El pasado 11 de septiembre de 2013, la Assemblea Nacional Catalana (ANC) convocó a los catalanes a salir a la calle y formar una cadena humana. Una Vía Catalana por la independencia inspirada en la Vía Báltica de finales de los ochenta que en Estonia, Letonia y Lituania pidió abandonar la URSS. La convocatoria movilizó, según fuentes oficiales, unas 1.600.000 personas a lo largo de los aproximadamente 400 Km sobre los que transcurría la vía.
De la misma forma que expuse mis razones para participar en la vía — básicamente por una cuestión de apoyar la opción dialogada o democrática de abordar las diferencias — creo conveniente compartir ahora mis reflexiones al respecto. A estas alturas no serán ya originales, aunque sí espero aportar un punto de vista sobre una pregunta recurrente: ¿por qué van a ser diferentes la política o la corrupción en una Catalunya independiente de una Catalunya dentro de España?
La vía de la sociedad civil
Empecemos por algo que ha sido debatido y puesto de manifiesto hasta la saciedad en medios y tertulias diversos: la vía catalana fue una demostración del poder de la sociedad civil. Sin subvenciones, sin partidos detrás, sin sindicatos, la Vía Catalana fue organizada por una muy joven organización ciudadana y con la concurrencia de unos 30.000 voluntarios.
Pero esta interpretación se queda corta: si hay algo que destacar de la organización de la Vía Catalana, no es que fuese capaz de coordinar un ingente dispositivo logístico — que lo hizo — sino que facilitó la participación de otras entidades de forma bastante descentralizada. Así, la ANC fue en muchos casos más plataforma que jerarquía: dispuesta la cuadrícula sobre el mapa de Catalunya, fueron a menudo las entidades locales las que tomaron la iniciativa de la organización y dinamización de la actividad en sus respectivos lugares. Hubo simulacros, actos espontáneos, vías alternativas conectadas con ramal principal, coordinación entre tramos y entidades sin pasar por el centro de la red. Se creó una “marca” Vía Catalana que otros pudieron utilizar, enriquecer, apropiarse, hacerse suya, utilizar, identificarse con ella.
Dicho esto, se le hace a uno hasta jocoso leer que se atribuya, una y otra vez, a algunos partidos y a algunos políticos en particular la responsabilidad y el éxito del auge soberanista e independentista en Catalunya. En mi opinión, nada más lejos de la realidad. Que algunas formaciones y “líderes” sean capaces de arrimar el ascua a su sardina, hacer pasar el agua bajo su molino o surfear la ola, no significa que hayan sido capaces de prender fuego alguno, canalizar ningún agua y, ni mucho menos, generar una ola.
Vuestros políticos no son mejor que los nuestros
Esta frase, con variantes cambiando políticos por democracia o su ausencia, es lugar común como argumento para debilitar las razones para la independencia. Y es cierto que no hay motivo alguno para creer que las cosas deban cambiar por el solo hecho de independizarse Catalunya: en general, mismos partidos, mismas instituciones, misma corrupción, mismas (por ahora) leyes, etc.
¿Entonces?
Hay una diferencia: una sociedad civil fuertemente coordinada.
Recuperemos tres fechas clave en el movimiento soberanista catalán:
- El 10 de julio de 2010, donde la sociedad civil catalana sale a la calle para fiscalizar a las instituciones políticas y judiciales españolas a raíz del no del Tribunal Constitucional al nuevo Estatut.
- El 11 de septiembre de 2012, donde la sociedad civil catalana da la espalda al estado español para interpelar directamente al Parlament de Catalunya.
- El 11 de septiembre de 2013, donde la sociedad civil catalana se reafirma en su deseo de convocar una consulta, con o sin las instituciones.
¿Con o sin las instituciones? Recordemos que a lo largo de 2009 y 2011 ya hubo consultas populares a lo largo y ancho del principado. Y que ante la duda del President de aplazar la consulta a 2015 o 2016, el mensaje de la Vía Catalana fue totalmente inequívoco. Y fuerte.
Bien, ¿qué tiene que ver esto con la afirmación que la independencia cambiará la forma de hacer las cosas en Catalunya? En mi opinión, si bien la materia prima es la misma (una baja calidad democrática por unas instituciones políticas totalmente gangrenadas), la vigilancia que hace la sociedad civil es feroz. La petición de transparencia sobre el proceso, la muy exigente rendición de cuentas y auditoría sobre la evolución del mismo, hacen que la sociedad civil catalana esté muy encima de las instituciones, no por encima, sino sobre ellas, fiscalizándolas, contrapesándolas y, a menudo, marcando el rumbo a seguir.
¿Es esto condición suficiente para afirmar que la independencia obrará cambios radicales en materia de gobernanza? En absoluto: la independencia no es para nada un ejercicio neutral que no dependa de las rémoras del pasado. Pero se hace comprensible que muchos sí crean que, a diferencia de lo que ocurre en el resto del Estado, ello pueda comportar alguna diferencia. Dicho de otro modo, el alto nivel de compromiso y activismo de una buena parte de la sociedad civil catalana hace posible que un hipotético proceso constituyente en Catalunya pueda ser mucho más participado — y por tanto regenerador — que no, por ejemplo, el proceso constituyente español de 1978.
Hablamos, insisto, en términos de abrir nuevas posibilidades, de incrementar una probabilidad, y no de certezas, que dependerán muy mucho de otras variables en distintos contextos. Pero tenemos ya interesantes muestras del poder de articular redes de participación en la Plataforma de Afectados de la Hipoteca, la iniciativa 15MpaRato para juzgar al expresidente de Bankia, o el exitoso (aunque silenciado) OpEuribor para denunciar lo arbitrario de la fijación del Euribor como tipo de referencia para los precios de las hipotecas.
Llegados a este punto, vale la pena reflexionar sobre lo grave que resulta que la participación de la ciudadanía en política sea percibido como algo excepcional, singular, extraordinario, incluso como una injerencia o una amenaza. Tan extraordinario que todavía cueste creer — e incluso se niegue — su papel determinante por encima del liderazgo de partidos y representantes. Tan amenazante que se olvide por completo quién es el pueblo soberano y quién su representante.
Cuando una cuestión (no hace falta que sea un problema) afecta a más de una persona, en resumidas cuentas tenemos dos formas de abordarla:
- La primera es llegar a un acuerdo. Para ello es esencial que haya diálogo, debate, deliberación. No nos engañemos: el punto de llegada no tiene porqué ser necesariamente satisfactorio para todos los actores implicados. Pero sí supone que hay un reconocimiento de ese punto de llegada como solución (aunque sea de forma temporal) y un compromiso de respetarlo.
- La segunda es no llegar a un acuerdo. A esta falta de acuerdo puede llegarse, a su vez, por dos caminos distintos:
- El primero es donde una o varias partes ningunean a la otra u otras. Se toma una decisión y su consecuente curso de acción prescindiendo no ya de la voluntad sino incluso de la opinión del resto de implicados.
- El segundo es que una o varias partes imponen su opinión y voluntad al resto. Y, como toda imposición, se hace con un determinado grado de violencia.
Los tres procedimientos anteriores pueden ejemplificarse con el manido caso del matrimonio que va a separarse.
En el primer caso, uno de los cónyuges decide poner fin a la vida en pareja. Lo habla con el otro cónyuge y acuerdan los términos de la separación: quién se queda a vivir en el hogar que hasta entonces compartían, cómo se sufragaran los gastos de los hijos, etc. Como ya he comentado, esta solución puede que no sea satisfactoria para todos — por ejemplo el cónyuge que sigue queriendo al que ha decidido romper la pareja — pero es una solución pactada al fin y al cabo.
En el segundo caso, la primera opción es el clásico donde uno de los cónyuges “baja a por tabaco” y jamás vuelve a aparecer. No hay acuerdo, pero tampoco violencia: simplemente una parte ningunea a la otra y decide por su cuenta y riesgo.
En el tercer caso, ante la propuesta de romper la pareja, uno de los cónyuges fuerza al otro a permanecer en el hogar, ya sea con amenazas – violencia verbal – o a golpes – violencia física.
Terminemos esta digresión inicial diciendo que, en mi opinión, la opción del ninguneo solamente es factible en muy pocos casos. Además, es altamente inestable y es fácil que acabe convirtiéndose en una de las otras dos opciones: siguiendo el ejemplo anterior, o bien la pareja buscará a la parte fugada para acordar los términos de la separación (p.ej. los gastos de los hijos) o bien la pareja buscará a la parte fugada para hacerla volver a casa a golpes.
La Vía Catalana
La Assemblea Nacional Catalana ha organizado para el próximo 11 de septiembre — la fiesta nacional de Catalunya — la creación de una cadena humana que recorra los 400km que hay del extremo norte al extremo sur de Catalunya. Una Vía Catalana que pretende emular, tanto en el fondo como en las formas, la famosa Cadena o Vía Báltica con la que Estonia, Letonia y Lituania pidieron el fin de la ocupación soviética.
El signo de la Vía Catalana es inequívoco. Aunque ha habido matices, su objetivo es reivindicar la independencia de Catalunya, aunque otros participarán en ella abanderando cuestiones de soberanía o el derecho a decidir.
Yo voy a participar en la Vía Catalana aunque la independencia no esté en los primeros puestos de mis prioridades políticas. Mis motivos son mucho más básicos… o, me atrevo a decir, fundamentales.
Y creo que vale la pena compartir mis motivos no tanto para justificar mis acciones — que no ha lugar — sino para contribuir a explicar a aquellos que están pendientes de la cuestión catalana qué está sucediendo o cómo se están viviendo las cosas aquí.
Retomemos la digresión con la que empezaba esta reflexión.
Hay, según las encuestas, un buen grueso (un tercio, la mitad, algo más de la mitad… varía con la encuesta, pero es un buen grueso) de la población catalana que querría independizarse de España y otra parte que no. En el fondo, no obstante, los porcentajes son lo de menos: lo que está claro — y más después de las manifestaciones del 10 de Junio de 2010 y del 11 de Septiembre de 2012 — es que hay un desencuentro de pareceres alrededor de la forma en que hay que tratar la cuestión nacional en Catalunya.
¿Y cómo se ha abordado esta cuestión? Bien, con el ninguneo. Dejando aparte que el Senado es una cámara que no es territorial ni siquiera en absoluto operante, el mejor ejemplo es el del actual Estatut d’Autonomia, votado por dos parlamentos y por la población en referéndum y modificado, después, por un tribunal que no parece deberse a la Ley — y esta a la sociedad — sino a sus propios sesgos ideológicos. Hay más ejemplos, como los monólogos, soliloquios y juegos de frontón que se traen los respectivos representantes políticos tanto a nivel estatal como a nivel catalán.
No nos confundamos: no estoy defendiendo una posición en particular, sino el debate y la deliberación. Como ya he dicho, la solución que se tome no tiene que ser necesariamente del gusto de todos — no lo será en este tema jamás — pero sí puede ser algo acordado. Insisto: lo que denuncio es la falta de diálogo… y los riesgos de acabar mal que ello supone.
Pero el debate se ha negado. Negado a dos niveles: ni se habla de independencia, ni se habla de hablar de la independencia. Ni hay referéndum o consulta no vinculante, ni se habla de cómo sondear a la población en su totalidad más allá de una encuesta basada en una pequeña muestra. Ni la Ley permite la consulta — por no hablar de la independencia — ni se habla de cómo cambiar esa Ley. En definitiva, no se habla. Y punto.
Este ninguneo puede desembocar en un diálogo de sordos ya total: declaración unilateral de independencia. Con ello, no solamente no hablan los distintos gobiernos, sino que tampoco se habrá escuchado a la parte (¿cuánta? no lo sabemos) que pueda estar en contra de la independencia. Un despropósito de ninguneos.
Se me antoja que este ninguneo no puede durar eternamente, con lo que o bien habrá que acabar hablando o bien — y esta es la tradición española más arraigada — habrá que acabar imponiendo la solución con sangre. No, aquí todavía nadie habla de sangre (¡al contrario!), pero, ¿hasta cuando pueden ningunearse los problemas, la independencia de Catalunya o la cuestión que sea?
Mi participación en la Vía Catalana quiere contribuir, en la medida de lo posible, en hacer decantar la aproximación a la cuestión de la independencia de Catalunya hacia la vía del diálogo y no hacia la vía de la violencia.
Sé que esta es una aproximación un tanto maximalista, pero así es como yo veo las cosas y cuál creo que es la situación de la cuestión.
Pero, ¿hay que ser nacionalista para ir a la Vía Catalana? En mi opinión, no necesariamente. Es más, mi (repito: mi, la mía) aproximación a la cuestión es que precisamente hay que reivindicar el diálogo fuera de toda consideración nacional, sea catalanista o españolista. No me cabe duda de que este no es el sentir mayoritario de quienes van a participar. Pero yo aquí hablo por mí, no por ellos.
Pero, ¿hay que ser independentista para ir a la Vía Catalana? ¿No capitalizarán los independentistas la participación de los que vayan? La respuesta es parecida a la anterior. Aunque la iniciativa parte desde una organización independentista y se configura en el fondo cómo una reivindicación independentista, para mí priman, en este caso, las formas: la apología del diálogo por encima de todo. Y, a fin de cuentas, si a uno tienen que acabar capitalizándolo unos u otros, en estos momentos es mejor verse entre las filas de aquellos que defienden una salida dialogada a la cuestión que aquellos que, por activa o por pasiva, están alimentando y empujando la salida hacia la violencia, a base de cerrar una y otra vez cualquier otra alternativa democrática.
Esta es, en definitiva, mi consideración a participar en la Vía Catalana: por encima de todo — de nacionalismos, de independentismos, de pugnas entre partidos y gobiernos — un ejercicio de democracia, de soberanía popular. De agotar las vías del diálogo, el debate y la deliberación.
No se me ocurre nada más radicalmente opuesto a la Guerra de Sucesión, a las Guerras Carlistas, a las declaraciones unilaterales de repúblicas y estados catalanes, o a la Guerra Civil Española que la Vía Catalana. Y allí quiero estar yo para apoyar esta radical alternativa. Lo que venga después del diálogo, el debate y la deliberación, eso ya pertenece a otra discusión.