Hay un chiste de vascos que dice algo así como «¿Patxi, qué estamos haciendo discutiendo esto pudiéndolo arreglar a tortas?». La gestión — o su ausencia — del nacionalismo catalán y el nacionalismo vasco por parte del gobierno (nacionalista) español se ajusta cada vez más y mejor al chiste.
Tomemos el caso catalán.
No ha habido, salvo en casos totalmente minoritarios y marginales en la opinión pública catalana, apelación alguna a la violencia para dirimir las demandas de algunos de separarse de España. Es más, si algo están haciendo las instituciones catalanas es intentar, por todos los medios, ajustarse al Estado de Derecho.
En una democracia — iba a escribir «una democracia normal», aunque debería holgar este epíteto — cuando un grupo de ciudadanos tiene una demanda, la vía democrática (valga la redundancia) es:
- Se escucha dicha demanda, o bien a través de reuniones con los grupos de interés o bien a través de propuestas en el Parlamento si dichos grupos están allí representados.
- Se cuantifica y califica el aval social de dicha demanda. Generalmente, se inicia con la introducción de preguntas ad hoc en las encuestas oficiales y, tomado el pulso de forma indirecta, se pasa a hacerlo de forma directa mediante algún tipo de consulta de carácter universal: referéndum vinculante o no, elecciones plebiscitarias, etc.
- Cuantificado y calificado el alcance de la demanda (tanto en su apoyo como en su oposición, está claro), si el tema es profundo, tiene posiciones bien enraizadas, y es constante en el tiempo, se deberá acabar tomando una decisión — en el sentido que sea — que zanje la cuestión, al menos hasta que no haya un cambio importante o bien en el contexto o bien en la opinión pública.
Bien, en el caso catalán, la toma de una decisión no está a la vista. Es más, cualquier atisbo en este sentido ha recibido amenazas de todo tipo. No lo está tampoco el cuantificar y calificar. De nuevo, cualquier consulta, incluso las no vinculantes, se están directamente vetando desde todos los frentes: políticos e, importante, mediáticos. Por último, ni tan solo la atención a las demandas está siendo ni siquiera bien recibida. El manido recurso a «atender al caso nacionalista crearía una división» no es sino una toma de posiciones y la asunción tácita de que dicha división no depende de ser escuchado, sino de reivindicar una demanda, cosa que ya ha sucedido. Por tanto, la sociedad ya está dividida, solo que en un sentido (a favor de los unionistas) y no en el otro (a favor de los secesionistas).
Hechas estas negaciones, la pregunta es si, agotada la vía democrática, a lo que se está empujando a lo catalanes es a, como dice el chiste, arreglarlo a tortas. Dado que muchos han defendido el forzar el cumplimiento de la ley con los tanques si hubiere declaración unilateral de independencia, está claro cómo se está conformando el tablero.
Tomemos el caso vasco.
Vaya por delante que quien tenga delitos de sangre debe estar en la cárcel y en la cárcel debe estar. Personalmente no tengo duda alguna al respecto.
Pero se puede estar de muchas formas en la cárcel. El código penal español está basado en la reinserción. La dispersión de presos, por antiintuitivo que pueda parecer, obedece a ese principio: si mantenemos juntos a los presos de ETA, seguirán conspirando en la cárcel. Por tanto, separémoslos. Hasta ahí, bien (aunque podríamos hablar sobre los derechos de sus familiares, pero eso es otra historia).
Desaparecida la lucha armada, desaparece automáticamente el peligro de conspiración de los presos de ETA. Y, precisamente, porque se busca la reinserción (si buscamos la venganza hay que cambiar el código penal y, de nuevo, esa es otra historia) debería ser automático que los presos estén cerca de sus familiares. Mantenerlos dispersados no obedece sino a motivos políticos, y no establecidos en el Derecho Español.
Por otra parte, la lucha contra los simpatizantes de ETA — que no miembros y, ni mucho menos, convictos, de quienes ya hemos hablado — deberá darse ahora estrictamente dentro de las ágoras políticas. Cuando se rasgan unos las vestiduras porque los «etarras (agrupando aquí a todo tipo de persona afín a la independencia del país vasco) están en las instituciones» no cabría sino alegrarse de ello. La alternativa, como dice de nuevo el chiste, es arreglarlo a tortas.
Es evidente que la convivencia genera tensiones. Y es evidente que posiciones radicalmente opuestas suelen tolerarse mútuamente mal. Pero, y perdón por insistir, preguntémonos si es mejor arreglarlo a tortas.
Quienes hablan de rendición cuando se propone un referéndum en Catalunya o el acercamiento de los presos etarras — por poner solamente dos ejemplos — se pregunta uno si lo heroico (lo contrario de rendirse) sería, digámoslo claro, matarse.
Porque, al final, no hay más que dos opciones: o con violencia o sin violencia. Y porque, al final, lo que hay que preguntarse es si uno está dispuesto a defender sus ideas con sangre — la ajena o la propia — o con las palabras.
Y creer que son los otros lo que deben ceder, que son los otros los que en su empecinamiento, están «forzando» la salida violenta, eso, eso es ya haber tomado una decisión sobre las formas.