Por qué sí iré a la presentación de la web del Senado

Una vez tuve un jefe que solía discrepar de las decisiones de sus jefes — es decir, los jefes de mi jefe. Un día le propusieron unirse a ellos, es decir, le ascendían y pasaba a formar parte de la cúpula directiva. Compartí con él mi sorpresa sobre el hecho de que acabase aceptando trabajar con alguien con quien tanto había discrepado (me consta que no había ánimo de medrar en la aceptación). La respuesta fue cordial pero directa: si no aceptas responsabilizarte de lo que tanto has criticado, si no aceptas la oportunidad de hacer lo que siempre has dicho que harías si algún día podías, no te quedará ya legitimidad para la crítica.

Mañana participo en las las jornadas Parlamento abierto: El Senado en la red, enmarcadas dentro de la inauguración de la nueva web del Senado.

Esta nueva web ha sido ampliamente criticada por su elevado coste, así como por otros muchos motivos técnicos: uso de software privativo e información en formatos poco abiertos, ausencia de formas de reutilizar la información pública, etc. Sin haber tenido acceso a la nueva página web, estas son opiniones que de ser ciertas comparto sin fisuras. Estas y muchas más que, sin mucho esfuerzo, aparecen en la lista de «sospechosos habituales» en cómo hacer y cómo no hacer una página web de un organismo público. Y más en un contexto de alta desafección política.

Y es, por este preciso motivo, que creo que vale la pena participar en la inauguración.

Apunta César Calderón que estar en la presentación significa aprobación, complicidad o al menos anuencia. Evidentemente, ese puede ser el significado si uno trae bajo el brazo un mensaje de aprobación, complicidad o anuencia.

Personalmente tengo intención de llevar a la cámara alta otro mensaje. Un mensaje que, básicamente, relativiza la importancia o el coste de la página web. Un mensaje que intentará centrarse no tanto en las aptitudes tecnológicas de la institución como en las actitudes tanto de la institución como de las personas que la componen.

Aprovecharé que me acompañarán en la mesa dos senadores, aprovecharé que las jornadas están presididas por el Presidente del Senado, aprovecharé que en otras mesas y en la sala habrá otros senadores, periodistas, representantes públicos para hablar de que lo importante (en mi opinión) no son las herramientas sino lo que se hace con ellas.

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Intentaré explicar que una página web tiene dos filos: el de informar unidireccionalmente sobre la importante labor que hace la institución y el de escuchar a los ciudadanos sobre lo que éstos creen que debería hacer dicha institución. Que Twitter tiene dos filos: el de soltar propaganda como en cualquier otro canal y el de dar la oportunidad a los cargos electos de participar en las conversaciones de los ciudadanos. Que la democracia, en general, tiene dos filos: el de la representación per se, y el de la representación como segunda opción cuando la participación directa no es posible o no es eficaz o no es eficiente.

En mi presentación compartiré mi opinión de que las páginas web, la web social o cualquier instrumento se puede utilizar exactamente igual que el instrumento que sustituye, para conseguir mejoras marginales en el desempeño de unas funciones, o para transformar radicalmente la forma como trabajamos.

En mi presentación concluiré que el coste de una página web es poco irrelevante si ello nos lleva a una transformación en la forma de entender y poner a la práctica la democracia en este país, acorde con otras revoluciones que se están dando ya en el ámbito de lo económico o lo personal.

En mi presentación concluiré que el coste de una página web es infinito, por bajo que sea, si ello nos deja en el mismo lugar en el que estábamos.

Y, sobre todo, explicaré por qué, por qué pienso así.

Pero esto solamente lo podré decir y hacer llegar a las orejas pertinentes si voy y participo en la presentación de la página web del Senado. Por eso he aceptado la invitación de participar, porque me da la oportunidad de, aunque sea de forma ínfima, ser escuchado desde dentro.

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La saludable crítica a la democracia y sus instituciones

La confianza en la situación política es mala y a medida que pasa el tiempo tiende a empeorar. Ante esta situación no es sorprendente que arrecien las críticas a la democracia en general y a sus instituciones en particular. Las respuestas a dichas críticas pueden, por norma general, agruparse en dos grandes categorías:

  • La democracia es buena — o es la menos mala de las opciones posibles —, costó mucho poder votar (en referencia a la todavía reciente dictadura del General Francisco Franco) para que ahora se critique la democracia y, en definitiva, criticar la democracia es volver hacia atrás en el tiempo a épocas más oscuras.
  • Las instituciones de la democracia (gobiernos, parlamentos, partidos, el cuarto poder) son necesarias y querer acabar con ellos no puede sino abocarnos al caos, la anarquía y la ley de la selva.

Si bien estas repuestas pueden ser apropiadas ante algunas críticas a la democracia de corte más nihilista o totalitario (que es cierto que las hay), creo que en general suponen una posición acrítica, inmovilista y a veces reaccionaria ante la posibilidad de hacer evolucionar, mejorar e incluso transformar las democracias en qué vivimos.

La democracia es buena… pero hay varias democracias

Cuando se afirma que la democracia es buena lo que en realidad se está diciendo es que esta democracia o esta forma de hacer democracia y no la quiero cambiar. Democracias hay varias y la democracia representativa o la democracia parlamentaria o la monarquía constitucional o parlamentaria son solamente una opción. Son democráticas otras formas de monarquía y así como diversas formas de república. Son también democráticas diversas formas de democracia participativa, como la democracia directa y la democracia deliberativa, formas que pueden darse dentro de las anteriores democracias parlamentarias monárquicas o republicanas. Por último, son también democracias desde las formas más liberales de democracia hasta las más socialistas.

Hay una crítica a la democracia que no persigue su total abolición en favor de la anarquía o (en el caso español) una vuelta al totalitarismo militar, sino que persigue reflexionar sobre si el actual modelo de democracia es el mejor o podría substituirse o combinarse por otros distintos. Igualmente democráticos.

Las instituciones son necesarias… pero hay varios modelos de institución

Sucede lo mismo con las instituciones. Muchas de las críticas que se vierten contra las instituciones políticas no persiguen su aniquilación, sino su mejora o su transformación. Es crítica a las instituciones plantearse si un parlamento bicameral en España tiene sentido, sin por ello pretender que no haya ningún parlamento en absoluto. Es crítica a las instituciones plantearse si actual la forma de elegir a los representantes que ocuparán un escaño en dicho parlamento es la mejor, o bien si hay otras formas que pudieran dar resultados que sean más fieles a la voluntad de los ciudadanos. Es crítica a las instituciones pedir más transparencia y mayor rendición de cuentas sin por ello querer acabar con dichas instituciones (sino todo lo contrario).

Hay una crítica a las instituciones que no persigue su desmantelamiento en favor de otras alternativas (que serían no obstante posibles dentro de otros modelos de democracia) sino que persigue reflexionar sobre si el actual diseño institucional es el mejor o podría mejorarse o transformarse. Manteniendo, no obstante, las mismas instituciones.

La democracia y las instituciones son necesarias… pero sus habitantes pueden cambiar

Por ultimo, hay también críticas a la democracia y las instituciones son, en realidad, contra quienes las habitan. Es solamente por un burdo y falaz ejercicio de identificar contenido por continente que se genera un inexistente ataque o crítica a la democracia y sus instituciones. Es posible estar a bien con en el actual modelo de democracia así como también es posible estar a bien con el actual diseño institucional, y sin embargo ejercer una crítica frontal contra quienes administran la democracia y sus instituciones, aspirando a una profunda depuración de representantes electos y cargos públicos.

Hay una crítica a la democracia y a las instituciones que no es en realidad tal, y que persigue reflexionar sobre el desempeño, la eficacia o la eficiencia individual de las personas que han sido escogidas o nombradas para poner en marcha los mecanismos de la democracia. Creer que personas e instituciones o democracia son la misma cosa se sitúa en algún punto entre un corporativismo cínico y la total incompetencia.

La democracia solamente es tal si puede ser atacada, criticada, puesta en duda tanto en su diseño como en sus funciones, lo que incluye las instituciones y, por supuesto, quienes las hacen funcionar. Lo contrario sí es el caos, sí es la anarquía y, sobre todo, sí es totalitarismo.

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¿Debe la Generalitat de Catalunya fomentar el ir a votar?

La Junta Electoral Central ha ordenado retirar la campaña del 25-N que el govern de la Generalitat había elaborado en relación a las elecciones autonómicas de Catalunya.

Si bien los partidos que elevaron sus quejas a la Junta Electoral denunciaban que dicha campaña era parcial, por fomentar un voto soberanista a partir de dar una gran visibilidad a la manifestación independentista de la pasada Diada, la Junta Electoral ha fundamentado su decisión de anular la campaña por fomentar el voto en sí mismo, por fomentar el ir a votar. Este fomento del voto no estaría permitido según lo que apunta el artículo 50 de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General.

La Generalitat ha anunciado que recurrirá la retirada de la campaña institucional del 25-N amparándose en el artículo 43 del Estatut de Catalunya que sí permite el fomento de la participación.

¿Quién tiene razón?

Vayamos por partes.

El artículo 50 de la LOREG dice que los poderes públicos […] pueden realizar durante el período electoral una campaña de carácter institucional destinada a informar a los ciudadanos sobre la fecha de la votación, el procedimiento para votar y los requisitos y trámite del voto por correo, sin influir, en ningún caso, en la orientación del voto de los electores.

En unas elecciones hay cuatro opciones posibles: votar una lista, votar en blanco, emitir un voto nulo, o no ir a votar. No ir a votar es, pues, una opción tan legítima como ir a votar. Y esto es así al margen de que uno pueda pensar que es mejor ir a votar. En este sentido, hay partidos hacen campaña — insisto, legítima — para que la gente no vaya a votar. Así, una comunicación institucional que esté apoyando de forma explícita o implícita el ir a votar está decantándose o haciendo propaganda a favor de tres opciones (votar una lista, votar en blanco, emitir un voto nulo) sobre una cuarta opción (no ir a votar), perdiendo con ello la imparcialidad.

Pero, ¿y lo que dice el Estatut?

El artículo 43 del Estatut de Catalunya dice que los poderes públicos deben procurar que las campañas institucionales que se organicen en ocasión de los procesos electorales tengan como finalidad la de promover la participación ciudadana.

¿Qué es participación? Participación es, por supuesto, organizar debates sobre los problemas de la ciudadanía y cómo las distintas formaciones políticas quieren afrontarlos, es tomar parte en eventos propagandísticos y mítines, es colgar carteles y es, por descontado, ir a votar. Pero, tal y como decíamos antes, hay más opciones. También es participar denunciar que el proceso electoral es deficiente, dar a conocer los sesgos y debilidades del actual marco democrático o preferir otras formas de participación no democrática no centradas en la representación. En consecuencia, también es participación fomentar el no ir a votar como forma de protestar contra el actual sistema electoral o contra cualquier tipo de elecciones porque se prefieren alternativas a la democracia representativa. Eso también es participación.

Por tanto, la campaña del govern de la Generalitat vulneraba el artículo 50 de la LOREG al mismo tiempo que no puede ampararse en el artículo 43 del Estatut de Catalunya: no son artículos contradictorios sino totalmente complementarios. Siempre y cuando, claro está, se considere participación la crítica contra los sistemas establecidos y el «no voto» de protesta. Al fin y al cabo, votar es un derecho, no una obligación.

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Todo por la transparencia sin la transparencia

Decíamos en Ley de Transparencia: de la publicación de datos al trabajo en abierto que, siendo generosos, el entonces Anteproyecto de ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno era apenas una leve mejora a la situación actual en materia de (perdón por la redundancia) transparencia, rendición de cuentas y depuración de responsabilidades. Sí, se agilizaban algunos trámites (básicamente, se digitalizaba la comunicación y entrega de documentos); y sí, se penalizaban algunas conductas poco legales (muchas de ellas explícita o implícitamente incluidas ya dentro del actual código penal y todas ellas dentro de la ética más elemental).

Los motivos para un Anteproyecto de Ley tan poco ambicioso (simplemente malo, en palabras de muchos) recorrían, como en toda acción que no comprendemos o desaprobamos, la distancia que separa la ignorancia de la mala fe. ¿Era el Anteproyecto un quiero y no puedo por incapacidad de quien lo impulsaba o se quedaba en nada por interés de que así fuese? El texto aprobado en el Consejo de Ministros de 27 de julio de 2012 dio fuerza a esta última tesis: si, después de más de 3000 aportaciones de los ciudadanos en la ronda de comentarios del Anteproyecto, el texto apenas si había cambiado (a efectos prácticos) un par de comas, solamente un firme interés en tener una Ley de poco recorrido podía estar detrás de ese sostenella y no enmendalla.

Las últimas noticias vienen a confirmar esta sospecha:

El Gobierno ha invitado al PSOE a desplazarse al Palacio de la Moncloa para consultar las alegaciones presentadas por los ciudadanos a la Ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno, ya que contienen información privada y si se remiten al Congreso se podría vulnerar la Ley de Protección de Datos, según han informado fuentes gubernamentales.

Hay, al menos, tres despropósitos en la propuesta que hace el Gobierno: que los ciudadanos hacen alegaciones, que se invite a un partido a consultarlas y que se utilicen los datos personales como coartada a la transparencia.

Alegatos

La palabra «alegato», aunque bastante neutral en sus diferentes acepciones, siempre tiene una connotación de desacuerdo, de ataque (o de defensa), de confrontación. No dudo que algunos de los comentarios que los ciudadanos hicieron en su debido momento al Anteproyecto de Ley eran alegatos, incluso enmiendas. Pero seguro que la mayoría fueron, efectivamente, comentarios, probablemente muchos de ellos constructivos. Este es el tono, por lo general, de quienes trabajan en transparencia, rendición de cuentas, datos abiertos, gobierno abierto y demás.

Pensar que los comentarios de los ciudadanos son alegatos o enmiendas, que van a la contra, que son algo molesto, es ponerse a la defensiva y pensar en el ciudadano como un adversario. Y, aunque los todos y cada uno de los comentarios fuese, efectivamente, una crítica, ese es precisamente el espíritu de una Ley de Transparencia y de Acceso a la Información Pública: la participación, con diferentes grados, de la ciudadanía en la toma de decisiones.

Compartir la información con un partido

El segundo despropósito es compartir la información con (a) un partido político y (b) con un único partido político. Por una parte es irrelevante que la solicitud de acceder a los comentarios al Anteproyecto de Ley la hiciese ese partido político: si un partido político va a tener acceso a determinada información pública, todos los partidos merecen dicho «privilegio», lo pidiesen o no.

Pero es todavía más importante hacer notar que se trata de una Ley para acercar la acción de gobierno a la ciudadanía: después de año y medio de manifestaciones y protestas para mejorar la democracia, con la legitimidad de gobiernos y partidos por los suelos, después de estar diseñando una ley para supuestamente mejorar todo esto, no puede la información darse dosificadamente a unos pocos diputados. Hay que hacerla pública en su totalidad y para toda la ciudadanía.

La coartada de la protección de datos

Dejando al margen que el formulario de comentarios era, como poco, simple, eliminar los (pocos) datos personales cuando estos se guardan en una base de datos es un ejercicio básico. O, dicho de otra forma, compartir solamente los contenidos de los comentarios sin desvelar la identidad de sus autores es de una simpleza elemental.

Escudarse en la protección de datos para no publicar los comentarios merece, al menos, dos comentarios.

El primero, de carácter técnico: si realmente el motivo son los datos personales, significa que no solamente no se está preparado para llevar a cabo las tareas de gestión de bases de datos más simples, sino que todavía menos se está preparado para los futuros retos que conllevará la futura Ley de Transparencia, incluso en su modalidad menos ambiciosa. Se impone, pues, renovación del equipo técnico y/o político, en función de donde esté la persona o personas poco capaces para trabajar en la cosa pública en el s.XXI.

El segundo, de carácter mucho más político y que daba título a esta reflexión: si el motivo no son realmente los datos personales, cabe negar la mayor. La Ley de Transparencia se ve desvirtuada en el proceso mismo de su diseño y debate en abierto. Una Ley de Transparencia que no admite comentarios — ahí está la resistencia a hacerlos públicos y ahí está el texto final del Proyecto de Ley sin prácticamente modificaciones de fondo — es una Ley que nace contra sí misma. Un anteproyecto que podía servir de prueba piloto para un gobierno transparente, abierto y participado acaba engendrando un aborto en su propia concepción.

Y, lo peor de todo, parecen disiparse los motivos para semejante aborto: a medida que avanza el tiempo, salen de la ecuación las razones que apuntaban a la incompetencia y queda sobre la mesa, únicamente, las razones que apuntan hacia la mala fe: el Gobierno jamás quiso una Ley de Transparencia. Y si es así, al menos no nos hagan perder el tiempo.

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Legitimidad versus legalidad. Independencia: la constitución o la vida

El no-debate alrededor del derecho a la determinación y la independencia de Catalunya sigue siendo un partido de tenis entre dos cuestiones distintas: la legitimidad y la legalidad. Y mientras no se consiga estar en un mismo plano, es difícil que haya un debate digo de ser llamado tal y, sobre todo, constructivo.

Por una parte se encuentra la legitimidad, lo que es justo, lo que tiene el apoyo de la ciudadanía. Y el soberanismo (no confundir soberanismo con independentismo) ahora mismo goza del apoyo de una holgada mayoría: entre un 71,3% y un 83,9% apoyarían la realización de un referéndum de autodeterminación en Catalunya (lo que, insisto, no necesariamente implica que votaran que sí, opción que se ha situado, apenas unos puntos por encima del 50% en las últimas encuestas, aunque de forma constante y con tendencia a crecer).

Por otra parte tenemos la legalidad, lo que está dentro de la Ley, lo que esta permite. Y la Ley no permite hacer un referéndum de autodeterminación de ninguna de las maneras. La Ley permite:

  • Hacer un referéndum para consultar (es, pues, no vinculante) decisiones políticas de especial trascendencia (artículo 92 de la Constitución). El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados.
  • Se puede también realizar un referéndum cuando el objeto de este sea reformar la Constitución, ya sea parciamente (artículo 167 de la Constitución) o en su totalidad (artículo 168 de la Constitución). En el primero de los casos, el referéndum se aprobará por una mayoría de 3/5 en el Congreso y en el Senado o de 2/3 en el Congreso.
  • Por último, deben convocarse referenda para cuestiones relacionadas con la iniciativa del proceso autonómico y aprobación de estatutos (artículo 151 de la Constitución) o reforma de los estatutos de autonomía (artículo 152 de la Constitución).

No hay, pues, cabida, dentro de la legislación vigente, para que un presidente autonómico convoque un referéndum sobre la autodeterminación. La única forma de hacerlo sería que lo hiciese el Presidente del Gobierno amparándose en el artículo 92, el que habla de las decisiones políticas de especial trascendencia. Cuando el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras pide intervenir Catalunya con la Guardia Civil no hace otra cosa que exigir un escrupuloso cumplimiento de la legalidad (aunque sea de la forma más primaria conocida, dicho sea de paso).

El esquema de las posibles opciones que presenta la convocatoria de un referéndum de autodeterminación puede parecerse al siguiente:

Como esquema que es, adolece de la simplificación de los matices. Vemos que hay tres salidas principales: un referéndum legítimo y legal; un cumplimiento de la Ley que conlleva la no realización de la consulta, llevándose con ello por delante la legitimidad de dar voz a la ciudadanía; y un referéndum legítimo que, por ilegal, se lleva por delante la legitimidad del gobierno y las instituciones democráticas estatales.

Vale la pena hacer hincapié en dos puntos de este esquema.

El primero — sombreado en rojo — que he venido a llamar «bucle de la deslegitimidad«. Dicho bucle — que transita por las líneas de puntos hasta encontrar una salida en la desconvocatoria del referéndum o su realización de forma no permitida — consiste en el conocido juego de la gallina: a ver quién es el primero que se apea de su posición, subiendo cada vez más las apuestas y, con ello, el riesgo de tener un fin violento al bucle. Este fin violento puede ser de muchas naturalezas: por una parte, las fuerzas del orden se enfrentan a quien quiere realizar la consulta contra viento y marea (el caso de la Guardia Civil tomando Catalunya); por otra parte, quienes querían hacer la consulta inician protestas al ver sus voces acalladas (cualquier manifestación con final violento es un buen ejemplo); por último, los ciudadanos que ven a su gobierno flaquear ante la presión popular, deciden que ellos son más fuertes que las instituciones (el caso más tristemente ilustre, el golpe de estado de 1936). Estos tres casos se deben, en el fondo, a lo mismo: la falta de legitimidad en las distintas instituciones democráticas (gobiernos, parlamentos, consultas a la ciudadanía) dan paso, por activa o por pasiva, a la violencia.

El segundo punto a tener en cuenta es que fuera de ese bucle de la deslegitimidad hay un «bucle de la legitimidad» — sombreado en verde — que a menudo pasa desapercibido. Se trata de todo ese espacio que hay entre la inmovilidad y la violencia: el debate y la negociación, la democracia. Si bien es cierto que las posiciones están muy enrocadas para que ese diálogo fluya, hay, al menos, dos consideraciones a tener en cuenta de cara a los próximos meses:

  1. ¿Cuál es el coste de forzar un referéndum a toda costa? ¿Puede la legitimidad de las razones pagarse con violencia? No es una pregunta retórica: la opción de una respuesta violenta por parte del Estado es real. Es posible que tenga una baja probabilidad, pero la opción está ahí.
  2. ¿Cuál es el coste de evitar un referéndum a toda costa? ¿Cuánta violencia puede justificarse para mantener intacta la Constitución? Igual que antes, la pregunta no es retórica en absoluto. El 11 de septiembre de 2012 muchos ciudadanos salieron a la calle no para interpelar al Gobierno del Estado, sino a las instituciones catalanas en un síntoma inequívoco de ruptura del diálogo.

Cuando se demoniza el uso de la fuerza por parte del Estado para evitar el referéndum, esta es una crítica hecha desde la legitimidad (¡y hacia la paz!) pero contra la legalidad. Y hay quién solamente piensa en términos de legalidad. Y hay quién cree que la Ley está por encima de todo, hasta de las voluntades de quienes la forjaron.

En mi opinión, atacar la legalidad es atacar el síntoma, no la enfermedad. Creo que sería más eficaz (y más prudente) atacar la inoperancia de la legalidad para afrontar los nuevos problemas de la sociedad. En lugar de criticar el uso de la fuerza (síntoma), criticar el no acomodo de la Ley… para que no haya que usar la fuerza.

La defensa de un derecho — a la autodeterminación, a la sanidad universal, a la educación pública, a la igualdad de oportunidades… — debe, en mi opinión, ir a la raíz de la injusticia, no a sus segundas derivadas.

Considero que los soberanistas catalanes harían bien no en pedir celebrar un referéndum, sino en pedir que se pueda hacer dentro de la legalidad. La legitimidad ya la tienen.

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Evaluando un discurso político por su fondo (no por su forma)

En un mundo donde prima la inmediatez sobre lo reflexivo, y lo apetitoso a la vista sobre lo apetitoso a la razón, la comunicación política ha devenido algo hueco, vociferante y unidireccional en lugar de ser la comunicación política una herramienta para explicar las opciones que hay y dar a conocer la elección que hace el gobierno o un partido en función de sus principios y los pros y contras de dichas opciones.

La consecuencia de todo ello es que cada vez hay menos mensajes políticos que apelen a algo más que nuestro sistema límbico, ese cerebro de reptil que rige nuestros más básicos instintos: el placer, el miedo, la agresividad. Así, hay que hacer un verdadero esfuerzo para poder llegar al fondo de lo que está comunicando un mensaje, apartando la hojarasca, los fuegos artificiales y ese barroquismo eufemizante llamado lo políticamente correcto.

Hay, para mí, tres puntos fundamentales sobre los que debe edificarse un discurso político que pretenda ir más allá de las formas y aportar ideas o reflexión, un discurso que pretenda abrirse al diálogo y no cerrarse en el monólogo. Que sean fundamentales no significa que su cumplimiento sea inflexible e incondicional —es posible que en algún momento del discurso sean brevemente pasados por alto…— pero sí que la lógica interna del discurso esté firmemente fijada alrededor de ellos.

Estos puntos son:

  1. Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas.
  2. Ninguna afirmación sin datos que la sustenten.
  3. Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva.

Ninguna referencia a otros políticos o partidos sin referencia a las políticas

Cuando un discurso cualquiera habla más de los demás que de sus ideas suele ser señal que tiene poco que aportar. En especial, porque unas determinadas ideas o propuestas son más o menos válidas con independencia de la quien las formule o proponga. La ley de la gravedad no deja de actuar porque la enuncie un facineroso, ni la mayor de las atrocidades es más aceptable porque la justifique un Nobel de la Paz.

La política, además, es un terreno que ha perdido legitimidad a marchas forzadas. Los componentes de sus instituciones se han desviado de perseguir el bienestar público para perseguir la permanencia en el poder a través de la maximización de votos. En este contexto, cualquier referencia ad hóminem se puede interpretar automáticamente como una interpelación a los adversarios más que a los ciudadanos. Cada vez que un político denuncia que el partido A pactará con el partido B da la sensación de que habla para sí mismo y para sus correligionarios, no haciendo ningún tipo de aportación relevante para quien paga los impuestos. Habla sobre votos y no sobre bienestar. Habla sobre políticos y no sobre políticas.

"A pactará con el partido B" es asimilable en profundidad a "la rapacidad del neoliberalismo descarnado" o "el bonismo ingenuo de los progres". Están también al mismo nivel "apelamos a la responsabilidad de B para aceptar las propuestas de A" o el tan denostado como concurrido "y tú más".

Por favor, que el discurso no se centre en el gremio y sus intereses particulares, sino en los ciudadanos y el interés público.

Ninguna afirmación sin datos que la sustenten

La política debería recaer en profesionales: profesionales de la toma de decisiones (lo que no quiere decir que se perpetúen en el cargo, sino que sean capaces de tomarlas, y eso hay que saber hacerlo). Y el esquema básico de la toma de decisiones es de una simplicidad extrema: se recopila información sobre una cuestión y se toma una decisión racional que se justifica por la información recabada. Por supuesto, la complejidad del momento de tomar la decisión —de esa racionalidad— puede ser mucha, pero el proceso sigue siendo simple: (1) informarse, (2) decidir.

Esta regla de oro no debería violarse jamás. No hace falta explicitar todos los detalles del complejo proceso de tomar la decisión, pero dejar de explicitar la información que fundamenta la decisión tomada —o la propuesta formulada— significa que el simple proceso de (1) informarse, (2) decidir se ha visto reducido a la mitad: se decide o propone sin información. Por pura intuición. Por intereses particulares. Por prejuicios contra algo o por fe en algo. Por pereza y por desidia. O por todo lo anterior.

Cada vez que se afirma algo categóricamente sin aportar sus fundamentos, se ponen sobre la mesa dos opciones: o bien se toma al ciudadano por un votante iletrado, con el que no hay que perder el tiempo con explicaciones que será incapaz de entender; o bien no hay explicaciones que dar ni mucho menos que entender. Ambos supuestos son deleznables. El segundo por los motivos ya expuestos. El primero —creer que el ciudadano es imbécil— porque además de subestimarlo edifica una decisión sobre un consenso más que dudoso al no ser comprendido y, por tanto, difícilmente compartido y legitimado.

Es necesario —o al menos conveniente— tomar decisiones a partir de los consensos (que es distinto de la unanimidad). Si no, es probable que se estén tomando decisiones contrarias a dichos consensos. ¿Quién representa, entonces, a quién?

Ninguna crítica sin (contra)propuesta constructiva

Vetar la crítica gratuita del discurso político podría ser un objetivo en sí mismo. No es ésta, sin embargo, la cuestión. Vetar la crítica gratuita o destructiva del discurso político implica o bien abstenerse de esa crítica gratuita o, mucho mejor, realizar una crítica informada y constructiva. Pedir a quien realiza una crítica que venga con una propuesta bajo el brazo supone que la crítica se ha hecho (a) desde una posición informada y (b) desde una posición comprometida.

Proponer alternativas supone que quien hace la crítica ha hecho un esfuerzo por conocer la problemática que aborda así como un esfuerzo por conocer las distintas opciones que están dentro de lo factible. Supone también que no solamente se conocen las opciones, sino sus respectivas ventajas y desventajas, pros y contras, y que se ha sido capaz de ordenar las alternativas en función de una escala propia de valores. En definitiva, supone que quien realiza la crítica constructiva es capaz de conjuntar las alternativas con la propia escala de valores, ordenarlas en función de esta y comprometerse con una de dichas opciones.

Como reza el dicho, si uno no es parte de la solución, es parte del problema. Y como demuestran las encuestas, sobran políticos que son parte del problema: va con el sueldo ser parte de la solución.

 

En definitiva, se trata de pedir al discurso políltico que salga de su discurso endogámico, desde y para el político o el partido. Que evite el enfrentamiento personal para centrarse en la política, en los problemas, en las soluciones, en aquello que preocupa realmente al ciudadano, a quien paga los impuestos, a quien espera de sus representantes que se ocupen de la administración de lo común (no de sus particularidades personales). Un discurso político que demuestre que se ha leído, que se conoce la materia, que si no se conocen las soluciones a todos los males al menos se han identificado los errores del pasado para no reproducirlos en el futuro. Un discurso, por último, capaz de aportar visión: los políticos —como los académicos— cobran para sentarse a pensar, para tomar distancia, para subirse al montículo que aporta el conocimiento y ser capaces de ver algo más lejos que el resto de los ciudadanos. Ese es su cometido. Si no cumplen con él, si ni tan sólo lo intentan, están de más.

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