Internet primero; después lo que convinimos a llamar Web 2.0; luego las redes sociales o las aplicaciones para tableta y móvil. Todo ello, unido con el descontento hacia el sistema de democracia representativa, parece conjurarse para reivindicar algo de soberanía para el ciudadano a base de recuperar la vieja democracia directa de la Antigua Grecia.
Esa democracia directa se edificó sobre dos fuertes bases: la primera, que el mundo era en cierto modo comprensible para un individuo, dada su relativamente baja complejidad; la segunda, que los ciudadanos podían dedicarse a tomar decisiones, a gestionar lo común, a la política porque una gran parte de la sociedad no estaba compuesta por ciudadanos con plenos derechos políticos: mujeres, metecos y esclavos.
Tras varios siglos de regímenes no democráticos, la democracia es paulatinamente recuperada por las nuevos estados liberales, pero con un añadido: los distintos estratos de instituciones intermediadoras. No en vano, en el siglo XVIII el mundo era ya enormemente complejo y el número de ciudadanos (formalmente) libres y con derechos políticos demasiados como para hacer eficiente y eficaz la implicación directa en la toma de decisiones.
¿Hasta qué punto estamos ahora en condiciones de tomar lo mejor de los dos mundos? ¿Podemos devolver soberanía al ciudadano a la vez que minimizamos los costes asociado la gestión colectiva gracias a las distintas tecnologías y espacios digitales?
Democracia directa y voto electrónico
Parece que del párrafo anterior se deriva, necesariamente, que el voto electrónico vendrá a sanear nuestra democracia —como el emprendimiento vendrá a sanear nuestra economía—. Votamos más, nos representan menos: todo bueno.
La buena noticia es que el voto electrónico goza ya de una salud formidable —al menos en términos técnicos—. No en vano, la gestión del voto tradicional ya es electrónica en muchas de sus fases.
Sabemos que el voto electrónico permite una mejor gestión del voto, —rapidez en el recuento, ahorros en términos logísticos (especialmente una vez la primera inversión está hecha)—, se facilita el acceso al voto a colectivos en riesgo de exclusión del proceso —expatriados, algunos colectivos de discapacitados—, permite mayor flexibilidad a la hora de votar —incluyendo cambiar el voto (sea esto bueno o malo)—, disminuye errores en las transiciones entre etapas, etc.
Sabemos, además, que en muchos aspectos es incluso más seguro que el voto presencial. Aunque las democracias más avanzadas han dejado de lado muchas prácticas ilegítimas, todavía son habituales en muchos comicios la compra de votos, obligar o prohibir un determinado sentido del voto, el robo o sustitución de papeletas, la manipulación del voto emitido…
Al voto electrónico se le atribuyen tres grandes debilidades: la posibilidad de la manipulación a gran escala; la introducción de una capa tecnológica que, como tal, puede introducir una nueva tipología de errores (tanto de hardware como de software); la mayor dificultad de auditar el proceso así como la concurrencia de nuevos actores al mismo.
Estos riesgos no son menores, ni mucho menos, pero cada vez son más relativos. La cuestión de la nueva tecnología y los nuevos actores es cada vez menos relevante en la medida en que esa tecnología y actores ya permean en el resto del proceso. En referencia a la manipulación a gran escala, sigue siendo un gran riesgo, pero los avances en cifrado, así como el desarrollo de modelos basados en blockchain pueden minimizar, a corto plazo, estos riesgos.
En el fondo, a menudo le pedimos a lo digital lo que no hacemos con lo presencial: ¿son los apoderados honestos? ¿pueden manipular papeletas? ¿y los miembros de la mesa? ¿qué pasa desde que el presidente abandona la mesa hasta que llega a la sede electoral municipal? ¿y con las urnas?
En el fondo, el gran problema del voto electrónico es el siguiente: ni aumenta la participación ni fomenta un voto más informado o reflexionado. Simplemente —aunque es mucho— hace más barato votar varias veces por sus claras economías de escala.
¿Es esto suficiente? ¿Justifican las alforjas este camino?
Democracia deliberativa y herramientas de participación
Hay algo que la democracia directa requiere y ni las mejores herramientas nos van a proporcionar por mucho que optimicen el proceso: tiempo. La democracia pasa por ejercer un voto bien informado, lo que a efectos prácticos requiere: un diagnóstico de la situación; una deliberación entre los actores afectados por un tema, sus distintas aproximaciones y las posibles soluciones al mismo; y una negociación donde se identifiquen escalas de valores, prioridades y consensos posibles. Todo ello antes de —o tan siquiera sin— votar.
La democracia deliberativa —asistida por diferentes herramientas de participación electrónica— permite precisamente trabajar estas tres fases —diagnóstico, deliberación, negociación— sin necesariamente fijarse en la toma de la decisión final (sea voto directo o a través de representantes electos).
En la democracia deliberativa no es tan relevante la decisión final, sino identificar qué temas son más relevantes para la agenda pública así como cartografiarlos extensivamente para que no se escape ningún matiz y sea más fácil aislar los puntos de coincidencia para construir consensos.
La principal asunción de la democracia deliberativa es el paso de la toma de decisiones puntual al debate continuo, a preferir procesos largos de construcción que la gestión de conflictos en procesos a menudo interminables y generalmente deslegitimadores.
Muchas de las herramientas de la tecnopolítica van en esta dirección, además de dotarse de canales de sincronización con otras herramientas de la democracia deliberativa tradicional.
Para empezar, la deliberación electrónica pone especial énfasis en escuchar más que en hablar: trabaja para que herramientas y plataformas faciliten la detección de comportamientos emergentes, el reconocimiento de patrones o la caracterización de tendencias. ¿Clicktivismo? No, punta del iceberg: lo que importa es lo que está debajo.
Las nuevas plataformas de participación electrónica y deliberación facilitan también bajar los costes de participar al posibilitar aportaciones sobre la marcha, en el lugar y momento adecuados. Y, sobre todo, en el tema adecuado: atrás queda la cuestión de tener que participar en todo (imposible) y tener que saber de todo (todavía más imposible): se trata aquí de hacer aportaciones cualitativas, fruto de la propia experiencia y formación, y que la suma del todo sea mayor que las partes. Algoritmos estadísticos o de inteligencia artificial nos van a ayudar en ello.
La democracia deliberativa, por tanto, no buscará que participe “todo el mundo” (aunque sería deseable) sino que participe “todo el mundo relevante en una cuestión”. Ese “relevante” es el eslabón débil del sistema: ¿quién lo define? ¿cómo sabemos que el grupo es significativo y representativo?
Democracia líquida, democracia híbrida
Entre la democracia directa, que puede decidirlo todo sin pensar, y la democracia deliberativa, que puede asamblearizarlo todo sin decidir nada, nos encontramos con la democracia líquida, que pretende recoger lo mejor de ambos mundos.
La democracia líquida consiste en delegar el voto de forma temporal —por norma general para cada decisión o voto a realizar a un intermediario a cuyo voto se añadirá el de todo aquél que haya delegado en él.
Aunque el concepto no es nuevo en ciencia política, tomó especial relevancia al ponerla en práctica el Partido Pirata alemán mediante la plataforma LiquidFeedback. De nuevo, la tecnología contribuye a hacer “fácil” conceptos que antes eran difícilmente sostenibles y, sobre todo, escalables.
Aunque técnicamente es muy prometedor, adolece de males parecidos a la democracia directa y la organización asamblearia: quién más tiempo tiene para dedicarse a la política, más fácil le resulta acaparar votos (o delegaciones de voto) y, con ello, poder. Nada que ya no conociéramos.
Una alternativa —aunque técnicamente se trataría de una des-delegación de voto— es la que propone Democracia 4.0: en su modelo, se funciona con una base de democracia representativa pero es posible rescatar el voto para posibilitar la democracia directa a todos aquellos ciudadanos que así lo deseen para todas las decisiones que, en su lugar, tomaría el órgano representativo pertinente (p.ej. el Parlamento). Por cada voto “rescatado” del representante se le resta a éste una porción de dicho voto, de forma que, en el límite, si todos los ciudadanos votasen, el Parlamento no tendría ningún poder.
Una opción intermedia a ambos modelos sería el modelo de democracia híbrida, que añade un delegado (temporal) al esquema combinado de democracia representativa (en un extremo) y de democracia directa (en el otro extremo). Así, para cada votación tendríamos tres opciones: dejar que nuestros representantes electos voten por nosotros, votar directamente, o bien delegar en un tercero (un amigo, un experto, un cuñado) nuestro voto para dicha decisión.
Modelo híbrido de democracia directa-representativa
Este modelo permite que cada ciudadano acomode sus preferencias de participación a distintos modelos para cada situación que se plantee. Y, probablemente, relativiza el poder de los recolectores de voto hiperactivos al poder seguir confiando en las instituciones como último (o primer) recurso.
El mayor inconveniente para su aplicación —al menos en España— es la forma como se eligen los representantes electos: para que podamos “restar” una fracción de voto al representante es necesario poder identificar al votante con “su” representante. Ello solamente es posible cuando cada distrito elige únicamente a un único representante, como ocurre con los distritos uninominales británicos. (Aunque técnicamente podría realizarse con cualquier sistema electoral, podría dar serios problemas de inconsistencia que llevaran a penalizar, injustamente, la opción de confiar en los representantes electos).
Repensar la participación, repensar las instituciones
Lo que la tecnología nos permite, hoy en día, es que podamos volver a pensar en el ciudadano apartando temporalmente el foco de las herramientas. O, dicho de otro modo, que podamos volver a diseñar sistemas de votación donde el ciudadano pueda rescatar su soberanía sin estar sometidos a las barreras de espacio y tiempo, de información y de comunicación, que antaño constreñían el diagnóstico de la voluntad del pueblo, la deliberación, la negociación y la toma de decisiones.
Las instituciones se han convertido, con los años, en centros de poder, en actores en sí mismos. Podemos ahora, con cuidado y sin romper nada, intentar que vuelvan a tener ese papel de caja de herramientas, de plataforma ciudadana, de ágora para la gestión colectiva de lo público.
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