Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 09 marzo 2017
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La Comisión Europea ha publicado el cálculo para 2017 de su Índice de Economía y Sociedad Digital (DESI), el índice de referencia para ver dónde se sitúan y cómo evolucionan las economías digitales de la UE. El índice utiliza diversos indicadores recogidos por el INE con los que Eurostat crea cinco subíndices:
- Conectividad.
- Capital humano.
- Uso de Internet.
- Integración de la tecnología digital.
- Servicios públicos digitales.
En términos generales, y en una cara de la moneda, España evoluciona de forma positiva y, lo que es más importante, la tendencia es también buena y se sostiene en el tiempo. En la otra cara de la moneda, los puntos negros de la economía digital española son también estables y no se corrigen con el paso de los años.
El gráfico resumen para las componentes del DESI lo deja bastante claro:
España en el DESI 2017
Por encima de la media, los servicios públicos digitales (donde España lleva años destacando) y la integración de la tecnología en el tejido económico y empresarial. Justo en la media, la adopción particular de Internet. Por debajo de la media, la conectividad (fruto, entre otras cosas, de la pésima liberalización del mercado de las telecomunicaciones) y el capital humano (fruto del bajo nivel educativo en general de los españoles y del desprecio por la alfabetización digital y la tecnología en las escuelas en particular).
Conectividad
Efectivamente, como muestran los datos, el gran drama de la conectividad en España no es tanto el despliegue de las infraestructuras — donde estamos alrededor de la media europea o incluso mejor — sino el precio: el coste de la banda ancha en España en términos relativos a la renta es más del doble que la media europea — y ha empeorado el último año.
La conectividad en España según el DESI 2017
Las consecuencias de la forma como se privatizó el antiguo monopolio público de telecomunicaciones, Telefónica, se extienden todavía hoy, donde el mercado de las telecomunicaciones tiene todavía graves deficiencias en la competencia, lo que lastra la innovación, la puesta en marcha de nuevas iniciativas, la entrada de competidores y, por supuesto, el ajuste a unos precios de mercado verdadero.
Urge, por tanto, seguir trabajando en la liberalización del sector, eliminando poderes fácticos y prácticas contra el libre mercado.
Capital Humano
El capital humano en España según el DESI 2017
Si el problema de la falta de competencia tiene una solución relativamente poco complicada, el del capital humano es mucho más complejo.
España — y la Unión Europea en general también — pincha profundamente en alfabetización digital. Apenas la mitad de los españoles tienen las competencias digitales básicas, que como puede verse en su definición, son realmente básicas. En un mundo donde tener un estilo de vida saludable, aprender o participar activamente en cuestiones cívicas va a depender en gran medida de la competencia digital, carecer de competencias básicas es un problema muy grave.
Y lo que es peor: la política — tanto pública como privada — de adquisición y mejora de competencias digitales, en la escuela, en centros de formación, en la empresa, etc. es, salvo excepciones, muy indefinida, poco comprometida y decididamente nada estratégica. Se impone un cambio radical que ponga la tecnología al servicio de los usos, y así incentivar la adquisición de competencias digitales con un fin práctico. Se imponen también cambios en metodologías y procesos que contribuyan a mejorar la eficiencia y eficacia de cualquier tarea intensiva en conocimiento, y con ello motivar a la adquisición de las competencias digitales.
Esta baja competencia digital tiene una derivada muy negativa: el bajo — y bajando — número de especialistas en tecnologías de la información y la comunicación. Es decir, no solamente no podremos gestionar nuestra vida digital, sino que tampoco podremos encargarle a alguien (a un «informático») que lo haga por nosotros.
Los usos de Internet son altos y las vocaciones de ciencias (o vocaciones STEM) están ahí: pero hay que activarlas y alinearlas estratégicamente.
Uso e integración de la tecnología digital
La nota buena — muy buena — que nos trae el DESI 2017 para España es el uso y, sobre todo, la integración de la tecnología digital.
Sobre el uso hay poco que decir que no sea lo que ya sabíamos hace tiempo: el español medio utiliza intensivamente Internet y para prácticamente todo.
Uso de Internet en España según el DESI 2017
Si el español utiliza en su vida privada Internet, en el ámbito del trabajo o el ámbito empresarial siempre ha costado más. Los datos nos dicen ahora que la economía española ha dado un buen salto adelante en materia de adopción de las TIC, liderado por la incorporación de la factura electrónica y, muy importante, el crecimiento de la venta online por parte de las PYMES, tanto en número de empresas como en resultados. Estas cifras, acompañadas por un también importante crecimiento de adopción de tecnologías en la nube son cruciales como indicador que la tecnología va dejando de ser una cosa de las grandes empresas para ser de uso más generalizado.
Integración de la tecnología en España según el DESI 2017
Por supuesto, no hay que abandonarse a la euforia: los porcentajes en algunos indicadores son todavía bajos (gestión del conocimiento vía electrónica, uso de medios sociales, uso de soluciones en la nube o el mismo uso del e-commerce por parte de las PYMES), así que hay que insistir en esta línea.
Servicios públicos digitales
Como también es habitual en España, la política de utilizar el sector público como locomotora de la digitalización se ha hecho notar en los últimos años, situando a la Administración española entre las primeras del mundo en desarrollo digital — y muy por encima de la media europea.
Servicios públicos digitales en España según el DESI 2017
De estos datos cabe destacar el primer puesto en datos abiertos de toda la UE, que además mejora también en términos absolutos. No es casualidad que España hospedara la International Open Data Conference 2016 en Madrid el pasado mes de octubre.
En resumen, da la impresión que en España el desarrollo digital va a dos velocidades o que mientras la cabeza avanza rápidamente, los pies van arrastrándose detrás porque son de barro. El sector público — sobre todo — y las empresas y los ciudadanos avanzan cada vez más rápido, pero lo hacen con una muy deficiente competencia digital y una peor regulación del mercado. Parecería como si se estuviese primando la cantidad por encima de la calidad. Hay momentos en los que esto es una buena estrategia: hay que arrancar y adelantarse a toda costa para tirar del resto del tren. Pero también es verdad que, alcanzado un cierto impulso, una cadena es tan fuerte como frágil es su eslabón más débil. Nuestro eslabón débil es la alfabetización digital, el utilizar Internet de forma eficaz. Y ahí hay que poner, ahora, si no todos sí muchos de los recursos disponibles.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 26 octubre 2016
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Permitámonos una simplificación casi aberrante de la historia de la gestión de los asuntos colectivos.
En Grecia, las decisiones las tomaban directamente a los ciudadanos (libres, valga la redundancia) y las ejecutaban ellos mismos. Esto era posible, entre otras cosas, porque estos ciudadanos tenían mujeres y esclavos que se encargaban de los asuntos domésticos y porque el mundo era relativamente sencillo y los acontecimientos se sucedían relativamente despacio. A esta época y sus instituciones solemos llamarla democracia griega o, a veces, democracia directa, para desligar el ejercicio personal de la participación pública del entorno geográfico e histórico del momento.
La siguiente reencarnación de la democracia, siglos después, topa con tener que tomar decisiones en un mundo mucho más complejo y con muchos más ciudadanos «libres» que, además, han de tomar decisiones sobre territorios mucho más extensos y, por tanto, deben de llegar a acuerdos con un elevado número de individuos. Ante la ineficacia y la ineficiencia de hacerlo todo directamente, nos inventamos la democracia representativa: unas personas y unas instituciones tomarían decisiones y las ejecutarían en nombre del resto. Entre muchos otros nombres, generalmente nos referimos a este modelo como democracia liberal.
Uno de los grandes debates que estamos teniendo hoy —y que seguramente deberíamos tener todavía con mucha más intensidad— es si las instituciones de la política representativa deberían repensarse. Si Internet ha hecho el espacio pequeño y el tiempo prácticamente un suspiro, si ahora podemos deliberar y coordinarnos a un coste varios órdenes de magnitud inferior que hace unos años, si ahora podemos decidir y evaluar prácticamente sin salir de casa… ¿podemos empezar a «desintermediar» la política?
Todas estas preguntas son relevantes, pero a menudo los silencios son más elocuentes que las palabras. ¿Por qué, cuando hablamos de repensar la política, siempre pensamos en el poder legislativo, pero sólo accidentalmente en el poder ejecutivo? ¿Por qué cuando pensamos en el poder ejecutivo nos viene a la cabeza la transparencia y la rendición de cuentas, pero no la toma de decisiones? ¿Por qué cuando, por fin, hablamos de toma de decisiones sólo en casos extraordinarios hablamos de devolver soberanía y de incidir directamente en la gestión de lo público?
No deja de ser sintomático cómo somos incapaces, ahora sí ahora también, de cuestionar prácticamente todo menos la Administración, que vemos a medio camino entre un monstruo que tiene vida propia y un castillo de murallas inexpugnables.
Mientras los colectivos de enfermos, cuidadores y profesionales de la sanidad se reúnen en comunidades de práctica para compartir conocimientos y recomendaciones, o simplemente para acompañarse, no sucede así (en general), con la Administración. Ni con ella misma ni, por supuesto, entre ella y los ciudadanos.
Mientras presenciamos una importante recuperación del cooperativismo (de diferentes naturalezas y modalidades) aprovechando las nuevas herramientas del trabajo colaborativo, la gestión del conocimiento, la creación de red, lo que es absolutamente común por definición, lo público, no se gestiona ni colaborativamente, ni aprovechando el acceso al talento que hay en todo, ni rompiendo las paredes ni tabiques que permitirían la creación de redes de diferentes tipos y configuraciones. Flexibles. Líquidas. Superpuestas. Es decir, todo lo que no es una jerarquía.
El concepto de Gobierno abierto nos da muchas pistas de hacia dónde podría evolucionar, en materia de gestión colectiva y colegiada, la relación entre la Administración y los ciudadanos. El Gobierno abierto puede ser a la Administración el que la democracia líquida puede ser a la política.
En primer lugar, está la materia prima con la que tenemos que trabajar. En el Gobierno abierto se habla de transparencia, pero en realidad el concepto es mucho más ambicioso de lo que la palabra transparencia evoca. Porque en realidad hablamos de datos abiertas, de acceso a la información primaria que tiene la Administración entre manos —y muy especialmente la que genera ella misma. Hablamos también de la huella legislativa: ¿qué camino ha seguido la idea de una ley o un reglamento hasta que se ha publicado en el boletín oficial? ¿Quién lo ha decidido y con quién lo ha hablado? ¿Qué documentos se han leído y quienes son sus respectivos autores? Presupuestos abiertos, agendas abiertas, repositorios documentales forman parte de estos «datos abiertos» sin los cuales es imposible ya no rediseñar sino ni siquiera repensar la Administración. Y mucho menos «desde fuera».
En segundo lugar, está la participación. Participar en el diagnóstico, en la deliberación, en la negociación. Participar, sobre todo, en la toma de decisiones. Sí, porque cuando decimos participar en realidad queremos decir influir cuando no directamente decidir —al menos, co-decidir. Esta parte, si se me permite la frivolidad, es la menos importante. Al final, si las instituciones están bien diseñadas, quién y cómo se toman las decisiones acaba siendo una consecuencia directa del buen o mal diseño de la institución. Y el diseño, tanto de instituciones como de políticas públicas, recordémoslo, pertenece sobre todo al ámbito de la transparencia, de la apertura.
Por último, el Gobierno abierto nos habla de colaboración. Pero colaboración no en el sentido de participación o de co-decisión, que era el segundo punto, sino colaboración en el sentido de co-gestión. La Administración —y aquí sí que podríamos incluir todas las otras instituciones de la democracia representativa, empezando por los partidos— han sido históricamente refractarios a esta co-gestión. Hay muchos motivos. Entre los legítimos, que el coste de co-gestionar es mucho más elevado, en tiempo y frecuencia en recursos, que una dirección más jerárquica, centralizada y de arriba abajo. Y que hay conocimiento.
Pues bien, ya no es así. O, mejor dicho, sí es así: requiere tiempo, recursos y conocimiento. Lo que ya no es así es que el coste de hacer confluir estos factores sea tan alto como antes de la revolución digital. No es cero, ciertamente, pero empezamos a tener suficiente información como para poder afirmar que, a largo plazo, y en entornos intensivos en conocimiento, las arquitecturas de red son mejores que las jerarquías altamente centralizadas. Mejores en el sentido de más eficaces y más eficientes.
La secuencia es, pues, la siguiente: abrir los datos, informaciones y protocolos para que, quien esté interesado, conozca las necesidades, demandas, alternativas y preferencias que tiene a su alcance. Posibilitar que, con este conocimiento, se puedan rediseñar instituciones y procesos, ahora sí, con la participación de tantos ojos, orejas y manos como sea posible. Y, por último, que estos nuevos diseños tengan en cuenta la concurrencia de nuevos actores, que puedan asumir parte de la responsabilidad de gestionar lo que, en definitiva, es de todos.
No es fácil. En absoluto. Pero muchas de las barreras que nos vienen a la cabeza tienen poco que ver con la naturaleza técnica de tomar decisiones, hacerlas operativas y gestionarlas. Haríamos bien en desenmascararlas para poder concentrar los esfuerzos en lo que sí es un obstáculo para la construcción de una Administración más eficaz y más eficiente. Más nuestra. Además de todos.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 22 septiembre 2016
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Bakunin and Marx from Russia with love, cortesía de fabiotmb
El 28 de septiembre de 1864 se constituía en el Saint Martin’s Hall de Londres la Primera Internacional de los Trabajadores. Ocho años después, las distintas aproximaciones que sobre el poder y la organización tenían Karl Marx y Mijaíl Bakunin dieron al traste con la unidad y la Primera Internacional se partió en dos.
La Primera Internacional fue uno de los primeros intentos de organizar a una gran masa de ciudadanos a nivel planetario, y lo hizo abriendo la caja de Pandora que todavía está por cerrar: jerarquía y representación o asamblea y participación. Se impuso la primera opción y, en términos generales, así sigue hasta hoy en la inmensa mayoría de organizaciones en todo el mundo.
En el invierno de 2010-2011, el mundo se vio sacudido por la ola de revueltas que convinimos en llamar la “Primavera árabe” y que se extendió, ya con otros nombres, por medio globo. La principal característica de lo sucedido en Túnez, Yemen, Egipto, España, México, Brasil, Estados Unidos, Turquía o Hong Kong —por citar solamente los movimientos más mediáticos internacionalmente— es que todo estaba conectado. Salvando las enormes particularidades de cada caso, en dichos movimientos sociales se compartieron objetivos, protocolos y herramientas, pero —y esto es destacable—, sin ningún organismo coordinador, y sin ninguna asamblea mediante.
La tecnopolítica —en el sentido que le dio Jon Lebkowsky en TechnoPolitics en 1997— aparece como el motor común de los movimientos sociales nacidos tras la emergencia de la Web 2.0 y las redes sociales. Y se erige como alternativa a la jerarquía con una cúpula electa que toma decisiones y las ejecuta, así como alternativa a la asamblea que toma decisiones y nombra una cúpula para ejecutarlas.
Al contrario que éstas, lo que caracteriza la tecnopolítica es primero la acción y después la coordinación, la hacercracia: a partir de una toma de decisiones altamente distribuida, así como la posibilidad para iniciar procesos de forma individual. Tomadas las decisiones y puestas en práctica a modo de proceso piloto, a medida que la iniciativa tecnopolítica gana interés suma participantes y afina sus protocolos. Se enriquece, además, de participaciones puntuales que, lejos de ser un incomprendido clictivismo (todo parece ejecutarse clicando opciones predefinidas e inevitables), se constituyen en aportaciones que marcan la tendencia, el patrón de comportamiento y construyen puentes para su réplica en iniciativas similares.
Es aquí, en hacer la participación distribuida, fácil, gradual y replicable, que es posible constituir redes reconfigurables que se adaptan fácilmente a las singularidades de cada caso particular. Pero que a su vez permiten elevar la mirada y sincronizarse para constituir, por construcción, movimientos emergentes de mucho mayor calado.
Es la sincronización, y no la planificación, lo que hace nuestros actuales radares inservibles para identificar, analizar y evaluar los actuales movimientos sociales, tan diferentes de nuestro institucionalismo.
Este modus operandi de trabajar sobre lo que une y sin detenerse en lo que separa ha dado dos grandes frutos: diagnósticos afinadísimos de cada situación, gracias a su fuerte enraizamiento en las bases ciudadanas y la multiplicidad de ojos que contribuyen al proyecto de proyectos; y procesos organizativos dinámicos y flexibles que facilitan la respuesta rápida y la concentración de masas críticas alrededor de ejes simples y claros.
Su punto débil, probablemente, la reflexión propositiva y puesta en práctica de proyectos a largo plazo. Para ello, es necesaria la visión de contexto, el ágora sosegada y la facilitación de la deliberación. Estas cuestiones han sido habitualmente feudo reservado a las instituciones, con lo que los movimientos sociales han optado por tomarlas. Y es de esperar que el paso de la tecnopolítica por las instituciones las cambie para siempre.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 28 abril 2016
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Targets, cortesía de Hans Splinter
¿Hay que innovar en educación? ¿Por qué? ¿Para qué? Estamos viviendo una moda pasajera, donde todo debe ser innovación… ¿también en el mundo educativo? ¿O se trata de algo más estructural, incluso necesario?
Por otra parte, ¿qué entendemos por innovación? ¿Cómo se ha de innovar? ¿Para qué hay que innovar? El concepto de innovación es fluido y esquivo, y seguramente es bueno que así sea: es en la constelación de formas de entender la innovación y es en la miríada de métodos que se han llegado a poner sobre la mesa para innovar que se conforma el ecosistema que fomenta y permite una actitud innovadora. Una actitud basada en cuestionárselo todo, en ponerlo todo en duda, a desafiar la realidad hasta que es incapaz de dar una respuesta… y hay que encontrar otra: una innovación.
¿Por qué innovar?
Una pregunta que, sin embargo, normalmente no nos solemos hacer es por qué innovar, bastante diferente, si se me permite el abuso del lenguaje, del para qué innovar. Mientras el para qué nos indica hacia dónde nos movemos (haciendo entrar en juego el resto de preguntas, especialmente qué y cómo), el porqué nos interpela por los motivos de la innovación: estamos tan imbuidos de la inercia innovadora que damos por hecho que innovar es necesariamente bueno. Sin embargo, ¿hace falta, realmente, innovar? Cuando las cosas funcionan y funcionan (bastante) bien, ¿merece la pena arriesgarse a estropearlas en aras de un afán de innovación a toda costa?
Hay, seguramente, dos grandes motivos que nos empujan a innovar. Reconocerlos, más que justificarlos, nos debe ser útil porque marcarán también el tipo de innovación que llevaremos a cabo. Es decir, saber por qué innovamos — o por qué deberíamos innovar — será determinante para identificar, a continuación, el lugar donde aplicar el esfuerzo innovador, dónde crear este ecosistema que sea un hervidero de ideas, qué herramientas nos auxiliarán y, muy especialmente, qué resultados tendremos que esperar.
El primer motivo es la mejora. Nos damos cuenta de que las cosas no funcionan, o no funcionan suficientemente bien, o podrían funcionar aún mejor. E innovamos. La innovación, desde este punto de vista, no es arriesgada, es incremental, nos lleva a una evolución seguramente natural de lo que estamos haciendo, no es terreno conocido pero tenemos mapas que nos ayudan. Copiamos, adaptamos, sustituimos, reinterpretamos, remendamos. Esta es una innovación proactiva que permite adelantarse al entorno. Y es tan necesaria como la importancia que se le dé a ser parte de la vanguardia de un sector económico o un ámbito cultural. En el ámbito educativo, esta modalidad de innovación ha sido históricamente reservada a los pioneros, a los culos inquietos, a los inadaptados. Con todas las connotaciones — positivas y negativas — que se quiera añadir a estos sustantivos.
Innovar para transformar(se)
Hay, sin embargo, un motivo mucho más importante (en mi humilde opinión) que empuja una actitud innovadora y es la transformación. La transformación no es evolutiva ni incremental, sino que suele ser disruptiva y dicotómica: hay un antes y un después de una innovación transformadora. La innovación transformadora suele venir dada, a su vez, por dos cuestiones fundamentales: los cambios tecnológicos (compréndase dentro de tecnología todo lo que es instrumental, como herramientas, métodos, protocolos, etc.), y los cambios de contexto.
Un cambio tecnológico suele implicar automáticamente, que la antigua tecnología se vuelve ineficiente. Es decir, aparecen nuevas formas de hacer lo mismo con menos recursos (de nuevo, recursos en un sentido amplio: personas, recursos materiales, financieros, ¡tiempo!). Y con la ineficiencia se generan diversas tensiones. No sólo se acentúan las restricciones y limitaciones habituales, sino que aparecen insoportables costes de oportunidad y, sobre todo, fricciones entre aquéllos que ahora son más eficientes por haber adoptado la nueva tecnología y aquéllos que siguen anclados a los antiguos modi operandi.
El cambio en el contexto es aún más dramático, ya que afecta a la eficacia: cuando cambia el contexto los objetivos también se cambian de lugar. Sin una adaptación al nuevo contexto, sin una innovación, los esfuerzos apuntan a una diana equivocada. Si eficacia es conseguir el mayor número de objetivos posible (con independencia de los medios, que se miden en el eje de la eficiencia), se hace estrictamente necesario innovar no para mejorar, sino precisamente para que las cosas no empeoren, para no quedarnos como pez fuera del agua.
Cambio de paradigma hacia la Sociedad del Conocimiento
Llegados a este punto, concedámosnos un momento para levantar la mirada. Nos encontramos hoy en día inmersos en un inmenso cambio de paradigma sociotecnológico que está cambiando cómo definimos y entendemos nuestra sociedad de raíz. Las personas e instituciones de esta sociedad están viendo en tiempo real y con sus propios ojos cómo la tecnología (eficiencia) y el contexto (eficacia) cambian de forma rápida, inexorable y sin marcha atrás.
Ante este(estos) cambio(s) podemos, efectivamente, preguntarnos si hay que innovar, si hay que mejorar nada. Si tenemos que hacer evolucionar lo que entendemos como «sistema educativo» o «instituciones educativas». Y es legítimo.
Es, sin embargo, también legítimo preguntarnos si hay que innovar no para mejorar sino para no perder lo que tenemos. Cuando hablamos de equidad en la educación, hablamos de equidad en un mundo donde las desigualdades han cambiado de lugar, se han creado nuevas, en nuevos ámbitos y entornos. Cuando hablamos de calidad, hablamos de nuevas competencias que no conocíamos, de referentes inéditos con que compararnos. Cuando hablamos de excelencia lo hacemos en función de unos recursos e instrumentos que han sido sustituidos por una nueva caja de herramientas.
Parecería que es ya no legítimo sino urgente pensar en una innovación transformadora. Básicamente, porque todo a nuestro alrededor se está transformando y a una gran velocidad.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 09 marzo 2016
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Ha habido muchas interpretaciones y opiniones sobre el pacto de investidura entre el PSOE y Ciudadanos. La mayoría de ellas, las críticas al menos, van en la misma línea: el pacto no es «de progreso» y, además, tiene como socio un partido con propuestas bastante alejadas (hacia la derecha) de las del PSOE. Por otra parte, en cierta medida empuja a los partidos que han pactado a buscar una tercera pata sobre la que apoyarse — el Partido Popular — abriendo con ello la puerta a una gran coalición. Una gran coalición que, en otras circunstancias, podría verse bien, pero que en nuestro caso particular tiene a uno de los socios hundido hasta el fondo en el pozo de la corrupción — además de reforzar el giro a la derecha.
Como decía, visto así todo parece tener un tinte antinatural: se niega un pacto de izquierdas, se abraza un pacto con claro sesgo liberal, y además se da oxígeno a un partido con serios problemas de ética política y legalidad criminal.
Pero cabe la aproximación contraria. Creo que, vistos los programas y escuchados los discursos, se puede decir que tanto el PSOE como Ciudadanos pretenden reformar el país. Mientras tanto, Podemos habla de transformar el país. Las diferencias entre ambos conceptos no son menores: la reforma mantiene la arquitectura, el armazón, y centra su acción en el interior, en hacer que funcione mejor; la transformación aspira a cambiar la arquitectura entera, los fundamentos, y centra su acción en la infraestructura, en hacer que funcione de otra forma.
Esta diferente aproximación es — o puede ser — tan profunda que llegue a explicar por qué un partido socialdemócrata se acerque a uno liberal (y ambos a la vez a un partido conservador) en lugar de acercarse a sus vecinos por la izquierda. Por decirlo incluso de otra forma, el PSOE y Ciudadanos se ven bien con España como pareja de baile, aunque preferirían que hiciese algo de ejercicio y perdiese algo de peso; Podemos, en cambio, quiere otra pareja de baile, otra España. Desde este punto de vista, creo que se entiende mejor que el PSOE y Ciudadanos puedan verse más con el PP — que también quiere una misma España — que ante el «riesgo» de que la transformación que los otros proponen sea demasiado radical para ellos.
¿Y el caso catalán?
Paradójicamente, el papel que ocupa el PSOE en España puede ser el que venga a ocupar Podemos en Catalunya. Ahí, los equilibrios están de la otra parte, de la parte de la transformación: la mayoría parlamentaria está ya por la independencia, por el cambio del armazón, por el cambio del sistema, por un país nuevo.
En cambio, Catalunya Sí Que Es Pot (CSQEP), donde se integra Podemos, juega aquí el papel de reformista: quedémonos donde estamos (en España) y aboguemos por una mejora de la situación. Se dirá que lo que pretende CSQEP es mucho más ambicioso que una mera «mejora», pero en relación al independentismo, su visión es necesariamente la reformista, siendo la de los independentistas la visión la transformadora.
Y sucederá — si no está sucediendo ya — que la valentía y el arrojo transformador, de progreso, que Podemos le está pidiendo al PSOE en España es análogo al que se le pide o se le pedirá desde el independentismo a CSQEP/Podemos en Catalunya. Especialmente si, además, la vía reformista se cierra en España en general, y en particular si llega a constituirse una gran coalición PSOE-Cs-PP.
No debe ser nada fácil estar en misa en un escenario, y repicando en otro.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 20 noviembre 2015
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Desarrollo y brecha digital
Amartya Sen revolucionó el concepto de desarrollo humano al presentar su aproximación por capacidades. Desde su punto de vista, no basta con tener acceso físico a los recursos, sino que, además, hay que ser capaz de ponerlos al beneficio de uno mismo. Este paso de la elección objetiva a la elección subjetiva se ha visto completado en los últimos años con un tercer estadio del desarrollo: la elección efectiva. Así, no basta con tener recursos, ni con querer o saber usarlos, sino que, además, es necesario que a uno le dejen hacerlo. Es éste, el fortalecimiento de las instituciones democráticas, lo que recientemente ha ido tomando el centro de los debates alrededor del desarrollo humano y, por extensión, de la inclusión social.
En un mundo digital, en la Sociedad de la Información y del Conocimiento, es fácil establecer paralelismos entre esos tres estadios del desarrollo con las tres brechas digitales que se han ido identificando desde que el término hiciese fortuna a mediados de la década de 1990.
- La primera brecha digital es aquélla que se refiere al acceso (o falta de él) a las infraestructuras tecnológicas. Una brecha que, aunque persiste, pronto será residual en el Atlántico Norte en general, y en España y Catalunya en particular.
- La segunda brecha digital se refiere a las competencias, a la llamada alfabetización digital. Una brecha que escuelas, bibliotecas y telecentros vienen atajando como algo prioritario desde hace algunos años.
- La tercera brecha digital, que se suma (no sustituye) a las otras dos, se refiere al uso estratégico de las TIC para mejorar la vida de uno. Hablamos de educación en línea, e-salud o tecnopolítica, por mencionar solamente tres casos donde dicha brecha es ya más que patente.
Sin restar importancia a las dos primeras – que todavía persisten– es esta tercera brecha, abierta hace relativamente poco, la que ahora se ensancha a marchas forzadas con la creciente presencia en nuestras vidas de la teleasistencia, la formación en línea, la participación política a través de redes sociales y espacios de deliberación, etc.
En consecuencia, cabría considerar que la inclusión social, y tomando como base el ejercicio activo de la ciudadanía, cada vez más dependerá de esa e-inclusión de tercer nivel, la que permite un desarrollo basado en una elección objetiva, subjetiva y efectiva plenas: no habrá democracia, salud o educación sin la concurrencia activa de la ciudadanía en estos aspectos.
Del acceso y la capacitación al uso efectivo
Efectivamente, los datos de que disponemos nos dicen que mientras que la primera brecha digital se hace más y más pequeña, la segunda (capacitación) es cada vez más importante (especialmente en términos relativos y cualitativos: no hay más gente, pero sí se ven a sí mismos como más analfabetos digitales) y, en consecuencia, contribuye a agrandar la tercera, que en muchos casos se zanja con un rechazo de plano a todo lo que tenga que ver con la tecnología.
En concreto, los llamados refuseniks digitales —del inglés refuse, rechazar—: las personas que consciente y voluntariamente optan por no estar conectados. Son un colectivo generalmente dejado de lado a la hora de abordar políticas de desarrollo digital, con el muy probable riesgo de que sean éstos los grandes excluidos de una sociedad que, ya hoy en día, se está edificando fuertemente sobre la participación digital.
Es perfectamente defendible afirmar que no habrá mayor ejercicio activo de la ciudadanía sin un mayor uso de Internet; y que no habrá un mayor uso de Internet si no se aborda la problemática del rechazo más allá del acceso físico a las infraestructuras y más allá de la alfabetización digital.
Creemos que hay tres terrenos -los ya mencionados salud, aprendizaje y democracia- que son hoy en día los tres ámbitos más importantes (además del económico, a menudo determinado por los tres anteriores) donde el desarrollo e inclusión social vendrán especialmente determinados por el respectivo grado de e-inclusión de una persona… o de una institución.
Por otra parte, los recientes logros que han venido desde la innovación social, la innovación abierta y la innovación social abierta son prácticamente inexplicables sin ese anhelo de emancipación ciudadana aupado por las TIC.
Emancipación y políticas de desarrollo digital
En general, hay dos visiones y al menos tres grandes omisiones en la forma cómo habitualmente se diseñan las políticas de desarrollo digital.
Las visiones son:
- Las políticas de desarrollo digital suelen dirigirse hacia el desarrollo económico, y no hacia el desarrollo individual y social.
- Las políticas de desarrollo digital suelen dirigirse hacia el desarrollo institucional, y no hacia la emancipación personal.
Por otra parte, las tres cuestiones que suelen omitirse en las políticas de desarrollo digital están muy relacionadas con el potencial que las TIC pueden desplegar si se aplican a fondo. Es más: si las TIC tienen algún papel en el desarrollo, creo que es en los tres cuestiones que se listan a continuación:
- La libertad, los derechos civiles, los derechos ciudadanos, las libertades políticas, los derechos de la libertad… muchos nombres para el mismo concepto. La libertad suele estar ausente en las políticas de desarrollo, y en particular en las políticas de desarrollo digital. Cuando, por ejemplo, los nuevos Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS), en su meta 16.10, hablan del acceso público a la información, se pone en relacón a la “conformidad con la legislación nacional”. Relevante, cuando el informe Freedom in The World 2015 de Freedom House sitúa al 54% de los países analizados como no libres. Raramente se cuestiona el marco legal al hablar de desarrollo. Y, así, la libertad simplemente queda fuera de las políticas, cuando debería ser lo primero.
- El empoderamiento es un paso más allá de la libertad. Si la libertad trata de la ausencia de restricciones para pensar o hacer la propia voluntad, el empoderamiento trata del fortalecimiento de la capacidad de pensar o hacer que la propia voluntad. En otras palabras, no sólo se puede hacer lo que uno quiera dentro del sistema, sino que el sistema le ayudará a ello. Una vez más, empoderamiento, o capacidades, son a menudo mencionados en cualquier tipo de política de desarrollo, especialmente en las que tienen un fuerte componente digital. Pero, a menudo –y especialmente en los ODS– se limitan a temas de género o de desigualdades en las minorías. Es un primer paso, pero claramente insuficiente. No hay forma de que el desarrollo sea sostenible si no tiene un fuerte componente endógeno, y no hay manera para que el desarrollo sea endógeno sin empoderamiento. En mi opinión, el empoderamiento es fundamental para el desarrollo. Sólo un paso por debajo de la gobernanza.
- La Gobernanza, la democracia, la participación, la deliberación, la co-decisión política. Si la libertad es hacer la propia voluntad, y el empoderamiento es hacerlo con fuerza multiplicada, la gobernanza está muy por encima de eso: no es el pensamiento y la acción dentro del sistema, sino sobre el sistema. La gobernanza es diseñar el sistema según las necesidades de uno (o las necesidades colectivas, más apropiadamente), en lugar de darse forma a uno mismo dentro de un sistema dado. Es por ello que es tan importante… a pesar de estar generalmente ausente de cualquier política de desarrollo. Y más sorprendentemente en las políticas de desarrollo digital, donde las limitaciones físicas a cambiar las cosas, los marcos, los sistemas, son tan y tan bajas. Efectivamente, la toma de decisiones suele tenerse en cuenta – y hablamos de política 2.0 y voto electrónico y e-participación – pero siempre como una forma de tener una cierta influencia en las instituciones. Pero nada sobre cambiar las instituciones, transformarlas, sustituirlas por otras, o incluso deshacerse de ellas.
En resumen, el aumento de la libertad, el empoderamiento y la gobernanza son los mayores resultados potenciales de las TIC en el desarrollo. Y la omisión suele ser doble. Ni se tienen en cuenta las TIC en las políticas para el desarrollo – en particular, como en muy pocas en general más allá de propias del sector y terrenos afines – ni se tienen en cuenta las que posiblemente son las principales razones para desarrollar políticas de desarrollo digital explícitas, a saber y por ejemplo: que las TIC aplicadas a la Salud pueden aumentar la propia libertad del paciente (del ciudadano); que las TIC aplicadas a la Educación pueden mejorar las propias capacidades y empoderamiento para alcanzar objetivos de aprendizaje más ambiciosos; que las TIC aplicadas a la política pueden conducir a una mejor gobernanza.
Cuando se diseñan políticas de desarrollo digital, habitualmente son precedidas por un despliegue de datos que las sustentan: cuánta gente conectada, desde dónde se conecta, para qué. Se hace un diagnóstico, se caracterizan perfiles, se identifican puntos de acción prioritaria. Hasta ahí bien.
Pero.
Es el enfoque. Es industrial. Pertenece, en mi opinión, a la era industrial. No tiene en cuenta, creo, que cabalgamos la ola de la revolución digital y, más importante aún, las muchas revoluciones sociales (que no tecnológicas) que hemos presenciado en los últimos años. Y no, no se trata (solamente) hablando de la Primavera Árabe, o del 15M. Se trata de repensar el procomún y el procomún digital; se trata del software libre y los recursos educativos abiertos y el hardware libre y la ciencia abierta y el conocimiento libre; se trata del gobierno electrónico y los datos abiertos y del gobierno abierto; se trata de la democracia líquida y la democracia híbrida y la tecnopolítica; se trata de los entornos personales de aprendizaje y los cMOOCs y las comunidades de aprendizaje y las comunidades de práctica; se trata de los centros de innovación y los espacios de co-working y la innovación abierta y la innovación social y la innovación social abierta; y todo lo que podemos adjetivar de P2P y la des-intermediación.
Casi nada de esto está en las políticas de desarrollo digital. En los mejores casos habla de mejoras de eficiencia. Incluso de eficacia. En los peores casos, se limita al despliegue de infraestructuras. Pero casi siempre tiene un enfoque estrictamente institucional, dirigido, centralizado, controlado, jerárquico. Y, en mi opinión, podemos aspirar a más. Pero para ello hay que cambiar el foco. Ponerlo no en la herramienta – y sí, las instituciones también son o deberían ser herramientas – sino en el ciudadano. En su libertad, su empoderamiento, su capacitación para la gobernanza.