Infografía de la toma de decisiones públicas

Lo que sigue a continuación es un ejercicio de la mejor demagogia y cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia.

La infografía — el término está de moda, aunque para ser exactos es un diagrama de flujo — que aquí se representa viene a ilustrar cómo se toma una decisión pública en una determinada administración. La infografía es compatible para cualquier nivel de la administración — desde la comunidad de vecinos hasta las organizaciones internacionales — y presenta a los principales agentes de la toma de decisiones públicas: el político en el gobierno y el ciudadano (la oposición está incluida en esta última categoría o en la primera, a conveniencia del lector y de la política a tratar).

El final es el de la bancarrota — de los ayuntamientos, diputaciones, autonomías, estados y supraestados — con la contribución conjunta de políticos y ciudadanos. Probablemente una ley de transparencia y gobierno abierto servirían para dibujar una infografía si no diferente en el final (el hombre propone…), sí, al menos, en sus procesos intermedios.

No somos optimistas. Ni en lo uno ni en lo otro.

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Sanidad y copago: ¿servicio público, bien público o monopolio natural?

En El copago no es repago: es privatización argumentaba que el repago es técnicamente imposible: dado que no se puede pagar dos veces por la misma cosa, el copago es, técnicamente, un camino hacia la privatización de la Sanidad.

En el debate que se ha generado posteriormente hemos acabado hablando de si la Sanidad es, en efecto, un bien público o se trata, en cambio, de un bien privado ofrecido como un servicio público.

La definición ortodoxa de bien público lo caracteriza como el bien cuyo consumo no es rival — que uno consuma no priva al otro del consumo: no hay límite en el número de personas que pueden sintonizar una emisora, a diferencia de lo que ocurre con comerse una manzana — y donde no hay posibilidad de excluir a nadie de su comsumo — el ejemplo clásico, la defensa de un país, donde todos sus ciudadanos son defendidos por su ejército lo quieran o no, paguen o no, a diferencia de un teatro, que puede cerrar sus puertas a quien no pague.

El sistema sanitario como bien público.

Desde una aproximación muy simple de la sanidad, la provisión de servicios sanitarios es sin duda un bien privado: un médico no puede atender a un número infinito de pacientes (hay, pues rivalidad) y quien no paga al médico no es atendido por él (hay, pues, posibilidad de exclusión).

No obstante, si tomamos la sanidad no como un servicio asistencial sino como un sistema de salud, este último toma rápidamente características de un bien público.

Una primera cuestión que podemos contemplar son las políticas de prevención, fundamentadas, básicamente, en la difusión de información entre la población: información sobre prácticas saludables, información sobre detección prematura de enfermedades, etc. A ello habría que añadirle toda la información referida al cuidado de enfermos o bien a estrategias paliativas de la sintomatología de determinadas enfermedades, especialmente las crónicas. La información sanitaria es, claramente, no-rival ni obedece al principio de exclusión. Es, pues, un bien público.

En el otro extremo de la divulgación de información encontramos su fuente: la investigación médica. Una vez más, los resultados de la investigación son aplicables tanto si se ha pagado por ella como si no, y es prácticamente imposible (salvo caso de patentes, tan criticadas en el ámbito de la industria farmacéutica) excluir a nadie de los descubrimientos científicos.

Dentro del ámbito más puramente asistencial, hay muchos aspectos que dependen no únicamente del trato que reciba el paciente sino también su entorno. El más claro es el de la vacunación, donde es tan importante la inmunidad del individuo a través de su vacunación como alcanzar una buena inmunidad de grupo a través de la vacunación de los demás. Parecido a lo que sucede con la vacunación ocurre con el tratamiento psicológico de determinados trastornos, especialmente los asociados con tramas con fuerte componente colectivo (el más claro, la asistencia en casos de catástrofes humanitarias — atentados terroristas incluidos). Efectos colaterales derivados a los cuidadores de enfermos crónicos o con elevados grados de minusvalía son también cuestiones que trascienden lo estrictamente individual.

Los ejemplos donde un sistema sanitario se comporta como un bien público — no rivalidad, no exclusión — son múltiples y variados.

La provisión de los servicios sanitarios como monopolio natural.

De la misma forma que ocurre con la definición de bien público, podemos considerar los provisión de servicios sanitarios como un servicio más que puede ser regulado eficientemente por el mercado o, por contra, como un monopolio natural.

En su acepción más simple, la sanidad puede ser administrada por el mercado: el precio de inyectarse una vacuna dependerá de la oferta (de médicos, de viales) y de la demanda (cuánta gente quiere vacunarse).

Pero, como se ha dicho, el sistema sanitario es mucho más que la asistencia sanitaria personal.

Se considera un monopolio natural aquella producción de un bien o un servicio cuya provisión es más eficiente que sea hecha por un único proveedor en lugar de múltiples agentes en una economía de mercado. El motivo es que los costes de hacerlo en una economía de mercado serían mucho más elevados y, en el límite, impedirían la provisión de dicho bien o servicio. Se llama natural porque, a diferencia del monopolio creado legalmente — por ejemplo a través de la explotación de una patente o una concesión administrativa — es la naturaleza misma del bien la que crea dicha situación de monopolio. Mandar al hombre a la Luna, por ejemplo, es prácticamente imposible en una economía de mercado habida cuenta de las ingentes inversiones a realizar (y, dicho sea de paso, el bajo retorno de la inversión esperado). Monopolios naturales más habituales son autopistas o ferrocarriles: no sale a cuenta — no es eficiente — que haya varios proveedores montando autopistas o vías de tren en paralelo.

A pequeña escala, la provisión de servicios de salud puede darse en una economía de mercado. A gran escala, tomando el sistema en su conjunto, es fácil ver cómo emergen características de monopolio natural.

La primera, y en la línea argumental anterior, es la investigación. Especialmente si tomamos como referencia la investigación básica — de la que derivará la investigación aplicada y, por fin, la innovación y desarrollo de nuevas técnicas biosanitarias — esta es solamente posible en un régimen de monopolio natural, donde un único proveedor (en este caso, la comunidad científica internacional) se beneficia de los esfuerzos y resultados de los demás. Sin esta comunidad científica internacional, ni el mejor laboratorio privado sería capaz de sobrevivir.

La segunda son los elevados costes de inversión de determinadas técnicas, tecnologías e infraestructuras. Si la administración de inyecciones tiene cabida dentro de una economía de mercado, más difícilmente lo tendrá un trasplante de corazón, donde la dificultad empieza por montar un sistema de donantes y receptores cuyo éxito empieza por su nivel de penetración entre la ciudadanía.

Tanto en la investigación como en las infraestructuras, se trata de inversiones que, con mucha probabilidad, acabarían dotándose por debajo del óptimo en caso de una economía de mercado. Ha sucedido ya históricamente en los sectores energéticos, sector de las telecomunicaciones, gestión de los recursos naturales o los transportes públicos por poner solamente cuatro ejemplos.

¿Sanidad Pública o Privatización?

Dejando al margen consideraciones de equidad, dejando al margen el conocido problema de la selección adversa, dejando al margen cuestiones éticas de discriminación en función de indicadores indirectos de salud, todo ello al margen, existen motivos poderosos por los cuales un sistema de sanidad — que no una atención sanitaria puntual — sería más beneficioso que se gestionase como un servicio público que no como un servicio privado.

Y cuando hablamos de copago o repago, que suponen la parcial y paulatina privatización del sistema sanitario, habría que ver si los beneficios de dicha política (el supuesto abuso del sistema) no acabarán siendo superiores a los costes de la misma. Al menos en términos económicos — en términos de equidad, uno ya da por perdida la batalla.

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El triste proceder de una política sin fondo

Las cargas policiales a raíz de las manifestaciones de los estudiantes del Instituto Luis Vives de Valencia no son sino una reedición de la violencia que ya sufrieron, por ejemplo, los acampados en la Plaza Catalunya de Barcelona, quienes protestaron por la visita del Papa Benedicto XVI en Madrid, o aquellos que se han pronunciado contra algunas decisiones gubernamentales a lo largo del último año — de distintos niveles y colores de gobierno, vale la pena aclarar.

No obstante, las cargas policiales tienen una limitada importancia en sí mismas. Son graves, por supuesto, pero, insisto, en sí mismas, no son sino una cuestión de formas. De malas formas, de pésimas formas, pero una cuestión formal al fin y al cabo.

El problema de fondo, en mi opinión, no es si la policía carga mucho o poco, sino porqué y, sobre todo, qué cobertura política — si no responsabilidad directa — se da al incidente. Y, de nuevo, por qué.

Estoy convencido de que las cargas policiales indiscriminadas son, ni más ni menos, la consecución lógica de un proceder político que tiene en las ruedas de prensa sin preguntas su ejemplo paradigmático.

En los últimos años hemos visto como, en los partidos, los gabinetes de programa daban paso a los gabinetes de comunicación. La comunicación política se ha convertido en un fin, supeditando a un papel de comparsa a los programas y a las ideologías, a las propuestas, a las misiones, a las visiones de futuro.

Esa comunicación política, hueca, vociferante y unidireccional ha interferido en el debate, en la deliberación y, sobre todo, en la disensión. Las cosas son así o no hay otra opción, son los lemas a utilizar cuando se puede; no hemos sabido explicarnos, no se nos entiende, el discurso cuando no se puede. Las dos caras de la misma moneda: la moneda de la falta de argumentos, de lo irreflexivo e impulsivo, de las políticas abovedadas ricas en ecos.

Añadamos — hagamos acto de contrición también — un pueblo medio idiotizado. Algunos por la alta tasa de abandono escolar — con distintos motivos, pero con iguales consecuencias —, otros porque comieron el pan de las burbujas que los mantuvieron en éxtasis durante años, todavía otros porque sus espejos son catódicos o visten calzón corto.

Cuando, por fin, alguien es capaz de contestar lo incontestable, el estupor inicial desemboca en incredulidad, negación y, en el límite, desprecio por la oposición. Así de llano se ha pavimentado el camino de la política de discurso sin ideas, de mítines litúrgicos a figurantes y escaladores del mismo camino hacia la cima.

Se ha visto en el ejercicio de descrédito contra los movimientos ciudadanos, siempre en la línea de las formas, jamás sobre el fondo.

Se ha visto en el desprecio hacia los medios de comunicación, a quienes se ha manipulado o incluso comprado o, en caso de no poder hacerlo, a quienes se ha ninguneado e insultado en su condición de boca y orejas de los ciudadanos.

Y se ve a diario en los hemiciclos del Congreso, los Parlamentos y los plenos de los Ayuntamientos entre insultos a supuestos oponentes que apenas hablan de lo que tienen en común: la gestión de los intereses públicos. Siempre hablando de ellos mismos en condición de sus patéticas mismidades.

El ágora, el diálogo, las ideas, las propuestas, las alternativas han sido negados y violados sistemáticamente en su esencia por muchos en quien habíamos delegado nuestra representación. Por ellos y por quienes, cómplices, han callado la negación y la violación de ese parlamento entre ciudadanos, entre sus representantes, y entre estos con aquellos.

Que, ante la petición de recuperar la palabra con contenido, se opte por el uso de la porra sin sustancia es lo de menos.

Lo realmente importante es cómo hemos llegado hasta aquí.

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Twitts al director: ¿hay un quinto poder?

Tradicionalmente, los ciudadanos que querían dirigirse a los medios de comunicación tenían un puñado de vías y poco más: las cartas al director, una llamada a la emisora, una invitación a participar con un pequeño comentario … La voz del lector, del oyente o del espectador podía tener un espacio predefinido en el medio o no, pero, en todos los casos, era una voz que tenía que pasar un filtro: ya fuera a manos de un editor o un director que aprobaba la publicación, ya fuera — en el caso de un directo — a manos de un realizador o un director que aprobaban o mandaban cortar la emisión.

Desde que tenemos la Web y, sobre todo, desde que tenemos los llamados medios sociales, esto ha dejado de ser así. Y no es así en dos planos bien diferenciados. Primero, porque ya no depende de un editor, realizador o director que la opinión de un ciudadano vea la luz. Segundo, porque ya no hace falta la plataforma institucional del medio para hacerlo (el diario, el programa de radio o de televisión), dado que el mensaje tiene infinidad de plataformas para ser difundido.

El análisis de esta revolución, sin embargo, ha tenido a menudo una aproximación desde el punto de vista del contenido. Así, se habla de periodismo ciudadano (un término controvertido, por otra parte) y de cómo las personas a pie de calle pueden convertirse en cronistas de lo que pasa ante sus ojos. No obstante, se echa en falta el punto de vista del continente: ¿qué están haciendo los ciudadanos con estas herramientas en relación a las instituciones, los medios de comunicación?

Muchos, si no todos, los medios de comunicación han abierto ya, dentro de sus plataformas corporativas, canales de comunicación entre el ciudadano y la institución. Estos canales suelen tener dos vertientes: o bien acompañan la noticia, en forma de comentarios o un buzón específico para una determinada pieza (del tipo «corrige la noticia») o bien en un espacio desvinculado de la pieza y más asociado a la cabecera, normalmente en el espacio institucional en una red social.

Unos y otros no dejan de ser, sin embargo, la reencarnación digital (suponiendo que la Red sea un lugar de seres corpóreos) de aquellas cartas al lector o llamadas a la emisora ??que mencionábamos antes.

Resultan, por independientes y espontáneas, más interesantes aquellas participaciones que tienen lugar fuera de los espacios institucionales, pero apelando directamente a las instituciones y a aquello que hacen, sin entrar en el comentario centrado en la noticia.

Un primer ejercicio de este tipo es la crítica al medio en lo que se refiere a la forma. Más allá de la crítica fácil sobre contenidos poco cuidadosos o los (a los ojos de quien escribe) cada vez más presentes errores ortográficos, hay críticas a las formas de los medios que el muelle del hueso, a la esencia del periodismo. Un ejemplo es el profesor Josu Mezo de la Universidad de Castilla-La Mancha que, desde hace cerca de ocho años, mantiene Malaprensa, un blog (y un linkblog) que hace una revisión constructiva ya fondo de algunos errores garrafales que van apareciendo en los medios.

Otro ejercicio pertenece al ámbito del fondo o la política de la información, de la política comunicativa que, de forma explícita o implícita, queriendo o sin darse cuenta, siguen los medios. Un ejemplo de esta práctica es la del periodista Roger Vilalta, que en su blog hace un análisis de los porqués y porqué nos del tratamiento de determinadas cuestiones en los medios de comunicación.

Un último tipo de ejercicio, y quizás el más interesante por su naturaleza emergente y distribuida, es el que de repente acapara el debate virtual con motivo de una determinada actuación de un medio. Dos casos que rápidamente me vienen a la cabeza son la cobertura por parte de Antena 3 y la correspondiente «descobertura» por parte de Televisió de Catalunya — ambas emitiendo en directo en aquel momento — del desalojo de los indignados el 27 de mayo de 2011 en la Plaza Cataluña de Barcelona, ??o el poco menos que anecdótico seguimiento de la mayoría de medios de la manifestación, el 9 de julio del mismo año, del aniversario de la manifestación del 10 de julio de 2010 por la sentencia del Tribunal Constitucional sobre el Estatuto de Cataluña. En ambas ocasiones, Twitter hervía de indignación en tiempo real por la impasibilidad de Josep Cuní, en el primer caso, o del canal 3×24, en el segundo: medios públicos que se esperaba que fueran testigos y cronistas de los ciudadanos.

En los tres ejercicios presentados — y muy especialmente en el tercero — podemos aventurarnos a afirmar que lo que mueve a las personas a comentar sobre los medios no es el afán destructivo — como en algunos foros o páginas o piezas informativas —, ni tampoco una soberbia aleccionadora — como es también habitual encontrar en las redes más instantáneas —, sino una genuina preocupación por la salud del cuarto poder.

No es seguramente arriesgado pensar que muchos de estos comentarios no se hacen desde la posición del consumidor, sino desde la posición del ciudadano. El ciudadano que, inmerso en una grave crisis económica y, sobre todo, democrática, ve desfallecer las fuerzas de aquellos que se erigieron en los vigilantes legítimos del poder. Mientras muchos profesionales tienden a mirar desde la distancia a la crítica, a rechazarla por intrusista, a responder a la defensiva, me gusta pensar que, precisamente, se está dando la espalda al último aliado que le queda a los medios: aquel ciudadano que cree que el Periodismo, con mayúsculas, tiene todavía una función social.

Es por ello que algunos asumen la responsabilidad de vigilar al vigilante, de configurarse en un quinto poder que ayude al cuarto a ocupar el lugar que le corresponde. Un lugar que no está en las juntas de accionistas, sino en las ágoras de la polis.

Entrada originalmente publicada el 8 de febrero de 2012, bajo el título Twitts al director: hi ha un cinquè poder? en Reflexions sobre periodisme, comunicació i cultura (blog de ESCACC, Fundació Espai Català de Cultura i Comunicació). Todos los artículos publicados en este blog pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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Sinde-Wert, Twitter y Megaupload, censura y libertad de expresión

Hay algunas posturas que, simplemente, se me escapan. Los mismos que claman contra el cierre de Megaupload, ahora justifican la política de Twitter de bloquear el acceso a determinados mensajes. En el primer caso, acusan, el cierre de Megaupload va contra la libertad de expresión; en el segundo caso, defienden, no es censura sino que Twitter cumple con la ley vigente en cada país, ajustando los contenidos de los mensajes al marco legal de cada país.

Eso son dos medias verdades, igual que la siguiente afirmación: la restricción al acceso a determinados mensajes de Twitter va contra la libertad de expresión, de la misma forma que el cierre de Megaupload solamente perseguía el cumplimiento de las distintas leyes internacionales de propiedad intelectual.

En el fondo, analizar lo que está ocurriendo no deja de ser un ejercicio de poca profundidad: en mi opinión, habría que ir también al cómo y, sobre todo, al porqué de los asuntos.

Así, es perfectamente compatible decir que el cierre de Megaupload es, a la vez, ataque contra la libertad de expresión y cumplimiento de la ley de propiedad intelectual. Está en el qué — delitos contra la propiedad intelectual — la más que justificada decisión de precintar Megaupload, mientras que la forma cómo se hizo es la que vulneró, con mucha probabilidad, libertad de expresión así como provocó daños materiales a quienes perdieron sus archivos. Si podría haberse cerrado o no de otra forma, es decir, por qué se cerro de esa forma, es otra cuestión. O, de hecho, la cuestión.

Con Twitter sucede — o sucederá — lo mismo. Twitter debe cumplir la ley vigente en cada territorio donde opera. Sin embargo, hay muchas formas de hacer cumplir esa ley y algunas de las opciones existentes se llevarán por delante la libertad de expresión, serán censura.

En el fondo, esto no es sino el n-ésimo ejemplo que ya puso de manifiesto la Ley Sinde-Wert: una ley que pretende hacer cumplir la regulación vigente y que, sin embargo, en su redactado, ofrece serias dudas sobre la observancia de otros muchos derechos de los ciudadanos. Con el añadido de que, en el caso de la Sinde-Wert, lo que se quiere hacer cumplir es el espíritu de una Ley con un texto basado en un mundo pre-digital que acaba diciendo lo que no quería decir. Y esto último es el porqué: por qué hace falta (o no) una Ley Sinde, al margen de lo bien o mal que esté redactada.

Que en unos casos pongamos el ojo en el fondo, en otros en las formas y en otros en los aspavientos, dice mucho del largo camino que nos queda todavía para tener un debate sosegado y constructivo, para acercar posturas y para acabar en un consenso que permita a ciudadanos, consumidores e industrias de un lado y del otro tener un terreno de juego con las reglas claras.

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La diferencia entre Telecomunicaciones y Sociedad de la Información

Red.es, la entidad del Gobierno de España encargada de impulsar el desarrollo de la Sociedad de la Información en España, tiene desde ayer nuevo director general: Borja Adsuara Varela.

El perfil de Adsuara no está relacionado con las telecomunicaciones ni, de hecho, con ninguna de las disciplinas normalmente asociadas con el ámbito de la ingeniería. Tiene lo que se suele llamar un perfil «de letras». Esto es especialmente relevante si lo comparamos con su antecesor en el cargo, Sebastián Muriel (Ingeniero Superior de Telecomunicaciones, MBA) o, por ejemplo, con el actual Director General de Telecomunicaciones y Sociedad de la Información en la Generalitat de Catalunya, Carles Flamerich, también Ingeniero Superior de Telecomunicaciones.

¿Es esto bueno o malo?

Pues, simplemente, no es ni bueno ni malo.

Uno puede aproximarse a la Sociedad de la Información desde sus dos componentes básicos: un perfil tecnológico puede completarse con una aproximación más social, y un perfil más social puede (y debe) comprender los fundamentos tecnológicos básicos sobre los que edificar su propuesta de políticas públicas. Hay buenos ejemplos de ambos tipos de perfil u aproximación — incluso me atrevería a decir que son más los tecnólogos que han hecho el esfuerzo de «humanizar» su perfil, que no los humanistas que se han esforzado en comprender la tecnología.

Pero la apuesta por un perfil «de letras» en un ámbito todavía copado por «ingenieros» manda un mensaje claro: agotada una primera fase donde se entendían las telecomunicaciones como el desarrollo de un determinado tipo de infraestructuras, se pasa a una fase donde lo prioritario es el uso de dichas infraestructuras, el desarrollo de una Sociedad de la Información.

Las formas cuentan.

Y si no, valga como muestra el decreto por el cual la Generalitat de Catalunya creaba y definía las funciones de la Dirección General de Telecomunicaciones y Sociedad de la Información (punto 4.2 del DOGC núm. 5791 – 07/01/2011, traducción automática al castellano).

Los 7 puntos que describen la misión de la Dirección General hablan de «impulsar el sector de las tecnologías»; «promover […] las infraestructuras»; «coordinar […] los prestadores de servicios y operadores de tecnologías»; regular, inspeccionar y sancionar; «dirigir la política de infraestructuras de telecomunicaciones»; «coordinar(se) con los órganos competentes en el ámbito estatal»; o «cualquier otra función de naturaleza análoga». Si, por si había alguna duda del tono a seguir, se nombra a un ingeniero como director general es difícil pensar que dentro de esa Dirección General vayan a caber determinados aspectos con un fuerte componente social.

No pertenecen a las infraestructuras sino a la Sociedad de la Información cuestiones de mucha trascendencia como la telemedicina, la democracia electrónica, los ordenadores en las aulas (o no), los contenidos digitales abiertos, la reforma de la ley de propiedad intelectual para acomodarse a la revolución digital, la e-Administración y tantas y tantas cosas que no pertenecen, en absoluto, al mundo de las infraestructuras (aunque dependan totalmente de estas, por supuesto).

Cuando uno celebra — como es mi caso — que no se ponga a un ingeniero al frente de la política de la Sociedad de la Información no es (ni mucho menos) porque un ingeniero no pueda o deba ser quien la dirija, sino porque, en mi opinión, manda un mensaje muy claro a la ciudadanía: la Sociedad de la Información está aquí para quedarse, es mucho más que cables y es hora que se le dé la visión estratégica y transversal que merece. Y este mensaje apenas se ha dado en España desde que el mundo es digital. Y ya tocaba.

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