Los desposeídos

En los últimos años, los ciudadanos españoles — aunque también los de muchas otras partes del mundo — han visto como muchos de los avances en logros sociales conseguidos después de la Dictadura — o de la Segunda Guerra Mundial, en el caso de otros países — no solamente echaban el freno, sino que ponían marcha atrás. Esta tendencia se ha recrudecido con la crisis financiera, cuyo causa y consecuencia ha sido y es una profunda crisis de gobernanza.

Los ciudadanos han visto como, sin diálogo alguno por parte de las instituciones democráticas,

  • Se recortaban los recursos para la educación pública, a pesar de los pésimos indicadores tanto en desempeño como en permanencia en el sistema, y mientras se mantenían o reforzaban partidas para la educación concertada o la asignatura de religión (en un estado laico).
  • Se cercenaban los recursos para la sanidad pública, a pesar de los reiterados intentos del sector de proponer recortes más selectivos (no universales), o se privatizaba la misma, al tiempo que la confusa línea entre política y empresa permitía a los mismos que privatizaban recuperar esos servicios desde sus empresas afines.
  • Se penalizaba duramente la inversión en investigación, desarrollo e innovación, a pesar de las muchas denuncias sobre la necesidad de mantener dicho motor del desarrollo y el progreso en marcha, privando al país no solamente de éxitos futuros, sino directamente expulsando las inversiones realizadas en el pasado en forma de capital humano.
  • Se hacía imposible para muchos seguir pagando por su vivienda al mismo tiempo que se imposibilitaba el dejar de hacerlo, dándose la creciente paradoja de los desahuciados con hipoteca.
  • Etc.

Todas estas políticas serían legítimas de haber sido debatidas y pactadas los ciudadanos con las instituciones de la democracia. Si es cierto que no hay recursos con los que mantener determinados bienes y servicios, lógico es que las instituciones y los ciudadanos decidan, conjuntamente, cómo proceder: disminuyendo la provisión de bienes y servicios, aumentando los recursos, escogiendo dónde aplicar el recorte o la nueva fuente de ingreso.

Este diálogo no ha tenido lugar, y por ello los ciudadanos están siendo desposeídos del estado del bienestar.

No ha lugar referirse a las elecciones como punto donde tuvo lugar el diálogo entre instituciones y ciudadanos: la violación masiva y sistemática de las promesas y programas electorales dejan las elecciones en papel mojado. Jamás se vio un contrato roto por tantos sitios y de forma tan reiterada.

Pero lo peor no es la desposesión sistemática de los logros del pasado. Lo peor es la desposesión de los derechos democráticos en sí mismos, del acceso a una democracia plena y de calidad.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder ejecutivo. Gobiernos que, además de romper promesas y programas, se escudan tras una Ley de Transparencia redactada para el s.XX, que en el fondo jamás se quiso redactar. Unos gobiernos que toman decisiones — a lo mejor necesarias — pero ya no sin consultar, sino sin tan solo explicar o fundamentar.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder legislativo. Parlamentos a los que únicamente se puede acceder a través de la opaca, arcana, inexpugnable maquinaria del partido. Partido que utiliza la cooptación y el vasallaje para construir sus listas, expulsando a su paso talento y pensamiento crítico. Partido o partidos que están corrompidos hasta el tuétano, por financiación ilegal o por soborno, con cientos de imputados y condenados a lo largo y ancho del estado, con independencia del color político y el nivel de administración, de la estatal hasta la local.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso al poder judicial. Un poder judicial diseñado por el sistema de partidos. Un poder judicial que se utiliza para tumbar las leyes que se perdieron en el parlamento, o para tumbar las informaciones que se perdieron en los medios. Un poder judicial que es ninguneado por los indultos del ejecutivo. Un poder judicial lento, ineficaz y privatizado que es más arma arrojadiza de un bullying cualquiera que no herramienta de justicia social.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la información. Unos medios de comunicación abrasados por el calor de la política y los intereses económicos. Medios que tapan, enmudecen, ensordecen, se ciegan, que condescienden con su aquiescencia, que se atrincheran. Medios que beben acríticamente de las declaraciones y las notas de prensa, medios que tienen automatizada la publicación de teletipos de agencia, sin filtro alguno.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la sociedad civil organizada. Unas organizaciones no gubernamentales que solamente lo son ya en el nombre. Las unas, por partidizadas — porque politizadas sería bueno que lo fuesen todas, mucho más —; las otras, por proveer servicios públicos que la administración ha externalizado convirtiéndolas en sus satélites. En definitiva, bozales para que no se muerda la mano que da de comer. ONG y sindicatos que se han burocratizado como un partido o un gobierno más.

Los ciudadanos han sido desposeídos de su acceso a la calle. Ante la falta de alternativas, de acceso a las instituciones de la democracia, el ciudadano se ha volcado a la calle. Allí, se ha prohibido, perseguido y criminalizado no la disensión, sino el mismo debate, el diálogo. Plataformas y movimientos trabajan para hacerse sitio entre las instituciones democráticas, luchando contra estereotipos como la ingenuidad, la inoperancia, el caos, el desorden, la violencia: en definitiva, la deslegitimidad.

Los ciudadanos están siendo desposeídos de sus derechos, y de su derecho a recuperarlos a través de las instituciones de la democracia.

Y la respuesta de un gobierno a toda esta desposesión, a toda esta mordaza se resume en dos palabras: es falso.

Simplemente desolador.

Después de tanto desposeer, después de tanto arrinconar, después de tanto acorralar, después de tanto denigrar, después de dos miserables y lacónicas palabras como respuesta, aún habrá quién se sorprenderá porque haya quien no sea capaz ni de articular un par de palabras y venga a descerrajar(se) un par de tiros. Entonces, y parafraseando a lo que decía José Luís Sampedro, tendrá uno derecho a indignarse y a condenar y a perseguir, pero no a sorprenderse. Habrá que ser muy cínico o tremendamente despistado para sorprenderse.

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El estado natural de Catalunya y la democracia en presente

Hay una aproximación del nacionalismo catalanista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser un estado independiente dentro de unas fronteras delimitadas (Principado Catalán, Países Catalanes, etc.) y cuya lengua materna y predominante es el Catalán.

Hay una aproximación del nacionalismo españolista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser una región o parte de otro territorio mayor, España, cuya lengua materna y predominante es el Castellano y, a veces, también, el Catalán.

Ambas aproximaciones se me antojan harto arbitrarias. Tan arbitrario es fijar la naturaleza de Catalunya en el territorio/colectivo/cultura contemporáneo a Wifredo el Velloso, Jaime I o Francesc Macià, como arbitrario es fijarla en Carlos I, Felipe V o Juan Carlos I. Según este proceder, nada nos impide ir hacia atrás en el tiempo hasta la publicación del Forum iudicum, reivindicar la nación Layetana, o identificarse uno con Pau, el Pierolapithecus catalaunicus dels Hostalets de Pierola.

Negar estas arbitrariedades nos resguarda de otras afirmaciones tendenciosas fundamentadas en la misma interpretación parcial e interesada de la historia: todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre genocida y esclavista de los «conquistadores» de América, sus antepasados del s.XVI; o todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre xenófoba y antisemita y antimorisca de las «expulsiones» y persecuciones de los siglos XV y XVII (por mencionar solamente dos). Y así, todas las tropelías cometidas por individuos con los que la mayoría tenemos poco o nada que ver, tanto en términos de linaje como de ideología.

Estas aproximaciones arbitrarias — aquella una, aquella otra, y estas últimas — tienen en común un tajante desprecio por la libertad de elección, de ser y de sentir de quienes están vivos, aquí y ahora, y que conviven en un territorio, en una comunidad y en una cultura que se tejen a diario, invariable en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, tremendamente cambiante en lo que va de una generación a otra.

Decíamos en Nacionalismos de ser, independencias de estar que, desde un punto de vista rousseauniano, los estados se construyen día a día, cuando cada día por la mañana, al levantarse, sus habitantes deciden firmar, hoy sí y mañana también, un contrato social que les permita organizarse y conseguir objetivos que, de forma individual, jamás conseguirían alcanzar.

Pensar en los estados, las naciones, las culturas como algo que puede delimitarse y fijarse en un tiempo y en un espacio determinados, más que progresista, es reaccionario, por mucho que quiera interpretarse en términos cronológicos de estrategia de futuro. Una nación o un estado no pueden construirse en términos de volver al «estado natural» de las cosas, o de vencer las barreras que franquean el camino hacia ese «estado natural». Ni tan solo de convencer a quienes, formando parte de ese territorio, cultura y comunidad, no ven tan natural ese arbitrario «estado natural» con el que una parte ha (re)definido una nación.

En este sentido, se me antoja tan pernicioso quien niega la posibilidad de firmar nuevos contratos sociales — cada día, si hace falta — como quien cree que solamente hay un contrato legítimo, y que quienes firmaron otra versión o bien la impusieron a sangre y fuego, o son pobres infelices que no supieron leer la letra pequeña solo inteligible para unos pocos elegidos.

Me gustaría ver un abandono de apriorismos y arbitrariedades, de apelaciones a un pasado de longitud variable, de visiones parciales de un presente sesgado. Me gustaría pensar que nos levantamos y las calles están por poner, que se puede decidir de hoy en adelante (para más adelante volver a decidir, una y otra vez) y que todas las cláusulas del contrato están por escribir. Sin letra pequeña, sin contratos heredados, sin vasallajes. Y esto vale para todos: ni hay una única Catalunya a la que se llega por una inevitable independencia, ni por no ser única es inexistente.

PS: Gràcies, Oriol, per la teva serenor.

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La globalización y el espejismo del empoderamiento

En la década de 1980, el Nobel de Economía Amartya Sen advertía de que no basta con tener acceso a los recursos, sino que hay que tener la libertad de utilizarlos y, más importante, la capacidad para transformarlos en beneficio propio. La aproximación basada en las capacidades humanas – el fundamento del Índice de Desarrollo Humano – nos dice que no basta con que haya trabajo o escuelas, sino que hay que estar sano para poder trabajar o tener la posibilidad de poner en práctica lo aprendido.

Durante las dos últimas décadas, este punto de vista centrado en el individuo ha devenido hegemónico en los discursos alrededor del desarrollo humano. Además de proveer recursos (exógenos), hay que promover el desarrollo de capacidades (endógenas) para poner esos recursos en funcionamiento. La palabra mágica y recurrente ha sido ‘empoderar’.

El empoderamiento recibió un espaldarazo formidable con la popularización de las Tecnologías de la Información y la Comunicación. Con un ordenador conectado a Internet todo es posible: tener acceso a ingentes cantidades de información, participar de comunidades de práctica y de aprendizaje, crear una start-up, unirse a un movimiento ciudadano.

Pero si el empoderamiento se refiere a la libertad de actuar dentro del sistema, no hay que olvidar que esa libertad depende en gran medida de otra libertad: la libertad para diseñar y gestionar el marco general donde transcurre la vida cotidiana. No basta con ser libre para nadar: hay que ser libre para escoger también entre pecera y mar abierto.

Mientras nos cegábamos con el espejismo individualista del empoderamiento, hemos descuidado por completo lo social, lo compartido, lo colectivo: la gobernanza del sistema. La inevitable globalización que tanto nos ha empoderado también nos ha alejado del centro de control. La toma de decisiones políticas ha quedado prácticamente fuera del alcance de nuestros votos, como la toma de decisiones económicas ha quedado totalmente fuera del alcance de la política.

Los países son un barco fantasma: no hay comunicación alguna entre los deseos y necesidades del pasaje y el puente de mando, y la tripulación está como ausente. La crisis que les atenaza, más que social o económica, es de gobernanza. No hay desarrollo, progreso, equidad o justicia social sin gobernanza. Y todo lo que sea atajar vías de agua sin retomar el timón es perder el tiempo y eternizar la deriva.

Artículo originalmente publicado el 22 de enero de 2013, bajo el título El espejismo del empoderamiento en La Vanguardia.

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Discriminación del catalán, discriminación del castellano

Admitámoslo: el castellano está discriminado en Catalunya. No es una opinión ni una intuición: hay todo tipo de ordenamientos jurídicos que promueven una discriminación del castellano al dar un trato prioritario al catalán. Sucede en educación, pero sucede también en muchos otros ámbitos de la sociedad.

Pero no se detiene aquí el afán discriminador de los catalanes.

También se discrimina a los ricos, que pagan tanto en términos absolutos como relativos mucho más en impuestos que sus compatriotas de menor renta. Y no solamente pagan más, sino que habitualmente reciben menos: los gastos en servicios sociales, transporte público colectivo o subsidios a determinados bienes suelen quedar fuera de los intereses de las clases con mayor poder adquisitivo.

Se discrimina también a los hombres en contraposición a las mujeres. Además de algunas normas que las favorecen o protegen de forma explícita, gozan también de beneficios indirectos por su condición de madres que los padres, como mucho, pueden aspirar a igualar, pero que suelen quedar por detrás en su disfrute.

¿Y los que pasan una determinada edad? La inmensa mayoría de adultos se ve discriminada en su condición de no-jóvenes de tantas y tantas ventajas sociales a favor de quienes no han sobrepasado todavía un determinado umbral de años: descuentos jóvenes, becas, premios, tasas especiales.

Peor todavía es la discriminación, claro, por no haber cumplido una determinada edad. Es decir, la discriminación que sufren lo que, sin ser jóvenes, no son lo suficientemente viejos para descuentos o gratuidad en transportes públicos, medicamentos, viajes, hogares de ancianos y residencias.

Hay más, hay muchas más discriminaciones: por no tener una discapacidad, por no tener suficientes hijos, por no hacer una actividad económica relacionada con la cultura o con la educación…

Todas estas «discriminaciones», sin embargo, no son fortuitas, sino deseadas y consensuadas por el grueso de la comunidad: se conoce con el nombre de discriminación positiva aquella que tiene por objetivo cerrar una brecha de desigualdad creando otra desigualdad de signo opuesto. Con ello se pretende compensar la desigualdad inicial para acelerar su desaparición o para sentar unas bases de equidad fuertes que dificulten su reproducción. Así es como «discriminamos» positivamente a pobres para que tengan igualdad de oportunidades, a las mujeres para luchar contra el sexismo, a los jóvenes para que puedan formarse e integrarse en la sociedad, a los mayores para que no se descuelguen de esta al dejar de ser «productivos», a los discapacitados para hacer su discapacidad irrelevante, a los hijos porque se ha acordado que la natalidad es buena, lo mismo que la cultura y la educación…

La discriminación positiva no es un ataque al fuerte, sino un asidero especial a quien está en desventaja. La discriminación positiva es destinar más horas y recursos al hijo que perdió horas de clase por una enfermedad, sin por ello dejar de querer a su hermano.

El castellano y el catalán son dos hermanos de la misma madre. Y el catalán ha ido perdiendo innumerables horas de clase al haber enfermado varias veces: desde el virus de Felipe V hasta el cáncer de Francisco Franco. Y es por ello que merece una discriminación, una discriminación positiva.

Y la prueba de que es una discriminación positiva (y no negativa) es que el resultado es una mayor equidad entre ambas lenguas, tanto en la esfera privada como en la pública, equidad que se pone a prueba cada día por las inercias del pasado (el cáncer tiende a la metástasis), las oleadas de inmigración (que traen consigo el castellano o lo adoptan por lengua más universal), el solapamiento de administraciones e instituciones que no tienen como lengua cooficial el catalán (aunque sí sirven a estos ciudadanos y contribuyentes) o el aluvión de contenidos a los que se puede acceder gracias a la digitalización (de texto, sonido e imagen).

La pregunta relevante no es si el catalán o el castellano están discriminados en Catalunya, sino por qué deberían estarlo. Como de costumbre, las preguntas que empiezan con «por qué» suelen ser las más difíciles de contestar. Y por ello las pasamos alegremente por alto.

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La saludable crítica a la democracia y sus instituciones

La confianza en la situación política es mala y a medida que pasa el tiempo tiende a empeorar. Ante esta situación no es sorprendente que arrecien las críticas a la democracia en general y a sus instituciones en particular. Las respuestas a dichas críticas pueden, por norma general, agruparse en dos grandes categorías:

  • La democracia es buena — o es la menos mala de las opciones posibles —, costó mucho poder votar (en referencia a la todavía reciente dictadura del General Francisco Franco) para que ahora se critique la democracia y, en definitiva, criticar la democracia es volver hacia atrás en el tiempo a épocas más oscuras.
  • Las instituciones de la democracia (gobiernos, parlamentos, partidos, el cuarto poder) son necesarias y querer acabar con ellos no puede sino abocarnos al caos, la anarquía y la ley de la selva.

Si bien estas repuestas pueden ser apropiadas ante algunas críticas a la democracia de corte más nihilista o totalitario (que es cierto que las hay), creo que en general suponen una posición acrítica, inmovilista y a veces reaccionaria ante la posibilidad de hacer evolucionar, mejorar e incluso transformar las democracias en qué vivimos.

La democracia es buena… pero hay varias democracias

Cuando se afirma que la democracia es buena lo que en realidad se está diciendo es que esta democracia o esta forma de hacer democracia y no la quiero cambiar. Democracias hay varias y la democracia representativa o la democracia parlamentaria o la monarquía constitucional o parlamentaria son solamente una opción. Son democráticas otras formas de monarquía y así como diversas formas de república. Son también democráticas diversas formas de democracia participativa, como la democracia directa y la democracia deliberativa, formas que pueden darse dentro de las anteriores democracias parlamentarias monárquicas o republicanas. Por último, son también democracias desde las formas más liberales de democracia hasta las más socialistas.

Hay una crítica a la democracia que no persigue su total abolición en favor de la anarquía o (en el caso español) una vuelta al totalitarismo militar, sino que persigue reflexionar sobre si el actual modelo de democracia es el mejor o podría substituirse o combinarse por otros distintos. Igualmente democráticos.

Las instituciones son necesarias… pero hay varios modelos de institución

Sucede lo mismo con las instituciones. Muchas de las críticas que se vierten contra las instituciones políticas no persiguen su aniquilación, sino su mejora o su transformación. Es crítica a las instituciones plantearse si un parlamento bicameral en España tiene sentido, sin por ello pretender que no haya ningún parlamento en absoluto. Es crítica a las instituciones plantearse si actual la forma de elegir a los representantes que ocuparán un escaño en dicho parlamento es la mejor, o bien si hay otras formas que pudieran dar resultados que sean más fieles a la voluntad de los ciudadanos. Es crítica a las instituciones pedir más transparencia y mayor rendición de cuentas sin por ello querer acabar con dichas instituciones (sino todo lo contrario).

Hay una crítica a las instituciones que no persigue su desmantelamiento en favor de otras alternativas (que serían no obstante posibles dentro de otros modelos de democracia) sino que persigue reflexionar sobre si el actual diseño institucional es el mejor o podría mejorarse o transformarse. Manteniendo, no obstante, las mismas instituciones.

La democracia y las instituciones son necesarias… pero sus habitantes pueden cambiar

Por ultimo, hay también críticas a la democracia y las instituciones son, en realidad, contra quienes las habitan. Es solamente por un burdo y falaz ejercicio de identificar contenido por continente que se genera un inexistente ataque o crítica a la democracia y sus instituciones. Es posible estar a bien con en el actual modelo de democracia así como también es posible estar a bien con el actual diseño institucional, y sin embargo ejercer una crítica frontal contra quienes administran la democracia y sus instituciones, aspirando a una profunda depuración de representantes electos y cargos públicos.

Hay una crítica a la democracia y a las instituciones que no es en realidad tal, y que persigue reflexionar sobre el desempeño, la eficacia o la eficiencia individual de las personas que han sido escogidas o nombradas para poner en marcha los mecanismos de la democracia. Creer que personas e instituciones o democracia son la misma cosa se sitúa en algún punto entre un corporativismo cínico y la total incompetencia.

La democracia solamente es tal si puede ser atacada, criticada, puesta en duda tanto en su diseño como en sus funciones, lo que incluye las instituciones y, por supuesto, quienes las hacen funcionar. Lo contrario sí es el caos, sí es la anarquía y, sobre todo, sí es totalitarismo.

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¿Debe la Generalitat de Catalunya fomentar el ir a votar?

La Junta Electoral Central ha ordenado retirar la campaña del 25-N que el govern de la Generalitat había elaborado en relación a las elecciones autonómicas de Catalunya.

Si bien los partidos que elevaron sus quejas a la Junta Electoral denunciaban que dicha campaña era parcial, por fomentar un voto soberanista a partir de dar una gran visibilidad a la manifestación independentista de la pasada Diada, la Junta Electoral ha fundamentado su decisión de anular la campaña por fomentar el voto en sí mismo, por fomentar el ir a votar. Este fomento del voto no estaría permitido según lo que apunta el artículo 50 de la Ley Orgánica 5/1985, de 19 de junio, del Régimen Electoral General.

La Generalitat ha anunciado que recurrirá la retirada de la campaña institucional del 25-N amparándose en el artículo 43 del Estatut de Catalunya que sí permite el fomento de la participación.

¿Quién tiene razón?

Vayamos por partes.

El artículo 50 de la LOREG dice que los poderes públicos […] pueden realizar durante el período electoral una campaña de carácter institucional destinada a informar a los ciudadanos sobre la fecha de la votación, el procedimiento para votar y los requisitos y trámite del voto por correo, sin influir, en ningún caso, en la orientación del voto de los electores.

En unas elecciones hay cuatro opciones posibles: votar una lista, votar en blanco, emitir un voto nulo, o no ir a votar. No ir a votar es, pues, una opción tan legítima como ir a votar. Y esto es así al margen de que uno pueda pensar que es mejor ir a votar. En este sentido, hay partidos hacen campaña — insisto, legítima — para que la gente no vaya a votar. Así, una comunicación institucional que esté apoyando de forma explícita o implícita el ir a votar está decantándose o haciendo propaganda a favor de tres opciones (votar una lista, votar en blanco, emitir un voto nulo) sobre una cuarta opción (no ir a votar), perdiendo con ello la imparcialidad.

Pero, ¿y lo que dice el Estatut?

El artículo 43 del Estatut de Catalunya dice que los poderes públicos deben procurar que las campañas institucionales que se organicen en ocasión de los procesos electorales tengan como finalidad la de promover la participación ciudadana.

¿Qué es participación? Participación es, por supuesto, organizar debates sobre los problemas de la ciudadanía y cómo las distintas formaciones políticas quieren afrontarlos, es tomar parte en eventos propagandísticos y mítines, es colgar carteles y es, por descontado, ir a votar. Pero, tal y como decíamos antes, hay más opciones. También es participar denunciar que el proceso electoral es deficiente, dar a conocer los sesgos y debilidades del actual marco democrático o preferir otras formas de participación no democrática no centradas en la representación. En consecuencia, también es participación fomentar el no ir a votar como forma de protestar contra el actual sistema electoral o contra cualquier tipo de elecciones porque se prefieren alternativas a la democracia representativa. Eso también es participación.

Por tanto, la campaña del govern de la Generalitat vulneraba el artículo 50 de la LOREG al mismo tiempo que no puede ampararse en el artículo 43 del Estatut de Catalunya: no son artículos contradictorios sino totalmente complementarios. Siempre y cuando, claro está, se considere participación la crítica contra los sistemas establecidos y el «no voto» de protesta. Al fin y al cabo, votar es un derecho, no una obligación.

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