Por qué el independentismo y el resto de soberanismo no se encuentran. Una reflexión desde la desobediencia

Imagen de una urna del 1 de octubre de 2017

Siempre se ha dicho que la solución a las aspiraciones secesionistas del independentismo sólo tiene dos caminos: el pacto con el Estado español, y la confrontación violenta. O se celebra un referéndum pactado, o se gana una guerra de secesión. No hay más.

¿No hay más?

No.

La vía de la desobediencia

Hay una vía intermedia, la desobediencia, que tiene que ver con la distinción que Johan Galtung hacía de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. Estas dos últimas son invisibles y tienen que ver, la estructural, con la diferencia de oportunidades, la discriminación y, en general, con el trato desigual que las instituciones hacen con algunos ciudadanos; la cultural es similar, pero a nivel individual o personal: indiferencia, odio, desprecio.

El independentismo catalán se ha situado tradicionalmente en la lucha no-violenta contra estas violencias estructurales y culturales. En los últimos meses se ha hecho especialmente patente esta lucha contra una percepción de violencia estructural por parte del Estado español: no reconocimiento del derecho a decidir, arbitrariedad judicial, censura, represión de las libertades ciudadanas (especialmente la libertad de expresión), manipulación de los medios, discurso del odio, ataques a entidades de la sociedad civil, etc.

No entro ahora a juzgar si estas percepciones se corresponden con la realidad o no. La cuestión es que el independentismo, tras intentar pactar con el Estado y rechazar de plano la violencia directa, ha optado por esta vía intermedia de la desobediencia, consistente en poner de relieve estas cuestiones y, en la medida de lo posible, desobedecer normas que se percibían como injustas. El referéndum del 1 de octubre sería el ejemplo paradigmático de esta desobediencia pacífica contra la violencia estructural del Estado.

En el otro extremo, en el llamado bloque unionista, se ha promovido una visión totalmente opuesta a la del independentismo. Por un lado se ha negado la violencia estructural (el derecho a decidir no existe, no es cierto que se pasara el cepillo por el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, etc.) o la violencia cultural (las amenazas fascistas a personas y entidades catalanistas son puntuales o no merecen castigo, las manifestaciones de catalanofobia de algunos medios no son tales o caen dentro de la libertad de expresión, etc.). Por otra parte, y éste es, para mí, un salto conceptual ilegítimo, se ha equiparado la desobediencia a la violencia directa. Así, los que unos ven como una pacífica lucha contra la violencia estructural y cultural, otros lo ven como una violencia tácita que induce a la violencia directa. Este es el razonamiento, entre otros, del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, pero secundado por un gran abanico de espacios políticos que equiparan la desobediencia con la violencia directa y, por tanto, con las penas máximas que estipula el Código Penal.

De la violencia estructural a la violencia directa

Esta posición, desde mi punto de vista, no sólo refuerza la violencia estructural, sino que, en su extremo, la represión de la desobediencia entra ella misma en la violencia directa: es violencia directa apalear 1.000 personas que salen pacíficamente el 1 de octubre y es violencia directa poner en prisión a cargos electos y activistas que han ejercido también la desobediencia. Sin querer tampoco entrar aquí a debatir sobre Teoría del Derecho y sobre el Código Penal, me parece muy discutible hablar de rebelión sin violencia directa, y hablar de incitación a la violencia cuando tampoco ha habido violencia.

En resumen, tenemos el independentismo instalado en la vía de la desobediencia y el unionismo avalando por activa o por pasiva una vía que conduce a la violencia directa (evidentemente de mucho menor intensidad que la confrontación armada, pero conceptualmente en el mismo bando) por parte del Estado, violencia directa que se suma a la cultural y la estructural.

El soberanismo no independentista — lo que generalmente englobamos en Catalunya como Comunes y en otras partes del estado como mareas y confluencias (entre otras reificaciones del 15M), a pesar de sus diferencias internas en composición y en ideología — han querido quedarse en el bando del pacto. En un mundo binario — pacto o confrontación violenta — seguramente es la posición que se esperaría desde el respeto por la democracia y las instituciones. En un mundo más complejo, como el que he descrito más arriba, esta posición tiene sus detractores incluso dentro del respeto por la democracia y las instituciones.

Salgamos por un momento de la política territorial o identitaria y entremos en el machismo o el racismo.

La posición ante la violencia estructural

Las mujeres o las personas negras tienen una aparente igualdad formal en relación a los hombres o a las personas blancas. Pero las mujeres o las personas negras saben, porque lo viven cada día, que más allá de la ausencia de violencia directa, sufren violencia estructural o violencia cultural. La estructural es el techo de cristal, las diferencias salariales, la prioridad de la medicina hacia la investigación con y para los hombres. La cultural es la denigración, los estereotipos, el enorme rango de actitudes y acciones machistas en el día a día, cada día.

Ante el machismo o el racismo cada vez hay mayor consenso que no basta con garantizar las cuestiones formales, sino que hay que ir más allá. La discriminación positiva es el ejemplo más visible, pero hay otros que caen dentro de lo que hemos ido llamando la lucha contra los micromachismos, el machismo banal, el machismo institucional y un larguísimo etcétera. Y lo mismo con el racismo.

Con las enormes diferencias que existen entre los tres casos, las mujeres, los negros y los independentistas se enfrentan a la violencia estructural y cultural. Y esperan de sus compañeros que les ayuden a hacer visible esta violencia no directa por no estar formalizada, a desobedecer lo injusto, a luchar activamente para cambiar la estructura y la cultura de la sociedad.

Y volvemos sobre nuestro caso. En el independentismo, esta violencia estructural y cultural comienza con el discutido derecho a decidir, pero progresa rápidamente sobre el ejercicio y el aprendizaje de la propia lengua, el cuestionamiento de algunas instituciones (como la monarquía), la censura velada de algunas de estas ideas, la censura no tan velada, el encausamiento de la disidencia (humoristas, cantantes, artistas) para acabar con la persecución y encarcelamiento de personas por sus ideas y no por sus hechos.

Lo que el independentismo pide al resto del soberanismo no es que luche por sus propias convicciones (un nuevo estado), ni tampoco pide que luche por unos determinados instrumentos (un referéndum vinculante), sino contra la violencia que el Estado y una parte de la sociedad ejerce contra un colectivo de ciudadanos.

La asimilación de la posición del soberanismo no independenstista a la posición del unionismo, o las acusaciones de equidistancia son, en mi opinión, maniqueas y, por tanto, muy criticables: no es lo mismo inhibirse de una situación de injusticia que ejercerla. Ahora bien, el razonamiento que conduce a estas críticas tiene una parte de fundamento: inhibirse ante situaciones de injusticia, aunque no es lo mismo que ejercerla, contribuye a perpetuarla.

Las izquierdas ante la violencia estructural

Esta última cuestión es, además, especialmente importante desde las izquierdas.

De las muchísimas definiciones que se puede hacer de qué es la izquierda, una de mis preferidas tiene que ver con el querer recorrer el camino que va de la igualdad a la equidad, es decir, de tratar a todo el mundo igual a dar las mismas oportunidades a todos.

La equidad a veces requiere un trato no igualitario, y a veces requiere trabajar activamente (aquí el adverbio es importante) para eliminar las barreras que se interponen ante la igualdad de oportunidades, que evitan la equidad.

Cuando independentismo, y muy especialmente la izquierda independentista, ve algunos de sus derechos vulnerados (ve que el sistema ejerce violencia contra algunas personas), lo que pide no es igualdad, no es un referéndum pactado: pide equidad, pide lucha contra quien vulnera derechos o los vuelve en contra de un colectivo.

No nos debe sorprender, pues, que haya sido con la izquierda independentista donde el soberanismo ha topado más fuerte en estas cuestiones, dado que ha percibido que una parte de la izquierda no defendía algunos derechos con la misma intensidad que otros, dado que ha percibido que era un tema de equidad y no de igualdad, dado que ha percibido que la izquierda no hacía de izquierda en algunos flancos.

No deja de ser paradójico que la izquierda no independentista haya criticado eso mismo al independentismo: que se aliara con la derecha para conseguir sus fines.

Pero son, en mi opinión, dos planos diferentes: mientras puede ser censurable (o no: es otro debate) que derecha e izquierda pacten una determinada política pública, no puede serlo nunca para trabajar conjuntamente por la igualdad de oportunidades o para luchar contra la violencia estructural o directa. La segunda cuestión es sobre el terreno de juego; la primera sobre qué partida queremos hacer.

El punto de encuentro

La solución a este desencuentro es tan simple como difícil de llevar a cabo. Simple, porque hay dos aproximaciones más o menos inmediatas a hacer. Difícil porque son aproximaciones que piden determinación ideológica y, en el caso de los partidos, orgánica y asumir riesgos electorales.

La primera aproximación es que quien se dice demócrata debe desmarcarse del bloque represor en la defensa de los derechos. Y la defensa debe ser activa, no basta con sentarse a esperar un referéndum pactado. Tampoco basta con buscar este pacto. La izquierda no independentista ha de añadirse al independentismo en la desobediencia de todo lo que vulnera los derechos de los ciudadanos. No para defender el independentismo, sino para defender a los ciudadanos, voten lo que voten, piensen lo que piensen. Tal y como lo haría si se tratara de la lucha contra el machismo o contra el racismo. Porque hablamos de derechos, no de políticas. Y eso, en general, no ha pasado.

La segunda aproximación es que la desobediencia debe desmarcarse de las instituciones. Es decir, son las personas las que desobedecen, nunca las instituciones. En algunos casos la frontera puede ser poco clara (p.ej. un diputado, ¿desobedecería como persona o como institución?), pero en otros casos la frontera no es difusa y se ha traspasado. Aquí es donde la sociedad civil debe jugar un papel fundamental que, a menudo, los partidos han querido capitalizar e incluso liderar. La confusión de estas dos esferas, la institucional y la ciudadana, no puede volverse a dar.

Este doble pacto — más determinación en la defensa de los derechos y contra la violencia estructural y cultural, por invisible que sea; separación de las instituciones de la desobediencia civil — son dos pasos claros que pueden darse. Hacerlo pide valor y compromiso. Pero compromiso con los instrumentos, no con los fines. Al fin y al cabo, el republicanismo tiene muchos encajes territoriales, pero este aspecto es sólo el 1% de todo el camino que hay que hacer.

La izquierda tiene la costumbre de empezar por lo que la separa y no en lo que la une. Por una vez, podría invertir el orden de su acción política.

Entrada originalmente publicada el 27 de marzo de 2018, bajo el título Per què l’independentisme i la resta del sobiranisme no es troben. Una reflexió des de la desobediència en la Revista Treball. Todos los artículos publicados en esa revista pueden consultarse allí en catalán o aquí en castellano.

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¿Tecnología o Sociedad de la Información? Una propuesta para el nuevo gobierno catalán

Fotografía de una réplica de la piedra Rosetta
Rosetta, cortesía de Mini OzzY.

La pasada legislatura fue un revulsivo a muchos niveles. El actual modelo de desarrollo de Sociedad de la Información no ha escapado a esta crisis. El caso más conocido, quizás, ha sido el papel central del Centro de Telecomunicaciones y Tecnologías de la Información (CTTI) y el Centro de Seguridad de la Información de Cataluña (CESICAT) en todo lo que ha hecho referencia a infraestructuras de comunicaciones y seguridad. Hemos tenido, sin embargo, también un interesante debate con el que tenía que pasar con los datos de la historia médica y el proyecto VISC+, cómo debían configurarse las políticas de transparencia, datos abiertos o gobierno abierto de la Generalitat, o cómo se transforma la comunicación con el ciudadano a través de canales telemáticos, entre otras muchas iniciativas.

En los siguientes párrafos quiero hacer dos propuestas: que las infraestructuras deben seguir un proceso de descentralización para evitar la vulnerabilidad de tenerlas todas juntas; y que, por el contrario, los servicios deben tener, si no una centralización, sí un centro de coordinación que permita estrategias y políticas que sean compartidas de manera que aprendan conjuntamente y pongan el ciudadano en el centro.

Desarrollo digital e infraestructuras

El desarrollo digital —o, en su ausencia, la brecha digital— ha pasado por tres estadios desde que empezamos a hablar de las autopistas de la información durante la década de 1990. Hablamos de la primera fase como la de acceso (físico) a las infraestructuras, la segunda como la de la capacitación o las competencias digitales, y la tercera como la del uso efectivo y empoderador.

Aunque las tres fases conviven en el tiempo hoy en día —también en Cataluña— es obvio que el peso se va desplazando cada vez más hacia la tercera. Y es, con esta cuestión bien presente, que deberíamos pensar las políticas de Sociedad de la Información en nuestro país. ¿Qué planes tenemos para el día siguiente del 21 de diciembre de 2017?

La situación actual es fruto de las necesidades de cada momento y ha sido muy útil para el desarrollo del acceso a la tecnología y, en menor medida, el desarrollo de competencias en el ámbito de la transformación digital.

Basta con mirar el organigrama de la Generalitat para ver el enorme esfuerzo que se ha realizado en materia de infraestructuras, seguridad, comunicaciones y alfabetización digital. Sin embargo, no habrá que buscar mucho en el organigrama: el grueso de las instituciones se agrupan bajo la Secretaría de Telecomunicaciones, Ciberseguridad y Sociedad Digital.

Esta concentración, en mi opinión, ya no es necesaria. Es probable que las cuestiones de seguridad ya no tengan que depender de las «telecomunicaciones», sino de quien se encarga de la seguridad, los policías o los servicios de inteligencia: Interior. Es también probable que las cuestiones de infraestructuras tecnológicas no tengan que depender de las «telecomunicaciones», sino de quien se encarga de «poner las calles» cada día por la mañana, sean analógicos o digitales: Territorio, Infraestructuras, o como convengamos llamarlo. Es probable que la acreditación de competencias en uso de las TIC o el despliegue de telecentros y políticas de fomento del uso de Internet no tengan que depender de las «telecomunicaciones», sino de quien se encarga de mejorar las capacidades de los ciudadanos y el tejido social del país (la respuesta al quién, más abajo).

Por otra parte, esta concentración, además de responder a un modelo que poco a poco vamos dejando atrás (insisto: no renegamos de él porque ha sido muy útil hasta hoy) tiene unos riesgos obvios: es altamente frágil por el hecho de concentrar, en el mismo lugar, todas las infraestructuras digitales así como una gran parte de los usos estratégicos.

Sociedad de la Información y el ciudadano en el centro

Situémonos en la tercera fase, la del uso efectivo de las tecnologías digitales para el empoderamiento ciudadano. ¿Qué es lo que tenemos ahora? Por un lado un ciudadano que reúne en una persona física diferentes actores: un paciente, un estudiante, un activista, un consumidor, un emprendedor. Por otra, una dispersión de servicios que comparten, a menudo, necesidades, enfoques, metodologías y, incluso, soluciones. En salud se habla de envejecimiento activo, de comunidades de pacientes o de poner al paciente en el centro para darle más autonomía; en educación hablamos cada vez más de aprendizaje, de aprender a aprender, de comunidades de aprendizaje y de poner al estudiante en el centro para darle más autonomía; en gobernanza, hablamos de participación y co-gestión, de retorno de soberanía, de comunidades de interés y de poner al ciudadano en el centro para darle más autonomía; en economía, hablamos de cooperativismo, de empresas en red, de prosumidores, y de poner el consumidor o el emprendedor en el centro para darle más autonomía. No hace falta seguir. Prácticamente todos los ámbitos de la sociedad están siguiendo el mismo patrón: nuevas herramientas, nuevas formas de organización, mayor autonomía.

Cuando hablamos que la Administración debe proporcionar una ventanilla única al ciudadano, esto no se puede conseguir sólo concentrando aquello que diseñamos e implementamos por separado. Al contrario, el diseño —y más si debe ser participado por el ciudadano en cualquiera de sus roles— también debe ser coordinado. Y esta coordinación no es sólo a la hora de implantar, sino de diagnosticar las necesidades, evaluar las opciones e integrar las soluciones.

No creo que haya que pedir un Departamento del Ciudadano, aunque no me parece tampoco ninguna barbaridad: la gran empresa ya funciona con ejecutivos de cuentas que hacen de intérpretes entre el cliente y la organización. Pero sí un ente que coordine. Y permítaseme insistir: que coordine el trabajo de (por ejemplo) las direcciones generales de Modernización e Innovación de la Administración; de Transparencia, Datos Abiertos y Calidad Democrática; de Atención Ciudadana; de Difusión; o las áreas de Tecnologías de la Información y la Comunicación en Enseñanza y en Salud.

Durante los dos tripartitos (2003-2010) estuvo en funcionamiento la Fundación Observatorio para la Sociedad de la Información de Cataluña (FOBSIC) que debía ser el think tank de la Sociedad de la Información en Cataluña. Seguramente los tiempos de la FOBSIC ya han pasado en cuanto a la sociedad en general, pero sí considero que hace falta un organismo que, dentro de la Generalitat (o junto a ella), detecte tendencias, haga análisis, diseñe propuestas y acompañe la transformación digital en la Administración. Este ente —o lo que sea—, más que coordinar —concepto que siempre tiene un sesgo jerárquico, de verticalidad— debe dar servicio a todos los niveles de la Administración, empezando por la Generalitat misma. Este servicio debe basarse en un diálogo constante entre todos los actores para que las propuestas de innovación que resulten (técnicas, metodológicas, organizativas) puedan probarse, escalarse y reproducirse, sin que cada uno tenga que reinventar la rueda una y otra vez. Porque la transformación digital debe hacer más eficiente, pero sobre todo más eficaz, el tránsito de la Administración a la Sociedad de la Información.

Pero, no nos equivoquemos: esto no va de «modernizar la Administración». O no solamente. Esto de transformar la sociedad. Lo que sirve para la Administración, puede servir para otros ámbitos; y, más importante, lo que aprende la Administración sólo lo aprenderá en un constante diálogo con la empresa, la universidad y la sociedad civil. Lo llaman el modelo de innovación de la cuádruple hélice, pero podemos llamar innovación abierta, innovación social, innovación social abierta, economía social, comunes digitales. Este ente debe tener, pues, forma de T: por una parte, dialogar de forma horizontal con todos los otros actores de la sociedad; por otra, ofrecer acompañamiento en vertical en todo el ámbito de la Administración.

Esto va de cambiar la cultura de la Administración para que sus políticas públicas se acerquen más a este ciudadano del s.XXI que ya está aquí y que pide y necesita cosas distintas de quien lo gobierna. Podemos hacerlo cada uno por su parte o sumar y concentrar esfuerzos. Si nos creemos que la Administración debería hacer I+D+i sobre los servicios y políticas que pone en marcha, esta sería mi prioridad absoluta.

Entrada originalmente publicada el 13 de diciembre de 2017, bajo el título Tecnologia o Societat de la Informació? Una proposta per al 21-D en Crític. Todos los artículos publicados en ese periódico pueden consultarse aquí bajo la etiqueta sentitcritic.

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Perfil sociodemográfico de los internautas españoles 2018: la excluyente baja competencia digital

El Observatorio Nacional de las Telecomunicaciones y la Sociedad de la Información acaba de publicar la edición para 2018 de su Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

Los datos hace años que no cambian mucho. En parte, por un buen motivo: el 80% de la población usa Internet semanalmente, lo que es una cifra muy elevada y, en consecuencia, difícil de mejorar de forma drástica. En parte, por un mal motivo: ese 20% de no usuarios o de usuarios poco frecuentes parece (casi) estancado y no parece que los esfuerzos por reducirlo estén dando frutos. Puede ser que las estrategias no sean las adecuadas, o que simplemente no nos estemos tomando en serio esta quinta parte de la población adulta española porque ya los damos por perdidos — más sobre esto más adelante.

La Figura 1 muestra con qué frecuencia se conectan los españoles a Internet. En mi opinión, conectarse menos de una vez a la semana ya aleja a una persona de los beneficios más estratégicos de Internet: información, aprendizaje autónomo, participación política, cuidado activo de la propia salud y envejecimiento, oportunidades de socialización y, por supuesto, empleabilidad.

ONTSI. Perfil Internautas 2017. Ultimo acceso y frecuencia de uso de Internet
Figura 1: Último acceso y frecuencia de uso de Internet. Fuente: ONTSI
(2018). Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

De entre los diversos factores que hay para no estar conectado se encuentra, siempre presente, la renta, tal y como muestra la Figura 2. Aunque no lo vamos a incluir aquí, el ONTSI también muestra como factores la educación y la edad. En realidad, cuando miramos los datos de cerca, se trata del mismo factor representado por variables emparejadas: la renta y el nivel educativo tienen una muy estrecha relación. Por otra parte, en España el nivel educativo y la edad tienen también recorridos paralelos, fruto de, entre otras cosas, la tardía industrialización de España, el también tardío desarrollo del Estado del Bienestar y, cómo no, la Guerra Civil.

Dicho de otro modo, el bajo nivel de acceso a Internet es a la vez consecuencia y causa de exclusión social. Los más excluidos acceden menos a Internet y ese bajo acceso les va a vetar posibilidades de inclusión social.

ONTSI. Perfil Internautas 2017. Internautas por renta
Figura 2: Acceso a Internet por renta. Fuente: ONTSI
(2018). Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

Vale la pena hacer un breve paréntesis aquí para combatir uno de los falsos mitos sobre la inmigración en España: que tiene bajo nivel educativo y que, además, vive de espaldas a la tecnología. Nada más lejos de la realidad. Son cuestiones sabidas hace tiempo (como muestran Boso y Ros, 2010 o Ros et al., 2012) pero los datos del ONTSI nos lo confirman: la población inmigrante tiene un nivel educativo entre medio y elevado, y vive conectada tanto entre el colectivo inmigrante, con los que han dejado en su país de origen, y con el colectivo de acogida.

ONTSI. Perfil Internautas 2017. Acceso a Internet por nacionalidad
Figura 4: Acceso a Internet por nacionalidad. Fuente: ONTSI
(2018). Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

Pero volvamos a los conectados y los no conectados. Uno de los dramas —porque lo es— no es cuánto nos conectamos, sino cómo. Es decir, el uso cualitativo que hacemos de Internet, más allá del número de horas que nos sentamos frente a una pantalla. Y si más arriba decíamos que parecía que había un 20% de la población que no importaba a nadie, ahora podemos ampliar el porcentaje al 70%. Y sí, esta afirmación es muy fuerte.

Según el sub-indicador de capacidades digitales del ONTSI (Figura 4), una cuarta parte de la población poco competente en materia digital, tanto manejando información como comunicación. Esta cifra debería hacer saltar todas las alarmas porque viene a decir que casi la mitad de la población (el 20% que no se conecta más el 25% que tiene una muy baja competencia digital) apenas sabe para qué sirve Internet — y, lo que es peor, en muchos casos o bien cree que no sirve para nada o bien cree que sí lo sabe aunque su juicio sobre sí mismo no pueda ser más falso.

Este aspecto, la competencia digital, es ya fundamental para evitar la exclusión profesional y la exclusión social. Y ni el sistema educativo ni el entorno profesional están muy avanzados en esta cuestión. Por su parte, la Administración a menudo se ha centrado en los cables y ha obviado el uso que hacíamos de esto, con los patentes resultados que ahora presentamos.

ONTSI. Perfil Internautas 2017. Capacidades digitales: información y comunicación
Figura 4: Capacidades digitales: información y comunicación. Fuente: ONTSI
(2018). Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

El problema de la competencia digital se agrava si hacemos más exigentes los requisitos. El indicador global de capacidades digitales (Figura 5) nos viene a decir que que solamente un 31% (de los que usan Internet!) es capaz de saber cuándo una noticia es falsa, cómo gestionar mejor su salud, como aprender con Internet, como participar mejor en democracia o como tener una estrategia de empleabilidad basada en la red. Es decir, un 69% tiene en casa (o en el bolsillo) una infrastructura que escapa a su control y un potencial que supera su comprensión. Dado que hay un 31% que sí lo sabe, esa brecha digital se convertirá (lo es ya, de hecho) en un nuevo vector de desigualdad social y exclusión — no e-exclusión, sino simple y llanamente exclusión, sin la «e-«.

ONTSI. Perfil Internautas 2017. Capacidades digitales: indicador global
Figura 5: Capacidades digitales: indicador global. Fuente: ONTSI
(2018). Perfil sociodemográfico de los internautas. Análisis de datos INE 2017.

En resumidas cuentas, el uso de Internet nos muestra y a la vez refuerza que tenemos una cuarta parte de ciudadanos de primera y tres cuartas partes de ciudadanos de segunda. No es una sorpresa: lo vemos en la distribución de las rentas o en la composición de los cargos púbicos, por poner sólo dos ejemplos. Lo que sí es algo más sorprendente es que con el potencial nivelador que podría tener Internet, estemos librando tan mal esta batalla. Son ya casi 25 años de Internet abierta al público en general. Es una generación entera: no podemos decir que nos haya cogido por sorpresa. Ya no.

Hay tres líneas de acción que podrían llevarse a cabo para atajar la situación actual de baja competencia digital en la sociedad:

  1. La primera, y más obvia, la inclusión en la formación reglada de acciones de aprendizaje que incluyan la competencia digital. Nótese que no se habla de «asignaturas de informática», sino de cómo incorporar la competencia digital de forma transversal en todos los ámbitos de formación. De ahí que se hable de «acciones de aprendizaje», que pueden consistir en actividades, trabajos, proyectos, uso de metodologías docentes intensivas en tecnología, etc.
  2. La segunda, la promoción de ese mismo tipo de formación pero en la empresa o fomentada desde la empresa. Dado que alcanzar unos determinados niveles de competencia digital urge, no podemos esperar el natural reemplazo generacional que se daría poco a poco a base de incluir dicha formación en la escuela o el instituto. Las personas que ya han superado esas etapas sin haber adquirido dichas competencias deben poder adquirirlas en otros ámbitos de formación no formal.
  3. Por último, que la Administración promueva con políticas públicas no ya el uso en sí mismo, sino la transformación digital de sus servicios, ya sean en el ámbito educativo (como apuntábamos antes), como en el ámbito sanitario, judicial, económico (como ya se ha hecho en el ámbito tributario), etc. Es decir, que la Administración promueva la demanda en competencia digital de forma indirecta, al ofrecer servicios digitalizados que requerirán del ciudadano dicha competencia. Por supuesto, promover la demanda tiene que venir acompañado de políticas de inclusión digital, pero no basadas en la capacitación por la capacitación, sino basadas en el uso y disfrute activo de esos servicios, lo que se conoce, en otros ámbitos como políticas de tipo pull (en oposición a las políticas push).

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Transformación digital: Administración y búsqueda de talento

Fotografía de un pozo
Pozo iniciático, cortesía de Carlos Calamar.

Uno de los temas recurrentes en la Administración, como ocurre en muchísimas otras instituciones, es cómo llevar a cabo la transformación digital. Y, dado que es una organización intensiva en conocimiento, con una fuerte cultura organizativa que depende en gran medida del equipo de personas que la componen, uno de los primeros restos a abordar para dicha transformación digital es la reflexión sobre sus propios equipos: ¿qué competencias deben tener? ¿cómo deben organizarse los equipos? ¿dónde encontrar personas con dichas competencias y capaces de organizarse de una determinada forma? ¿cómo formar en esas competencias y trabajo en equipo?

No obstante, todas estas preguntas se suelen hacer desde una premisa: la Administración como organización que provee servicios y prestaciones.

En mi opinión, hay en esta premisa una gran omisión. Esta omisión es el papel de la Administración en la ayuda a la toma de decisiones. Cuando se habla de las funciones de la Administración, de la Administración como proveedora de valor público, para mi sorpresa la Administración suele definirse únicamente como proveedora de servicios y prestaciones, dejando de lado una, para mí, función fundamental que es aportar datos, información y conocimiento para una mejor toma de decisiones, para hacer política (en el sentido de políticas públicas, policy).

Esta función, al mismo, tiempo, a medida que avanza la transformación digital de la sociedad (no sólo de la Administración) se va haciendo más capilar a todos los ámbitos de toma de decisiones colectivas: no sólo dentro de las instituciones, sino fuera de ellas. Así, las tres patas del Gobierno Abierto (transparencia, participación, colaboración/co-gestión) asumen de forma implícita y a menudo explícita que la Administración aporta datos, escucha el ciudadano y colabora con él para, precisamente, tomar mejores decisiones.

Se puede argumentar que estas decisiones son, en el fondo, para la mejor provisión de servicios y prestaciones. Pero esto nos dejaría fuera toda la creación de normas (el legislativo), así como el desarrollo de marcos culturales y de valores compartidos, donde la Administración tiene un papel fundamental como aglutinador de sensibilidades. Entre las normas y los marcos culturales podríamos situar además cuestiones de estrategias sociales e incentivos a los actores privados que, sin ser servicios ni prestaciones, sí forman parte de la actividad de la Administración y donde aporta, indudablemente, mucho valor.

Esta omisión se arrastra y en mi opinión toma mayor importancia a medida que avanzamos de lo meramente estratégico hacia lo operativo en lo que en materia de talento se refiere. Es decir, cuando dejamos de decir que la Administración tiene unas funciones a ver qué tipo de personas deben contribuir a desarrollarlas y cómo: el talento de la organización. Al no considerar las decisiones colectivas cómo una de las funciones de apoyo de la Administración, cada vez más vamos cerrando la reflexión sobre la transformación digital en el ámbito institucional y dejamos fuera al ciudadano. Esto ha sido así siempre, y seguramente ha sido una buena aproximación en los últimos sigles. Pero si hablamos de transformación digital, es una cuestión cada vez menos cuestionable que uno de los principales impactos de esta transformación digital es la disputa de soberanías entre las instituciones y los ciudadanos.

Cuando habitualmente se habla, por ejemplo, de nuevos canales de comunicación para la Administración, y se habla sobre todo de redes sociales, se habla de éstas como si se tratara de un espacio físico. Sin embargo, vistas desde el empoderamiento ciudadano y la toma de decisiones colectivas, las (plataformas de) redes sociales no son un espacio, sino el reflejo de la articulación de redes sociales (humanas, no digitales), de comunidades (de práctica, de aprendizaje), de colectivos que se han emancipado de las instituciones (públicas, privadas) para hacer cosas. Hacer cosas sin su intermediación y, por supuesto, sin su consentimiento o liderazgo.

Si tomamos las redes sociales como meros espacios, la aproximación en clave de recursos humanos y equipos es la de meros espacios donde atraer talento donde es necesaria la presencia de la Administración, gestionar su marca como si de una organización cualquiera se tratara.

Pero, de nuevo, bajo un prisma de transformación (que no mera evolución) social facilitada por la revolución digital, los canales digitales — al menos los que son relevantes para nuestro contexto — son «para-instituciones» de facto, con comportamientos similares a las instituciones clásicas hacia fuera, pero con funcionamientos de red hacia dentro. En estos espacios no vale el «ir a», sino que la lógica debe ser «estar en»: no ir a las redes a buscar talento, sino estar en las redes para interactuar directamente con él. Presencia y gestión de marca es «ir». Colaborar, cooperar, formar parte de estas comunidades, tiene una lógica muy diferente que requiere de nuevas aproximaciones a la cuestión del talento.

Sucede lo mismo cuando hablamos de formación y reconocimiento: de nuevo, a menudo nos limitamos a los espacios estrictamente institucionales, corporativos, formales, para dejar fuera la rica y creciente naturaleza de las redes y comunidades emergentes facilitados o articuladas por las TIC. No obstante, las redes (informales) de profesionales, de innovación, de interés se compone sobre todo de profesionales que forman parte, al mismo tiempo, de otras redes de personas el trabajo e intereses de las cuales orbitan alrededor del trabajo de la Administración. Si queremos capturar talento, si queremos reconocer los méritos, si queremos formar, debemos tener en cuenta estos espacios, estos nuevos espacios que, en el fondo, son una punta de iceberg: no es el espacio que se ve sobre la superficie la parte importante, sino toda la lógica comunitaria que hay debajo.

Pongamos un último ejemplo.

Cuando se habla de nuevas tecnologías digitales se habla a menudo de comunicación multiplataforma o multicanal o incluso transmedia, se habla de interacción en línea, de movilidad o de ubicuidad, de redes sociales o medios sociales, de big data y data analytics. Y entonces aparece Blockchain como un principio en sí mismo (a menudo que pasa el tiempo, una tecnología sustituye a otra, pero el ejemplo sigue siendo válido).

Es curioso ver cómo se incluye Blockchain (o cualquier otro desarrollo), que es una tecnología específica, junto a conceptos que no son tecnologías sino lógicas de funcionamiento o metodologías o impactos de determinadas tecnologías. No hablamos de teléfonos móviles, o 4G, o tabletas, sino de movilidad. En la misma línea, en lugar de Blockchain, seguramente sería justo hablar de gestión de la información y de toma de decisiones de forma distribuida.

Y eso, la gestión de la información y la toma de decisiones de forma distribuida es del que toda esta reflexión: no podemos dejar fuera la toma de decisiones como función de la Administración, y no podemos hacerlo no sólo porque sea una función legítima de la Administración, sino que la ciudadanía se la está disputando. Y resolver esa disputa es, seguramente, el gran reto de la Administración cuando hablamos de transformación digital.

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Las tres piezas que fallan en el Caso Cassandra sobre la humillación de Carrero Blanco

Esquema del atentado mortal contra Carrero Blanco con una indicación que marca el nivel de libertad de expresión
Libertad de expresión,
cortesía de Dolors Boatella

La Audiencia Nacional ha condenado a un año de prisión a Cassandra Vera, que publicó en Twitter chistes sobre Carrero Blanco y con mención explícita a la banda terrorista ETA.

Con el texto de la ley en la mano, da la impresión que la sentencia es una sentencia técnicamente bien aplicada. Técnicamente significa que nos ceñimos estrictamente al texto, y no al espíritu, y que somos capaces de abstraernos de todo el contexto histórico, político, cultural y social que envuelve al caso. Pero ni las normas son un texto, sino una transcripción de un espíritu, de una voluntad, incluso de una práctica social, ni ninguna acción puede detraerse de su entorno, de su naturaleza tan humana como social.

En este sentido, en mi opinión fallan tres piezas en el rompecabezas de la sentencia sobre el Caso Cassandra.

El poder legislativo

La sentencia tiene su origen en la ley o en las leyes. Leyes que diseña, redacta y aprueba el Parlamento. Has dos puntos donde el engranaje del legislativo, en mi opinión, es discutible.

El primero es en su comprensión de Internet. El Parlamento español — como muchos otros — ha tenido históricamente dificultades para comprender el funcionamiento de Internet, tanto su funcionamiento técnico como social. Cuestiones como la propiedad intelectual, la creación cultural, la economía colaborativa (la que lo es de verdad y la que se hace pasar por ella), las relaciones interpersonales y grupales, la salvaguarda y distribución de información, etc. son espacios pantanosos donde el Parlamento se ha enfangado.

Internet tiene, en el Código Penal, un trato favorable. O, mejor dicho, desfavorable. Así, en el artículo 578 sobre enaltecimiento del terrorismo, se castigará más duramente si los hechos han tenido lugar en Internet. Tres cuartos de lo mismo sucede con la Ley Orgánica 4/2015, de 30 de marzo, de protección de la seguridad ciudadana, o Ley Mordaza, con muchos pasajes inspirados en prácticas digitales, aunque no figuren explícitamente como tales.

Creo que no es exagerado afirmar que el poder legislativo desconoce Internet. Lo que es desconocido se teme. Y lo que se teme se vigila, se controla y se limita. Cuando no se puede hacer desaparecer.

Se añade, aquí, otra cuestión, que no es otra sino hacer distinción entre dos tipos de delitos de odio: los que van contra víctimas del terrorismo y los que van contra otro tipo de víctimas. Este sesgo — que tiene resonancias desde la Ley de Partidos hasta las varias reformas del Código Penal — puede tener su justificación desde el punto de vista de quien comete el delito, pero es más difícil de justificar desde el punto de vista de las víctimas, como veremos ahora.

El poder ejecutivo

Es bien sabido que el éxito de una Ley no está en el Parlamento sino en los presupuestos. Si el Parlamento propone una Ley, es el ministerio correspondiente el que la aplicará con mayor o menor compromiso en función de los recursos asignados — recursos que son asignados políticamente. En España, el Ministerio del Interior es el que controla la policía así como, de facto, el que controla a la Fiscalía. Es, por tanto, el ministro el que decide qué delitos se persiguen con más o menos ahínco.

Que haya una Operación Araña contra el enaltecimiento del terrorismo y no contra la homofobia o la xenofobia responde a motivos políticos. Es legítimo concentrar los esfuerzos allí donde uno considere pertinente — igual de legítimo que no compartir dicho criterio.

Legitimidades al margen, el ministerio ahonda en el sesgo sobre el trato «deferencial» en la lucha contra el terrorismo y en defensa de sus víctimas. En ese sesgo hay un juego de equilibrios elemental: a mayor control y mayor seguridad, más dañados los derechos humanos fundamentales — entre ellos, la libertad de expresión.

Esta preferencia por la «paz social» basada en la «seguridad» es lo que ha sido luz de faro de la actuación del ministerio del Interior en general, y de los cuerpos de seguridad del estado en particular en los últimos años y, por extensión, desde la Transición misma.

El poder judicial

Por supuesto, el diseño de las leyes del Parlamento y el afán para su cumplimiento por parte del ejecutivo podrían corregirse — compensarse, matizarse, afinarse — en los juzgados. No ha sido así.

En la sentencia del Caso Casandra hay dos cuestiones que no hacen sino agravar esta separación entre sociedad y marco regulatorio a medida que la solución a un problema transita por cada uno de los tres poderes.

La primera cuestión es cuando se dice que en esta clase de delitos es importante no sólo el tenor literal de las palabras pronunciadas, sino también el sentido o la intención con que hayan sido utilizadas, su contexto y las circunstancias concomitantes. Es aquí — y obviamente la mía es una opinión personal — dónde doy la razón a la Audiencia Nacional y se la quito en su sentencia. Le doy la razón en que el sentido y el contexto cuentan. No comparto el sentido en el que interpreta el sentido y el contexto. La ley — y el Parlamento, y el Ministerio, y la Policía, y el Poder Judicial al completo toman Internet como un espacio abierto, un ágora pública, un medio de comunicación. Técnicamente así es. Pero el uso social e individual de Internet en general, y de Twitter en particular dista mucho de estar tan claro. Igual que muchos consideramos el correo electrónico como lengua oral transcrita (y no como lengua escrita), las redes sociales son, en muchos casos, un bar o un comedor de casa… con paredes de cristal y altavoces a los cuatro vientos.

No es un juego de palabras ni una justificación ni una patente de corso para portarse de forma grosera y ofensiva. Pero ahí es donde la justicia tendría margen, y en lugar de situarse en el centro del carril, se arrima a uno de los extremos de la interpretación más literal, obviando los usos sociales de la tecnología y los espacios virtuales. Apurando el margen, la justicia también opta por ser más punitiva que correctiva, por no hablar de la pedagogía de la prevención.

La segunda cuestión es, sin embargo, mucho más delicada por las conclusiones que de ella pueden extraerse. Reza la sentencia que

las víctimas del terrorismo constituyen una realidad incuestionable, que merecen respeto y consideración, con independencia del momento en que se perpetró el sangriento atentado, que
por cierto cegó la vida de otras dos personas, no tan relevantes pero asimismo merecedoras de la misma deferencia. Entender que las consecuencias de aquel atentado de 20-12-1973 no merece la protección penal a los efectos enjuiciados crearía una situación injusta, con consiguiente existencia de víctimas de ETA de diversas categorías.

Lo que dice la sentencia es que no importa quién fue Carrero Blanco. No importa que fuese, durante muchos años y especialmente en el momento de su muerte, la mano derecha de un militar levantado en armas contra un gobierno legítimo, que llevó al país a una Guerra Civil, que mantuvo a dicho país y sus derechos bajo su yugo dictatorial durante 40 años. No importa tampoco que, en términos estrictamente politológicos, no son equiparables la ETA de la dictadura con la ETA de la democracia, movimiento asimilable a la liberación de la dictadura el primero, movimiento indudablemente terrorista el segundo. No hace distinción, pues, la Audiencia Nacional, entre víctimas del terrorismo: entre el verdugo convertido en víctima por un grupo que se oponía a su régimen dictatorial, y la víctima inocente que ha defendido democráticamente sus ideas de aquéllos que no han sabido incorporarse al debate no violento de las ideas.

Tres piezas, todas las del Estado de Derecho, fallan en el Caso Cassandra. Falla el legislativo, aterrorizado por una Internet que desconoce y que quiere controlar cuando no demonizar. Falla el ejecutivo cuando induce sesgos ideológicos y políticos en la persecución de unas víctimas en detrimento de otras. Y falla el judicial cuando, además de no comprender la sociología de Internet y las redes sociales, da pruebas, una vez más, que España no ha superado el franquismo y que el post-franquismo todavía marca la agenda pública: no osemos opinar, ni que sea de la forma más grosera, aunque tengamos los medios telemáticos para hacerlo; no reivindiquemos la lucha contra el odio porque lo que es odioso ya se encargará el gobierno de definirlo; y, sobre todo, no toquemos los pilares de la patria.

En definitiva, que hagamos como él, y que no nos metamos en política.

Entrada originalmente publicada el 1 de abril de 2017, bajo el título Las tres piezas que fallan en el Caso Cassandra sobre la humillación de Carrero Blanco en el espacio Tribuna Abierta de El Diario.es. Todos los artículos publicados en ese medio pueden consultarse aquí bajo la etiqueta eldiarioes.

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¿Existe la privacidad? ¿Nos importa?

Hace unas semanas, David Page Polo y Marta G. Aller me entrevistaron para un artículo para el Independiente que titularon La privacidad no existe.

Como suele suceder, al periodista le queda la ardua tarea de comprimir en poco espacio unas ideas que se expanden fácilmente al preguntar.

Me tomo ahora la libertad de reproducir aquí mis reflexiones, por su pudieran completar lo que allí se publicó.

¿Puede la privacidad dejar de ser una preocupación para el ciudadano el siglo XXI?

Si la pregunta se refiere a que la privacidad (o su ausencia) se resolverán a corto plazo y podremos despreocuparnos de la cuestión, en absoluto. Al contrario, el tema de la privacidad justo acaba de empezar y cobrará rápidamente más importancia por dos motivos: (1) la penetración total y absoluta de los receptores de datos en todos y cada uno de los aspectos de nuestra vida cotidiana y (2) la automatización en el procesado y desencadenamiento de acciones fruto de la recogida sistemática de información.

Sin embargo, creo que relativamente pronto la palabra no será “preocupar” sino “concernir”, “interesar” o “gestionar”. Es decir, nos preocupamos por aquello que desconocemos o aquello que no sabemos cómo nos va a afectar o qué resultados puede acarrear. En mi opinión, en menos de una generación tomaremos consciencia de muchas de estas cuestiones y pasaremos a gestionarlas con cierta naturalidad – aunque probablemente con un elevado coste en tiempo o dinero.

¿Sabe la gente los datos que comparte con las apps de su móvil? ¿Le importa?

Los datos nos dicen que ya hay un buen grueso de la población bastante consciente de, al menos, el hecho de que los datos se recogen, se manipulan y se utilizan para tomar decisiones. Seguramente se desconoce todavía la magnitud y el alcance de dicha recolección y manipulado, así como el potencial impacto en nuestras vidas futuras.

Pero la proliferación de normativa, agencias de protección de datos, avisos en las mismas aplicaciones o la existencia misma de organizaciones y campañas de sensibilización hacen que el conocimiento sobre lo que cedemos está situándose rápidamente en la agenda pública.

Por supuesto hay muchos que viven de espaldas a dicha agenda pública, pero entonces el problema no es ya de ser consciente de las amenazas a la privacidad, sino de un calado mucho mayor y que pasa por la exclusión social a muchos niveles, empezando por el educativo y el informativo.

¿Van los usuarios a dejar de preocuparse de la privacidad en el futuro a cambio de mejores servicios más personalizados del big data?

Como comentaba anteriormente, el concepto “preocuparse” dará paso al “interesarse” o al “interesarse por gestionar”. Sí creo que habrá una cierta reivindicación no por la privacidad en sí, sino por la soberanía digital: poder decidir de forma consciente y libre qué hacer con los propios datos o privacidad, ya sea conservarla, cederla completamente o negociar qué cedemos a cambio de qué servicios.

No es del todo nuevo: la revolución obrera de los siglos XIX y XX trata, en el fondo, de tener soberanía sobre la propia persona y sobre la propia capacidad para trabajar, y negociar con el empresario cuánta de esa soberanía (o libertad) se cede a cambio de una cierta seguridad, salario o cobertura social.

En este sentido, podemos pensar en la privacidad, o en la capacidad de generar datos, como una nueva fuerza de trabajo que podemos intercambiar con quien quiera ofrecer algo a cambio por ella. Y, como ocurre con el trabajo, la formación y la inteligencia nos acercarán más o menos a la esclavitud o a la libertad.

¿Es la privacidad un concepto cada vez más obsoleto?

Hay quienes consideran que, de hecho, la privacidad es una excepción y que vivimos en un paréntesis de la privacidad. Esta privacidad se habría ganado con la imprenta, industrialización y la urbanización, cuando abandonamos entornos sociales pequeños y cerrados (“la aldea”) para pasar al anonimato de la fábrica o de la ciudad. Así, este paréntesis habría durado, siendo optimistas, lo que la revolución científica e industrial: unos 400 años. Con la digitalización, volvemos a nuestro estado natural que es la ausencia de privacidad.

No obstante, hay diferencias entre la etapa que ahora abordamos y la etapa pre-industrial en la aldea. A grandes rasgos, pasamos de la ausencia de privacidad a la privacidad total, para entrar ahora en una era de la privacidad gestionada, donde habrá un cierto margen para negociar cuánta privacidad deseamos conservar.

¿O habrá un repunte de la preocupación a medida que seamos más conscientes de los datos que compartimos sin darnos cuenta?

Si estamos de acuerdo en que pasamos de una “preocupación” a una “gestión”, lo que necesariamente presenciaremos es que la toma de conciencia será, también, consciente: necesitaremos y querremos formarnos en gestionar nuestros datos y, con ello, nuestra privacidad. Necesitaremos y querremos también recuperar la soberanía (que no necesariamente propiedad) sobre dichos datos. La llamada competencia informacional – comprender y gestionar la información – así como la conformación de la propia persona, presencia o identidad digital serán competencias básicas que correremos a adquirir, igual que adquirimos conocimientos sobre finanzas (la hipoteca, por ejemplo) o sobre derecho (qué puedo decir en la Red).

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