Admitámoslo: el castellano está discriminado en Catalunya. No es una opinión ni una intuición: hay todo tipo de ordenamientos jurídicos que promueven una discriminación del castellano al dar un trato prioritario al catalán. Sucede en educación, pero sucede también en muchos otros ámbitos de la sociedad.
Pero no se detiene aquí el afán discriminador de los catalanes.
También se discrimina a los ricos, que pagan tanto en términos absolutos como relativos mucho más en impuestos que sus compatriotas de menor renta. Y no solamente pagan más, sino que habitualmente reciben menos: los gastos en servicios sociales, transporte público colectivo o subsidios a determinados bienes suelen quedar fuera de los intereses de las clases con mayor poder adquisitivo.
Se discrimina también a los hombres en contraposición a las mujeres. Además de algunas normas que las favorecen o protegen de forma explícita, gozan también de beneficios indirectos por su condición de madres que los padres, como mucho, pueden aspirar a igualar, pero que suelen quedar por detrás en su disfrute.
¿Y los que pasan una determinada edad? La inmensa mayoría de adultos se ve discriminada en su condición de no-jóvenes de tantas y tantas ventajas sociales a favor de quienes no han sobrepasado todavía un determinado umbral de años: descuentos jóvenes, becas, premios, tasas especiales.
Peor todavía es la discriminación, claro, por no haber cumplido una determinada edad. Es decir, la discriminación que sufren lo que, sin ser jóvenes, no son lo suficientemente viejos para descuentos o gratuidad en transportes públicos, medicamentos, viajes, hogares de ancianos y residencias.
Hay más, hay muchas más discriminaciones: por no tener una discapacidad, por no tener suficientes hijos, por no hacer una actividad económica relacionada con la cultura o con la educación…
Todas estas «discriminaciones», sin embargo, no son fortuitas, sino deseadas y consensuadas por el grueso de la comunidad: se conoce con el nombre de discriminación positiva aquella que tiene por objetivo cerrar una brecha de desigualdad creando otra desigualdad de signo opuesto. Con ello se pretende compensar la desigualdad inicial para acelerar su desaparición o para sentar unas bases de equidad fuertes que dificulten su reproducción. Así es como «discriminamos» positivamente a pobres para que tengan igualdad de oportunidades, a las mujeres para luchar contra el sexismo, a los jóvenes para que puedan formarse e integrarse en la sociedad, a los mayores para que no se descuelguen de esta al dejar de ser «productivos», a los discapacitados para hacer su discapacidad irrelevante, a los hijos porque se ha acordado que la natalidad es buena, lo mismo que la cultura y la educación…
La discriminación positiva no es un ataque al fuerte, sino un asidero especial a quien está en desventaja. La discriminación positiva es destinar más horas y recursos al hijo que perdió horas de clase por una enfermedad, sin por ello dejar de querer a su hermano.
El castellano y el catalán son dos hermanos de la misma madre. Y el catalán ha ido perdiendo innumerables horas de clase al haber enfermado varias veces: desde el virus de Felipe V hasta el cáncer de Francisco Franco. Y es por ello que merece una discriminación, una discriminación positiva.
Y la prueba de que es una discriminación positiva (y no negativa) es que el resultado es una mayor equidad entre ambas lenguas, tanto en la esfera privada como en la pública, equidad que se pone a prueba cada día por las inercias del pasado (el cáncer tiende a la metástasis), las oleadas de inmigración (que traen consigo el castellano o lo adoptan por lengua más universal), el solapamiento de administraciones e instituciones que no tienen como lengua cooficial el catalán (aunque sí sirven a estos ciudadanos y contribuyentes) o el aluvión de contenidos a los que se puede acceder gracias a la digitalización (de texto, sonido e imagen).
La pregunta relevante no es si el catalán o el castellano están discriminados en Catalunya, sino por qué deberían estarlo. Como de costumbre, las preguntas que empiezan con «por qué» suelen ser las más difíciles de contestar. Y por ello las pasamos alegremente por alto.
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