Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 02 mayo 2017
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Libertad de expresión,
cortesía de Dolors Boatella
La Audiencia Nacional ha condenado a un año de prisión a Cassandra Vera, que publicó en Twitter chistes sobre Carrero Blanco y con mención explícita a la banda terrorista ETA.
Con el texto de la ley en la mano, da la impresión que la sentencia es una sentencia técnicamente bien aplicada. Técnicamente significa que nos ceñimos estrictamente al texto, y no al espíritu, y que somos capaces de abstraernos de todo el contexto histórico, político, cultural y social que envuelve al caso. Pero ni las normas son un texto, sino una transcripción de un espíritu, de una voluntad, incluso de una práctica social, ni ninguna acción puede detraerse de su entorno, de su naturaleza tan humana como social.
En este sentido, en mi opinión fallan tres piezas en el rompecabezas de la sentencia sobre el Caso Cassandra.
El poder legislativo
La sentencia tiene su origen en la ley o en las leyes. Leyes que diseña, redacta y aprueba el Parlamento. Has dos puntos donde el engranaje del legislativo, en mi opinión, es discutible.
El primero es en su comprensión de Internet. El Parlamento español — como muchos otros — ha tenido históricamente dificultades para comprender el funcionamiento de Internet, tanto su funcionamiento técnico como social. Cuestiones como la propiedad intelectual, la creación cultural, la economía colaborativa (la que lo es de verdad y la que se hace pasar por ella), las relaciones interpersonales y grupales, la salvaguarda y distribución de información, etc. son espacios pantanosos donde el Parlamento se ha enfangado.
Internet tiene, en el Código Penal, un trato favorable. O, mejor dicho, desfavorable. Así, en el artículo 578 sobre enaltecimiento del terrorismo, se castigará más duramente si los hechos han tenido lugar en Internet. Tres cuartos de lo mismo sucede con la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, o Ley Mordaza, con muchos pasajes inspirados en prácticas digitales, aunque no figuren explícitamente como tales.
Creo que no es exagerado afirmar que el poder legislativo desconoce Internet. Lo que es desconocido se teme. Y lo que se teme se vigila, se controla y se limita. Cuando no se puede hacer desaparecer.
Se añade, aquí, otra cuestión, que no es otra sino hacer distinción entre dos tipos de delitos de odio: los que van contra víctimas del terrorismo y los que van contra otro tipo de víctimas. Este sesgo — que tiene resonancias desde la Ley de Partidos hasta las varias reformas del Código Penal — puede tener su justificación desde el punto de vista de quien comete el delito, pero es más difícil de justificar desde el punto de vista de las víctimas, como veremos ahora.
El poder ejecutivo
Es bien sabido que el éxito de una Ley no está en el Parlamento sino en los presupuestos. Si el Parlamento propone una Ley, es el ministerio correspondiente el que la aplicará con mayor o menor compromiso en función de los recursos asignados — recursos que son asignados políticamente. En España, el Ministerio del Interior es el que controla la policía así como, de facto, el que controla a la Fiscalía. Es, por tanto, el ministro el que decide qué delitos se persiguen con más o menos ahínco.
Que haya una Operación Araña contra el enaltecimiento del terrorismo y no contra la homofobia o la xenofobia responde a motivos políticos. Es legítimo concentrar los esfuerzos allí donde uno considere pertinente — igual de legítimo que no compartir dicho criterio.
Legitimidades al margen, el ministerio ahonda en el sesgo sobre el trato «deferencial» en la lucha contra el terrorismo y en defensa de sus víctimas. En ese sesgo hay un juego de equilibrios elemental: a mayor control y mayor seguridad, más dañados los derechos humanos fundamentales — entre ellos, la libertad de expresión.
Esta preferencia por la «paz social» basada en la «seguridad» es lo que ha sido luz de faro de la actuación del ministerio del Interior en general, y de los cuerpos de seguridad del estado en particular en los últimos años y, por extensión, desde la Transición misma.
El poder judicial
Por supuesto, el diseño de las leyes del Parlamento y el afán para su cumplimiento por parte del ejecutivo podrían corregirse — compensarse, matizarse, afinarse — en los juzgados. No ha sido así.
En la sentencia del Caso Casandra hay dos cuestiones que no hacen sino agravar esta separación entre sociedad y marco regulatorio a medida que la solución a un problema transita por cada uno de los tres poderes.
La primera cuestión es cuando se dice que en esta clase de delitos es importante no sólo el tenor literal de las palabras pronunciadas, sino también el sentido o la intención con que hayan sido utilizadas, su contexto y las circunstancias concomitantes
. Es aquí — y obviamente la mía es una opinión personal — dónde doy la razón a la Audiencia Nacional y se la quito en su sentencia. Le doy la razón en que el sentido y el contexto cuentan. No comparto el sentido en el que interpreta el sentido y el contexto. La ley — y el Parlamento, y el Ministerio, y la Policía, y el Poder Judicial al completo toman Internet como un espacio abierto, un ágora pública, un medio de comunicación. Técnicamente así es. Pero el uso social e individual de Internet en general, y de Twitter en particular dista mucho de estar tan claro. Igual que muchos consideramos el correo electrónico como lengua oral transcrita (y no como lengua escrita), las redes sociales son, en muchos casos, un bar o un comedor de casa… con paredes de cristal y altavoces a los cuatro vientos.
No es un juego de palabras ni una justificación ni una patente de corso para portarse de forma grosera y ofensiva. Pero ahí es donde la justicia tendría margen, y en lugar de situarse en el centro del carril, se arrima a uno de los extremos de la interpretación más literal, obviando los usos sociales de la tecnología y los espacios virtuales. Apurando el margen, la justicia también opta por ser más punitiva que correctiva, por no hablar de la pedagogía de la prevención.
La segunda cuestión es, sin embargo, mucho más delicada por las conclusiones que de ella pueden extraerse. Reza la sentencia que
las víctimas del terrorismo constituyen una realidad incuestionable, que merecen respeto y consideración, con independencia del momento en que se perpetró el sangriento atentado, que
por cierto cegó la vida de otras dos personas, no tan relevantes pero asimismo merecedoras de la misma deferencia. Entender que las consecuencias de aquel atentado de 20-12-1973 no merece la protección penal a los efectos enjuiciados crearía una situación injusta, con consiguiente existencia de víctimas de ETA de diversas categorías.
Lo que dice la sentencia es que no importa quién fue Carrero Blanco. No importa que fuese, durante muchos años y especialmente en el momento de su muerte, la mano derecha de un militar levantado en armas contra un gobierno legítimo, que llevó al país a una Guerra Civil, que mantuvo a dicho país y sus derechos bajo su yugo dictatorial durante 40 años. No importa tampoco que, en términos estrictamente politológicos, no son equiparables la ETA de la dictadura con la ETA de la democracia, movimiento asimilable a la liberación de la dictadura el primero, movimiento indudablemente terrorista el segundo. No hace distinción, pues, la Audiencia Nacional, entre víctimas del terrorismo: entre el verdugo convertido en víctima por un grupo que se oponía a su régimen dictatorial, y la víctima inocente que ha defendido democráticamente sus ideas de aquéllos que no han sabido incorporarse al debate no violento de las ideas.
Tres piezas, todas las del Estado de Derecho, fallan en el Caso Cassandra. Falla el legislativo, aterrorizado por una Internet que desconoce y que quiere controlar cuando no demonizar. Falla el ejecutivo cuando induce sesgos ideológicos y políticos en la persecución de unas víctimas en detrimento de otras. Y falla el judicial cuando, además de no comprender la sociología de Internet y las redes sociales, da pruebas, una vez más, que España no ha superado el franquismo y que el post-franquismo todavía marca la agenda pública: no osemos opinar, ni que sea de la forma más grosera, aunque tengamos los medios telemáticos para hacerlo; no reivindiquemos la lucha contra el odio porque lo que es odioso ya se encargará el gobierno de definirlo; y, sobre todo, no toquemos los pilares de la patria.
En definitiva, que hagamos como él, y que no nos metamos en política.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 28 junio 2015
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Y con las últimas elecciones municipales del pasado 24 de mayo en España, se acabó la casta.
En 2007, Gian Antonio Stella e Sergio Rizzo publicaban La casta. Così i politici italiani sono diventati intoccabili (La casta. Así los políticos italianos se han convertido en intocables), un libro en el que denunciaban la impunidad con que los representantes públicos en Italia conseguían hacer y deshacer a su antojo.
Cuatro años más tarde, en 2011, Daniel Montero publicaba en España La Casta. El increíble chollo de ser político en España y al año siguiente se le añadían los periodistas Sandra Mir y Gabriel Cruz con La casta autonómica. Mientras el primero calculaba — y criticaba — el a su juicio hinchadísimo coste de la política y las administraciones españolas (y la picaresca y caradura asociada), los segundos aprovechaban los cambios de gobiernos locales y autonómicos del año anterior para destapar — o poner de relieve — los desmanes presupuestarios perpetrados a lo ancho y largo de nuestro país por cargos electos y afines (también con flecos de corrupción por todas partes).
De ahí, o desde otro lugar (quién sabe: la paternidad de las ideas es altamente promiscua), se popularizó el calificativo de «la casta» para atacar, sin grandes ánimos de separar y diferenciar, a todo lo que se moviese y oliese a amiguismo, clientelismo, nepotismo, corrupción, prevaricación, robo, fraude, arrimarse al poder, holgar en el poder, holgazanear en el poder y ser un malnacido en general.
Hay que reconocer que el término es más que ilustrativo. Y su uso — tanto en intensidad como en extensión por parte de algunos partidos políticos — ha contribuido, en positivo, a situar en el debate público desde prácticas legales pero poco éticas hasta lo más criminal, desvergonzado y mezquino que se ha realizado desde lo público.
Ahora bien, la casta — o la mafia u otros gentilicios para los habitantes de las instituciones públicas o para-públicas (cajas, empresas públicas, etc.) — no deja de ser una generalización. Y, como tal, es injusta. Y, más que injusta, acaba siendo ineficiente: nubla la vista y no nos permite hacer diagnósticos ajustados, ajustados a la realidad, a las necesidades, a los recursos. Cuando todo es casta, nada puede (ni debe) salvarse del fuego purificador. Y de ahí a pegarle fuego a todo, va un paso. Y de ahí a acabar uno mismo inmolado por el propio fuego media otro último paso.
Puede ser que veamos un uso decreciente de «la casta». Y creo que lo veremos, en particular, por dos razones:
- Porque ya ha hecho su uso. Se puso en marcha para (1) denunciar determinadas prácticas y (2) para diferenciar a determinadas personas, grupos, movimientos o partidos de dichas prácticas. Bien, ambas cosas ya han sucedido, han tenido su desarrollo y sus resultados. Por una parte, la agenda pública lo tiene incorporado y el poder judicial y los medios parece que ponen cartas en el asunto. Por otra parte, dichas personas y partidos han concurrido ya a unas (o varias) elecciones, que ya han terminado y se puede dar por finalizada la campaña.
- Porque la generalización implícita (o explícita) en el concepto de casta empieza a entrar en contradicciones. Contradicciones por construcción, porque muchos de quienes utilizaban el calificativo pueden ahora confundirse, al poblar las instituciones, con esa misma casta. Si son todos, son todos. Y contradicciones por obra, dado que hay decisiones que, a lo mejor, no eran casta. O actuaciones que no eran tan propias de la casta. Y decisiones y actuaciones que va a haber que tomar, porque son necesarias, legales, justas y legítimas. Porque, a lo mejor, no todo era casta.
Es por ello por lo que pienso que al concepto de «la casta» le queda poco recorrido. Uno no puede andarse generalizando sin acabar siendo un cínico o un ignorante, sin empezar a crear excepciones, sin tender a autojustificarse allí donde antes no encontraba justificación alguna.
Cuánto se alargue la pervivencia del término casta nos indicará qué camino se ha acabado tomando.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 26 mayo 2015
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Portobuffole’ 12 Luglio 2009, de David Zellaby
Las elecciones del 24 de mayo de 2015 han supuesto un vendaval que ha revuelto los votos y los escaños en muchos municipios y autonomías de España.
Al analizar la potente entrada de Podemos en el Parlamento Europeo en 2014, muchos se reafirmaron en el poder de la televisión a la hora de marcar agenda, campaña y capacidad de movilizar voto, habida cuenta de la cuota de pantalla que sobre todo Pablo Iglesias acumulaba.
Dado que en las municipales la mayoría de partidos no gozan de esa cobertura, por ser de naturaleza local, y no obstante han visto crecer sus apoyos en las urnas, cabe la duda de si la televisión estará perdiendo baza en materia de impacto electoral.
En mi opinión no es así, pero sí creo que su papel ha cambiado. Considero que la era de la televisión en política terminó, para dar paso a la política transmedia.
La televisión, hegemónica
Todavía hoy en día los estudios sociológicos dicen que la mayoría se informa a través de los informativos televisivos, y en menor media radio y prensa escrita. Seguimos dedicando ingente cantidad de tiempo a la televisión y, además, con una cobertura casi total en la población — mientras que un 40% todavía no usa asiduamente Internet o las redes sociales.
Tal y como ocurrió con Podemos y Pablo Iglesias, todavía la televisión ha sido fundamental en las elecciones municipales y autonómicas de 2015. Ada Colau, David Fernández o Mónica Oltra — por no hablar de nuevo de Podemos — han sido personas altamente mediáticas durante estos últimos años que han proporcionado mucha visibilidad a sus respectivas formaciones y/o a las formaciones que se han creado gracias a ellas. El caso de Colau, además, es paradigmático: además de su propio tirón mediático personal, formó coalición en Barcelona con Iniciativa per Catalunya – Els Verds, lo cual le permitió entrar en los bloques electorales televisivos, reservados a los partidos con representación en las anteriores elecciones.
Ahora bien, nos recuerda el Pew Research Center en The Rise of the “Connected Viewer” que (en 2012) el 58% de los televidentes se sientan ante el televisor con el móvil en mano. De hecho, no hay ha programa que se precie que no tenga su hashtag oficial para que la experiencia comunicativa pueda ser multipantalla.
Multimedia, crossmedia, transmedia
Kevin Moloney define multimedia, crossmedia, transmedia de la siguiente forma:
- Multimedia: una historia, muchos formatos, un canal. El caso claro, una página web con fotos y vídeos.
- Crossmedia: una historia, muchos canales. Un ejemplo, el anuncio de un juguete que tiene un mensaje parecido en televisión, radio, prensa escrita o vallas publicitarias.
- Transmedia: un mundo de historias, muchas historias, muchos formatos, muchos canales. Pensemos en una acción de la PAH: discursos en televisión, cortes de activistas en radio, opiniones en blogs, fotografías en Twitter, casos en los tribunales, una ILP en el Congreso. Un mundo de historias sobre el derecho a la vivienda, a través de infinidad de bocas y pares de ojos cada uno contando un cachito del total, su punto de vista, su vivencia. En varias plataformas y con distintos formatos y discursos.
La nueva política es transmedia y el transmedia es red
Volvamos a la televisión. ¿Necesaria? Seguro. ¿Suficiente? Seguramente ya no.
Hemos visto en los últimos años como programas televisivos con un mensaje claro acababan mutando de sentido al pasar por el tamiz de las redes sociales. Cómo información política en los medios era matizada, contestada o totalmente convertida en arma arrojadiza con el uso de retoque fotográfico, vídeos paródicos o comentarios fundamentados en evidencia empírica.
Por irónico que pueda sonar, puede que entremos en una era donde la televisión aporta lo cuantitativo y lo virtual lo cualitativo. Los medios aportan la noticia, el dato, la información, y las redes el mensaje, el conocimiento, el qué hacer con esa noticia.
Pero para que el transmedia funcione hace falta algo más que una democratización de los medios de producción de la información y la comunicación. Hace falta ese mundo de historias, esos miles de bocas y pares de ojos (y orejas), esos nexos, esa red. Para que el transmedia funcione hace falta la comunidad, y hace falta la red.
¿Cuánto y cómo ha cuidado cada formación política su red? Creo que ahí está el quid de la cuestión. Que cada uno haga sus propias reflexiones al respecto. Sobre quién, cuánto y cómo ha urdido complicidades comunitarias y tejido redes no de fanáticos sino de colaboradores.
Creo que vale la pena aquí matizar entre comunidad y red, aunque puedan ser a menudo intercambiables: comunidad son los míos (familia, trabajo, amigos), mientras que red son mis intereses… y las personas con quiénes los comparto, y a quién puedo acceder y compartir información y vivencias con ellos. Mi comunidad de vecinos son los pocos con los que comparto rellano o edificio; mi red vecinal son aquellos muchos, distantes a veces, con los que comparto intereses sobre la gestión de equipamientos vecinales, políticas de urbanismo, modelos de turismo, etc.
La televisión aporta el qué. La red aporta el resto de preguntas.
La televisión es condición necesaria, pero no suficiente. Igual que la red. Parecería que, por ahora, hacen falta ambas para llegar. Para llegar y para llegar con calidad.
Se dice que Roosevelt fue el presidente de la radio y Kennedy el presidente de la televisión. Una radio y una televisión inflexibles y unidireccionales que permitían llegar a muchos, pero en modo pasivo. Es posible que ante nuestros ojos estén desfilando los primeros líderes del transmedia. Y, en la medida que el transmedia es participativo y bidireccional, bienvenidos sean.
Apunte dedicado a Jordi Oliveras, que me ha hecho pensar :)
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 22 mayo 2015
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Excavator – Open Pit Mining, de Rene Schwietzke.
Cuando se habla de estrategias de gobierno abierto, o de datos abiertos, lo habitual es utilizar aproximaciones del tipo «estrategias para la publicación de datos» o, a lo sumo, «estrategias para la abertura de datos». Y esto es así tanto si la estrategia es pasiva —el ciudadano pide unos datos, la Administración se los da o los hace públicos— como si es activa —la Administración se adelanta y publica esos datos antes de que nadie haga una petición explícita.
En mi opinión, esta es una opción legítima, pero obsoleta. Insisto: legítima, porque ya querríamos que la política de mínimos fuese publicar o abrir, pero obsoleta porque, hoy en día, lo más eficaz y eficiente es que la Administración ya trabaje en abierto. Que el diseño de sus procesos —y recalco la palabra procesos, que van más allá de la mera tecnología— sea abierto desde el momento cero.
Me gustaría ilustrar las diferencias —nada sutiles, aunque pueda parecerlo— con un ejemplo que quién más quién menos ha vivido en primera persona: la publicación de las calificaciones de una asignatura. El ejemplo (tanto la opción 1 como la opción 2) se ajusta bastante a la realidad, aunque he hecho alguna simplificación o algún pequeño cambio para que se ajuste más a lo que se quiere mostrar.
Opción 1: publicar los datos
- Un profesor evalúa los exámenes de una asignatura, sobre el original en papel, y apuntando las notas en una hoja de cálculo. Y otro profesor el de otra. Y así todos. Cuando terminan de evaluar, imprimen las notas y las cuelgan en la puerta de su despacho junto con la nota final. Es decir, publican la información de forma activa.
- Para saber sus notas, los estudiantes deben ir consultando las puertas de todos los despachos. Igual que ocurre a menudo con la administración: el ciudadano debe ir portal por portal, web por web, sección por sección, para encontrar toda la información.
- El estudiante que quiere saber no la información (he aprobado o no) sino cómo le ha ido el examen, debe pedir cita con el profesor. Solamente así, obtiene las notas numéricas que ha sacado en todas las preguntas del examen, así como los coeficientes de ponderación. Esto se corresponde con (1) abrir los datos y (2) de forma pasiva o reactiva, es decir, a petición del ciudadano.
- En algún momento, los profesores introducen las notas en la base de datos a partir de la cuál el personal de gestión académica de la secretaría del departamento podrá emitir certificados y tramitar, si procede, los títulos pertinentes.
Este sencillo esquema incorpora ya lo básico (publicación de información, abertura de datos, publicidad activa y pasiva, emisión de certificados / inicio de procesos administrativos) así como tres tipos de actor: el que genera los datos (profesor), el que los administra (secretaría) y el que los consulta (ciudadano). Y, también, qué perfil tiene cada uno respecto a los datos (los crea, los administra, los consulta).
Y así funciona, en general, la Administración. Y así es cómo, en general, está planteada la Ley 19/2013, de 9 de diciembre, de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, así como sus equivalentes autonómicas.
Opción 2: abrir los procesos y las aplicaciones
Hay, no obstante, otra opción que en lugar de centrarse en el contenido, se centra en el contenedor.
- Los exámenes de los estudiantes está digitalizados y residen en una aplicación. De hecho, los estudiantes mismos pueden subir ellos mismos sus exámenes (o sus trabajos, o sus portafolios electrónicos, etc.).
- El profesor evalúa los exámenes directamente desde la aplicación, pudiendo entrar notas parciales que, automáticamente, calculan la nota final mediante una fórmula pública.
- Una vez calificados, los estudiantes pueden consultar, en su propio expediente, todas sus calificaciones a la vez.
- Desde la misma aplicación, el personal de gestión académica (y sin necesidad de acceder a los datos, que pueden permanecer confidenciales) pueden cerrar actas, mandar mensajes automáticos, etc.
- Desde la misma aplicación, el estudiante puede no pedir sino directamente descargarse sus certificados y títulos firmados digitalmente.
Esta segunda opción puede parecer similar a la primera opción. Pero no lo es. Porque lo importante no es la tecnología, sino el proceso. En la segunda opción, hay una única tecnología que permite que el proceso sea abierto por defecto. Sí. Pero mucho más: no hay otros procesos ni tecnologías. No hay que «publicar», no hay que sacar los datos de un sitio (hoja de cálculo) para llevárselos a otro (impresión para colgar en la puerta del despacho, exportación a la base de datos de certificados y títulos) sino que todos residen en el mismo sitio. Y, más importante, todos los actores comparten el mismo proceso gracias a que acceden a la misma aplicación.
Diferencia entre publicar y trabajar en abierto
Vamos a llevar el caso anterior a un caso más habitual en la Administración: la consulta de datos del presupuesto.
En la primera opción, la Administración trabaja dentro de su propio circuito cerrado de gestión económica y presupuestaria. Cuando el ciudadano quiere información económica de la Administración, en la aproximación de publicidad pasiva o reactiva, ese ciudadano debe pedirla y una persona debe destinar un tiempo a recabar los datos, ponerlos en un formato determinado y publicarlos. A lo sumo, y ya en la aproximación proactiva, nos encontraremos que la Administración ha recopilado esos datos y ha hecho una copia en otro lugar para que el ciudadano pueda consultarlos sin tener que pedirlos. Publicar una copia. Publicar. Copia.
Hay una segunda opción: dado que por norma general la Administración ya trabaja sobre aplicaciones digitales, bastaría con abrir esa aplicación al exterior. Bastaría con que Administración y ciudadano accediesen a la misma aplicación (sí, por motivos de eficiencia tecnológica puede que realmente accedan a copias, pero a efectos de simplificar, supongamos que es la misma aplicación, como ocurría con el caso de la gestión académica). Por supuesto, el funcionario puede hacer asentamientos (tanto gasto, de tal proveedor, por el concepto tal, para la partida cual, y para el proyecto equis) y el ciudadano solamente puede consultar. Pero la diferencia conceptual con la primera opción es abismal:
- Total transparencia por utilizar los mismos sistemas o aplicaciones.
- Información en tiempo real (o casi: de nuevo, por motivos técnicos — que no cambian el fondo del concepto — podemos hacer copias y actualizaciones, pero son automáticas, no es alguien que, una vez al año, copia datos de un sitio a otro).
- Acceso total al máximo detalle, sin filtros (especialmente filtros humanos).
- Formato reutilizable en origen, dado que accedemos al dato, no a una (a menudo burda) «materialización» del mismo.
- Ausencia de manipulación y, en consecuencia, ahorro en tiempo y recursos (sobre todo humanos).
Además, dado que lo que estamos utilizando es una aplicación viva y no una foto fija, podemos acceder a los datos de dos formas complementarias:
- Si hay tiempo y dinero para desarrollo, con una visualización especialmente pensada para el ciudadano.
- Además podemos dar acceso directo a los datos (p.ej. via API abierta) para su manipulación masiva (y muy muy barata).
La pregunta habitual en estos casos es qué hacer o bien con los datos antiguos o bien con documentos que no son exactamente datos.
La respuesta (para mí) es inmediata: de forma proactiva o reactiva, una vez se digitalizan (el verdadero coste de la transparencia… además del político, claro) hay que pensar no en una solución para ese ciudadano en particular, sino en una aplicación que sea de utilidad especialmente para el funcionario.
Un último ejemplo para incorporar estas últimas apreciaciones.
La Administración gasta literalmente millones en informarse. A menudo encargando informes a terceros, o bien concediendo ayudas o becas a la investigación y el análisis. Acceder a esa documentación es una tarea épica. Incluso dentro de la Administración. Una opción es, a petición del ciudadano, bajar a las catacumbas (digitales) de la administración para encontrar un documento enterrado en un marasmo de información. Otra opción es poner en marcha un repositorio de archivos que, sobre todo, sea útil al funcionario para su propio trabajo (y para su propia organización), abriendo una parte (la parte de consulta) al ciudadano. De hecho, estos sistemas ya funcionan en la mayoría de grandes empresas privadas y Administraciones. Así, el gobierno abierto, los datos abiertos son, sobre todo y ante todo, una herramienta útil para la propia Administración — además de para cumplir un expediente de cara al ciudadano.
Es por todo ello que cuando se habla de «publicar» información, o «abrir» datos, tengo la impresión que retrocedemos en el tiempo. O que permanecemos en un tiempo pasado, donde era necesario (porque todo estaba en papel y archivado físicamente) que alguien buscase, encontrase, interpretase, filtrase, replicase y distribuyese la documentación.
Pero ya no es así. Busca el ciudadano y el ciudadano encuentra (sabrá él si lo que tiene entre manos es lo que buscaba o no). Interpreta el mismo ciudadano y filtra según sus propias necesidades (aunque por temas de privacidad y seguridad, por supuesto, puede haber un filtrado previo). No hace falta replicar, porque la información es intangible y, por tanto, no es escasa, no se «pierde» si se «da». Y, está claro, la distribución va dentro del mismo proceso. Y lo mejor, lo más interesante, es que exactamente el mismo protocolo, el mismo proceso, la (más o menos) mismo proceso y herramienta sirve para quien genera la información, para quien la administra y custodia, y para quién la va a usar, sea Administración o ciudadano.
Deberíamos dejar de añadir barreras innecesarias donde no las hay.
Apunte dedicado a Antonio Ibáñez, por obligarme a pensar :)
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 26 mayo 2013
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En el mundo de la comunicación y en el mundo de la política – en qué se ha convertido la política sino en un gran constructo comunicativo – nos hemos acostumbrando a etiquetar cualquier desliz como una “crisis de reputación”. Crisis, porque el desliz suele acabar dando de bruces en el suelo; de reputación porque lo que da de bruces es la imagen, la sonrisa con tantos esfuerzos blanqueada. Gestionada la crisis, repuesta la reputación, hasta la próxima.
Proliferan ahora una suerte de zapadores de lo digital – eso que ni se borra ni desaparece – que tienen como tarea identificar, diagnosticar y parchear las “crisis de reputación” de aquellos que han tenido a mal dejarse deslizar por los llamados medios o redes sociales.
Siendo generosos, no hay semana que la realidad no nos regale con una de estas crisis de reputación. Un representante público es pillado en un renuncio y luego todo son prisas para aclarar que no, que en realidad no dijo eso, o bueno, sí, sí que a lo mejor dijo, pero se sacó de contexto, claro. Claro. Porque hay contextos que lo soportan absolutamente todo. Cuando Fukuyama mató a las ideologías lo que no sabía es que nacían las contextualizaciones.
El cuarto poder tampoco se libra de protagonizar ejercicios de autolesión reputacional. La secuencia suele ser la siguiente. Primero se revelan declaraciones de personajes públicos con sus correspondientes citas literales. Ante el incendio en las redes por parte del respetable, el presunto declarador acusa al medio de falta de rigor, sesgo ideológico o enajenación transitoria. El medio retira las citas textuales. La red vuelve a arder, ahora o por citar palabras que no fueron o por retirarlas si sí fueron. En fin, nada que una buena gestión de crisis de reputación no pueda solucionar.
O no. Hay crisis que son por deslices y deslices que son porque andamos cojos y sin muletas. La diferencia entre lo sintomático y lo estructural es que lo primero puede atacarse por los síntomas, mientras que lo segundo requiere atajarse por la enfermedad. Y no hay que ser Freud para reconocer que mucha incontinencia no es de formas sino de fondo.
En 2010 el profesor Josep María Vallès nos advertía de que la política era “víctima de un rapto consentido” a causa de la mediatización de su discurso. En una revisión del síndrome de Estocolmo, los raptores son raptados en un círculo sin fin. ¿Crisis de reputación? Por favor.
NOTA: la cita de Vallès se la debo a Aitor Carr: moltes gràcies!
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 28 enero 2013
Categorías: Comunicación
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En España, la Ley Orgánica 5/1985 del Régimen Electoral General establece que los medios de comunicación públicos deben dar un determinado tipo de cobertura a la actividad de los partidos, lo que en la práctica se ha convertido en lo que popularmente se denominan bloques electorales. Los periodistas no han perdido nunca la oportunidad de posicionarse contra dichos bloques, defendiendo, sobre todo, que atentan contra la libertad de expresión.
Critican, los periodistas, que los bloques electorales no son fieles a la realidad informativa, a la actualidad. Así, más allá de una cuestión de derechos y libertades (libertad de expresión, derecho a la información, etc.), hay una o varias cuestiones técnicas: los bloques electorales no respetan lo que se entiende por noticia o hecho noticiable, con lo que se da voz a información irrelevante, poco nueva o poco pertinente, mientras que se silencian otros hechos o reflexiones que sí podrían contribuir a conocer y comprender mejor el mundo que nos rodea.
Más o menos como ocurre con los bloques deportivos.
Hace bastante tiempo que tenemos establecidos entre nosotros los bloques deportivos en los informativos de los medios de comunicación públicos — dentro de los privados también, pero estos no los pagamos directamente con nuestros impuestos y, por tanto, la reflexión pertenece al consumidor y no al ciudadano, que es el mismo pero distinto.
Estos bloques deportivos son, como los bloques electorales, espacios fijos dentro de los informativos en los que se dedica un determinado tiempo a cubrir la información deportiva. Como en los bloques electorales, la duración de los bloques deportivos es también más o menos fija, con independencia del día de la semana o el momento del día. Como en el caso de los bloques electorales, los bloques deportivos reparten de forma interna la cobertura en diferentes deportes y diferentes clubes o personalidades, con sólo leves adaptaciones en función de si lo que se reporta es verdaderamente noticiable o no.
Afirmaba recientemente Enrique Meneses en la revista Jot Down que enviamos más periodistas los torneos de fútbol que a la revuelta que ha habido en Mali
. Y ese es, creo, el drama de todo:
- Actualidad: los bloques deportivos, en su inmutabilidad, se hacen cortos de viernes a lunes, rebosantes de novedades deportivas, para pasar a cubrir las más absurdas trivialidades el resto de la semana. La mayoría de piezas de los bloques deportivos no superarían un examen basado en las 5W y otros criterios elementales de qué es una noticia.
- Proximidad: los bloques deportivos tienen siempre o casi siempre imágenes o cortes de voz de primera mano para ilustrar la noticia — cosa que no ocurre con muchas otras de las secciones de economía, política o internacional, donde se recurre mucho más en el archivo. Con independencia del contenido, el «continente» se nutre «democráticamente» de los mismos recursos (o más que el resto de secciones). Esto pasa a base de adulterar torpemente la proximidad de la noticia, haciéndonos seguidores de ligas extranjeras en persecución e idolatría del héroe local, no fuésemos a curzárnoslo, deportivamente hablando, en un probable futuro.
- Magnitud: los bloques deportivos se rellenan de corresponsales enviados o dedicados a cada liga o campeonato, o incluso a determinados clubes y personalidades. Mientras, en la prensa no deportiva, hay países por no decir continentes enteros que son cubiertos por un único corresponsal, un corresponsal que informa tanto de una emergencia nuclear a miles de kilómetros, como de una devaluación de la moneda a miles de kilómetros de la primera y de uno mismo. La magnitud de estos hechos, sin embargo, se ve mermada por construcción, por la cobertura que se da. Cerrando el círculo del mundo informativo paralelo.
Como sucede con los bloques electorales, los bloques deportivos distorsionan la realidad y desvirtúan el trabajo del periodista.
Aunque ningún periodista parece haberse quejado todavía. Quizás es que ya les/nos va bien a todos así.