La Red Ciudadana Partido X, entre la plataforma-red y el partido

Comentaba en Movimientos sociales y nueva institucionalidad de la democracia que parecía haber una gran disociación entre la política en vertical — la de los partidos que deben recoger sensibilidades y trasladarlas «hacia arriba» hasta el lugar donde se toman las decisiones — y la política en horizontal — la que ocurre en la calle, entre los vecinos, allí donde se gestionan y se sufren los problemas del día a día, donde se debaten las alternativas, donde se inventan las soluciones.

Abogaba entonces por una sociedad civil fuerte, organizada — aunque no necesariamente institucionalizada — que fuese capaz de proponer (además de criticar o destruir), así como por una nueva suerte de política institucional (partidos, sindicatos, parlamentos, gobiernos…) que fuese capaz de empaparse de ese debate en la base, capilarizarlo y trasladarlo a las ágoras de toma de decisiones, a la vez de trasladar el «contexto» hacia abajo, hacia esas bases absortas en su día a día.

El (entonces llamado) Partido X empezó con un programa unimodal centrado en la regeneración democrática. Como cualquier otro partido monotemático (o single-issued, en la jerga politológica), sus aspiraciones eran (seguramente) más orientadas a concienciar sobre una cuestión en concreto (como los partidos animalistas sobre los derechos de los animales o los feministas sobre la cuestión de género) que no a tomar el poder en sentido estricto. Así, uno de los lemas del Partido X era que cualquier reflexión que se diese dentro de él podía apropiársela cualquier otra fuerza: lo importante era que las propuestas llegasen a los centros de poder, las trasladase quien las trasladase.

Ha habido, sin embargo, desde los inicios del Partido X una diferencia fundamental con cualquier otro partido: la abertura total del mismo, tanto en las propuestas como, mucho más importante, en los procesos. Así, literalmente cualquier ciudadano ha podido no solamente «trasladar sus ideas al partido», sino compartirlas en abierto y ser susceptible de verlas apoyadas por cualquier otro u otros ciudadanos.

El resultado es el que ahora sale a la luz con la presentación de la Red Ciudadana Partido X en sociedad. Si bien el fondo sigue siendo el mismo — regeneración democrática — el tono y el contenido han variado sustancialmente gracias a las aportaciones de centenares de voces de ciudadanos anónimos y no tan anónimos. Y ya no solamente se centra en las instituciones, sino en todo un conjunto de cuestiones que, a entender de la Red Ciudadana, afectan directa o indirectamente el pleno ejercicio de la democracia. Así, se presentan ahora Las siete recetas del Partido X para alcanzar la «Democracia Económica», no solamente despejando muchas incógnitas, sino entrando de lleno en la política de propuestas, más allá de la política de denuncia o de sensibilización.

Es tremendamente arriesgado aventurar ahora un pronóstico sobre el impacto electoral que pueda tener esta formación en próximos comicios.

Pero no es, considero, nada exagerado afirmar que la Red Ciudadana Partido X va por delante en una nueva forma de hacer política, más participada y, sobre todo, mucho más abierta — y más ahora que la deseada privacidad para mantener el foco en el qué y no en quién acaba de desvanecerse.

La Red Ciudadana Partido X conjuga ahora dos realidades políticas que, hasta este momento, se habían dado por separado en España. Por una parte, formar parte de la política institucional y su objetivo de participar en la democracia representativa como muchas otras formaciones políticas. Por otra parte, su funcionamiento interno en el más puro estilo de plataforma-red que tan bien ha rendido en otras esferas de la participación ciudadana, con la PAH como buque insignia más destacado.

Si bien ha habido otros intentos más tímidos o discretos de unir partido y plataforma-red ciudadana en otras formaciones — Equo, seguramente, así como el Partido Pirata, o la misma Candidatura d’Unitat Popular (CUP) en Catalunya — sin duda alguna la Red Ciudadana Partido X es la primera en hacerlo al 100% y a gran escala. Sí, hemos tenido plataformas cercanas a partidos, y sí, hemos tenido partidos cercanos a plataformas. Pero en la Red Ciudadana Partido X la confusión (dicho en el mejor de los sentidos) de ambas arquitecturas es absoluta e indisociable.

Ante un momento de total deslegitimación de la política institucional, de gran hastío respecto al ejercicio mismo de la democracia, la Red Ciudadana Partido X no propone una negación de la mayor basada en la destrucción antipolítica, sino que hace una apelación a los ciudadanos a hacerse responsables de lo que es suyo. No está nada mal para un 15M que andaba «desnortado» y era «incapaz de hacer propuestas concretas».

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La Vía Catalana como regeneradora de la democracia

El pasado 11 de septiembre de 2013, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) convocó a los catalanes a salir a la calle y formar una cadena humana. Una Vía Catalana por la independencia inspirada en la Vía Báltica de finales de los ochenta que en Estonia, Letonia y Lituania pidió abandonar la URSS. La convocatoria movilizó, según fuentes oficiales, unas 1.600.000 personas a lo largo de los aproximadamente 400 Km sobre los que transcurría la vía.

De la misma forma que expuse mis razones para participar en la vía — básicamente por una cuestión de apoyar la opción dialogada o democrática de abordar las diferencias — creo conveniente compartir ahora mis reflexiones al respecto. A estas alturas no serán ya originales, aunque sí espero aportar un punto de vista sobre una pregunta recurrente: ¿por qué van a ser diferentes la política o la corrupción en una Catalunya independiente de una Catalunya dentro de España?

La vía de la sociedad civil

Empecemos por algo que ha sido debatido y puesto de manifiesto hasta la saciedad en medios y tertulias diversos: la vía catalana fue una demostración del poder de la sociedad civil. Sin subvenciones, sin partidos detrás, sin sindicatos, la Vía Catalana fue organizada por una muy joven organización ciudadana y con la concurrencia de unos 30.000 voluntarios.

Pero esta interpretación se queda corta: si hay algo que destacar de la organización de la Vía Catalana, no es que fuese capaz de coordinar un ingente dispositivo logístico — que lo hizo — sino que facilitó la participación de otras entidades de forma bastante descentralizada. Así, la ANC fue en muchos casos más plataforma que jerarquía: dispuesta la cuadrícula sobre el mapa de Catalunya, fueron a menudo las entidades locales las que tomaron la iniciativa de la organización y dinamización de la actividad en sus respectivos lugares. Hubo simulacros, actos espontáneos, vías alternativas conectadas con ramal principal, coordinación entre tramos y entidades sin pasar por el centro de la red. Se creó una “marca” Vía Catalana que otros pudieron utilizar, enriquecer, apropiarse, hacerse suya, utilizar, identificarse con ella.

Dicho esto, se le hace a uno hasta jocoso leer que se atribuya, una y otra vez, a algunos partidos y a algunos políticos en particular la responsabilidad y el éxito del auge soberanista e independentista en Catalunya. En mi opinión, nada más lejos de la realidad. Que algunas formaciones y “líderes” sean capaces de arrimar el ascua a su sardina, hacer pasar el agua bajo su molino o surfear la ola, no significa que hayan sido capaces de prender fuego alguno, canalizar ningún agua y, ni mucho menos, generar una ola.

Vuestros políticos no son mejor que los nuestros

Esta frase, con variantes cambiando políticos por democracia o su ausencia, es lugar común como argumento para debilitar las razones para la independencia. Y es cierto que no hay motivo alguno para creer que las cosas deban cambiar por el solo hecho de independizarse Catalunya: en general, mismos partidos, mismas instituciones, misma corrupción, mismas (por ahora) leyes, etc.

¿Entonces?

Hay una diferencia: una sociedad civil fuertemente coordinada.

Recuperemos tres fechas clave en el movimiento soberanista catalán:

  • El 10 de julio de 2010, donde la sociedad civil catalana sale a la calle para fiscalizar a las instituciones políticas y judiciales españolas a raíz del no del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut.
  • El 11 de septiembre de 2012, donde la sociedad civil catalana da la espalda al estado español para interpelar directamente al Parlament de Catalunya.
  • El 11 de septiembre de 2013, donde la sociedad civil catalana se reafirma en su deseo de convocar una consulta, con o sin las instituciones.

¿Con o sin las instituciones? Recordemos que a lo largo de 2009 y 2011 ya hubo consultas populares a lo largo y ancho del principado. Y que ante la duda del President de aplazar la consulta a 2015 o 2016, el mensaje de la Vía Catalana fue totalmente inequívoco. Y fuerte.

Bien, ¿qué tiene que ver esto con la afirmación que la independencia cambiará la forma de hacer las cosas en Catalunya? En mi opinión, si bien la materia prima es la misma (una baja calidad democrática por unas instituciones políticas totalmente gangrenadas), la vigilancia que hace la sociedad civil es feroz. La petición de transparencia sobre el proceso, la muy exigente rendición de cuentas y auditoría sobre la evolución del mismo, hacen que la sociedad civil catalana esté muy encima de las instituciones, no por encima, sino sobre ellas, fiscalizándolas, contrapesándolas y, a menudo, marcando el rumbo a seguir.

¿Es esto condición suficiente para afirmar que la independencia obrará cambios radicales en materia de gobernanza? En absoluto: la independencia no es para nada un ejercicio neutral que no dependa de las rémoras del pasado. Pero se hace comprensible que muchos sí crean que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del Estado, ello pueda comportar alguna diferencia. Dicho de otro modo, el alto nivel de compromiso y activismo de una buena parte de la sociedad civil catalana hace posible que un hipotético proceso constituyente en Catalunya pueda ser mucho más participado — y por tanto regenerador — que no, por ejemplo, el proceso constituyente español de 1978.

Hablamos, insisto, en términos de abrir nuevas posibilidades, de incrementar una probabilidad, y no de certezas, que dependerán muy mucho de otras variables en distintos contextos. Pero tenemos ya interesantes muestras del poder de articular redes de participación en la Plataforma de Afectados de la Hipoteca, la iniciativa 15MpaRato para juzgar al expresidente de Bankia, o el exitoso (aunque silenciado) OpEuribor para denunciar lo arbitrario de la fijación del Euribor como tipo de referencia para los precios de las hipotecas.

Llegados a este punto, vale la pena reflexionar sobre lo grave que resulta que la participación de la ciudadanía en política sea percibido como algo excepcional, singular, extraordinario, incluso como una injerencia o una amenaza. Tan extraordinario que todavía cueste creer — e incluso se niegue — su papel determinante por encima del liderazgo de partidos y representantes. Tan amenazante que se olvide por completo quién es el pueblo soberano y quién su representante.

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Simple inventario de las opciones políticas en España

Visto el desarrollo de la X Legislatura de España, creo que es momento de hacer un pequeño inventario de qué opciones tiene ante sí el electorado español:

  • Los partidos de derecha proponen políticas para después saltárselas.
  • La socialdemocracia centra sus políticas en la política interna del partido.
  • La izquierda tiene políticas de oposición, no de gobierno.
  • El programa electoral de los nacionalismos (y aquí repite la derecha) tiene una visión estrictamente parcial de la cosa pública.
  • Otros partidos llevan en su programa la negación de la(s) política(s).

Después sorpréndanse vuesas mercedes por el crecimiento de la desafección política.

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El derecho a decidir como un derecho individual (no colectivo)

Imaginemos que no existe España. Ni Catalunya.

Imaginemos que el vecino del 2º2ª pacta con el del 2º1ª los turnos para fregar el rellano. Y con el resto del pisos — que han hecho otro tanto con sus respectivos rellanos — cómo fregar las escaleras. Y con los del resto de bloques de la calle — que a su vez han pactado a nivel de escalera y rellano — cómo fregar la calle. Al final se constituye un municipio porque, además de fregar las calles, se considera que educar a los niños juntos en escuelas (en lugar de cada uno en su casa) es no solamente deseable sino eficaz y eficiente.

Como para ir de un pueblo a otro hacen falta carreteras, y farolas en las carreteras, los municipios acuerdan pavimentar juntos un camino. Y con otros muchos municipios la gestión de residuos, la generación de energía, y construir y mantener teatros y piscinas olímpicas. Los municipios se agrupan y crean mancomunidades (o diputaciones o como convengamos en llamarles) ahora ya con municipios a ambos lados del Gran Río. Incluso regiones administrativas más allá de las mancomunidades. Las mancomunidades se dan cuenta de que hay servicios que cuántos más seamos, mejor: sanidad, investigación, defensa. Aparecen los Estados.

Esta parábola no es sino una versión simple hasta el extremo de la teoría del contrato social: los individuos pactamos entre nosotros — de forma tácita o explícita — el vivir en sociedad y, más importante, la forma cómo lo vamos a hacer.

Estado y Nación

En nuestro ejemplo hemos situado un río, el Gran Río, que divide a nuestro estado en dos: Estelado del Río y Aquelado del Río. Estos nombres no corresponden a nada más ni nada menos que un conjunto de habitantes que se sitúan geográficamente a un lado u otro del río. Dado que hablan lenguas sensiblemente distintas, y el hecho de estar a barlovento o a sotavento ha tallado en ellos rasgos culturales que ellos ven diferenciales, la costumbre ha hecho que unos y otros acaben autodenominándose por esa identidad geográfica y cultural: Estelado y Aquelado del Río.

  • La nación es la voluntad de algunos ciudadanos de identificarse unos y otros alrededor de determinados rasgos identitarios.
  • El estado es la decisión formal de algunos ciudadanos de administrarse de forma conjunta.

Identidad y gestión son planos de la realidad distintos. Y aunque puedan coincidir — dando lugar a los muchos estados-nación de hoy en día — no por ello dejan de pertenecer a categorías conceptuales distintas.

Constitución

Cuando se crea un estado, cuando se decide el establecimiento de una administración conjunta, lo habitual — aunque no necesario — es poner por escrito qué es lo que los ciudadanos quieren que se administre de forma colectiva y cómo. Entre ello, cómo se van a administrar los derechos y las obligaciones de los ciudadanos.

A ello le llamamos constitución. Si la constitución recoge muchos de los rasgos identitarios con los que la mayoría de ciudadanos se autodefinen, el estado y la nación coincidirán en gran parte. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. De la misma forma que si esos rasgos identitarios están fundamentados en la religión, el estado será confesional. Incluso se acabará pensando que son la misma cosa. Pero, recordemos, son dos planos distintos — estado y nación, estado y religión — aunque puedan coincidir dentro de las mismas instituciones.

Autodeterminación

El derecho a la autodeterminación es aquél por el cual un ciudadano que forma parte de una Administración, de un Estado, de una mancomunidad, de un municipio, decide echarse atrás y dejar de formar parte de ella. Es, por tanto, un derecho individual. Administrativo, no identitario. Que un colectivo aduzca una u otra razón para ejercer su derecho de autodeterminación no quita que la naturaleza última (o inicial) del derecho sea individual — como cualquier otro derecho humano, dicho sea de paso.

Puede tenerse en consideración la factibilidad de ejercer dicho derecho, por supuesto. Que una única persona dentro de una comunidad decida abandonarla puede ser fácil en teoría pero difícil en la práctica: para ser justos, debería costearse todos aquellos servicios de los que quiera disfrutar o bien pagar a quienes los provean por él. Ello incluiría pagar a la comunidad que acaba de abandonar por las farolas, por las calles, por las infraestructuras energéticas (y no solamente por su consumo). Por eso muchos ni se lo plantean. Por eso muchos olvidan que lo tienen. Por eso otros olvidan el reconocérselo a ese tercero. Pero, en el plano teórico, su derecho es tan inalienable tanto si es de inmediato ejercicio como si no lo es.

¿Qué sucede cuando un grupo de individuos pide — y además técnicamente puede — ejercer su derecho de autodeterminación?

Simplemente, se escinde la comunidad y cada individuo decide, uno a uno, qué comunidad va a conformar de nuevo. Y, para ello, establecerá su nueva constitución.

Dejémonos de parábolas. Hablemos de España y Catalunya. Hemos confundido dos nombres con, a su vez, dos realidades o planos distintos: el administrativo (el estado y la autonomía) y la nación (la española y la catalana — y no entraré a valorar si existen o no y desde cuando: es irrelevante a nuestra reflexión, dado que es una voluntad y no una decisión materializada en un ordenamiento jurídico).

El derecho de autodeterminación es previo a la Constitución porque primero viene la decisión de crear una sociedad y después viene el explicitar, el fijar negro sobre blanco, cómo se va a organizar.

De la misma forma, el derecho de autodeterminación no está recogido en la Constitución porque el ejercicio de ser no puede estar regulado por aquello que únicamente acuerda el cómo. Por eso las constituciones no recogen el derecho de autodeterminación, como los estatutos de un club no necesariamente recogen cómo se va a disolver. Simplemente, cuando uno cambia de gustos, se va a otro club. O funda uno nuevo.

Ello nos lleva a la réplica a la afirmación que no se pueden escoger las leyes que a uno le vienen en gana: uno no puede pedir que se cumpla una ley determinada para acto seguido pedir un derecho a la autodeterminación que rompe la constitución. En efecto, es totalmente coherente y legítimo pedir que se cumplan todas las leyes: o todo o nada. Y, precisamente, cuando algunos catalanes piden ejercer su derecho de autodeterminación, lo que están pidiendo no es cambiar la Constitución, sino salirse de ella. No es que los catalanes quieran hacer trampas a las cartas: es que están rompiendo la baraja.

Recapitulemos: el derecho a decidir es previo a la Constitución. La Constitución regula lo acordado, no quién acuerda. La Constitución se acepta toda o nada y, por construcción, el derecho a decidir decide que todo (se queda) o nada (se va). No hay ninguna contradicción.

Lo que desemboca en la popular cuestión: ¿por qué no van a votar la independencia todos los españoles? Porque España es lo que en cada momento dado sea conformado por una comunidad, grande o pequeña, ahora, ayer o mañana. Los españoles decidirán qué se hace dentro de España como concepto administrativo. Y serán libres de llamarle a España a aquello que consideren su nación. Pero son todos los individuos, uno a uno, a título personal, los que pueden y deben decidir si forman parte de España, o si deciden formar parte de la sociedad administrada que llamaremos Catalunya aunque no se sientan parte de la nación catalana. La España administrativa no está ligada a la España-nación o a la España-territorio, como tampoco está ligada la Catalunya-administración a la Catalunya-nación o a la Catalunya-territorio. Dado que esto último es ya una realidad (los diferentes niveles o realidades de Catalunya como administración, nación o territorio), debería ser igualmente obvio constatar lo primero.

Llamarle España a lo que ahora entendemos como España no es más convención de lo que sería llamar España a la administración/territorio resultante de separar de ella 32.000 km2 o 7,5 millones de habitantes. Y lo mismo aplicaría para Catalunya si cualquiera de sus actuales comarcas decidiera, a su vez, secesionarse y/o anexionarse a España.

El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común con otros 47 millones de habitantes y llamarle a ello España. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual un día, un individuo decide poner su vida en común no con aquellos 47 millones sino con solamente 7,5 millones y llamarle Catalunya. El derecho de autodeterminación es aquél por el cual, un día, un individuo decide poner su vida en común ni con los 47 primeros ni con los 7,5 segundos, sino con otros 500 millones, y llamarle Europa. Conservando su idea de nación, solapado o no coincidente con lo anterior. En un territorio de geometría variable.

Referéndum por la independencia

Por todo ello, el referéndum por la independencia no debe ser votado por todos los españoles… o sí: en realidad todos deciden, cada día, votar para ratificar su contrato social… hasta que un colectivo decide firmar su propio contrato. Que lo que es tácito lo hagamos explícito es una mera formalidad. Una mera forma de poner de acuerdo una multitud de personas que no pueden sentarse a una mesa a decidir, o quedar en el rellano a debatir, o salir a la plaza del pueblo a pactar. Y que la Constitución no recoja este derecho no es, de hecho, una anomalía, sino lo más normal del mundo. No es tan normal, por otra parte, que porque no esté escrito el derecho no se reconozca.

El referéndum por la independencia no reconoce nada: lo único que hace es hacer posible conocer la opinión de todos (los que vayan a votar).

Y toda esta reflexión es independiente de si uno va a votar sí o no a la independencia, de la misma forma que a las mujeres se les reconoció el derecho a votar sin tener en cuenta si votarían sí o no a una hipotética ley del aborto. O de la misma forma que a los esclavos no se les reconoció el ser ciudadanos de pleno derecho sin tener en cuenta si serían de izquierdas o de derechas, pro- o anti-abortistas, españolistas o catalanistas. O si unas y otros formarían clubes, religiones, naciones o estados independientes.

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Breve apunte sobre quién no va a las manifestaciones

Cada vez, cada vez, absolutamente cada vez que un grupo de ciudadanos sale a manifestarse, les falta tiempo a los políticos que se oponen al signo de la manifestación para afirmar, sin ningún tipo de rubor, que todos los que no fueron a la manifestación (absolutamente todos, incluso los que fueron pero no pueden probarlo o se saltaron la hora del recuento) son ciudadanos que se oponen a lo que reivindicaban los que ocuparon las calles y avenidas de las ciudades y de la virtualidad.

Da igual el número de participantes y el recuento de asistentes. Sin lugar a dudas, siempre, absolutamente siempre pasan dos cosas en esos mentideros que se han convertido los comunicados oficiales de la política:

  1. Se fijará arbitrariamente el número de manifestantes que mejor convenga (esto sucede también a menudo entre los movilizados, dicho sea de paso).
  2. Se contará entre los opositores a la movilización a todo aquel que no haya probado ante notario, y durante todos los años de su vida, posicionamento intachable a favor de lo manifestado.

Y así, claro, salvo en caso de guerra nuclear (donde todos se ponen de acuerdo en morirse al mismo tiempo), no hay forma humana de pasar de ser una minoría. Y en democracia, ya se sabe: la tiranía de la mayoría (silenciosa, eso sí). Y aquí paz y mañana gloria. Por favor, dispérsense. ¿Hablar? ¿A quién representan ustedes, salpicadura de voluntades imaginadas?

Solamente en 2012 se calcula que hubo 120 manifestaciones y concentraciones diarias, es decir, unas 44.000. Y las hubo, cabe entender, de todo tipo. Absolutamente de todo tipo. Seguramente no nos equivocamos mucho si suponemos que:

  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de los derechos de la mujer o contra la violencia machista.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra el racismo y la xenofobia.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la libertad de orientación sexual.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor del medio ambiente y la sostenibilidad.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la cultura y las artes.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de una vivienda digna o contra los desahucios.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra la especulación financiera.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por un trabajo digno y contra el paro.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de la libertad de credo e ideología.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por los derechos de los animales y contra la tortura animal.
  • La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación que defendiese una regeneración política, mayor rendición de cuentas y total transparencia.
  • [ponga aquí su caso particular]

Y lo que es casi seguro es que la mayoría de españoles no asistió a todas. A absolutamente todas, como mandarían los cánones del compromiso ciudadano.

Siguiendo la lógica con la que iniciábamos este breve apunte sobre quién no va a las manifestaciones, cabría pensar que la mayoría de españoles son unos machistas violentos y deleznables (ellas también); unos homófobos e intolerantes; unos sucios parásitos destructores del planeta; unos incultos, pobres iletrados e insensibles analfabetos; unos egoístas desalmados y carentes de todo tipo de empatía; unos arribistas y cortoplacistas depredadores; unos buitres de carroña, individualistas y competitivos salvajes; unos totalitarios aprendices de dictador absolutista; unos cafres y primitivos trogloditas; y, en definitiva, unos ausentes, apáticos y amorales borregos carne de basura catódica; y [no se olvide de poner aquí, también, su calificativo particular].

Todo esto, y más, son o deben ser la mayoría de los españoles, dado que eso es lo que manifestaron ser al no manifestar ser lo contrario.

Con semejante calaña de ciudadanos, con toda lógica cabe suponer que debe ser verdad lo que reza el dicho: que cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece.

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Lo que se debe hacer y lo que se puede hacer en política

Las ciencias sociales — y me refiero aquí especialmente a la Economía y la Ciencia Política —, aun con sus sesgos e imperfecciones, han demostrado ser bastante buenas para, al menos, tres cosas:

  1. Saber qué ha sucedido en el pasado y por qué motivos.
  2. Identificar cuáles son las vías de acción que pueden darse en un futuro (posibilidades).
  3. Calcular qué es más fácil que suceda en función de lo que ha sucedido así como de nuestras propias acciones futuras (probabilidad).

Es alrededor de estos logros (siempre relativos, sí) de las ciencias sociales que acabamos aconsejando a quienes toman decisiones qué opciones hay a su alcance en función de las posibilidades, cuáles son más factibles en función de la probabilidad y, sobre todo, qué cabría esperar de las decisiones tomadas.

Así, cuando tenemos ante nosotros una contienda electoral, un caso de corrupción o una parte de un país que quiere separarse del resto, especulamos sobre cuáles son las acciones que cada actor podría tomar. Y, en función de estas, cuáles son las acciones que otros actores podrían tomar. Y a base de iterar el proceso, pronosticar posibles desenlaces con sus respectivas consecuencias.

A esta aproximación de las ciencias sociales la llamamos positiva: economía positiva, ciencia política positiva, etc. La aproximación positiva de las ciencias explica cómo son las cosas y cómo creemos que serán en el futuro, en función de cómo comprendemos su funcionamiento, y porqué son como en el momento presente.

Y nos hemos acostumbrado a una suerte de deriva metonímica donde hemos acabando identificando lo que se podría hacer con lo que se debería hacer.

En oposición a la aproximación positiva de las ciencias está la aproximación normativa: lo que debería ser, lo que querríamos que fuese, cuál es el modelo teórico, con independencia de si, con los datos en la mano, ello es posible o no.

Esta reflexión viene a colación de, como mínimo, tres cuestiones que han tenido lugar en los últimos meses.

Los tres casos — no dimitir, no aceptar a trámite una ILP, no celebrar un referéndum — son aproximaciones racionales, positivas, a la cuestión: para quien defiende dichas opciones (su propio escaño, no cambiar la ley hipotecaria, mantener a Catalunya dentro de España — cuantos más obstáculos, mayor la probabilidad de tener éxito. Dentro del sistema, de este sistema, esto es lo racional, lo lógico. Estas deben ser las estrategias a seguir. Lo demás se mueve, siempre según esta aproximación, entre la ingenuidad y la estupidez.

Volvamos ahora al tema de las ciencias sociales.

Si hay un lugar donde las ciencias sociales tienen los pies de barro es en los cambios de sistema. Si la explicación del pasado, la identificación de posibilidades, la ponderación de probabilidades e incluso el pronóstico pueden funcionar más o menos bien, donde las ciencias sociales se vuelven mucho menos confiables es en los cambios de sistema, cuando el marco donde tenían lugar esas decisiones racionales e informadas ha cambiado profundamente.

Por ejemplo. Si bien sabemos que el sistema educativo finlandés ha dado lugar a los mejores resultados educativos del mundo (según muchos baremos — no discutiremos ahora si los suscribimos o no), no está tan claro que el sistema finlandés diese los mismos resultados en, por ejemplo, España. La razón es simple: el marco, el sistema (cultural, socioeconómico) español es muy distinto al finlandés. Más allá del sistema educativo hay un montón de variables que afectan o determinan el desempeño de este.

En este sentido, lo que hace la aproximación normativa — lo que debe ser — es definir y fijar el nuevo marco, el nuevo sistema donde vamos a operar. Y a partir del cuál la aproximación positiva podrá seguir trabajando. El voto de la mujer, el fin de la esclavitud y la consideración a la ecología y la sostenibilidad son cuestiones que en los status quo que precedían al cambio de sistema eran irracionales. No era racional prescindir de mano de obra barata, no era racional incorporar un electorado con intereses posiblemente distintos a los de los hombres, y no era racional internalizar costes que de otra forma iban a asumir otras generaciones u otras comunidades. Si bien es posible explicar estos tres ejemplos desde la economía o la politología positiva, es también cierto que la activación del debate no vino desde esta aproximación, sino desde una más normativa. ¿No son todos los hombres iguales? ¿Merecen unos vivir supeditados a las acciones de otros y a sus consecuencias?

Mientras lo normativo aspira a cambiar los marcos y los sistemas, lo positivo se mueve dentro de ellos.

Identificar lo que se podría hacer con lo que se debería hacer es, en mi opinión, un salto conceptual inadmisible.

Por eso tiene sentido pedir a un imputado que dimita de sus cargos públicos, aunque sea lo último que él querría hacer.

Por eso tiene sentido pedir la aceptación a trámite de una ley (si se cumplen los requisitos formales) para después votar en su contra. Porque en el primer estadio defendemos el derecho a votar, mientras que en el segundo defendemos nuestra opinión particular.

Y por eso tiene sentido que algunos defiendan el derecho a la autodeterminación y el derecho a votar en referéndum la independencia de Catalunya, aunque después vayan a votar NO a dicha independencia. En el primer caso, se fija el marco. En el segundo, la línea de acción.

Si acabamos fijando los marcos solamente en función de las líneas de acción posibles, pronto nos encontraremos con que solamente hay una única vía de acción. Y, con ello, no solamente habremos sucumbido a la dictadura de quien gobierna lo posible, sino que habremos renunciado a la libertad de cambiar las cosas.

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