Me escribe Bernat Alútiz con una encuesta sobre la (para mí mal llamada) Tecnocracia y su aportación a la democracia. Comparto a continuación mis respuestas a dicha encuesta.
¿Cree que este sistema puede aportar algo positiva a nuestra democracia?
A grandes rasgos, este concepto se ha utilizado históricamente para definir una gestión política (1) con un fuerte componente de conocimiento técnico, ya sea sobre gestión pública en general o sobre un ámbito sectorial en particular y (2) desproveída de ideología o no adscrita a un partido político en particular.
Esta definición tiene, como mínimo, dos problemas: (1) toda gestión política tendría que fundamentarse en un conocimiento experto de la materia, que tendría que ser un requisito previo (al menos en unos niveles mínimos) para ostentar un cargo (especialmente al ejecutivo, a pesar de que también en determinadas funciones del legislativo) y (2) es absolutamente imposible no tener ninguna ideología, dado que todo el mundo tiene una.
Por lo tanto, en mi opinión, tendríamos que desterrar el término tecnocracia (por equívoco) y optar por otro más afinado como por ejemplo meritocracia, dirección pública profesional, pericia, conocimiento técnico o similares.
Dicho esto, y volviendo a la pregunta inicial, personalmente considero indispensable, en un ejecutivo, este tipo de capacidades en el ámbito competencial del cargo, sea la gestión pública en general como el conocimiento especializado en un determinado ámbito sectorial.
¿Consideraría democrático el nombramiento de un tecnócrata al frente del gobierno para hacer frente a una situación puntual de crisis?
Esta pregunta en realidad es una pregunta doble.
De acuerdo con lo que he avanzado antes, no solo vería bien “un tecnócrata al frente del gobierno” sino que todo aquél que ostenta un cargo público debería tener unas capacidades mínimas. Cuáles son estos mínimos y cómo se establecen es un debate abierto, pero que se deberían tener me parece indispensable, y no solo en una situación puntual de crisis.
La otra pregunta implícita es cómo se nombra este tecnócrata. Y el nombramiento debería tener todas las garantías democráticas establecidas al ordenamiento jurídico vigente. El nombramiento de un “tecnócrata”, pues, no debería cuestionar la forma con que este nombramiento se da en circunstancias “normales”.
Dicho esto, volvemos a la primera respuesta: dado que no comparto el concepto de tecnócrata como figura excepcional, tampoco puedo compartir que se haga un nombramiento que genere excepciones a la norma.
¿Encuentra que la tecnocracia puede aportar una perspectiva más “racional” dentro de la política, por ejemplo en la hora de realizar pactos, o más bien la afecta negativamente?
Toda política debería estar fundamentada en la evidencia. Y esta evidencia debería regir el ciclo integral de la política pública: diagnóstico, deliberación, negociación, diseño e implementación de la política pública, evaluación, y volver a empezar.
Por otro lado, las negociaciones (entre partidos, o dentro de un mismo partido o de un ejecutivo) deberían tener un fundamento programático – no uno partidista.
Bajo estas premisas, se deduce de forma natural que la “tecnocracia” – es decir, la pericia, la especialización, el mérito, etc. – solo puede aportar siempre una mejor perspectiva – en términos de eficacia, sobre todo – no solo a la negociación sino a toda acción política.
Otra cosa es que las partes negociadoras tengan objetivos diferentes de los de la política pública – p.ej. acumulación de cuotas de poder – que puedan tener lógicas diferentes, o incluso contradictorias, a las de la ejecución de un programa político. Y, en consecuencia, pueda ver como un “estorbo” una aproximación basada en la evidencia.
¿Cree que sería posible hacer una política ni de izquierdas ni de derechas, sino el que es más conveniente para toda la población, tal como dice este sistema?
Toda política, sin excepción, se mueve como mínimo en tres ejes:
El eje llamado “social”, habitualmente etiquetado como de izquierdas o de derechas, y que habla de cómo se produce la riqueza y como se apropia por parte de varios actores.
El eje territorial – a veces denominado “nacional” –, referido a los niveles de la Administración que son competentes en un ámbito determinado y como cooperan entre ellos.
El eje del buen gobierno, que trata de los criterios de calidad y de ética con que se lleva a cabo la acción política y la gestión pública.
Hay muchas gradaciones dentro de cada eje e incontables combinaciones entre los tres ejes. Y todos ellos tienen un componente en el terreno ideológico, cultural, moral, etc. No hay un modelo que sea absoluto, ni uno que sea absolutamente racional u objetivo.
Por lo tanto, no, no es posible hacer una política “ni de izquierdas ni de derechas”.
Un problema que se da actualmente en muchas democracias es el ascenso de los populismos y los partidos de extrema derecha. ¿Cree que la aplicación del modelo tecnocrático podría servir para frenar esta tendencia?
No sabemos exactamente qué provoca el ascenso de populismos y extrema derecha. Sí conocemos, no obstante, algunos factores que actúan de catalizadores o de amplificadores. Uno de estos es el desencanto con la política, con la política que “no resuelve problemas”, que es autoreferente o, peor todavía, que está “desconectada” de la ciudadanía.
En este sentido, una política gestionada desde el conocimiento experto – en lugar de p.ej. las estrategias de acumulación de poder o de destrucción del adversario político – debería poder contribuir a que la Administración fuera más responsiva a las necesidades o demandas de los ciudadanos y debería poder contribuir a aportar más y mejores soluciones a estas necesidades.
No obstante, sabemos que esto no es suficiente. Sabemos que un factor importante del ascenso de populismos y la extrema derecha es la apelación a las emociones, terreno en que la política basada en evidencias no se mueve e incluso a menudo se confronta.
Así, en mi opinión, una política basada en evidencias sería una condición necesaria pero lejos de ser suficiente para combatir la desafección política y el ascenso de populismos y partidos de extrema derecha como una de las posibles consecuencias.
Comentan los medios que Mario Monti y Lukás Papapidmos — Primer Ministro de Italia y Grecia, respectivamente — no son políticos, sino tecnócratas. ¿Es eso bueno o malo? ¿Hace falta? ¿Son de derechas o son de izquierdas?
El pasado once de noviembre me entrevistó respecto a esta cuestión el periodista Xavier Muixí para las noticias de Barcelona Televisió. Esta es la entrevista (en catalán) y, a continuación, las principales reflexiones respecto al tema de los tecnócratas.
Significado original del término: un poco de historia
La tecnocracia es el gobierno de los científicos, de los sabios, de la razón, por encima de los valores morales y religiosos o de las ideologías políticas. En otras palabras, se trata de dejar la superchería y las intuiciones de lado a la hora de gobernar, fundamentar las decisiones en los datos y el conocimiento.
El origen del término es de principios del s.XX en el marco de los movimientos obreros de los EUA. Sin embargo, el ejemplo paradigmático de tecnocracia lo tenemos en la planificación de la economía y los planes quinquenales que caracterizaron la mayor parte de la política (económica) de la extinta Unión soviética.
Si nos remontamos en el tiempo, podemos también encontrar la esencia de la tecnocracia en el pensamiento de la Ilustración o incluso en la Revolución Científica y la necesidad de gestionar eficiente y eficazmente los crecientes estados e imperios.
Personalmente, me gusta pensar en Nicolás Maquiavelo y su moderno pensamiento político como el primer tecnócrata.
Significado hoy: apuesta por el libre mercado
A grandes rasgos, el término hoy en día sigue significando lo mismo: la ciencia al poder. En este sentido, podríamos cualificar al Ministro de Educación Ángel Gabilondo como un tecnócrata en el ámbito de la educación, dada su larga formación y experiencia en el ámbito, y a la Ministra de Sanidad Leire Pajín una no-tecnócrata, dado que su formación y experiencia no pertenecen al ámbito de las ciencias de la salud.
En el ámbito de lo económico, la tecnocracia significa dejar que la economía se autoregule sin imponerle restricciones derivadas de las ideas políticas, actuando solamente allí donde haya que equilibrar las ecuaciones que dicta la ciencia económica.
No obstante, esta definición que aparentemente apuesta por la neutralidad de la ciencia es, en realidad, todo menos neutral. Por dos motivos:
La economía, como todas las ciencias sociales — y especialmente en comparación con las llamadas ciencias exactas — es una ciencia que trabaja con muchas variables y la mayoría de ellas desconocidas y solamente aproximables por sus efectos. La economía es una ciencia que tiene dificultades al medir con exactitud los fenómenos, le resulta tremendamente complicado hacer predicciones fiables y, sobre todo, tiene la absoluta imposibilidad de repetir los experimentos en igualdad de condiciones. Por supuesto, ello no invalida la labor de los economistas — que deben lidiar con semejante panorama metodológico — pero sí cuestiona una tecnocracia estrictamente basada en la economía (como ciencia, como razón) sin ponderar sus debilidades.
En economía — como ciencia social e inexacta muy sujeta a interpretaciones distintas, a veces opuestas, a menudo complementarias — hay dos grandes corrientes: por una parte, la que dice que la economía (los mercados, las empresas, el trabajo) debe fluir sin intervención externa (los gobiernos, los sindicatos) para que se autoregule o auto equilibre; por otra parte, la que asegura que esa autoregulación y esa falta de intervención externa impedirá que, precisamente, se llegue a un estado óptimo entre variables y agentes económicos. La primera opción, a veces llamada laissez faire (del francés: dejar hacer) es, en esencia, lo mismo que propone la tecnocracia: dejar hacer a la ciencia. Dado que, sin embargo, hay dos grandes corrientes, esa tecnocracia no es neutral, sino que apuesta fuertemente por una de esas corrientes.
La tecnocracia (en economía), tal y como la entendemos hoy en día, es una clara apuesta por la teoría económica neoliberal, y no es, en absoluto, una apuesta por una inexistente e inalcanzable neutralidad en política económica.
Por cierto, esto no es bueno ni es malo, sino que dependerá de la ideología de cada uno el grado en que comparta una determinada visión de la economía. No obstante, es bueno que llamemos a las cosas por su nombre.
Sin embargo, lo que, en mi opinión, es más grave el viraje hacia esta tecnocracia no es tanto si se llevarán a cabo políticas más de «derechas» o de «izquierdas» (como he dicho, va a gustos) por parte de estos mal llamados tecnócratas, sino dos cuestiones de mucho mayor calado: la puesta en evidencia de la incapacidad (en el sentido de falta de facultades) de muchos políticos profesionales y la reducción de la calidad democrática.
La incapacidad de los políticos y la calidad de la democracia
Si bien es cierto que la teoría económica no es una ciencia exacta, también es verdad que hay muchas cuestiones económicas que son verdades objetivas o totalmente consensuadas. Por ejemplo, que el saldo de una cuenta es la diferencia entre ingresos y gastos. Esta — como muchas otras — es una cuestión que no genera debate.
La urgente necesidad de cubrir algunos puestos de toma de decisiones con expertos en economía esconde, a menudo, una cuestión grave: quien antes los ocupaba no estaba preparado para llevar a cabo su tarea, no comprendía esas verdades objetivas mínimas que son las herramientas básicas para trabajar. Es muy distinto tomar decisiones que acaban generando resultados indeseados no esperados que tomar decisiones simple y llanamente erróneas.
Es muy distinto apostar por un sistema de subvenciones a un determinado sector — o apostar por eliminarlas — y que los resultados se desvíen de lo previsto por una serie de imponderables, que basar ese mismo sistema en una inexistente política de ingresos para sufragar los gastos que genera. Por poner un ejemplo genérico y donde todos han caído.
Determinados niveles de los gobiernos deben saber de economía y leyes (e idiomas) para optar a sus cargos, así como de sus especialidades cuando su cargo sea dentro de una rama específica.
¿Es esto aristocracia y no democracia? ¿Vetamos, así el acceso a la política a determinados colectivos? En absoluto, pero:
Ante el derecho de un ciudadano de representar a sus conciudadanos está también la responsabilidad de hacerlo bien. De prepararse, de mejorar para ser más eficaz y eficiente en el ejercicio de su derecho.
Ante el derecho de un ciudadano de representar a sus conciudadanos está también el de sus conciudadanos de escoger la opción más preparada. Soprendentemente pedimos certificados y títulos al instalador del gas para no saltar por los aires, y no nos importa que un gobernante haga saltar por los aires el país por falta de preparación.
Además, nos hemos acostumbrado al discurso de que el político hace política y el técnico hace cosas técnicas, como si política y técnica o conocimiento fuesen excluyentes: el político no tiene porqué saber de cuestiones técnicas y el técnico, por lo visto, no puede tener ideas o ideologías propias.
Si tuviésemos políticos más preparados serían capaces de poner en movimiento sus ideas de forma personal, entendiendo las consecuencias más probables de sus propuestas y tomando los riesgos con mayor fundamento. Las carencias intelectuales al final se pagan, o bien porque el político no comprende o bien porque, tratando de comprender, se toma tanto tiempo que llega tarde.
Y lo peor de todo, es que esa escasa preparación del político — y a menudo honestidad, pero esta es otra cuestión — no solamente supone costes económicos, sino democráticos: la imposición por terceros de tecnócratas en los puestos de toma de decisiones es un ataque frontal a las reglas del juego democrático, con independencia de la mayor o menor simpatía que uno tenga a los recién llegados porque crea que lo harán mejor o porque puedan gustar más. Es la mala preparación de muchos políticos lo que a menudo abre las puertas a muchos tecnócratas impuestos desde fuera del sistema democrático. La vindicación, como sucede a menudo, empieza por uno mismo.