A la hora de plantear la sostenibilidad, la escalabilidad y el impacto transformador de la participación ciudadana, deviene estratégico el fomento y articulación de un ecosistema de participación global que comparta los mismos valores, visión y objetivos. Este modelo de participación, además de ser compartido tiene que ser eficaz y eficiente, per lo cual se considera necesario que comparta, también, unas infraestructuras globales en el ámbito de la participación. Estas infraestructuras son, entre otros, una Administración coordinada a todos los niveles que optimice los recursos disponibles, un sector empresarial que comparta el modelo de participación y colabore en su mejora, unas metodologías de consenso, una tecnología que incorpore en su diseño estos valores y metodologías y, por último, una red de actores de la formación que comparta marcos competenciales, conceptos y recursos de aprendizaje.
Red de equipamientos públicos dentro de un ecosistema de participación ciutadana
La Administración (tomada en su conjunto) dispone de varias redes de equipamientos cívicos —telecentros, bibliotecas, centros cívicos, centros de jóvenes y de gente mayor, etc. Un ecosistema de participación ciudadana puede colaborar con las redes de equipamientos públicos de la Administración superponiendo una (nueva) capa de innovación democrática a la red existente de equipamientos. Se trata, entonces, no de crear una nueva red de equipamientos, sino de ofrecer a las existentes un portafolio de servicios relacionados con la participación ciudadana, la calidad democrática y la innovación social en política y democracia, de manera que enriquezcan y complementen lo que actualmente ofrecen al ciudadano.
Al mismo tiempo, se trata de contribuir a la ya iniciada transformación de los equipamientos cívicos, de equipamientos que dan servicios a equipamientos que se convierten en infraestructuras ciudadanas.
La entrada en la sociedad de la información, así como los adelantos en todos los ámbitos de las ciencias sociales, hacen que la misión y organización de estos equipamientos estén en proceso de redefinición. Entre otros, hay algunos aspectos de este proceso de redefinición que queremos destacar:
La evolución hacia modelos más centrados en el ciudadano, donde la asistencia y el acompañamiento dejen lugar también a estrategias de apoderamiento.
El modelo de gobernanza del equipamiento como factor importante en la consecución de su misión, el diseño organizativo y los servicios que ofrece.
La inclusión de elementos de innovación social para el co-diseño y co-gestión de los centros.
La incorporación de códigos éticos y de integridad, así como de calidad democrática tanto en el funcionamiento como en los valores intrínsecos de los servicios.
Objetivos de la red de equipamientos públicos dentro de un ecosistema de participación ciudadana
Estratégicos
Convertir los equipamientos cívicos en espacios de referencia en el municipio en materia de participación ciudadana.
Sensibilizar a los ciudadanos sobre la calidad democrática, la participación ciudadana y la innovación en procesos políticos y democráticos.
Acompañar al mundo local en proyectos de participación ciudadana e innovación social en procesos políticos y democráticos.
Acompañar a los ciudadanos en los procesos de participación ciudadana, incrementar su participación y abrir el abanico sociodemográfico de los participantes.
Impulsar proyectos de innovación social en el ámbito de la acción cívica, la política y la democracia.
Operativos: procesos de participación
Capacitar a los dinamizadores de los equipamientos cívicos en conocimientos de Gobierno Abierto: transparencia, datos abiertos y participación.
Creación de un protocolo de mediación digital en materia de participación ciudadana para los equipamientos públicos de la Administración, con el objetivo de acompañar a los ciudadanos con menor competencia digital en procesos de participación en línea.
Acompañar a los ciudadanos que tengan más dificultades para participar en los procesos de participación ciudadana en plataformas digitales.
Implicar ciudadanos expertos en plataformas digitales de participación en el acompañamiento de los ciudadanos menos conocedores de las plataformas o con mayores dificultades para utilizarlas.
Operativos: innovación social en política y democracia
Capacitar los dinamizadores de los equipamientos cívicos para que sean agentes promotores de creación de proyectos de innovación democrática.
Ayudar los ciudadanos a definir, pilotar, replicar y escalar proyectos de innovación social en el ámbito de la acción cívica, la política y la democracia.
Fomentar y apoyar al desarrollo de proyectos de innovación democrática dentro de lógicas de innovación social.
Articular redes de innovación social en materia de democracia a nivel local.
Estandarizar y posibilitar la replicabilidad y escalabilidad de los pilotos de innovación democrática.
En junio de 2019 me escribió Bernat Puigtobella. Me invitaba a reflexionar para las páginas de la revista Barcelona Metròpolis sobre un tema interesante:
En los últimos años ha aparecido una nueva concepción de la cultura que ha puesto el foco en la participación y las prácticas comunitarias. La incubación de proyectos culturales hoy ya no se valora sólo a partir de su retorno económico o impacto mediático sino por su capacidad transformadora para crear conciencia ciudadana, ataduras, tejido ciudadano, comunidad, etc. […] Estas nuevas prácticas comunitarias nos invitan a preguntarnos qué rol tendrán los artistas y creadores en este nuevo marco en el que los ciudadanos están invitados a ser co-creadores y no meros receptores. […] ¿Crees que la participación puede ser un fin en sí misma o debe ser un medio para alcanzar objetivos ulteriores? ¿Qué espacio reservamos al artista en este nuevo ecosistema cultural?
Esto es lo que salió:
Artivismo, hacktivismo y cooperactivismo
La tentación de traspasar la cuarta pared para convertir al espectador pasivo en un actor partícipe de la obra no es nueva. Tampoco lo son el arte y la cultura para la transformación social.
La revolución que supone que todo lo que hacemos se convierta, de forma automática, un hecho comunicativo global ha dado un nuevo significado a este arte que comunica para transformar. La introducción de la cotidianidad en la creación —como los objetos encontrados de Duchamp o lo más popular en Andy Warhol—, del transeúnte —como en las performances de Abramovic— o de la propia intimidad y persona —el caso de Ai Wei Wei— han visto multiplicado exponencialmente su alcance así como su configuración.
El artivismo y la performance son así precursores del hacktivismo y el cooperactivismo: espacios de redefinición cultural donde la reflexión, la estética y el impacto se dan a menudo de forma más articulada que programada, donde el creador teje una red posibilitada por actores en contacto mediante pequeñas expresiones culturales: datos, memes y líneas de código.
Cuando todo es comunicación, cuando todo el mundo puede comunicar, basta con que unos cuantos nodos tomen conciencia para que la práctica comunitaria sea acción cultural, creando tendencia, facilitando masas críticas, desarrollando patrones.
Vivimos en un mundo transmedia con muchas historias, formatos y canales. Como en una realidad cuántica, será arte, cultura, entretenimiento, acción política o transformación cívica dependiendo de cuando abramos la caja de Schrödinger. Que dentro nos encontremos a un creador, un rebelde o un impostor dependerá de cuando la abrimos. Y si la abrimos.
Convirtiendo participación en soberanía: el caso de decidim.barcelona
Durante 2016 and 2017 participé en una investigación dirigida por IT for Change, dentro del proyecto de investigación titulado Voice or Chatter? Using a Structuration Framework Towards a Theory of ICT-mediated Citizen Engagement (Voz o blablabla? Utilizando el marco de la estructuración para una teoría de la participación ciudadana mediada por las TIC), y bajo el paraguas del programa de investigación Making All Voices Count (Haciendo que todas las voces cuenten). Mi investigación analizó a fondo el caso de Decidim, la iniciativa de participación ciudadana del Ayuntamiento de Barcelona para elaborar de forma colectiva el plan de actuación municipal para 2016-2019.
La participación ciudadana está entrando en una nueva era: la era de la tecnopolítica. Nuevas formas de organización, de coordinación, de acción cívica aupadas por una nueva ética y nuevas metodologías, y todo ello posibilitado por nuevas herramientas, espacios y actores.
No obstante, esta nueva era de emancipación ciudadana sigue requiriendo –probablemente más que nunca– unas instituciones democráticas especialmente responsivas a los cambios que están acaeciendo en la calle. Instituciones que se adapten, que innoven y que, en definitiva, se transformen para seguir siendo cadena de transmisión entre la voluntad de los ciudadanos y la toma de decisiones colectivas.
Este volumen analiza cómo el Ayuntamiento de Barcelona ha planteado esta transformación, y los impactos que la nueva estrategia puede suponer en los significados, las normas y el poder en la relación Administración-ciudadano. Supone un nuevo tablero de juego, aunque el resultado final de la partida todavía es incierto.
Las elecciones municipales de 2015 trajeron a muchas ciudades españolas lo que ha sido etiquetado como “ayuntamientos del cambio”: ayuntamientos cuyos alcaldes y representantes electos provienen de partidos que emergieron del Movimiento del 15M. Muchos de ellos, liderados por Madrid y Barcelona, intentaron incorporar a su acción de gobierno las mismas prácticas tecnopolíticas que tan útiles probaron ser para articular un amplio movimiento en plazas y calles.
Pero no solamente se pusieron en marcha las prácticas para la toma de decisiones a nivel local. También el ethos y los valores que las acompañaban acabaron guiando, con mayor o menor éxito, la relación entre el gobierno local y la ciudadanía. Estos valores orbitan el empoderamiento ciudadano, la participación, el compromiso y, en su expresión más ambiciosa, la devolución de soberanía del gobierno al ciudadano.
Este libro se centra en el entorno socio-político donde este fenómeno tiene lugar, especialmente en Madrid y Barcelona, las dos mayores ciudades del estado con dichos ayuntamientos del cambio, y cómo se desarrolló en Barcelona durante los primeros meses de 2016 durante la definición del Plan de Acción Municipal. Usando la Teoría de la Estructuración de Anthony Giddens, se evalúan ya no los resultados e impactos finales de este giro tecnopolítico en la toma de decisiones – seguramente demasiado pronto para ello – sino, por lo menos, los principales cambios en los significados, las normas y el poder que, como puntos de inflexión, pueden arrojar luz sobre las principales tendencias que estos movimientos políticos pueden estar desatando.
En la Parte I elaboramos un Documento de Política – Incrementando la calidad de la democracia mediante la devolución de soberanía – donde se presentan los principales vectores de cambio, los principales movimientos provocados por este nuevo ethos, y las claves y cuestiones a tener en consideración para entender los cambios cualitativos que, en nuestra opinión, ya forman parte del actual escenario político.
En la Parte II – Participación ciudadana mediada por las TIC en España: un estado de la situación – repasa el fenómeno de la e-participación desde los principios del s.XXI hacia adelante y, muy especialmente, durante los hechos del 15M, proponiendo que las recientes iniciativas de participación mediada por las TIC en los municipios del cambio están muy lejos de ser meros ejercicios para sondear a los ciudadanos y son, en cambio, la punta de lanza de una red de ciudades para la tecnopolítica. Exploramos de forma crítica el papel de las TIC en la reconstrucción de la política en España y cómo desembocaron en los nuevos experimentos de democracia participativa como Decide Madrid, puesto en marcha en Madrid para apoyar el plan estratégico participativo del municipio, y decidim.barcelona, el proceso participativo de la capital catalana inicialmente inspirado en el anterior.
Esta parte aporta una visión general del marco legal e institucional en el ámbito de la participación mediada por las TIC en España. La primera sección describe el marco de las libertades políticas y cívicas en España. En la segunda sección se hace un mapa del panorama de la participación ciudadana mediada por las TIC. En la tercera sección, entraremos en las implicaciones de la mediación tecnológica para la democracia deliberativa y la ciudadanía transformadora.
La Parte III – El caso de decidim.barcelona. Utilizando un marco de la Estructuración para una teoría de la participación ciudadana mediada por las TIC – analiza el desarrollo participativo del Plan de Acción Municipal (PAM) de Barcelona 2016-2019 que debía regir toda la legislatura. La primera sección repasa el contexto general de la ciudad en términos de participación política digital y explica el diseño y funcionamento general del nuevo plan y su proceso participativo. La segunda sección explica la metodología para el análisis, que se desarrolla en la tercera sección.
Siempre se ha dicho que la solución a las aspiraciones secesionistas del independentismo sólo tiene dos caminos: el pacto con el Estado español, y la confrontación violenta. O se celebra un referéndum pactado, o se gana una guerra de secesión. No hay más.
¿No hay más?
No.
La vía de la desobediencia
Hay una vía intermedia, la desobediencia, que tiene que ver con la distinción que Johan Galtung hacía de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. Estas dos últimas son invisibles y tienen que ver, la estructural, con la diferencia de oportunidades, la discriminación y, en general, con el trato desigual que las instituciones hacen con algunos ciudadanos; la cultural es similar, pero a nivel individual o personal: indiferencia, odio, desprecio.
El independentismo catalán se ha situado tradicionalmente en la lucha no-violenta contra estas violencias estructurales y culturales. En los últimos meses se ha hecho especialmente patente esta lucha contra una percepción de violencia estructural por parte del Estado español: no reconocimiento del derecho a decidir, arbitrariedad judicial, censura, represión de las libertades ciudadanas (especialmente la libertad de expresión), manipulación de los medios, discurso del odio, ataques a entidades de la sociedad civil, etc.
No entro ahora a juzgar si estas percepciones se corresponden con la realidad o no. La cuestión es que el independentismo, tras intentar pactar con el Estado y rechazar de plano la violencia directa, ha optado por esta vía intermedia de la desobediencia, consistente en poner de relieve estas cuestiones y, en la medida de lo posible, desobedecer normas que se percibían como injustas. El referéndum del 1 de octubre sería el ejemplo paradigmático de esta desobediencia pacífica contra la violencia estructural del Estado.
En el otro extremo, en el llamado bloque unionista, se ha promovido una visión totalmente opuesta a la del independentismo. Por un lado se ha negado la violencia estructural (el derecho a decidir no existe, no es cierto que se pasara el cepillo por el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, etc.) o la violencia cultural (las amenazas fascistas a personas y entidades catalanistas son puntuales o no merecen castigo, las manifestaciones de catalanofobia de algunos medios no son tales o caen dentro de la libertad de expresión, etc.). Por otra parte, y éste es, para mí, un salto conceptual ilegítimo, se ha equiparado la desobediencia a la violencia directa. Así, los que unos ven como una pacífica lucha contra la violencia estructural y cultural, otros lo ven como una violencia tácita que induce a la violencia directa. Este es el razonamiento, entre otros, del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, pero secundado por un gran abanico de espacios políticos que equiparan la desobediencia con la violencia directa y, por tanto, con las penas máximas que estipula el Código Penal.
De la violencia estructural a la violencia directa
Esta posición, desde mi punto de vista, no sólo refuerza la violencia estructural, sino que, en su extremo, la represión de la desobediencia entra ella misma en la violencia directa: es violencia directa apalear 1.000 personas que salen pacíficamente el 1 de octubre y es violencia directa poner en prisión a cargos electos y activistas que han ejercido también la desobediencia. Sin querer tampoco entrar aquí a debatir sobre Teoría del Derecho y sobre el Código Penal, me parece muy discutible hablar de rebelión sin violencia directa, y hablar de incitación a la violencia cuando tampoco ha habido violencia.
En resumen, tenemos el independentismo instalado en la vía de la desobediencia y el unionismo avalando por activa o por pasiva una vía que conduce a la violencia directa (evidentemente de mucho menor intensidad que la confrontación armada, pero conceptualmente en el mismo bando) por parte del Estado, violencia directa que se suma a la cultural y la estructural.
El soberanismo no independentista — lo que generalmente englobamos en Catalunya como Comunes y en otras partes del estado como mareas y confluencias (entre otras reificaciones del 15M), a pesar de sus diferencias internas en composición y en ideología — han querido quedarse en el bando del pacto. En un mundo binario — pacto o confrontación violenta — seguramente es la posición que se esperaría desde el respeto por la democracia y las instituciones. En un mundo más complejo, como el que he descrito más arriba, esta posición tiene sus detractores incluso dentro del respeto por la democracia y las instituciones.
Salgamos por un momento de la política territorial o identitaria y entremos en el machismo o el racismo.
La posición ante la violencia estructural
Las mujeres o las personas negras tienen una aparente igualdad formal en relación a los hombres o a las personas blancas. Pero las mujeres o las personas negras saben, porque lo viven cada día, que más allá de la ausencia de violencia directa, sufren violencia estructural o violencia cultural. La estructural es el techo de cristal, las diferencias salariales, la prioridad de la medicina hacia la investigación con y para los hombres. La cultural es la denigración, los estereotipos, el enorme rango de actitudes y acciones machistas en el día a día, cada día.
Ante el machismo o el racismo cada vez hay mayor consenso que no basta con garantizar las cuestiones formales, sino que hay que ir más allá. La discriminación positiva es el ejemplo más visible, pero hay otros que caen dentro de lo que hemos ido llamando la lucha contra los micromachismos, el machismo banal, el machismo institucional y un larguísimo etcétera. Y lo mismo con el racismo.
Con las enormes diferencias que existen entre los tres casos, las mujeres, los negros y los independentistas se enfrentan a la violencia estructural y cultural. Y esperan de sus compañeros que les ayuden a hacer visible esta violencia no directa por no estar formalizada, a desobedecer lo injusto, a luchar activamente para cambiar la estructura y la cultura de la sociedad.
Y volvemos sobre nuestro caso. En el independentismo, esta violencia estructural y cultural comienza con el discutido derecho a decidir, pero progresa rápidamente sobre el ejercicio y el aprendizaje de la propia lengua, el cuestionamiento de algunas instituciones (como la monarquía), la censura velada de algunas de estas ideas, la censura no tan velada, el encausamiento de la disidencia (humoristas, cantantes, artistas) para acabar con la persecución y encarcelamiento de personas por sus ideas y no por sus hechos.
Lo que el independentismo pide al resto del soberanismo no es que luche por sus propias convicciones (un nuevo estado), ni tampoco pide que luche por unos determinados instrumentos (un referéndum vinculante), sino contra la violencia que el Estado y una parte de la sociedad ejerce contra un colectivo de ciudadanos.
La asimilación de la posición del soberanismo no independenstista a la posición del unionismo, o las acusaciones de equidistancia son, en mi opinión, maniqueas y, por tanto, muy criticables: no es lo mismo inhibirse de una situación de injusticia que ejercerla. Ahora bien, el razonamiento que conduce a estas críticas tiene una parte de fundamento: inhibirse ante situaciones de injusticia, aunque no es lo mismo que ejercerla, contribuye a perpetuarla.
Las izquierdas ante la violencia estructural
Esta última cuestión es, además, especialmente importante desde las izquierdas.
De las muchísimas definiciones que se puede hacer de qué es la izquierda, una de mis preferidas tiene que ver con el querer recorrer el camino que va de la igualdad a la equidad, es decir, de tratar a todo el mundo igual a dar las mismas oportunidades a todos.
La equidad a veces requiere un trato no igualitario, y a veces requiere trabajar activamente (aquí el adverbio es importante) para eliminar las barreras que se interponen ante la igualdad de oportunidades, que evitan la equidad.
Cuando independentismo, y muy especialmente la izquierda independentista, ve algunos de sus derechos vulnerados (ve que el sistema ejerce violencia contra algunas personas), lo que pide no es igualdad, no es un referéndum pactado: pide equidad, pide lucha contra quien vulnera derechos o los vuelve en contra de un colectivo.
No nos debe sorprender, pues, que haya sido con la izquierda independentista donde el soberanismo ha topado más fuerte en estas cuestiones, dado que ha percibido que una parte de la izquierda no defendía algunos derechos con la misma intensidad que otros, dado que ha percibido que era un tema de equidad y no de igualdad, dado que ha percibido que la izquierda no hacía de izquierda en algunos flancos.
No deja de ser paradójico que la izquierda no independentista haya criticado eso mismo al independentismo: que se aliara con la derecha para conseguir sus fines.
Pero son, en mi opinión, dos planos diferentes: mientras puede ser censurable (o no: es otro debate) que derecha e izquierda pacten una determinada política pública, no puede serlo nunca para trabajar conjuntamente por la igualdad de oportunidades o para luchar contra la violencia estructural o directa. La segunda cuestión es sobre el terreno de juego; la primera sobre qué partida queremos hacer.
El punto de encuentro
La solución a este desencuentro es tan simple como difícil de llevar a cabo. Simple, porque hay dos aproximaciones más o menos inmediatas a hacer. Difícil porque son aproximaciones que piden determinación ideológica y, en el caso de los partidos, orgánica y asumir riesgos electorales.
La primera aproximación es que quien se dice demócrata debe desmarcarse del bloque represor en la defensa de los derechos. Y la defensa debe ser activa, no basta con sentarse a esperar un referéndum pactado. Tampoco basta con buscar este pacto. La izquierda no independentista ha de añadirse al independentismo en la desobediencia de todo lo que vulnera los derechos de los ciudadanos. No para defender el independentismo, sino para defender a los ciudadanos, voten lo que voten, piensen lo que piensen. Tal y como lo haría si se tratara de la lucha contra el machismo o contra el racismo. Porque hablamos de derechos, no de políticas. Y eso, en general, no ha pasado.
La segunda aproximación es que la desobediencia debe desmarcarse de las instituciones. Es decir, son las personas las que desobedecen, nunca las instituciones. En algunos casos la frontera puede ser poco clara (p.ej. un diputado, ¿desobedecería como persona o como institución?), pero en otros casos la frontera no es difusa y se ha traspasado. Aquí es donde la sociedad civil debe jugar un papel fundamental que, a menudo, los partidos han querido capitalizar e incluso liderar. La confusión de estas dos esferas, la institucional y la ciudadana, no puede volverse a dar.
Este doble pacto — más determinación en la defensa de los derechos y contra la violencia estructural y cultural, por invisible que sea; separación de las instituciones de la desobediencia civil — son dos pasos claros que pueden darse. Hacerlo pide valor y compromiso. Pero compromiso con los instrumentos, no con los fines. Al fin y al cabo, el republicanismo tiene muchos encajes territoriales, pero este aspecto es sólo el 1% de todo el camino que hay que hacer.
La izquierda tiene la costumbre de empezar por lo que la separa y no en lo que la une. Por una vez, podría invertir el orden de su acción política.
Los datos hace años que no cambian mucho. En parte, por un buen motivo: el 80% de la población usa Internet semanalmente, lo que es una cifra muy elevada y, en consecuencia, difícil de mejorar de forma drástica. En parte, por un mal motivo: ese 20% de no usuarios o de usuarios poco frecuentes parece (casi) estancado y no parece que los esfuerzos por reducirlo estén dando frutos. Puede ser que las estrategias no sean las adecuadas, o que simplemente no nos estemos tomando en serio esta quinta parte de la población adulta española porque ya los damos por perdidos — más sobre esto más adelante.
La Figura 1 muestra con qué frecuencia se conectan los españoles a Internet. En mi opinión, conectarse menos de una vez a la semana ya aleja a una persona de los beneficios más estratégicos de Internet: información, aprendizaje autónomo, participación política, cuidado activo de la propia salud y envejecimiento, oportunidades de socialización y, por supuesto, empleabilidad.
De entre los diversos factores que hay para no estar conectado se encuentra, siempre presente, la renta, tal y como muestra la Figura 2. Aunque no lo vamos a incluir aquí, el ONTSI también muestra como factores la educación y la edad. En realidad, cuando miramos los datos de cerca, se trata del mismo factor representado por variables emparejadas: la renta y el nivel educativo tienen una muy estrecha relación. Por otra parte, en España el nivel educativo y la edad tienen también recorridos paralelos, fruto de, entre otras cosas, la tardía industrialización de España, el también tardío desarrollo del Estado del Bienestar y, cómo no, la Guerra Civil.
Dicho de otro modo, el bajo nivel de acceso a Internet es a la vez consecuencia y causa de exclusión social. Los más excluidos acceden menos a Internet y ese bajo acceso les va a vetar posibilidades de inclusión social.
Vale la pena hacer un breve paréntesis aquí para combatir uno de los falsos mitos sobre la inmigración en España: que tiene bajo nivel educativo y que, además, vive de espaldas a la tecnología. Nada más lejos de la realidad. Son cuestiones sabidas hace tiempo (como muestran Boso y Ros, 2010 o Ros et al., 2012) pero los datos del ONTSI nos lo confirman: la población inmigrante tiene un nivel educativo entre medio y elevado, y vive conectada tanto entre el colectivo inmigrante, con los que han dejado en su país de origen, y con el colectivo de acogida.
Pero volvamos a los conectados y los no conectados. Uno de los dramas —porque lo es— no es cuánto nos conectamos, sino cómo. Es decir, el uso cualitativo que hacemos de Internet, más allá del número de horas que nos sentamos frente a una pantalla. Y si más arriba decíamos que parecía que había un 20% de la población que no importaba a nadie, ahora podemos ampliar el porcentaje al 70%. Y sí, esta afirmación es muy fuerte.
Según el sub-indicador de capacidades digitales del ONTSI (Figura 4), una cuarta parte de la población poco competente en materia digital, tanto manejando información como comunicación. Esta cifra debería hacer saltar todas las alarmas porque viene a decir que casi la mitad de la población (el 20% que no se conecta más el 25% que tiene una muy baja competencia digital) apenas sabe para qué sirve Internet — y, lo que es peor, en muchos casos o bien cree que no sirve para nada o bien cree que sí lo sabe aunque su juicio sobre sí mismo no pueda ser más falso.
Este aspecto, la competencia digital, es ya fundamental para evitar la exclusión profesional y la exclusión social. Y ni el sistema educativo ni el entorno profesional están muy avanzados en esta cuestión. Por su parte, la Administración a menudo se ha centrado en los cables y ha obviado el uso que hacíamos de esto, con los patentes resultados que ahora presentamos.
El problema de la competencia digital se agrava si hacemos más exigentes los requisitos. El indicador global de capacidades digitales (Figura 5) nos viene a decir que que solamente un 31% (de los que usan Internet!) es capaz de saber cuándo una noticia es falsa, cómo gestionar mejor su salud, como aprender con Internet, como participar mejor en democracia o como tener una estrategia de empleabilidad basada en la red. Es decir, un 69% tiene en casa (o en el bolsillo) una infrastructura que escapa a su control y un potencial que supera su comprensión. Dado que hay un 31% que sí lo sabe, esa brecha digital se convertirá (lo es ya, de hecho) en un nuevo vector de desigualdad social y exclusión — no e-exclusión, sino simple y llanamente exclusión, sin la «e-«.
En resumidas cuentas, el uso de Internet nos muestra y a la vez refuerza que tenemos una cuarta parte de ciudadanos de primera y tres cuartas partes de ciudadanos de segunda. No es una sorpresa: lo vemos en la distribución de las rentas o en la composición de los cargos púbicos, por poner sólo dos ejemplos. Lo que sí es algo más sorprendente es que con el potencial nivelador que podría tener Internet, estemos librando tan mal esta batalla. Son ya casi 25 años de Internet abierta al público en general. Es una generación entera: no podemos decir que nos haya cogido por sorpresa. Ya no.
Hay tres líneas de acción que podrían llevarse a cabo para atajar la situación actual de baja competencia digital en la sociedad:
La primera, y más obvia, la inclusión en la formación reglada de acciones de aprendizaje que incluyan la competencia digital. Nótese que no se habla de «asignaturas de informática», sino de cómo incorporar la competencia digital de forma transversal en todos los ámbitos de formación. De ahí que se hable de «acciones de aprendizaje», que pueden consistir en actividades, trabajos, proyectos, uso de metodologías docentes intensivas en tecnología, etc.
La segunda, la promoción de ese mismo tipo de formación pero en la empresa o fomentada desde la empresa. Dado que alcanzar unos determinados niveles de competencia digital urge, no podemos esperar el natural reemplazo generacional que se daría poco a poco a base de incluir dicha formación en la escuela o el instituto. Las personas que ya han superado esas etapas sin haber adquirido dichas competencias deben poder adquirirlas en otros ámbitos de formación no formal.
Por último, que la Administración promueva con políticas públicas no ya el uso en sí mismo, sino la transformación digital de sus servicios, ya sean en el ámbito educativo (como apuntábamos antes), como en el ámbito sanitario, judicial, económico (como ya se ha hecho en el ámbito tributario), etc. Es decir, que la Administración promueva la demanda en competencia digital de forma indirecta, al ofrecer servicios digitalizados que requerirán del ciudadano dicha competencia. Por supuesto, promover la demanda tiene que venir acompañado de políticas de inclusión digital, pero no basadas en la capacitación por la capacitación, sino basadas en el uso y disfrute activo de esos servicios, lo que se conoce, en otros ámbitos como políticas de tipo pull (en oposición a las políticas push).
Uno de los temas recurrentes en la Administración, como ocurre en muchísimas otras instituciones, es cómo llevar a cabo la transformación digital. Y, dado que es una organización intensiva en conocimiento, con una fuerte cultura organizativa que depende en gran medida del equipo de personas que la componen, uno de los primeros restos a abordar para dicha transformación digital es la reflexión sobre sus propios equipos: ¿qué competencias deben tener? ¿cómo deben organizarse los equipos? ¿dónde encontrar personas con dichas competencias y capaces de organizarse de una determinada forma? ¿cómo formar en esas competencias y trabajo en equipo?
No obstante, todas estas preguntas se suelen hacer desde una premisa: la Administración como organización que provee servicios y prestaciones.
En mi opinión, hay en esta premisa una gran omisión. Esta omisión es el papel de la Administración en la ayuda a la toma de decisiones. Cuando se habla de las funciones de la Administración, de la Administración como proveedora de valor público, para mi sorpresa la Administración suele definirse únicamente como proveedora de servicios y prestaciones, dejando de lado una, para mí, función fundamental que es aportar datos, información y conocimiento para una mejor toma de decisiones, para hacer política (en el sentido de políticas públicas, policy).
Esta función, al mismo, tiempo, a medida que avanza la transformación digital de la sociedad (no sólo de la Administración) se va haciendo más capilar a todos los ámbitos de toma de decisiones colectivas: no sólo dentro de las instituciones, sino fuera de ellas. Así, las tres patas del Gobierno Abierto (transparencia, participación, colaboración/co-gestión) asumen de forma implícita y a menudo explícita que la Administración aporta datos, escucha el ciudadano y colabora con él para, precisamente, tomar mejores decisiones.
Se puede argumentar que estas decisiones son, en el fondo, para la mejor provisión de servicios y prestaciones. Pero esto nos dejaría fuera toda la creación de normas (el legislativo), así como el desarrollo de marcos culturales y de valores compartidos, donde la Administración tiene un papel fundamental como aglutinador de sensibilidades. Entre las normas y los marcos culturales podríamos situar además cuestiones de estrategias sociales e incentivos a los actores privados que, sin ser servicios ni prestaciones, sí forman parte de la actividad de la Administración y donde aporta, indudablemente, mucho valor.
Esta omisión se arrastra y en mi opinión toma mayor importancia a medida que avanzamos de lo meramente estratégico hacia lo operativo en lo que en materia de talento se refiere. Es decir, cuando dejamos de decir que la Administración tiene unas funciones a ver qué tipo de personas deben contribuir a desarrollarlas y cómo: el talento de la organización. Al no considerar las decisiones colectivas cómo una de las funciones de apoyo de la Administración, cada vez más vamos cerrando la reflexión sobre la transformación digital en el ámbito institucional y dejamos fuera al ciudadano. Esto ha sido así siempre, y seguramente ha sido una buena aproximación en los últimos sigles. Pero si hablamos de transformación digital, es una cuestión cada vez menos cuestionable que uno de los principales impactos de esta transformación digital es la disputa de soberanías entre las instituciones y los ciudadanos.
Cuando habitualmente se habla, por ejemplo, de nuevos canales de comunicación para la Administración, y se habla sobre todo de redes sociales, se habla de éstas como si se tratara de un espacio físico. Sin embargo, vistas desde el empoderamiento ciudadano y la toma de decisiones colectivas, las (plataformas de) redes sociales no son un espacio, sino el reflejo de la articulación de redes sociales (humanas, no digitales), de comunidades (de práctica, de aprendizaje), de colectivos que se han emancipado de las instituciones (públicas, privadas) para hacer cosas. Hacer cosas sin su intermediación y, por supuesto, sin su consentimiento o liderazgo.
Si tomamos las redes sociales como meros espacios, la aproximación en clave de recursos humanos y equipos es la de meros espacios donde atraer talento donde es necesaria la presencia de la Administración, gestionar su marca como si de una organización cualquiera se tratara.
Pero, de nuevo, bajo un prisma de transformación (que no mera evolución) social facilitada por la revolución digital, los canales digitales — al menos los que son relevantes para nuestro contexto — son «para-instituciones» de facto, con comportamientos similares a las instituciones clásicas hacia fuera, pero con funcionamientos de red hacia dentro. En estos espacios no vale el «ir a», sino que la lógica debe ser «estar en»: no ir a las redes a buscar talento, sino estar en las redes para interactuar directamente con él. Presencia y gestión de marca es «ir». Colaborar, cooperar, formar parte de estas comunidades, tiene una lógica muy diferente que requiere de nuevas aproximaciones a la cuestión del talento.
Sucede lo mismo cuando hablamos de formación y reconocimiento: de nuevo, a menudo nos limitamos a los espacios estrictamente institucionales, corporativos, formales, para dejar fuera la rica y creciente naturaleza de las redes y comunidades emergentes facilitados o articuladas por las TIC. No obstante, las redes (informales) de profesionales, de innovación, de interés se compone sobre todo de profesionales que forman parte, al mismo tiempo, de otras redes de personas el trabajo e intereses de las cuales orbitan alrededor del trabajo de la Administración. Si queremos capturar talento, si queremos reconocer los méritos, si queremos formar, debemos tener en cuenta estos espacios, estos nuevos espacios que, en el fondo, son una punta de iceberg: no es el espacio que se ve sobre la superficie la parte importante, sino toda la lógica comunitaria que hay debajo.
Pongamos un último ejemplo.
Cuando se habla de nuevas tecnologías digitales se habla a menudo de comunicación multiplataforma o multicanal o incluso transmedia, se habla de interacción en línea, de movilidad o de ubicuidad, de redes sociales o medios sociales, de big data y data analytics. Y entonces aparece Blockchain como un principio en sí mismo (a menudo que pasa el tiempo, una tecnología sustituye a otra, pero el ejemplo sigue siendo válido).
Es curioso ver cómo se incluye Blockchain (o cualquier otro desarrollo), que es una tecnología específica, junto a conceptos que no son tecnologías sino lógicas de funcionamiento o metodologías o impactos de determinadas tecnologías. No hablamos de teléfonos móviles, o 4G, o tabletas, sino de movilidad. En la misma línea, en lugar de Blockchain, seguramente sería justo hablar de gestión de la información y de toma de decisiones de forma distribuida.
Y eso, la gestión de la información y la toma de decisiones de forma distribuida es del que toda esta reflexión: no podemos dejar fuera la toma de decisiones como función de la Administración, y no podemos hacerlo no sólo porque sea una función legítima de la Administración, sino que la ciudadanía se la está disputando. Y resolver esa disputa es, seguramente, el gran reto de la Administración cuando hablamos de transformación digital.