a lenguaje XML. Se puede trabajar de forma automatizada, para que se presente de forma visual.

Y ahora vamos al tema de la calidad. Que pongan los datos está bien, pero luego cuesta mucho encontrar esta información. Los concursos, por ejemplo, sí están publicitados pero saber cuánto dinero ha ingresado una empresa de todas las administraciones de España es complicado, cuando a nivel tecnológico se puede hacer con un solo clic. Eso sería transparencia.

¿Qué tiene que cambiar?

Fundamentalmente, dos conceptos. Los gobiernos creen que la información es suya, y no: es del ciudadano. El gobierno es un mero intermediario que usa los datos para gestionar la cosa pública. Eso es muy importante tenerlo en mente. Ese señor que coge los datos del ciudadano y los usa para tomar decisiones está de prestado. A veces parece que los datos sean del gobierno, que tiene a bien compartirlos contigo.

Es una mentalidad antigua.

Hay que cambiar la perspectiva. Si antes el ciudadano no tenía esos datos es porque era carísimo, era insostenible enviar los datos a todo el mundo. Ahora, con Internet, todo está mucho más claro.

¿Dónde más hay que mejorar?

La segunda cuestión es ver qué está abierto y qué cerrado. Antes tenía sentido que los datos fueran cerrados por el coste de enviar un papel. Esa perspectiva de ‘por defecto es cerrado’ y si alguien lo pide, lo abro, ahora tiene que ser al revés, aprovechando la digitalización: todo es abierto y lo que no se puede saber, se protege. Por defecto, todo es abierto y después cierras. Y si el problema es la protección de datos, se pueden anonimizar. No hace falta saber los nombres.

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Democracia representativa, democracia directa o democracia líquida

Coro Xandri me escribe preguntándome sobre democracia directa y democracia líquida, a partir, sobre todo, de lo que dije en A hybrid model of direct-representative democracy.

A continuación reproduzco las preguntas y las acompaño de mis propias reflexiones. He cambiado el orden de una pregunta (la primera, que iba al final) porque creo que aporta más claridad al texto.

¿Qué aporta una democracia líquida que no tenga un sistema de democracia directa (mejor dicho, semidirecta) como el de Suiza, con referéndums para bloquear leyes y iniciativas populares con votación obligatoria?

La democracia híbrida aporta una nueva capa de intermediación independiente de la intermediación que hacen los representantes elegidos una vez cada cuatro años en las urnas (democracia directa).

La democracia directa permite, en determinadas votaciones, prescindir de los representantes electos y pasar a decidir (votar) directamente una cuestión. La democracia híbrida añade, además, la posibilidad de delegar el voto a un ciudadano como nosotros que, solamente en esta ocasión, nos representará. Se da la paradoja que esa persona, a su vez, puede delegar su voto en otra, con lo que «arrastra» los votos que le habían sido cedidos para cederlos, a su vez, a la persona en la que este confíe.

¿Qué ventajas ves en la democracia directa o líquida frente la democracia representativa?

La principal ventaja de la democracia representativa es que permite que alguien pueda dedicarse profesionalmente a la toma de decisiones que nos afectan a todos, a gestionar la cosa pública. Más allá de las connotaciones negativas que el concepto «dedicarse profesionalmente a la política» pueda haber ido ganando con el tiempo, la cuestión es que la gestión de lo público es algo tan complejo que solamente alguien que cobre por hacerlo puede acabar siendo eficaz y eficiente en esta empresa. Informarse, crear espacios de deliberación, negociar, tomar decisiones y auditar los resultados son tareas que consumen el recurso más limitado que tenemos: el tiempo.

El principal inconveniente de la democracia representativa es que puede acabar alienando al ciudadano de todo el proceso político, dejando de informarle, inhibiéndolo de la deliberación y la negociación, ninguneándolo en la toma de decisiones e incluso ocultando los resultados. El problema no es solamente que no se le deje participar en algo que le es propio, sino que también éste, el ciudadano, acabe por abdicar de toda responsabilidad en lo que a temas públicos se refiere, esperándolo todo del Estado sin aportar nada a cambio. Exigir derechos sin soportar ninguna obligación. Y lo mismo, está claro, para los causantes de dicha situación: los políticos que trabajan de espaldas al ciudadano o incluso contra él.

La democracia directa, la democracia deliberativa o la democracia líquida son formas que vienen a corregir algunos de los fallos anteriores, cada una con una aproximación distinta y cada una con diseños institucionales diferentes. En todos los casos el factor común es devolver soberanía al ciudadano, haciendo posible la participación y, con ello, haciendo recaer de nuevo sobre sus espaldas parte de la responsabilidad de gestionar lo público.

¿Por qué es más recomendable un sistema de democracia líquida que un sistema de democracia directa?

La democracia directa es lo completamente opuesto de la democracia representativa (siempre dentro de un sistema democrático, está claro). Donde la democracia representativa falla, que es en la participación y la corresponsabilidad del ciudadano, ahí tiene su fuerte la democracia directa. Donde la democracia representativa es fuerte — dar recursos e incentivos a unos determinados ciudadanos para que puedan dedicarse a tiempo completo a la política y con ello evitar que se «distraigan» teniendo que gestionar sus intereses privados — ahí tiene su talón de Aquiles la democracia directa: la democracia directa requiere mucho tiempo (para conocer los problemas, para comprenderlos, para identificar las soluciones, para debatir, para…..) que compite con nuestras obligaciones cotidianas.

La democracia híbrida (la posibilidad de participar directamente allí donde queremos, delegar nuestro voto en quien confiamos para determinadas cuestiones o, en su defecto, optar por una modalidad de democracia representativa para el resto) recoge lo mejor de todas las opciones: permite actuar directamente allí donde el coste de participar no es muy alto (porque conocemos bien el tema, porque tenemos una opinión bien formada), delegar el voto en quien confiamos y para quien participar directamente no será una carga, o bien poder «desentendernos» de un tema (dar el voto a los prepresentantes electos) allí donde o bien no tenemos una opinión, o bien nos es muy caro elaborarla o, simplemente, el tema no nos interesa o incumbe en demasía.

En algún artículo tuyo [Desintermediación en democracia ¿en qué sentido?] te proponías combinar la democracia líquida con la democracia 4.0. A mí me pareció muy buena idea, por lo que a mi trabajo he explicado la democracia líquida y la 4.0 como si fueran inseparables. ¿Qué puede aportar la democracia 4.0 a la democracia líquida?

Considero que la democracia híbrida va un paso más allá que la Democracia 4.0. Tal y como se describe la Democracia 4.0 por sus impulsores, su propuesta es combinar la democracia directa con la representativa. Democracia 4.0 presenta dos extremos: la democracia representativa tal y como la planteamos en un extremo, y en el otro, donde todo el mundo votaría directamente, una democracia directa pura. Entre los dos extremos, un amplio abanico donde al peso del voto de un diputado se le resta el peso de los votos emitidos directamente por los ciudadanos que hayan optado por participar.

La democracia híbrida comparte esta misma mecánica pero le añade la posibilidad de delegar el voto directo en un tercero que no es ni el propio ciudadano ni el representante electo (p.ej. el diputado). Así, a los dos anteriores extremos se le añade un tercero donde solamente votan representantes ad hoc, representantes que, a diferencia de los electos, pueden cambiarse para todas y cada una de las sesiones de votación que se programen.

Así, pues, la Democracia 4.0 aporta una base sobre la cual la democracia híbrida intenta edificar un sistema más complejo de intermediación o representación temporal y no basada en partidos sino en la red de confianza de los ciudadanos a título individual.

¿La democracia líquida debería producir necesariamente online? ¿Sería muy compleja la implementación y el cambio del sistema actual a uno de democracia líquida online? ¿Qué pasos deberíamos pasar? ¿Estaríamos preparados los ciudadanos para un sistema como éste? ¿Qué pasaría con los ciudadanos que no tienen suficientes conocimientos de informática?

La democracia líquida y la democracia 4.0 necesariamente requieren el apoyo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Si bien conceptualmente ello no es necesario, sí lo es en la práctica y no cabe duda de que este es el motivo por el cual la reflexión sobre estas cuestiones ha tomado gran relevancia en los últimos años — además del desencanto, está claro, respecto a la percepción de la calidad de la democracia representativa que tenemos hoy en día.

Internet nos permite gestionar conocimiento y comunicarnos entre nosotros de forma casi instantánea y a costes marginales ridículos. Ello hace que, aún con muchas salvedades y precauciones, no sea ya estrictamente necesario coincidir en el espacio y en el tiempo (p.ej. en el pleno del Congreso) para tomar decisiones de forma conjunta, previa información y deliberación.

Las actuales barreras no son técnicas: el voto electrónico es ya posible y goza de muy buena salud… a nivel tecnológico. Las barreras son, pues, legales y, sobre todo, culturales.

Las barreras legales, no obstante, son «fáciles» de superar, ya que «bastaría» con llegar a un acuerdo en el Parlamento y hacer posible legalmente un modelo de democracia distinto.

El mayor problema, sin duda, es que hemos perdido cultura democrática. Hemos perdido — o a lo peor jamás hemos tenido — la conciencia de que la democracia no es votar, ni mucho menos elegir a unos representantes, sino que hay que informarse, crearse una opinión informada y deliberada, cotejarla con la de los demás en un debate abierto y constructivo, ordenar las preferencias según una escala de valores y negociar con aquellos que tienen sus valores ordenados de forma distinta, etc. Todo esto forma parte del ejercicio democrático y seguramente estamos muy lejos, como colectivo, de poder asumir tanta responsabilidad de golpe.

Seguramente habría que empezar implementando un modelo de democracia híbrida en niveles cercanos al ciudadano (p.ej. Ayuntamientos), con temas que le sean muy familiares, y con un gran acompañamiento en todas y cada una de las fases, de forma que sea más importante el desarrollo del proceso que no la decisión alcanzada. Los costes de hacer esto son elevados y solamente será posible con un consenso generalizado de que esto es una inversión que tendrá su retorno y no un gasto que viene a restarse de otras partidas.

Sobre los ciudadanos con un nivel bajo de competencia digital hay tres comentarios importantes a hacer. El primero es que el sistema debería — y seguramente puede ya — ser lo suficientemente sencillo como para no hacer de la tecnología una barrera: cada vez hay menos gente que no sepa o no se atreva a hacer una compra o una reserva en línea (los hay, pero decreciendo). Por otra parte, tenemos varios organismos (bibliotecas, telecentros, centros cívicos, etc.) que podrían ayudar a luchar contra este miedo o falta de competencia digital.

El segundo es que la capa intermedia — delegar el voto en una persona de confianza — hace que sea más fácil el participar. En última instancia vale la pena recordar que siempre queda la opción de inhibirse y, en lo que a uno se refiere, optar por la modalidad de democracia representativa — voto en las urnas a mi diputado y me olvido del tema.

El tercero tiene relación con lo dicho anteriormente: los problemas de la brecha digital, más allá del acceso físico a las infraestructuras, están fuertemente relacionados con la educación y el nivel de renta, igual que sucede con la participación política. En el fondo, pues, el problema no es de «conocimientos informáticos», sino de equidad y justicia social a la hora de dar educación y recursos a los ciudadanos para que puedan emanciparse y participar en total libertad.

¿Qué problemas tendría una democracia líquida en cuanto a privacidad y seguridad? ¿Qué se debería hacer para tener un sistema seguro y que mantenga la privacidad?

El voto electrónico está suficientemente avanzado como para poder hacer todo el proceso seguro y privado. Las pocas debilidades que pueden permanecer no son muy distintas a las del voto no electrónico, mientras que los beneficios son seguramente mayores.

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La presunción de inocencia de los condenados

Ayer, el ex-presidente de la Diputación de Castellón Carlos Fabra era condenado a cuatro años de cárcel por cuatro delitos de fraude fiscal. Al rato, la secretaria general del Partido Popular, María Dolores de Cospedal, clamaba contra el posible linchamiento público del ya condenado y apelaba a la presunción de inocencia del mismo. Esta presunción de inocencia haría en referencia al hecho de que la sentencia no es firme, sino que el caso puede elevarse a otras instancias superiores que tengan a bien anularla exculpando a Carlos Fabra.

En mi opinión, la Sra. Cospedal hace aquí una interpretación algo personal de lo que dice el artículo 24.2 de la Constitución Española cuando dice que todos tienen derecho […] a la presunción de inocencia.

El Derecho español tiene — entre otros — tres pilares fundamentales creados para proteger a las personas y aportar garantías de que serán juzgadas justamente:

  1. Toda persona es inocente hasta que se demuestre lo contrario.
  2. Onus probandi: la carga de la prueba recae en quien quiera probar ese contrario. Es decir, hay que probar que alguien es culpable y ese alguien no tiene que probar que es inocente.
  3. In dubio pro reo: en caso que, hechas las pruebas pertinentes, persista la duda, la Justicia se decantará a favor del acusado.

Lo que dice, pues, el principio de presunción de inocencia es que cada vez que se inicia un proceso, el acusado debe comparecer como inocente y es tarea de la acusación demostrar lo contrario. Si se eleva su caso a otra instancia, el nuevo responsable de instruir y juzgar debe considerar al acusado como si empezase de cero, es decir, presumiendo su inocencia. Y si se diese el caso que se apelase al indulto, tres cuartos de lo mismo.

¿Significa esto que el Sr. Carlos Fabra es inocente hasta que agote todas las instancias y hasta la petición de indulto? En absoluto. Para el caso que acaba de cerrarse ahora, Carlos Fabra es culpable, en concreto de cuatro delitos de fraude fiscal por el que se le condena a cuatro años de cárcel.

Si Fabra inicia un recurso de casación al Tribunal Supremo, eso significa que el Supremo podrá revisar todo el proceso, aceptar nuevas pruebas, etc. y tratando siempre al acusado como inocente.

Pero, fuera del nuevo proceso que inicie Fabra ante el Supremo, sigue siendo culpable fruto del fallo que así lo condena. Es decir, que durante el recurso el nuevo tribunal actúe «como si» Fabra fuese inocente no significa que sobre su cabeza pese una condena de cuatro años que, de no anularla una instancia superior, de una forma u otra debería cumplir. Fuera del ámbito estrictamente procesal, pues, este señor es culpable de unos delitos por los que tiene una condena pendiente.

Dicho esto, no se puede cerrar esta reflexión sin dos comentarios últimos.

El primero es que no culpabilidad e inocencia son dos conceptos distintos. Todo inocente es no culpable pero no todo no culpable es inocente. Sin ir más lejos, el mismo Carlos Fabra podría haber sido declarado no culpable de los delitos fiscales que hubiesen prescrito, sin que por ello fuese inocente de robar el dinero del contribuyente para sí mismo. Que uno sea un delincuente y que uno deba acabar pagando por ello son dos cosas muy distintas.

El segundo es el de la diferencia entre las responsabilidades penales y las responsabilidades políticas, o entre lo penal y lo ético. Del mismo modo que ser un cónyuge infiel contumaz no constituye delito pero suele ser motivo de condena social y desestabiliza el sistema que constituye el matrimonio, algunos comportamientos de algunos políticos no son tampoco delictivos pero deberían ser motivo de condena dado que desestabilizan el sistema democrático. Mezclar las esferas de la justicia con las de la ética no es sino parapeto y un vergonzoso esquivar de responsabilidades.

Que nos estemos acostumbrando a una u otra cosa no cambia su significado. Aunque sí hace más comprensible que, con una sentencia de culpabilidad acabada de salir del horno, haya quien se rasgue las vestiduras porque no se respeta la presunción de inocencia.

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La Vía Catalana como regeneradora de la democracia

El pasado 11 de septiembre de 2013, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) convocó a los catalanes a salir a la calle y formar una cadena humana. Una Vía Catalana por la independencia inspirada en la Vía Báltica de finales de los ochenta que en Estonia, Letonia y Lituania pidió abandonar la URSS. La convocatoria movilizó, según fuentes oficiales, unas 1.600.000 personas a lo largo de los aproximadamente 400 Km sobre los que transcurría la vía.

De la misma forma que expuse mis razones para participar en la vía — básicamente por una cuestión de apoyar la opción dialogada o democrática de abordar las diferencias — creo conveniente compartir ahora mis reflexiones al respecto. A estas alturas no serán ya originales, aunque sí espero aportar un punto de vista sobre una pregunta recurrente: ¿por qué van a ser diferentes la política o la corrupción en una Catalunya independiente de una Catalunya dentro de España?

La vía de la sociedad civil

Empecemos por algo que ha sido debatido y puesto de manifiesto hasta la saciedad en medios y tertulias diversos: la vía catalana fue una demostración del poder de la sociedad civil. Sin subvenciones, sin partidos detrás, sin sindicatos, la Vía Catalana fue organizada por una muy joven organización ciudadana y con la concurrencia de unos 30.000 voluntarios.

Pero esta interpretación se queda corta: si hay algo que destacar de la organización de la Vía Catalana, no es que fuese capaz de coordinar un ingente dispositivo logístico — que lo hizo — sino que facilitó la participación de otras entidades de forma bastante descentralizada. Así, la ANC fue en muchos casos más plataforma que jerarquía: dispuesta la cuadrícula sobre el mapa de Catalunya, fueron a menudo las entidades locales las que tomaron la iniciativa de la organización y dinamización de la actividad en sus respectivos lugares. Hubo simulacros, actos espontáneos, vías alternativas conectadas con ramal principal, coordinación entre tramos y entidades sin pasar por el centro de la red. Se creó una “marca” Vía Catalana que otros pudieron utilizar, enriquecer, apropiarse, hacerse suya, utilizar, identificarse con ella.

Dicho esto, se le hace a uno hasta jocoso leer que se atribuya, una y otra vez, a algunos partidos y a algunos políticos en particular la responsabilidad y el éxito del auge soberanista e independentista en Catalunya. En mi opinión, nada más lejos de la realidad. Que algunas formaciones y “líderes” sean capaces de arrimar el ascua a su sardina, hacer pasar el agua bajo su molino o surfear la ola, no significa que hayan sido capaces de prender fuego alguno, canalizar ningún agua y, ni mucho menos, generar una ola.

Vuestros políticos no son mejor que los nuestros

Esta frase, con variantes cambiando políticos por democracia o su ausencia, es lugar común como argumento para debilitar las razones para la independencia. Y es cierto que no hay motivo alguno para creer que las cosas deban cambiar por el solo hecho de independizarse Catalunya: en general, mismos partidos, mismas instituciones, misma corrupción, mismas (por ahora) leyes, etc.

¿Entonces?

Hay una diferencia: una sociedad civil fuertemente coordinada.

Recuperemos tres fechas clave en el movimiento soberanista catalán:

  • El 10 de julio de 2010, donde la sociedad civil catalana sale a la calle para fiscalizar a las instituciones políticas y judiciales españolas a raíz del no del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut.
  • El 11 de septiembre de 2012, donde la sociedad civil catalana da la espalda al estado español para interpelar directamente al Parlament de Catalunya.
  • El 11 de septiembre de 2013, donde la sociedad civil catalana se reafirma en su deseo de convocar una consulta, con o sin las instituciones.

¿Con o sin las instituciones? Recordemos que a lo largo de 2009 y 2011 ya hubo consultas populares a lo largo y ancho del principado. Y que ante la duda del President de aplazar la consulta a 2015 o 2016, el mensaje de la Vía Catalana fue totalmente inequívoco. Y fuerte.

Bien, ¿qué tiene que ver esto con la afirmación que la independencia cambiará la forma de hacer las cosas en Catalunya? En mi opinión, si bien la materia prima es la misma (una baja calidad democrática por unas instituciones políticas totalmente gangrenadas), la vigilancia que hace la sociedad civil es feroz. La petición de transparencia sobre el proceso, la muy exigente rendición de cuentas y auditoría sobre la evolución del mismo, hacen que la sociedad civil catalana esté muy encima de las instituciones, no por encima, sino sobre ellas, fiscalizándolas, contrapesándolas y, a menudo, marcando el rumbo a seguir.

¿Es esto condición suficiente para afirmar que la independencia obrará cambios radicales en materia de gobernanza? En absoluto: la independencia no es para nada un ejercicio neutral que no dependa de las rémoras del pasado. Pero se hace comprensible que muchos sí crean que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del Estado, ello pueda comportar alguna diferencia. Dicho de otro modo, el alto nivel de compromiso y activismo de una buena parte de la sociedad civil catalana hace posible que un hipotético proceso constituyente en Catalunya pueda ser mucho más participado — y por tanto regenerador — que no, por ejemplo, el proceso constituyente español de 1978.

Hablamos, insisto, en términos de abrir nuevas posibilidades, de incrementar una probabilidad, y no de certezas, que dependerán muy mucho de otras variables en distintos contextos. Pero tenemos ya interesantes muestras del poder de articular redes de participación en la Plataforma de Afectados de la Hipoteca, la iniciativa 15MpaRato para juzgar al expresidente de Bankia, o el exitoso (aunque silenciado) OpEuribor para denunciar lo arbitrario de la fijación del Euribor como tipo de referencia para los precios de las hipotecas.

Llegados a este punto, vale la pena reflexionar sobre lo grave que resulta que la participación de la ciudadanía en política sea percibido como algo excepcional, singular, extraordinario, incluso como una injerencia o una amenaza. Tan extraordinario que todavía cueste creer — e incluso se niegue — su papel determinante por encima del liderazgo de partidos y representantes. Tan amenazante que se olvide por completo quién es el pueblo soberano y quién su representante.

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El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo)

Imaginemos que no existe España. Ni Catalunya.

Imaginemos que el vecino del 2º2ª pacta con el del 2º1ª los turnos para fregar el rellano. Y con el resto del pisos — que han hecho otro tanto con sus respectivos rellanos — cómo fregar las escaleras. Y con los del resto de bloques de la calle — que a su vez han pactado a nivel de escalera y rellano — cómo fregar la calle. Al final se constituye un municipio porque, además de fregar las calles, se considera que educar a los niños juntos en escuelas (en lugar de cada uno en su casa) es no solamente deseable sino eficaz y eficiente.

Como para ir de un pueblo a otro hacen falta carreteras, y farolas en las carreteras, los municipios acuerdan pavimentar juntos un camino. Y con otros muchos municipios la gestión de residuos, la generación de energía, y construir y mantener teatros y piscinas olímpicas. Los municipios se agrupan y crean mancomunidades (o diputaciones o como convengamos en llamarles) ahora ya con municipios a ambos lados del Gran Río. Incluso regiones administrativas más allá de las mancomunidades. Las mancomunidades se dan cuenta de que hay servicios que cuántos más seamos, mejor: sanidad, investigación, defensa. Aparecen los Estados.

Esta parábola no es sino una versión simple hasta el extremo de la teoría del contrato social: los individuos pactamos entre nosotros — de forma tácita o explícita — el vivir en sociedad y, más importante, la forma cómo lo vamos a hacer.

Estado y Nación

En nuestro ejemplo hemos situado un río, el Gran Río, que divide a nuestro estado en dos: Estelado del Río y Aquelado del Río. Estos nombres no corresponden a nada más ni nada menos que un conjunto de habitantes que se sitúan geográficamente a un lado u otro del río. Dado que hablan lenguas sensiblemente distintas, y el hecho de estar a barlovento o a sotavento ha tallado en ellos rasgos culturales que ellos ven diferenciales, la costumbre ha hecho que unos y otros acaben autodenominándose por esa identidad geográfica y cultural: Estelado y Aquelado del Río.

  • La nación es la voluntad de algunos ciudadanos de identificarse unos y otros alrededor de determinados rasgos identitarios.
  • El estado es la decisión formal de algunos ciudadanos de administrarse de forma conjunta.

Identidad y gestión son planos de la realidad distintos. Y aunque puedan coincidir — dando lugar a los muchos estados-nación de hoy en día — no por ello dejan de pertenecer a categorías conceptuales distintas.

Constitución

Cuando se crea un estado, cuando se decide el establecimiento de una administración conjunta, lo habitual — aunque no necesario — es poner por escrito qué es lo que los ciudadanos quieren que se administre de forma colectiva y cómo. Entre ello, cómo se van a administrar los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

A ello le llamamos constitución. Si la constitución recoge muchos de los rasgos identitarios con los que la mayoría de ciudadanos se autodefinen, el estado y la nación coincidirán en gran parte. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. De la misma forma que si esos rasgos identitarios están fundamentados en la religión, el estado será confesional. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. Pero, recordemos, son dos planos distintos — estado y nación, estado y religión — aunque puedan coincidir dentro de las mismas instituciones.

Autodeterminación

El derecho a la autodeterminación es aquél por el cual un ciudadano que forma parte de una Administración, de un Estado, de una mancomunidad, de un municipio, decide echarse atrás y dejar de formar parte de ella. Es, por tanto, un derecho individual. Administrativo, no identitario. Que un colectivo aduzca una u otra razón para ejercer su derecho de autodeterminación no quita que la naturaleza última (o inicial) del derecho sea individual — como cualquier otro derecho humano, dicho sea de paso.

Puede tenerse en consideración la factibilidad de ejercer dicho derecho, por supuesto. Que una única persona dentro de una comunidad decida abandonarla puede ser fácil en teoría pero difícil en la práctica: para ser justos, debería costearse todos aquellos servicios de los que quiera disfrutar o bien pagar a quienes los provean por él. Ello incluiría pagar a la comunidad que acaba de abandonar por las farolas, por las calles, por las infraestructuras energéticas (y no solamente por su consumo). Por eso muchos ni se lo plantean. Por eso muchos olvidan que lo tienen. Por eso otros olvidan el reconocérselo a ese tercero. Pero, en el plano teórico, su derecho es tan inalienable tanto si es de inmediato ejercicio como si no lo es.

¿Qué sucede cuando un grupo de individuos pide — y además técnicamente puede — ejercer su derecho de autodeterminación?

Simplemente, se escinde la comunidad y cada individuo decide, uno a uno, qué comunidad va a conformar de nuevo. Y, para ello, establecerá su nueva constitución.

Dejémonos de parábolas. Hablemos de España y Catalunya. Hemos confundido dos nombres con, a su vez, dos realidades o planos distintos: el administrativo (el estado y la autonomía) y la nación (la española y la catalana — y no entraré a valorar si existen o no y desde cuando: es irrelevante a nuestra reflexión, dado que es una voluntad y no una decisión materializada en un ordenamiento jurídico).

El derecho de autodeterminación es previo a la Constitución porque primero viene la decisión de crear una sociedad y después viene el explicitar, el fijar negro sobre blanco, cómo se va a organizar.

De la misma forma, el derecho de autodeterminación no está recogido en la Constitución porque el ejercicio de ser no puede estar regulado por aquello que únicamente acuerda el cómo. Por eso las constituciones no recogen el derecho de autodeterminación, como los estatutos de un club no necesariamente recogen cómo se va a disolver. Simplemente, cuando uno cambia de gustos, se va a otro club. O funda uno nuevo.

Ello nos lleva a la réplica a la afirmación que no se pueden escoger las leyes que a uno le vienen en gana: uno no puede pedir que se cumpla una ley determinada para acto seguido pedir un derecho a la autodeterminación que rompe la constitución. En efecto, es totalmente coherente y legítimo pedir que se cumplan todas las leyes: o todo o nada. Y, precisamente, cuando algunos catalanes piden ejercer su derecho de autodeterminación, lo que están pidiendo no es cambiar la Constitución, sino salirse de ella. No es que los catalanes quieran hacer trampas a las cartas: es que están rompiendo la baraja.

Recapitulemos: el derecho a decidir es previo a la Constitución. La Constitución regula lo acordado, no quién acuerda. La Constitución se acepta toda o nada y, por construcción, el derecho a decidir decide que todo (se queda) o nada (se va). No hay ninguna contradicción.

Lo que desemboca en la popular cuestión: ¿por qué no van a votar la independencia todos los españoles? Porque España es lo que en cada momento dado sea conformado por una comunidad, grande o pequeña, ahora, ayer o mañana. Los españoles decidirán qué se hace dentro de España como concepto administrativo. Y serán libres de llamarle a España a aquello que consideren su nación. Pero son todos los individuos, uno a uno, a título personal, los que pueden y deben decidir si forman parte de España, o si deciden formar parte de la sociedad administrada que llamaremos Catalunya aunque no se sientan parte de la nación catalana. La España administrativa no está ligada a la España-nación o a la España-territorio, como tampoco está ligada la Catalunya-administración a la Catalunya-nación o a la Catalunya-territorio. Dado que esto último es ya una realidad (los diferentes niveles o realidades de Catalunya como administración, nación o territorio), debería ser igualmente obvio constatar lo primero.

Llamarle España a lo que ahora entendemos como España no es más convención de lo que sería llamar España a la administración/territorio resultante de separar de ella 32.000 km2 o 7,5 millones de habitantes. Y lo mismo aplicaría para Catalunya si cualquiera de sus actuales comarcas decidiera, a su vez, secesionarse y/o anexionarse a España.

El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común con otros 47 millones de habitantes y llamarle a ello España. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual un día, un individuo decide poner su vida en común no con aquellos 47 millones sino con solamente 7,5 millones y llamarle Catalunya. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común ni con los 47 primeros ni con los 7,5 segundos, sino con otros 500 millones, y llamarle Europa. Conservando su idea de nación, solapado o no coincidente con lo anterior. En un territorio de geometría variable.

Referéndum por la independencia

Por todo ello, el referéndum por la independencia no debe ser votado por todos los españoles… o sí: en realidad todos deciden, cada día, votar para ratificar su contrato social… hasta que un colectivo decide firmar su propio contrato. Que lo que es tácito lo hagamos explícito es una mera formalidad. Una mera forma de poner de acuerdo una multitud de personas que no pueden sentarse a una mesa a decidir, o quedar en el rellano a debatir, o salir a la plaza del pueblo a pactar. Y que la Constitución no recoja este derecho no es, de hecho, una anomalía, sino lo más normal del mundo. No es tan normal, por otra parte, que porque no esté escrito el derecho no se reconozca.

El referéndum por la independencia no reconoce nada: lo único que hace es hacer posible conocer la opinión de todos (los que vayan a votar).

Y toda esta reflexión es independiente de si uno va a votar sí o no a la independencia, de la misma forma que a las mujeres se les reconoció el derecho a votar sin tener en cuenta si votarían sí o no a una hipotética ley del aborto. O de la misma forma que a los esclavos no se les reconoció el ser ciudadanos de pleno derecho sin tener en cuenta si serían de izquierdas o de derechas, pro- o anti-abortistas, españolistas o catalanistas. O si unas y otros formarían clubes, religiones, naciones o estados independientes.

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Lo que se debe hacer y lo que se puede hacer en política

Las ciencias sociales — y me refiero aquí especialmente a la Economía y la Ciencia Política —, aun con sus sesgos e imperfecciones, han demostrado ser bastante buenas para, al menos, tres cosas:

  1. Saber qué ha sucedido en el pasado y por qué motivos.
  2. Identificar cuáles son las vías de acción que pueden darse en un futuro (posibilidades).
  3. Calcular qué es más fácil que suceda en función de lo que ha sucedido así como de nuestras propias acciones futuras (probabilidad).

Es alrededor de estos logros (siempre relativos, sí) de las ciencias sociales que acabamos aconsejando a quienes toman decisiones qué opciones hay a su alcance en función de las posibilidades, cuáles son más factibles en función de la probabilidad y, sobre todo, qué cabría esperar de las decisiones tomadas.

Así, cuando tenemos ante nosotros una contienda electoral, un caso de corrupción o una parte de un país que quiere separarse del resto, especulamos sobre cuáles son las acciones que cada actor podría tomar. Y, en función de estas, cuáles son las acciones que otros actores podrían tomar. Y a base de iterar el proceso, pronosticar posibles desenlaces con sus respectivas consecuencias.

A esta aproximación de las ciencias sociales la llamamos positiva: economía positiva, ciencia política positiva, etc. La aproximación positiva de las ciencias explica cómo son las cosas y cómo creemos que serán en el futuro, en función de cómo comprendemos su funcionamiento, y porqué son como en el momento presente.

Y nos hemos acostumbrado a una suerte de deriva metonímica donde hemos acabando identificando lo que se podría hacer con lo que se debería hacer.

En oposición a la aproximación positiva de las ciencias está la aproximación normativa: lo que debería ser, lo que querríamos que fuese, cuál es el modelo teórico, con independencia de si, con los datos en la mano, ello es posible o no.

Esta reflexión viene a colación de, como mínimo, tres cuestiones que han tenido lugar en los últimos meses.

Los tres casos — no dimitir, no aceptar a trámite una ILP, no celebrar un referéndum — son aproximaciones racionales, positivas, a la cuestión: para quien defiende dichas opciones (su propio escaño, no cambiar la ley hipotecaria, mantener a Catalunya dentro de España — cuantos más obstáculos, mayor la probabilidad de tener éxito. Dentro del sistema, de este sistema, esto es lo racional, lo lógico. Estas deben ser las estrategias a seguir. Lo demás se mueve, siempre según esta aproximación, entre la ingenuidad y la estupidez.

Volvamos ahora al tema de las ciencias sociales.

Si hay un lugar donde las ciencias sociales tienen los pies de barro es en los cambios de sistema. Si la explicación del pasado, la identificación de posibilidades, la ponderación de probabilidades e incluso el pronóstico pueden funcionar más o menos bien, donde las ciencias sociales se vuelven mucho menos confiables es en los cambios de sistema, cuando el marco donde tenían lugar esas decisiones racionales e informadas ha cambiado profundamente.

Por ejemplo. Si bien sabemos que el sistema educativo finlandés ha dado lugar a los mejores resultados educativos del mundo (según muchos baremos — no discutiremos ahora si los suscribimos o no), no está tan claro que el sistema finlandés diese los mismos resultados en, por ejemplo, España. La razón es simple: el marco, el sistema (cultural, socioeconómico) español es muy distinto al finlandés. Más allá del sistema educativo hay un montón de variables que afectan o determinan el desempeño de este.

En este sentido, lo que hace la aproximación normativa — lo que debe ser — es definir y fijar el nuevo marco, el nuevo sistema donde vamos a operar. Y a partir del cuál la aproximación positiva podrá seguir trabajando. El voto de la mujer, el fin de la esclavitud y la consideración a la ecología y la sostenibilidad son cuestiones que en los status quo que precedían al cambio de sistema eran irracionales. No era racional prescindir de mano de obra barata, no era racional incorporar un electorado con intereses posiblemente distintos a los de los hombres, y no era racional internalizar costes que de otra forma iban a asumir otras generaciones u otras comunidades. Si bien es posible explicar estos tres ejemplos desde la economía o la politología positiva, es también cierto que la activación del debate no vino desde esta aproximación, sino desde una más normativa. ¿No son todos los hombres iguales? ¿Merecen unos vivir supeditados a las acciones de otros y a sus consecuencias?

Mientras lo normativo aspira a cambiar los marcos y los sistemas, lo positivo se mueve dentro de ellos.

Identificar lo que se podría hacer con lo que se debería hacer es, en mi opinión, un salto conceptual inadmisible.

Por eso tiene sentido pedir a un imputado que dimita de sus cargos públicos, aunque sea lo último que él querría hacer.

Por eso tiene sentido pedir la aceptación a trámite de una ley (si se cumplen los requisitos formales) para después votar en su contra. Porque en el primer estadio defendemos el derecho a votar, mientras que en el segundo defendemos nuestra opinión particular.

Y por eso tiene sentido que algunos defiendan el derecho a la autodeterminación y el derecho a votar en referéndum la independencia de Catalunya, aunque después vayan a votar NO a dicha independencia. En el primer caso, se fija el marco. En el segundo, la línea de acción.

Si acabamos fijando los marcos solamente en función de las líneas de acción posibles, pronto nos encontraremos con que solamente hay una única vía de acción. Y, con ello, no solamente habremos sucumbido a la dictadura de quien gobierna lo posible, sino que habremos renunciado a la libertad de cambiar las cosas.

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