Es prácticamente inevitable, en cualquier debate sobre las instituciones de todo tipo — educativas, políticas y gubernamentales, económicas… — y su relación con la tecnología, que aparezcan dos frentes opuestos con apenas puntos de confluencia:
- Por un lado, los llamados tecnoutópicos o ciberoptimistas, que afirman que la revolución digital ha hecho obsoleto lo construido en miles de años de humanidad, y que todo ello debe ser substituido por toda suerte de soluciones tecnocéntricas, es decir, con la tecnología como comodín.
- Por otro lado, los tildados de reaccionarios y luditas que, la mayoría de las veces, simplemente niegan cambio alguno, afirman que la situación actual (democracia, progreso económico, etc.) es el mejor de los estadios a los que la humanidad ha llegado y llegará jamás y que, por favor, que los ciberflipados cierren la puerta al salir.
La afirmación que a uno le sugiere semejante dicotomía de frentes opuestos es la habitual: la realidad es mucho más compleja, no hay blancos ni negros sino un abanico de grises, etc. Obvio. Lógico. ¿Cierto? Puede que no tanto.
Uno de los efectos colaterales de la anterior oposición de pareceres o aproximaciones al hecho digital es que se confunde el diagnóstico con el tratamiento y se ponen ambos en el mismo saco. Así, si para los primeros la revolución digital necesariamente lleva a soluciones digitales, para los segundos ni hay soluciones digitales mágicas ni tampoco revolución digital.
Bien, pues ni una cosa ni la otra.
En lo que se refiere al diagnóstico, si se me permite la osadía, no hay debate alguno. Ninguno. El fenómeno digital no un fenómeno tecnológico, sino que es todo un cambio de paradigma radical, que viene a transformar a la Sociedad Industrial edificada a partir de los siglos XVII (revolución científica y política) y XVIII (revolución industrial) en una Sociedad de la Información, abarcando todos y cada uno de los ámbitos de la vida y la sociedad.
La evidencia de este cambio de paradigma en una Sociedad de la Información, el impacto de las Tecnologías de la Información y la Comunicación en el desarrollo (y su impacto negativo en la llamada brecha digital), o la necesidad de adquirir competencias digitales para comprender el mundo en el que nos adentramos son abrumadoras. Insisto: el diagnóstico de que el mundo está cambiando radicalmente no admite mucho margen de debate. Cuanto antes hagamos el diagnóstico en nuestro entorno inmediato e identifiquemos todo lo que se ve afectado (relaciones profesionales y personales, aprendizaje y ocio, etc.), más tiempo para pensar en las estrategias de adaptación y transformación.
Por otra parte, que el mundo esté cambiando y que la tecnología esté siendo un potente vector de dicho cambio no significa, necesariamente, ni que todos los cambios vengan dados por la tecnología ni que, ni mucho menos, todas las soluciones para adaptarse a la nueva situación deban obligatoriamente tener un fuerte componente tecnológico.
Así, y por poner dos ejemplos que cada vez tienen más apoyo en los datos, mientras la industria del entretenimiento parece escorarse más y más hacia soluciones tecnológicas para disminuir costes de distribución y personalizar el disfrute de la cultura, el mundo de la educación parece necesitar la tecnología como algo totalmente subsidiario: para liberar recursos que puedan reforzar el factor humano, tanto a título individual (profesores, mentores, guías, facilitadores) como, muy especialmente, en lo que se refiere a construcción de comunidades (de aprendizaje, de práctica, de socialización, de expertos).
En contraposición, pues, a la claridad del diagnóstico, queda seguramente mucho recorrido para identificar qué soluciones son las que deberán aplicarse en las nuevas instituciones de la Sociedad de la Información, que dependerán del diagnóstico (los por qués del cambio, más que el cambio en sí), de los agentes implicados (número y perfil), de los objetivos a conseguir, de los conflictos de intereses (tanto en sentido económico como en sentido legal: ¿acceso a la cultura o remuneración al creador? ¿libertad de expresión o privacidad?).
Cuando partidos, sindicatos, ONG, periódicos, discográficas, escuelas, universidades, etc. niegan el cambio parapetados en lo necesario de su función (social), no hacen sino negar la gangrena y, con ello, elevar el punto de amputación del miembro ya perdido.
Cuando, en el extremo opuesto, se habla de lo innecesario y corrupto de las organizaciones políticas, de la autoinformación y autocreación de opinión, del promover la muerte de todo intermediador cultural, o del más abyecto desprecio hacia las instituciones educativas, etc. no se está siendo parte de la solución, sino apresurando la caída descontrolada de las cadenas de transmisión que unen lo individual con lo colectivo.
Unos y otros deberíamos, en beneficio de todos, olvidar los nombres de las instituciones y trabajar por identificar las funciones que desempeñan. Analizar cuál es, ante el nuevo escenario, el mejor actor para llevarlas a cabo y cómo. Y ponerse manos a la obra. Con nombres nuevos o reciclando los viejos. Las bibliotecas pueden ser un buen ejemplo de transformación donde inspirarse.
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