Bakunin and Marx from Russia with love, cortesía de fabiotmb
El 28 de septiembre de 1864 se constituía en el Saint Martin’s Hall de Londres la Primera Internacional de los Trabajadores. Ocho años después, las distintas aproximaciones que sobre el poder y la organización tenían Karl Marx y Mijaíl Bakunin dieron al traste con la unidad y la Primera Internacional se partió en dos.
La Primera Internacional fue uno de los primeros intentos de organizar a una gran masa de ciudadanos a nivel planetario, y lo hizo abriendo la caja de Pandora que todavía está por cerrar: jerarquía y representación o asamblea y participación. Se impuso la primera opción y, en términos generales, así sigue hasta hoy en la inmensa mayoría de organizaciones en todo el mundo.
En el invierno de 2010-2011, el mundo se vio sacudido por la ola de revueltas que convinimos en llamar la “Primavera árabe” y que se extendió, ya con otros nombres, por medio globo. La principal característica de lo sucedido en Túnez, Yemen, Egipto, España, México, Brasil, Estados Unidos, Turquía o Hong Kong —por citar solamente los movimientos más mediáticos internacionalmente— es que todo estaba conectado. Salvando las enormes particularidades de cada caso, en dichos movimientos sociales se compartieron objetivos, protocolos y herramientas, pero —y esto es destacable—, sin ningún organismo coordinador, y sin ninguna asamblea mediante.
La tecnopolítica —en el sentido que le dio Jon Lebkowsky en TechnoPolitics en 1997— aparece como el motor común de los movimientos sociales nacidos tras la emergencia de la Web 2.0 y las redes sociales. Y se erige como alternativa a la jerarquía con una cúpula electa que toma decisiones y las ejecuta, así como alternativa a la asamblea que toma decisiones y nombra una cúpula para ejecutarlas.
Al contrario que éstas, lo que caracteriza la tecnopolítica es primero la acción y después la coordinación, la hacercracia: a partir de una toma de decisiones altamente distribuida, así como la posibilidad para iniciar procesos de forma individual. Tomadas las decisiones y puestas en práctica a modo de proceso piloto, a medida que la iniciativa tecnopolítica gana interés suma participantes y afina sus protocolos. Se enriquece, además, de participaciones puntuales que, lejos de ser un incomprendido clictivismo (todo parece ejecutarse clicando opciones predefinidas e inevitables), se constituyen en aportaciones que marcan la tendencia, el patrón de comportamiento y construyen puentes para su réplica en iniciativas similares.
Es aquí, en hacer la participación distribuida, fácil, gradual y replicable, que es posible constituir redes reconfigurables que se adaptan fácilmente a las singularidades de cada caso particular. Pero que a su vez permiten elevar la mirada y sincronizarse para constituir, por construcción, movimientos emergentes de mucho mayor calado.
Es la sincronización, y no la planificación, lo que hace nuestros actuales radares inservibles para identificar, analizar y evaluar los actuales movimientos sociales, tan diferentes de nuestro institucionalismo.
Este modus operandi de trabajar sobre lo que une y sin detenerse en lo que separa ha dado dos grandes frutos: diagnósticos afinadísimos de cada situación, gracias a su fuerte enraizamiento en las bases ciudadanas y la multiplicidad de ojos que contribuyen al proyecto de proyectos; y procesos organizativos dinámicos y flexibles que facilitan la respuesta rápida y la concentración de masas críticas alrededor de ejes simples y claros.
Su punto débil, probablemente, la reflexión propositiva y puesta en práctica de proyectos a largo plazo. Para ello, es necesaria la visión de contexto, el ágora sosegada y la facilitación de la deliberación. Estas cuestiones han sido habitualmente feudo reservado a las instituciones, con lo que los movimientos sociales han optado por tomarlas. Y es de esperar que el paso de la tecnopolítica por las instituciones las cambie para siempre.