El objetivo del periodismo: ¿vender audiencias o contenidos?

Llego a través del blog de Escacc a un artículo del Washington Post que repasa los cinco mitos sobre el futuro del periodismo. Según el artículo los mitos que hay que romper son:

  • La crisis de audiencia es un mito. La audiencia, de hecho, crece. La crisis es económica, no de audiencia.
  • Es un mito que el gasto en publicidad haya bajado. El problema es que ya no está concentrado en los medios tradicionales.
  • Lo de «el contenido es el rey» es un mito: lo que verdaderamente importa es conocer el comportamiento de los usuarios en Internet, controlar los datos sobre la audiencia.
  • Otro mito es que la prensa está en declive en todo el mundo, cuando en realidad está en pleno auge en los países en vías de desarrollo.
  • La solución de concentrarse en lo local es, de nuevo, un mito, ya que las noticias locales no consiguen generar una masa crítica de audiencia.

Nada que añadir. Desde un punto de vista de la audiencia, nada que añadir.

Sin embargo, es muy sorprendente (o no) que los cinco mitos hablan, exclusivamente, del periodismo como venta de audiencias, no como venta de contenidos, o del periodismo como negocio que debe arrojar márgenes, no como servicio público que únicamente debe ser sostenible.

Estamos en una nueva época, tras una revolución digital que está dando paso a la Sociedad de la Información. En esta nueva época los intermediarios pierden a marchas forzadas su lugar en el mundo. Dejamos dejando atrás a toda velocidad la necesidad de mantener instituciones multifuncionales que servían a mil propósitos, ya que ello era lo eficiente. En el caso de los periódicos, básicamente dos: (1) dar información a los lectores y (2) vender ojos a los anunciantes.

En mi opinión, en los próximos debates sobre «el futuro del periodismo» habrá que decidir si se habla, en realidad, del futuro del periodismo como servicio público o del futuro de los periódicos como negocio. El periodismo como servicio público y los periódicos como negocio son dos cuestiones distintas que, gracias a la revolución digital, pueden dejar de estar atadas la una a la otra por culpa de la tiranía el papel, su coste, el largo y también costoso proceso de impresión y distribución, etc.

Es sintomático leer a un periodista hablar del futuro del periodismo cuando, en realidad, habla del futuro del negocio de la prensa. En eso se ha convertido el cuarto poder, en empresarios, olvidando lo que muchos — los periodistas incluidos — considerábamos que era su misión en la sociedad. Creíamos que el cuarto poder venía a controlar al ejecutivo y al legislativo, igual que creíamos que el ya llamado quinto poder — la opinión expresada por los ciudadanos a través de los medios sociales — venía a controlar los sesgos e intereses ocultos de este cuarto poder. No es así: queda cada vez más claro que el quinto poder viene a ocupar el vacío dejado por el abandono de responsabilidades de la prensa.

No le querrán llamar periodismo ciudadano — y seguramente no lo sea — pero, viendo el tono de las reflexiones del sector, es lo único que nos va a quedar.

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Qué cultura queremos y cómo pagar por ella

¿Es la cultura un bien de interés general? ¿Qué tipo de cultura queremos? ¿Hay que pagar por ella o debería ser gratis? Creo que estas son preguntas que habría que hacerse (y responderse) antes de lanzarse a tumba abierta sobre algunos debates apasionados, aunque poco apasionantes por lo enrocadas de las posiciones, sobre si la razón la tienen las discográficas, los creadores, los consumidores, los ciudadanos, o ninguno de ellos.

Simplificando mucho, una primera opción consiste en considerar la cultura como un bien de interés general: es bueno que tengamos cultura, y cuánta más mejor. Una segunda opción es considerar los bienes y servicios culturales como un bien/servicio de consumo como cualquier otro: la cantidad de bienes y servicios culturales y su precio se decidirán, entonces, por la ley de la oferta y la demanda.

Por otra parte, y al margen de las consideraciones de corte más filosófico sobre la cultura, existe otro plano de debate, y es si, de forma efectiva, la cultura es un bien público o no lo es, entendido eéste como aquél que no tiene rivalidad en el consumo — el bien no se agota al consumirse, p.ej. sintonizar una emisora de radio no la «gasta» para los demás — y obedece al principio de no exclusión — no podemos evitar que los demás lo consuman, siendo el ejemplo más típico el de la defensa de un país: uno es defendido sí o sí por el ejército tanto si paga como si no. Esta última cuestión (hay rivalidad y/o exclusión) es lo que a menudo determina quién paga: todos, algunos o «nadie».

Crucemos ambas variables:

Pagamos todos
(la Admón.)
Paga
quién consume
Paga
un tercero
Lo costea
el creador
Bien público Gasto público
Subvención
Crowdfunding Mecenas
Patrocinio
Aficionado
Bien privado Canon Subscripción
Pago por consumo
Publicidad Promoción gratuita

Estas son, a grandes rasgos, las opciones que hay para costear la cultura (si hay más, animo a que se pongan en los comentarios), ya sean conocidas con este nombre o con otros distintos.

Algunos comentarios sobre la tabla.

La gran diferencia entre bien privado y bién público es que, al final, el bien o servicio cultural queda para el disfrute de cualquiera en el primer caso mientras es restringido en el segundo. De ahí, por ejemplo, la diferencia entre Suscripción y Crowdfunding, donde he interpretado este segundo como aquella modalidad donde unos pocos pagan (como en una suscripción) pero el resultado final queda abierto al público tanto si ha pagado como si no. Así, el modelo de creación cultural de la Revista Orsai es, aparentemente, la suscripción de toda la vida. No obstante, el hecho de que el resultado final se publique digitalmente en abierto, el modelo de producción detrás de la revista, el ajuste a costes y ausencia de márgenes, etc. hacen del modelo uno muy singular.

Otro aspecto a considerar es cuando el coste lo soporta el creador. Este es un concepto que lleva fácilmente a equívoco. En algunos casos (p.ej. un académico compartiendo los artículos que ha publicado) es claramente un caso no de costeo por el creador, sino de pago por parte de todos: va (o debería ir) en el sueldo del profesor de universidad pública. En otros casos, es una asunción de los costes pero no como gasto, sino como inversión: el autor decide publicar una o parte de la obra para promocionarse y recuperar la inversión más tarde (más entradas de conciertos, invitaciones a conferencias y tertulias, encargos de escritor a sueldo, etc.).

Cuando abogamos por ni pagar por un bien cultural de forma directa comprando un libro, entradas, etc., ni de forma indirecta a través de una subvención o un gasto público (p.ej. el encargo de una escultura, la construcción de un auditorio público), lo que estamos promoviendo es la creación cultural del aficionado. Esta no tiene porqué ser de menor calidad que la del profesional, pero sí vendrá limitada por la disponibilidad de recursos (tiempo y dinero) del aficionado que, con toda lógica, priorizará lo que le pague la hipoteca o el alquiler.

En el polo opuesto tenemos el caso del Canon, es decir, un bien privado o con disfrute limitado a unos cuantos, pero pagado por todos — recordemos que el Canon es compensación por la copia privada de quién ya tiene la creación cultural, no el permiso a quien no la tiene a obtenerla sin pasar por caja). Entendido así, el Canon es una aberración conceptual comparable a un sistema educativo o sanitario financiado públicamente y disfrutado solamente por unos cuantos.

Llegados a este punto, creo que es necesario separar tres debates muy distintos.

  1. Decidir, de una vez, si queremos fomentar la cultura o apoyar la industria cultural, dos cuestiones diferentes. En función de la respuesta, los modelos a promover o a explorar pueden ser también muy distintos.
  2. Dentro de lo que es el apoyo a la industria, seguramente será necesario regular el sector. Esta regulación debe hacerse con vistas a dos cuestiones básicas: la primera, que debe regular todo el sector, y no solamente parte de él. O, dicho de otro modo, debe tener en cuenta todos los modelos de explotación de los bienes y servicios culturales, y no solamente unas determinadas opciones.
  3. Por último, y también dentro del ámbito normativo, es que esta regulación debe hacerse teniendo en cuenta otras regulaciones y otros derechos con los que pueda interferir. Y, en el caso de haber interferencias, ver si puede haber diseños normativos compatibles o bien si hay dilemas irresolubles donde haya que priorizar una norma o derecho por encima de otra.

Hoy en día, el debate alrededor de la cultura es un cacareo sobre todo y sobre nada en concreto, donde se mezclan problemas y categorías alegremente para obtener, como resultado, dos frentes enrocados en sus (sin)razones. A veces, hay nudos gordianos que deberían ser posibles de deshacer sin tener que cortar por lo sano.

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Sobre la liberalización del mercado de las telecomunicaciones: dos críticas a la privatización de Telefónica

En su toma de posesión como nuevo secretario de Estado de Telecomunicaciones y para la Sociedad de la Información, Víctor Calvo-Sotelo ha hecho mención al proceso de liberalización del sector de las telecomunicaciones que tuvo lugar en España entre 1996 y 1997:

«En 1996, siendo subsecretario de Fomento, iniciamos un proceso de liberalización del sector de las telecomunicaciones, que en ese momento tuvo alguna contestación y demostró que lo que hacía era liberalizar un potencial de crecimiento fundamental para la economía española», ha subrayado Calvo-Sotelo, quien ha añadido que hoy el sector es «mucho más amplio, potente y eficaz».

En mi opinión, el nuevo Secretario de Estado confunde las críticas al qué por las críticas al cómo. O, dicho de otro modo, confunde las críticas a la liberalización del mercado de las telecomunicaciones por las críticas a la privatización de Telefónica. Dos cuestiones relacionadas pero muy distintas.

No comparto la forma como se llevó a cabo la privatización de Telefónica por varias razones, todas ellas con un factor común: se privatizaron tanto las infraestructuras como la provisión de los servicios de telecomunicaciones.

Mientras la abundante literatura científica es contundente sobre la bonanza de liberalizar la provisión de servicios de telecomunicaciones — a mayor oferta mayor competencia, mejores servicios y mejores precios — también la literatura advierte del riesgo de privatizar las infraestructuras: primero, porque, por su carácter estratégico, deberían permanecer en manos públicas; segundo, porque por precisamente ser de propiedad pública, suponen un patrimonio que no habría que malvender y/o renunciar a las rentas que pueda generar en un futuro; tercero, y más importante, porque los nuevos propietarios en el sector privado no tendrán incentivos para mantenerlas y mejorarlas, como se demostró en el sistema ferroviario del Reino Unido o la red eléctrica norteamericana.

Por otra parte, la liberalización de hizo de forma parcial — como, de hecho, no podía ser de otra forma, al venir el sector de un monopolio natural con un único operador incumbente. Llevamos 15 años desde el inicio del proceso y todavía el mercado de telecomunicaciones español dista mucho de ser un mercado en competencia perfecta. Las multas por prácticas contra la competencia que Telefónica suma en su haber y, ante todo, el panorama de precios (de los peores de la OCDE) son la prueba más fehaciente.

Así, las contestaciones a las que Víctor Calvo-Sotelo se refiere no fueron al hecho en sí de liberalizar el mercado de telecomunicaciones — que se ha demostrado que es positivo —, sino a la forma de hacerlo — que se ha demostrado que fue pésima. No comprender esto es condenarnos a seguir en un mercado de las telecomunicaciones caro, ineficiente y poco eficaz. Como el que tenemos ahora.

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El boicot de NoLesVotes: buenas intenciones hacia el infierno

El viernes 30 de diciembre sabíamos que el nuevo gobierno de España aprobaba el reglamento de la «ley Sinde». Esto sucedía alrededor del mediodía y, pocas horas después, la plataforma NoLesVotes proponía un boicot a las obras artísticas e intelectuales de autores, productores, agentes o directivos que se manifestaron explícitamente, o participaron en los grupos de presión de la redacción y aprobación de la conocida como «ley Sinde».

Aunque comparto muchísimos de los motivos de indignación que han desembocado en el boicot (Ley de Protección Intelectual caduca, «solución» que agrava el problema con la pésima «ley Sinde», etc.), no comparto ni la iniciativa del boicot, ni el papel que han jugado los medios en sus primeras horas, ni la adhesión al misma a menudo ciega que han realizado muchas personas. Estas son mis razones.

El papel de los organizadores

Creo que hacer una llamada al boicot es una acción legítima y cualquiera debería tener total libertad de iniciar uno o adherirse a él. Sin embargo, y en mi humilde opinión, el boicot de la plataforma NoLesVotes adolece de un grado superlativo de incoherencia, al menos en dos frentes.

El primero es de fondo: uno de los motivos para el boicot es que la Ley Sinde pone en riesgo la libertad de expresión. Sorprendentemente, la lista negra del boicot se basa en las declaraciones que algunas personas hicieron bien sobre la Ley Sinde bien sobre las descargas, determinadas prácticas en Internet y similares. Se pretende pagar con la misma moneda a quienes quieren coartar la libertad de expresión. Un gran ejercicio de coherencia.

El segundo es de forma: en mi opinión, toda protesta debe ir firmada, y más si lo que pretende es la adhesión. La transparencia en una acción cívica es necesaria para contrastar la legitimidad de la acción misma. Solamente si sabemos quién hay detrás es posible dirimir si sus intenciones son honestas. ¿Cómo saber, si no, que detrás del boicot no está una editorial, productora cinematográfica o discográfica que pretende dañar a la competencia?

Pues bien, en el momento de escribir estas líneas, se han realizado 173 ediciones del texto del boicot por 48 usuarios. De ellos solamente 7 lo hacen con un pseudónimo (aunque algunos son fácilmente identificables) y dos con nombre propio (uno es el propietario del dominio, el otro soy yo): el resto han dejado únicamente la IP como toda firma.

El papel de los medios

Durante los acontecimientos del 15M se criticó duramente a la prensa o bien por silenciar el movimiento o bien por no entender qué estaba pasando e inútilmente buscar la sala de prensa. Se criticó también a los medios de comunicación o bien por no cubrir las manifestaciones o bien por trivializarlas y minimizarlas.

Los medios que cubrieron — y siguen cubriendo — la llamada al boicot se pasaron de frenada — y siguen pasándose de frenada — con la cobertura de la convocatoria.

En apenas unas horas de generarse la página, hacerse la difusión «oficial» de la misma y con tan solo unos pocos centenares de adhesiones, ya había varios titulares sobre la convocatoria. Lo que me genera dos objeciones.

La primera es de forma y versa sobre el calibre de la convocatoria: unos cientos de adhesiones (Twitter daba menos de 2.000 usuarios entre los que se adherían y quiénes lo censuraban) y unos pocos autores materiales del manifiesto del boicot (en las primeras 40h no llegaban a tres docenas) es una cifra ridícula en comparación con los 23 millones de usuarios que tiene Internet en España (mayores de 10 años que se conectan casi a diario, 27 millones con medidas más laxas). Me parece precipitado como para darle cobertura nacional y rango de cuestión de estado.

La segunda es, de nuevo, una de fondo: aunque ya se ha ido corrigiendo, el titular más manido fue el de «la Red organiza un boicot» o «los internautas organizan un boicot». Titulares así solamente son posibles desde la más extrema ignorancia de la adopción de Internet en España o desde la más extrema soberbia de quien se cree la élite de la vanguardia digital. Hablar de «Red» o «internautas» como categoría es un despropósito tal como decir que «la Carretera» o «los conductores» organizaron un boicot: se calcula que hay 26 millones de conductores en España, más personas que las que votaron en las últimas elecciones, y a nadie se le ocurriría decir que «los votantes de las últimas elecciones organizaron un boicot». De juzgado de guardia.

El papel de los que se adhirieron

Si creo que el boicot no es coherente y los medios se extralimitaron en su papel de voceros, es también escalofriante el papel(ón) de algunos de los que manifestaron apoyar el boicot.

El 31 de diciembre por la tarde añadí mi propio nombre a la lista negra con el texto siguiente:

Nombre Profesión Manifestaciones Obras
Ismael Peña-López Profesor de Universidad Aunque cree que la Ley de Propiedad Intelectual está rota, legitima la defensa de la propiedad intelectual como un derecho, afirma que el copyleft es lo mismo que el copyright e incluso osó criticar el documental de Fanetin. Obras

Todo ello lo hice abiertamente, añadiendo en el historial el motivo — me pregunto dónde está la línea que separa los boicoteables de los no tan boicoteables o de los no boicoteables en absoluto — así como una aclaración en mi perfil de usuario en el wiki.

Lo que en un principio no pretendía ser sino una crítica «desde dentro» al boicot, acabó siendo un experimento sociológico la mar de interesante. El texto se mantuvo en la página durante poco menos de 23 horas, hasta que uno de los administradores, alertado por otros usuarios y promotores, eliminó el texto de la lista negra. Durante prácticamente un día:

  • Cientos de personas se adhirieron a un boicot que ponía en la picota a alguien que, si bien atacaba la Ley de Propiedad Intelectual y la Ley Sinde, había «osado» criticar a uno de los críticos con la Ley Sinde, «uno de los nuestros» (aunque, como ha aclarado a posteriori Stéphane Grueso, él mismo está en contra del boicot). No sé si es más preocupante que no pocos de los que suscribieron la lista, jamás la leyeron, o bien que sí la leyeron y, sin embargo, les pareció bien lapidar a los tibios y equidistantes.
  • Hubo un buen número de ediciones de la lista. Algunas para añadir nombres. Otras para corregir ediciones anteriores o eliminar vandalismos. A ninguno de estos editores le pareció mal que alguien me hubiese añadido a la lista, aunque sí repararon en faltas de ortografía y otras cuestiones formales.
  • De los que repararon en mi nombre, 143 leyeron mi crítica al documental ¡Copiad, malditos! (crítica que tampoco era una oposición a las tesis del mismo, dicho sea de paso), 29 leyeron un artículo de fondo sobre el copyleft y 10 otro artículo sobre la libertad de expresión (estos dos últimos de mucho más calado que la crítica al documental). Únicamente 11 usuarios se tomaron la molestia de acceder a mi obra para ver, por sí mismos, la magnitud de mi producción maligna.

Si en Twitter y redes sociales: el lobby descentralizado defendía el uso de medios sociales para la participación política, mi involuntario experimento reforzó el temor que allí también manifestaba: todavía no hemos construido, en los medios digitales, espacios para la reflexión y la deliberación calmada, informada y, sobre todo, reputada. La adhesión al boicot ha sido, en no pocos casos — por supuesto los habrá habido de totalmente legítimos — un claro ejemplo de oclocracia de la más básica.

No quiero cerrar estas palabras sin pedir una disculpa pública a los impulsores del boicot en general por el pequeño vandalismo que realicé en su página, así como a Stéphane M. Grueso por utilizarlo como figura agraviada por mí. Como he intentado explicar, me movió un espíritu de crítica constructiva y jamás de ridiculización o de boicot al boicot.

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Twitter y redes sociales: el lobby descentralizado

Interesante artículo de Carmen Mañana para El País en Esclavos del ‘trending topic’ en el que describe y ejemplifica cómo la actividad en las redes sociales en general, y en concreto Twitter, están teniendo cada vez mayor influencia en un creciente número de decisiones empresariales, editoriales y políticas.

El tema de fondo: la legitimidad — o, de hecho, la falta de legitimidad — de esta forma de opinión (o, a veces, presión) en una democracia representativa, una cuestión que el artículo va dejando caer y que Román Gubern, en su columna adjunta Vocerío digital vs. democracia, hace más que explícita.

Vayamos por partes.

Hay que empezar aclarando que ni son las redes sociales las que se pronuncian sobre un tema determinado, ni son tampoco unos «internautas» quienes lo hacen. Las «redes sociales» son una mala traducción del inglés «social networking sites», «social networking platforms» o «social networking services». Nótese que, en la traducción, nos llevamos por delante el substantivo original (sitio, plataforma, servicio) y atribuimos el fondo a la forma, en una metonimia con consecuencias semánticas nada desdeñables. Los sitios de redes sociales siempre fueron medios, jamás entes.

Son los mal llamados «internautas» quienes actúan en las redes sociales. Pero este término es también engañoso. No son los «internautas» éteres pensantes, sino personas de carne y hueso y ciudadanos de pleno derecho: el medio que utilicen no debería ser, en absoluto, su atributo definitorio.

¿Son buenas las redes sociales como plataforma ciudadana para opinar y ejercer presión política?

  • Los medios sociales han democratizado la generación de opinión y la creación de grupos de presión. Atrás queda la necesidad de crear costosas infraestructuras como partidos, sindicatos, medios de comunicación (tradicionales), asociaciones, etc. Que los representantes sindicales, los lobbies de la patronal o los columnistas de los medios puedan sentirse agraviados por el «intrusismo» de las «redes sociales» y vean su opinión perder peso e influencia no es sino un ejemplo más de la crisis de las instituciones en una Sociedad Red.
  • Los medios sociales hacen más eficaz y eficiente la acción colectiva, ya sea para hacer una reivindicación ciudadana ya sea para compartir recetas de cocina. Las Tecnologías de la Información y la Comunicación son eso y no más: hacen más eficiente (menos recursos en infraestructuras y tiempo para el mismo fin) y más eficaz (conseguir más objetivos) todo lo relacionado con informar e informarse y todo lo relacionado con comunicarse unos con otros. Y eso es, en esencia, el ejercicio de la ciudadanía y la base de una buena democracia. Oponerse al uso de las redes sociales en el ámbito de lo público es preferir una democracia menos eficaz y menos eficiente.
  • Por último, y eso lo conocen perfectamente los enfermos crónicos de enfermedades raras, los medios sociales consiguen generar masa crítica allí donde en términos estrictamente geográficos hubiese sido imposible. Lo que era marginal en una comunidad puede acabar siendo relevante si conseguimos aglutinar a todos los interesados: y eso, los medios sociales lo están consiguiendo en todos los terrenos. Se hace posible el conocido mantra de pensar globalmente y actuar localmente, así como el repetido hay que gobernar para todos, para la mayoría y para las minorías.

Por supuesto, no todo son ventajas. Los retos no son menores y, en gran medida, esa eficiencia y eficacia de los medios sociales como plataformas para la acción ciudadana estarán en entredicho hasta que aquellos se superen. Entre los retos, creo que hay que destacar dos, uno conocido y relativo a la democracia directa, y otro nuevo, y relacionado con la mencionada crisis de las instituciones.

  • El primer gran reto de los medios sociales es, paradójicamente, su inmediatez. A menudo identificamos el ejercicio de la democracia con el sufragio. Sin embargo, una buena democracia se caracteriza por un acceso a la información, cuidar la fase de deliberación, negociar las preferencias, votar y rendir cuentas. Los medios sociales están demostrando ser buenos instrumentos para lo inmediato, pero todavía están verdes para lo reposado, para la deliberación (aunque hay ya buenos ejemplos, creo que no tenemos aún un «protocolo estandarizado»). Lo urgente prevalece sobre lo importante, y resulta difícil distinguir qué es lo relevante ante tal aluvión de opiniones, propuestas y llamadas a la movilización.
  • Ese primer gran reto no es nuevo, y hasta ahora se había resuelto a través de la mediación y la representación: determinadas instituciones (partidos, organizaciones, medios de comunicación) marcaban la agenda identificando los temas relevantes, así como diseñaban los procedimientos para decidir sobre ellos. Y estas instituciones tenían la legitimidad porque, entre otras cosas, representaban la mejor forma de hacer lo que hacían: mediar entre la información y los ciudadanos posibilitando la comunicación. Los medios sociales suponen la obsolescencia de muchas instituciones, pero no han proporcionado todavía un sistema de reputación válido para substituirlas. La mayoría de los llamados sistemas de reputación de los medios sociales son meras agregaciones de variables cuantitativas. Si bien la capacidad de transmitir un mensaje es muy importante, tanto o más importante es qué mensaje se transmite. Los futbolistas más famosos tienen un número de seguidores en Twitter de 7 cifras; el Nobel de Economía Paul Krugman, de seis cifras; el Nobel de Economía Joseph E. Stiglitz, de cinco cifras; otros Nobel, tienen muchos menos seguidores o, simplemente, no utilizan las redes sociales — pero su influencia o la de su trabajo se refleja, día a día, en el devenir de la economía internacional… y en la economía doméstica de todos y cada uno de nosotros.

Volvamos ahora a la pregunta implícita del artículo original: ¿debería la actividad vehiculada por los medios sociales afectar a un creciente número de decisiones empresariales, editoriales y políticas?

Y la respuesta es, necesariamente, y por qué no. Utilicemos los medios sociales para ser ciudadanos más eficaces y más eficientes, sin olvidar los riesgos y puntos oscuros que la participación democrática por estas vías todavía no ha resuelto.

Pero una cosa sí hay que tener siempre presente: mientras las debilidades de los nuevos medios sociales están siempre a la vista, listas ser mejoradas mediante la acción colectiva, las fortalezas de la representatividad tradicional se mantienen casi siempre en la oscuridad, alejadas de la luz y los taquígrafos. Y puesto que el loco conocido nos está dando cada vez más disgustos, a lo mejor es hora de darle una oportunidad al sabio por conocer, aunque sea con todas las cautelas que se tengan a bien considerar.

Rafa Font ha llevado mi reflexión a la práctica analizando el caso de Equo y su comunidad virtual, la Equomunidad. Son dos entradas muy interesantes que complementan e ilustran muchos de mis puntos. Mi agradecimiento a Rafa Font por compartirlo:

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Índice de Democracia, España 2006-2011

La Economist Intelligence Unit acaba de publicar la última edición de su Democracy Index, un índice que intenta medir cuantitativamente la calidad democrática de un país a partir de otros índices compuestos como la calidad del proceso electoral y la existencia de pluralismo en las opciones, el funcionamiento del gobierno, la participación política, la cultura política o el respeto por los derechos civiles.

El gráfico muestra los valores del índice para las cuatro ediciones existentes (en 2007 se publicó el índice con datos de 2006 y no hubo índice para 2009). Es casi inmediato ver que, en España, el contexto de crisis económica ha tenido su eco en una crisis de calidad democrática: mientras los derechos y el proceso electoral se han mantenido en puntuaciones constantes y elevadas — debido a que no ha habido cambios en el marco institucional — el resto de indicadores caen a partir de 2008: caen la cultura y la participación políticas, arrastrando con ellas la puntuación total del índice. Y el funcionamiento del gobierno ha acompañado la tendencia. No se hace difícil pensar en desencanto en la política como herramienta para cambiar las cosas, muy en la línea de otros indicadores de otras instituciones.

Gráfico Índice de Democracia, España 2006-2011.

Dado que este es un índice que nació ya con un marcado espíritu de completitud — están la mayoría de países del mundo desde la primera edición — es bastante legítimo mirar también la posición que ocupa cada país en cada momento. En el caso de España, cae puestos sin cesar también desde 2008, hasta ocupar el último puesto del grupo de «democracias enteras», a un paso de formar parte del grupo de «democracias fracasadas».

Sin que sirva de consuelo — sino todo lo contrario — es interesante leer lo que dice el informe para 2011:

El retroceso de la democracia se ha hecho evidente durante un tiempo y se ha fortalecido con el surgimiento de la crisis económica global de 2008-2009. Entre 2006 y 2008 hahabido un cierto estancamiento; entre 2008 y 2010 ha habido una regresión en todo el mundo. En 2011 el declive se ha concentrado en Europa.

Aumenta la percepción de corrupción y decrece la confianza en la política. No es de extrañar, causa o consecuencia, que todo ello venga acompañado de una peor calidad de la democracia. Sin minimizar la crisis económica, creo que valdría la pena empezar a contar entre sus causas una mucho más profunda e importante crisis de las instituciones democráticas. Y, ya de paso, empezar a plantear las soluciones a la primera en función de las soluciones a la segunda.

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