De Tahrir a Sol (I): qué ha pasado y por qué

Esta es una doble entrada que pretende analizar las protestas activadas por la plataforma Democracia Real Ya y que sacaron a la calle a decenas de miles de pesonas en toda España el 15 de mayo de 2011, tomando como centro más visible la Puerta del Sol de Madrid. En De Tahrir a Sol (I): qué ha pasado y por qué intentaré hacer un análisis más objetivo de hechos y motivos, mientras que en (proximamente) De Tahrir a Sol (II): perspectivas y propuestas pasaré a un plano más subjetivo sobre lo que podría y debería en mi opinión personal pasar.

En los pocos más de 30 años que España viene viviendo en democracia desde la muerte del dictador, los políticos han pasado de ser los héroes que redactaron una nueva (y en muchos aspectos muy moderna) Constitución y la pusieron en práctica haciendo posible una transición hacia las libertades y el progreso, a los villanos que, entre otras cosas, implicaron al país en una guerra con oposición frontal de Naciones Unidas y la población en pleno, o negaron — y con ello empeoraron — una crisis con consecuencias devastadoras. Los políticos, y lo dicen las encuestas una y otra vez, han dejado de ser la solución para ser el problema. Por activa.

Al final, los ciudadanos, más allá del hartazgo, salieron el 15 de mayo a tomar las plazas, tal y como sucedió en el norte de África durante la llamada primavera Árabe a principios de 2011. ¿Alguna relación?

Diferencias

Hay tres diferencias fundamentales — más adelante hablaremos de una cuarta — que hacen que, en esencia, los movimientos árabes sean muy distintos de las revueltas españolas, aunque en la superficie puedan compartir algunas herramientas y prácticamente coincidan también en el tiempo.

La primera gran diferencia es la situación de partida, el contexto socioeconómico. A pesar de la gravedad de la crisis que asola España — con tasas de paro del 20% que se elevan al 45% en el caso de los jóvenes, o con crecientes impagos de hipotecas y problemas para llegar a final de mes — el sistema de protección social funciona (tanto el que proveen las instituciones como las familias) y, dicho en lenguaje llano, «nadie muere en España de hambre» ni «nadie muere en España por sus ideas» (ojo a las comillas). En Egipto, o en Túnez, sí, tanto lo primero como, cada vez más, lo segundo. Mientras la demanda en Egipto es el acceso a una cartera elemental de derechos humanos, en España la demanda es sobre la calidad de dichos derechos, especialmente las libertades ciudadanas y los derechos políticos.

Una segunda gran diferencia, muy relacionada con la anterior, es de carácter sistémico: en Egipto, la ciudadanía ha llegado al límite de lo que da de sí el sistema y claman por un cambio radical. Habiendo recorrido ya todos los caminos posibles de los -ismos (imperialismo colonial, comunismo, nacionalismo radical, totalitarismo oligárquico) piden entrar de lleno en la democracia. Democracia y punto. En España se pide exactamente lo opuesto y lo mismo a la vez, es decir: no cambiar de sistema, sino sanear y regenerar el presente. Las manifestaciones en España no son antisistema sino todo lo contrario, pro-sistema: más participación, más transparencia, más rendición de cuentas. En definitiva, más y mejor democracia.

La última diferencia radica en el cómo, aunque está también relacionada con las diferencias de perfil socioeconómico de los países árabes en relación a España. En el caso de los primeros, la mucho menor penetración de Internet — y más de la Internet móvil de banda ancha — así como la menor extensión de la formación entre la población hacen que, por construcción y necesariamente, las revueltas las activen una minoría muy formada y con fácil acceso a la tecnología. Una vez esta élite intelectual está coordinada y articulada, la revolución se extiende al resto de la población. Pero la chispa está muy localizada en las grandes urbes y en determinados estratos sociales. No parece ser este el caso de España, en parte porque el uso de Internet está mucho más expandido, en parte por tener una muy elevada proporción de población con educación formal, mucha de ella con secundaria y educación superior. Si se suele hablar de la primavera árabe como un movimiento de base, este adjetivo empalidece ante la pluralidad de las protestas en España. Hubo un precedente el 13 de marzo de 2004 y la réplica del 15 de mayo de 2011 ha sido mucho más fuerte, distribuida, reticular.

Similitudes

La primera similitud, como prácticamente en cualquier revuelta, es que esta se hace porque no hay nada que perder. En el caso de Egipto se sale porque la vida, lo único que queda a muchos, también se está perdiendo por la violencia de la pobreza o la violencia del Estado. En España, ante la perspectiva de unas elecciones — las del 22 de mayo — en las que ya está todo decidido de antemano, no se pierde nada con salir a protestar.

La segunda, mucho más importante, es porque se puede. Se puede salir a protestar porque, a diferencia de épocas anteriores donde hace falta una infraestructura para salir a protestar (una organización que lidere, medios económicos para producir material informativo, acceso a controladísimos canales de comunicación donde difundir dicha información), actualmente no hace falta ninguna: la coordinación puede hacerse de forma descentralizada y sin pasar por ninguna organización formal, la producción de material informativo multimedia se puede realizar desde el más básico de los ordenadores, y su difusión solamente requiere un acceso a Internet.

Lo nos lleva a una tercera similitud, y es el uso intensivo de las Tecnologías de la Información y la Comunicación para esa coordinación, producción y difusión de las revueltas. Sin embargo, y como veremos más adelante, el caso español ha sido, en mi opinión, muy distinto del caso árabe.

Una última similitud, y consecuencia directa de la anterior, es la ausencia de un puente de mando centralizado en la gestión de las revueltas. Aparecerán portavoces, o emergerán algunas cabezas más visibles que otras, pero la toma de decisiones, la elaboración de propuestas, la gestión de la mecánica es en red, no es jerárquica. No es nuevo: Al-Qaeda lleva años haciéndolo y muchos años más llevan algunas redes de profesionales en sectores intensivos en conocimiento. Pero si es rompedor en un mundo, la política, fuertemente encorsetado por las jerarquías, las disciplinas de partido, el concepto de aparato o la figura del líder.

El papel de las redes sociales

En el uso de las redes sociales en concreto, y de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en general, hay dos tipos de movimientos muy diferentes entre sí, a la vez que complementarios.

Un primer sentido del movimiento es horizontal. Se basa en una comunicación entre pares que persigue difundir una idea de forma viral, capilar, involucrar a cuantos más mejor, articular una masa crítica, consensuar un ideario, un discurso, y promover la acción.

Hay un segundo sentido del movimiento mucho más vertical. La base de la ciudadanía, empoderada con medios de producción y difusión digital, persigue alcanzar los centros de toma de decisiones que hay sobre ellos, ya sea directamente o indirectamente a través de los medios tradicionales de comunicación.

Si bien ambos movimientos han estado presentes tanto en la primavera árabe como en España, en mi opinión en las revueltas en Túnez y, sobre todo, en Egipto predominó este movimiento vertical, mientras que en España ha predominado aquel movimiento horizontal.

Por dos motivos.

El primero por la diferente situación socioeconómica a la que apuntábamos al principio: en España la coordinación de una base muy amplia ha sido posible gracias al mayor acceso a Internet. Así el movimiento en horizontal ha podido ser posible con mayor magnitud en España que en el norte de África. En España valía la pena y era posible alcanzar a esa gran masa educada, crítica y dispersa por toda la geografía. En Egipto, la coordinación en algunas ciudades y universidades era clave, pero era también difícil ir más allá por medios digitales (que se suplieron por otros medios más tradicionales: octavillas, charlas, telefonía fija).

El segundo por la diferente distancia entre la ciudadanía y el poder. A pesar de las (más que legítimas) críticas y reivindicaciones, los españoles están mucho más cerca del poder que los egipcios. Entre otras cosas, porque los egipcios no solamente eran encarcelados por sus ideas, sino que comprendían que un cambio de gobierno pasaba por el apoyo de la comunidad internacional, especialmente la Secretaría de Estado Norteamericana. En España, mejores o peores, hay elecciones y es posible cambiar el color de algunos gobiernos. En este movimiento de comunicación digital vertical, podemos constatar la importancia que tuvo la cadena Al-Jazeera, que actuó de correa de transmisión entre manifestantes y los poderes internacionales, dando ingente difusión al material gráfico generado por los primeros. En España, un desapego y revueltas que hacía meses que se iban gestando, seguían apareciendo en las páginas de Tecnología de los principales medios, en lugar de las más apropiadas secciones de Actualidad, Política o España.

La democracia no es solamente ser libre de hacer cuanto uno quiera dentro del sistema, sino la posibilidad de cambiar el sistema mismo. Hasta ahora, las Tecnologías de la Información y la Comunicación habían empoderado a la ciudadanía para tener más libertad de movimientos dentro de la pecera. Lo que ahora se está intentando es usar esas mismas tecnologías para hacer la pecera más grande. O para salir de ella.

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¡Copiad, malditos!: viaje a ninguna parte

Ayer en casa vimos el documental de Stéphane M. Grueso ¡Copiad, malditos! sobre los nuevos retos éticos y morales sobre la propiedad intelectual que plantea la revolución digital. Y no nos gustó.

En España — especialmente, aunque también en muchos otros lugares del mundo — el debate alrededor de la propiedad intelectual es en realidad la confrontación sorda de dos monólogos:

  • Los que creen que nada ha cambiado, que todo siempre se ha hecho así, y que, por lo tanto, así debe seguir, porque siempre se ha hecho así, etc.
  • Los que afirman que todo ha cambiado, que hay que hacer las cosas de forma distinta, porque se puede, porque no se puede evitar, porque todo ha cambiado, etc.

En la tierra de nadie que separa estas dos «propuestas» reina la nada más yerma, y los que se atreven a deambular por este desierto, mueren en el camino o al intentar arribar con sus palabras a uno u otro de los dos extremos. Por herejes y blasfemos.

¡Copiad, malditos! es una oportunidad de oro perdida de plantar un oasis en dicho desierto.

Si bien es legítimo que un autor tome partida en un bando sobre una cuestión abierta como la que trata el documental, en mi opinión habría sido más interesante que adoptara una posición más constructiva, más conciliadora, y más habida cuenta de lo complicado de acercar posiciones en la situación actual. Por otra parte, creo que esta debería ser la posición si es así como el documental parece presentarse al público, como una visión ecléctica e imparcial del tema.

Pero el documental es parcial, y con ello no hace sino reafirmar a unos en su enroque, así como irritar a la parte opuesta. Y dejar como estaba a quien — mayormente por ignorancia del tema — no había tomado partido.

En mi opinión, esto último es lo más criticable al documental, ya que no solamente fracasa en su intento de informar sobre algunos tecnicismos legales a quien se embrolla en la maraña de términos, sino que, además, consigue desinformar utilizando erróneamente dos de los más importantes.

El primer error de bulto es la todavía extendidísima creencia que las licencias Creative Commons son algo opuesto al copyright. Lo explicamos en El copyleft es copyright: para que uno pueda licenciar una obra con Creative Commons, necesariamente debe poseer el copyright. Es decir, las licencias, todas las licencias, se construyen encima del copyright. Solamente el abandono en el dominio público (que no es, técnicamente, una licencia) es una oposición al copyright, ya que, precisamente, supone una renuncia a los derechos de propiedad intelectual.

El segundo error no es tan grave en sí mismo, aunque sí lo es en un documental que se supone… documentado: no todas las licencias (Creative Commons u otras) son copyleft; no todo lo que no es «todos los derechos reservados» es copyleft. De hecho, el director afirma repetidas veces que quiere (y al final afirma haber conseguido) licenciar su documental con copyleft. Sin embargo, la licencia de ¡Copiad, malditos! es una Creative Commons Reconocimiento – No Comercial, es decir, no una licencia copyleft. Para que fuese copyleft, debería añadir el Compartir Igual. Es el compartir igual (en inglés, el share alike), es decir, la obligatoriedad de que cualquier obra derivada deba licenciarse con la misma licencia, lo que hace que una licencia sea copyleft.

Lo peor de todo es que el material al que he podido acceder y tener tiempo de mirar o escuchar es de primera. Lástima que en la tijera final el montaje no fuese, desde mi punto de vista, tan interesante como prometedora era la materia prima.

En cualquier caso, celebro — y mucho — que se haya decidido subir todo este material para que se pueda consultar o utilizar tanto para otras iniciativas culturales como para complementar el siempre exiguo espacio de un documental para TV. Mi reconocimiento y agradecimiento al equipo del documental como al de la televisión pública por ello.

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Los seis grados de separación de ETA y Terra Lliure

Una de las teorías más populares de la Psicología Social es la teoría de los seis grados de separación, en la que se postula que cualquier persona está relacionada con cualquier otra a través de, como máximo, cinco intermediarios (que constituyen seis grados o pasos de separación).

En términos de política, la teoría de los seis grados nos dice que si nos lo proponemos (y hay muchos ejemplos e investigaciones al respecto en multitud de escenarios) seremos capaces de vincular a cualquier persona con, por ejemplo, un actor famoso como Kevin Bacon, el gobierno del dictador Francisco Franco, o el terrorismo de ETA.

Como en la teoría de los seis grados da igual dónde se empiece y dónde se acabe — porque siempre habrá un màximo de seis grados de separación — lo simpático de la teoría es que podemos acabar relacionando a un terrorista falangista con un terrorista separatista (en mi opinión, con muchos menos de seis grados, pero esa es otra historia).

Sin llegar a ejemplos tan extremos como el anterior, es fácil suponer que un sindicalista está más cerca de un partido progresista que un empresario, este último normalmente más afín a un partido de derechas. Y que un nacionalista periférico estará más cerca de un independentista que del binomio que conforman el centralista y el nacionalista españolista.

Sin tanto teorizar, esto es lo que al parecer se comprendió en Catalunya durante los años noventa alrededor del terrorismo nacionalista catalán de Terra Lliure. Esquerra Republicana de Catalunya, con tan estrechos lazos ideológicos con los terroristas como diferencias fundamentales (entre ellas, el rechazo a la violencia), se convirtió en el catalizador del fin del terrorismo, integrando en sus filas a los miembros de la banda sin causas criminales, mientras estos últimos pasaron por una serie de pactos y amnistías para su reinserción (mucho más fácil en su caso que en el de ETA por la prácticamente nula existencia de delitos de sangre, dicho sea de paso).

A casi 25 años del (último) atentado de Terra Lliure en el Juzgado de Borges Blanques [Joan Carles Isal apunta en su comentario que este no fue el último atentado, sino que fue en 1992 — vale la pena leer dicho comentario porque da detalles sobre el fin de Terra Lliure más fieles a la realidad que las generalizaciones que yo he manejado en mi apunte], la disolución de Terra Lliure en Esquerra Republicana de Catalunya ha tenido dos consecuencias indiscutibles:

  • A nadie le entra en la cabeza, hoy en día, cometer un atentado terrorista en Catalunya en nombre de la independencia;
  • el movimiento (y el sentir) independentista tienen mejor salud que nunca, se puede hablar abiertamente del tema (a favor y en contra) en la calle y, según estadísticas y analistas, jamás la independencia ha estado tan cerca de poder llevarse a referéndum vinculante (que no de conseguirse, lo que para lo que nos ocupa es irrelevante).

La comparación con el caso vasco es descorazonadora.

Si bien nunca han sido casos fáciles de comparar, dada la mucho mayor virulencia de ETA, los estertores finales de esta última y la posición de las fichas en el tablero hoy en día si dan ahora pie a comparaciones.

Las diferencias entre la vinculación de Terra Lliure con ERC en 1991 no deben ser mucho mayores que las que hay entre Sortu, Bildu y ETA en 2011. Y, sin embargo, esas y no las diferencias entre ETA y Terra Lliure son las que realmente deberían contar de cara a construir un futuro.

Y ese futuro, desde mi perspectiva, tiene dos opciones claras:

  1. Seguir como hasta ahora, con una aproximación estrictamente criminal o penal de conflicto, rendir a ETA por las armas, y en 20 años, tener un terrorismo todavía más debilitado, pero todavía con capacidad de maniobra que, por mínima que sea, pueda seguir siendo letal. El independentismo seguirá siendo algo proscrito, probablemente minoritario, y se seguirá muriendo y matando por su culpa.
  2. Construir en paralelo a la vía criminal (que debe continuar, por supuesto) una vía política que normalice el independentismo y deslegitime la violencia. En 20 años (si creemos que el caso catalán puede repetirse) no habrá habido más muertes por su causa, aunque como todo debate político, es harto probable que tanto el nacionalismo como el independentismo se traten abiertamente e incluso se incorporen en serio a la agenda política del legislativo y el ejecutivo.

Solucionar el problema del terrorismo tiene, entre otras cosas, aceptar que el nacionalismo y su extremo, el independentismo, son una cuestión que puede entrar en política con normalidad. Que cada cuál decida qué precio está dispuesto a pagar (y con él, el resto de ciudadanos) por que esto último no suceda.

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Perseguir a ETA

Perseguir al que asesina.
Perseguir al que secuestra.
Perseguir al que extorsiona.
Perseguir al que amenaza.
Perseguir al que quema y destruye.
Perseguir al que promueve y planifica.
Perseguir al cómplice.
Perseguir al que celebra y ensalza.
Perseguir al connivente.
Perseguir al que discrepa.
Perseguir al condescendiente.
Perseguir al tolerante.
Perseguir al ecléctico.
Perseguir al que opina.
Perseguir al dialogante.
Perseguir al propositivo y constructivo.
Perseguir al resto.

En algún lugar hay la delgada línea que separa lo inaceptable de lo aceptable.

Aunque me esfuerzo, todavía no he encontrado sus coordenadas precisas.

Los hay que trabajan a diario por encontrar esa línea y por fundamentar el porqué de su posición.

Mientras, otros siguen empujándola hacia abajo o, simplemente, la dejan caer.

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En democracia, es peor el hedor que la basura

Hoy nos hemos levantado indignados, clamando contra la comunicación (política) que se superpone al discurso político, que lo determina en lugar de mantenerse como algo accesorio, que secuestra las ideas y pone sobre la mesa la política de las formas desplazando los debates de fondo.

El motivo bien podría ser que más de 100 candidatos implicados en causas judiciales concurran en las listas de las próximas municipales y autonómicas, pero no ha sido este el motivo.

El motivo tampoco son las declaraciones de la cuenta en Twitter del PSOE de Écija justificando la corrupción política (aunque parece ser que hay dudas sobre la legitimidad de dicha cuenta).

La indignación proviene, precisamente, de que las declaraciones de la supuesta cuenta del PSOE de Écija son verosímiles. Sean finalmente falsas o no, muchos creemos capaces a muchos partidos y políticos de justificar cualquier atropello a la gestión pública. De hecho, más que dudar de si alguien sería capaz o no de justificar la corrupción, la duda está sobre si alguien sería lo suficientemente estúpido de hacerlo abiertamente en público: lo otro, se da por supuesto. Porque por supuesto que sí se es capaz de justificar lo injustificable: hay pruebas de ello a diario.

Lo peor de esta política de pose en la que estamos plenamente imbuidos no es la falta de ideas, ni que un sinnúmero de medianías intelectuales alcancen altísimas cotas de poder, ni que lo hagan con el apoyo directo o la connivencia indirecta de los sátrapas que pretenden reemplazarlos por la espalda.

No, lo peor no es eso. Lo peor es romper el sistema.

Porque un sistema infectado puede arreglarse acabando con la bacteria o el virus invasor. Tardará en reponerse, pero muerto el perro, muerta la rabia.

Pero nuestro sistema democrático no está infectado, sino que está roto. No bastará con barrer las ingentes cantidades de basura que ahora lo pueblan, porque quedará el hedor. Quedará el hedor de la desconfianza en el sistema judicial, vencido por los vientos populistas y electorales de los partidos; quedará el hedor de las propuestas económicas (de ajuste) parciales y sesgadas; quedará el hedor de las políticas de bienestar interesadas.

Quedará, en definitiva, la sensación de que el poder no es para cambiar el mundo, sino que el poder es para mandar.

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Lectura aumentada o el fin de la lectura tradicional

Cuando yo era un lector más joven, recuerdo que era apasionante abrir una novela y encontrar entre sus primeras páginas un mapa. Real o ficticio, el mapa prometía que la novela iba a transitar por derroteros que habría que ir siguiendo en el mapa. Esa pasión de «leer con mapa» ha seguido invariable a lo largo de los años.

El caso seguramente más conocido de libro con mapa es el del Señor de los Anillos y su mapa de la Tierra Media, aunque hay muchos más ejemplos. Cuando el mapa no aparecía en el libro, casi de forma inevitable «había» que leer con el atlas a mano — igual que hay que leer con un diccionario a mano. El Cryptonomicon, de Neal Stephenson, era también un libro a seguir con atlas, pero tanto su volumen como mi itinerancia lo hacían poco práctico. Una descarga de varios mapas de la Biblioteca Perry-Castañeda, impresión en el tamaño adecuado y uso como punto de libro pusieron fin al problema.

El último libro-cum-atlas que leí, El viaje de Baldassare de Amin Maalouf, acabó acomodándose a los nuevos tiempos: elaborando mi propio mapa del viaje de Baldassare donde fui trazando los viajes del desventurado protagonista de la novela.

Cuando se habla del fin de los libros, los debates suelen moverse alrededor del coste del papel, del menor coste del libro electrónico, de la facilidad e inmediatez de adquirir este último, o de la conveniencia de llevar varios volúmenes consigo en un mismo lector y sin herniarse en el intento.

Sin embargo, para mí, el fin del libro vendrá después del fin de la experiencia de la lectura tal y como la hemos conocido hasta ahora.

Si, años atrás, lo habitual era leer acompañado de un diccionario y, lo máximo, con un atlas, hoy en día el complemento de un «leer con» se ha disparado. Si ya apuntaba que el atlas ha sido substituido por Google Maps, el diccionario se ha substituido convenientemente por la consulta sistemática y múltiple de los aparentemente infinitos recursos que la Red pone a nuestra disposición. Los más concurridos, por supuesto, los diccionarios y la Wikipedia. Según el tipo de libro, estos se quedan cortos y hay que ir más allá. Uno puede imaginarse una representación del dios Viracocha al leer a Vázquez-Figueroa o, simplemente, ver cómo era Viracocha; imaginarse a Dexter Gordon y Wardell Gray tocando ante Jack Kerouac o bien escuchar The Hunt de Dexter Gordon y Wardell Gray; e imaginarse la Stampede Trail de Jon Krakauer o seguir la ruta íntegra de Chris McCandless.

Si, como me sucede a mí tanto por gusto como por profesión, nos movemos de la novela al ensayo, esa «lectura con» toma todavía un nuevo significado. Mis lecturas profesionales requieren más, mucho más que tener a mano un diccionario, una enciclopedia o un archivo de imágenes, audio o vídeo. A menudo hay que tomar notas, o compararlas con otras; leer en paralelo dos, tres o muchas más obras (he llegado a tener abiertos más de 25 artículos académicos y trabajar con todos ellos simultáneamente); acceder a las biografías de los autores, o a detalles técnicos de lo expuesto en la lectura principal; consultar los comentarios que han hecho otros lectores/investigadores; realizar unos cálculos o correr una simulación; visualizar la información de otra forma más gráfica o esquemática…

Y quien haya perdido media mañana leyendo de acá para allá a partir de un único artículo que encontró en el periódico o en un blog ha vivido esa misma sensación.

Hasta ahora, uno era esclavo del lugar donde tuviera atornillado el ordenador. Ese tipo de lectura era cosa de despacho, de estudio, de lugar de trabajo. Con las tabletas, ya no más.

En casa, no ha sido el coste del papel, ni la conveniencia de comprar libros online, ni tan solo el ahorro en fisioterapeutas para curar contracturas por el transporte de demasiados volúmenes. En casa han sido los nuevos hábitos de lectura, ha sido la nueva lectura intensiva y expansiva de los textos, es la lectura aumentada la que ha matado al libro de toda la vida. Sin retorno y para siempre.

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