Cuando yo era un lector más joven, recuerdo que era apasionante abrir una novela y encontrar entre sus primeras páginas un mapa. Real o ficticio, el mapa prometía que la novela iba a transitar por derroteros que habría que ir siguiendo en el mapa. Esa pasión de «leer con mapa» ha seguido invariable a lo largo de los años.
El caso seguramente más conocido de libro con mapa es el del Señor de los Anillos y su mapa de la Tierra Media, aunque hay muchos más ejemplos. Cuando el mapa no aparecía en el libro, casi de forma inevitable «había» que leer con el atlas a mano — igual que hay que leer con un diccionario a mano. El Cryptonomicon, de Neal Stephenson, era también un libro a seguir con atlas, pero tanto su volumen como mi itinerancia lo hacían poco práctico. Una descarga de varios mapas de la Biblioteca Perry-Castañeda, impresión en el tamaño adecuado y uso como punto de libro pusieron fin al problema.
El último libro-cum-atlas que leí, El viaje de Baldassare de Amin Maalouf, acabó acomodándose a los nuevos tiempos: elaborando mi propio mapa del viaje de Baldassare donde fui trazando los viajes del desventurado protagonista de la novela.
Cuando se habla del fin de los libros, los debates suelen moverse alrededor del coste del papel, del menor coste del libro electrónico, de la facilidad e inmediatez de adquirir este último, o de la conveniencia de llevar varios volúmenes consigo en un mismo lector y sin herniarse en el intento.
Sin embargo, para mí, el fin del libro vendrá después del fin de la experiencia de la lectura tal y como la hemos conocido hasta ahora.
Si, años atrás, lo habitual era leer acompañado de un diccionario y, lo máximo, con un atlas, hoy en día el complemento de un «leer con» se ha disparado. Si ya apuntaba que el atlas ha sido substituido por Google Maps, el diccionario se ha substituido convenientemente por la consulta sistemática y múltiple de los aparentemente infinitos recursos que la Red pone a nuestra disposición. Los más concurridos, por supuesto, los diccionarios y la Wikipedia. Según el tipo de libro, estos se quedan cortos y hay que ir más allá. Uno puede imaginarse una representación del dios Viracocha al leer a Vázquez-Figueroa o, simplemente, ver cómo era Viracocha; imaginarse a Dexter Gordon y Wardell Gray tocando ante Jack Kerouac o bien escuchar The Hunt de Dexter Gordon y Wardell Gray; e imaginarse la Stampede Trail de Jon Krakauer o seguir la ruta íntegra de Chris McCandless.
Si, como me sucede a mí tanto por gusto como por profesión, nos movemos de la novela al ensayo, esa «lectura con» toma todavía un nuevo significado. Mis lecturas profesionales requieren más, mucho más que tener a mano un diccionario, una enciclopedia o un archivo de imágenes, audio o vídeo. A menudo hay que tomar notas, o compararlas con otras; leer en paralelo dos, tres o muchas más obras (he llegado a tener abiertos más de 25 artículos académicos y trabajar con todos ellos simultáneamente); acceder a las biografías de los autores, o a detalles técnicos de lo expuesto en la lectura principal; consultar los comentarios que han hecho otros lectores/investigadores; realizar unos cálculos o correr una simulación; visualizar la información de otra forma más gráfica o esquemática…
Y quien haya perdido media mañana leyendo de acá para allá a partir de un único artículo que encontró en el periódico o en un blog ha vivido esa misma sensación.
Hasta ahora, uno era esclavo del lugar donde tuviera atornillado el ordenador. Ese tipo de lectura era cosa de despacho, de estudio, de lugar de trabajo. Con las tabletas, ya no más.
En casa, no ha sido el coste del papel, ni la conveniencia de comprar libros online, ni tan solo el ahorro en fisioterapeutas para curar contracturas por el transporte de demasiados volúmenes. En casa han sido los nuevos hábitos de lectura, ha sido la nueva lectura intensiva y expansiva de los textos, es la lectura aumentada la que ha matado al libro de toda la vida. Sin retorno y para siempre.