Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 02 abril 2018
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Siempre se ha dicho que la solución a las aspiraciones secesionistas del independentismo sólo tiene dos caminos: el pacto con el Estado español, y la confrontación violenta. O se celebra un referéndum pactado, o se gana una guerra de secesión. No hay más.
¿No hay más?
No.
La vía de la desobediencia
Hay una vía intermedia, la desobediencia, que tiene que ver con la distinción que Johan Galtung hacía de violencia directa, violencia estructural y violencia cultural. Estas dos últimas son invisibles y tienen que ver, la estructural, con la diferencia de oportunidades, la discriminación y, en general, con el trato desigual que las instituciones hacen con algunos ciudadanos; la cultural es similar, pero a nivel individual o personal: indiferencia, odio, desprecio.
El independentismo catalán se ha situado tradicionalmente en la lucha no-violenta contra estas violencias estructurales y culturales. En los últimos meses se ha hecho especialmente patente esta lucha contra una percepción de violencia estructural por parte del Estado español: no reconocimiento del derecho a decidir, arbitrariedad judicial, censura, represión de las libertades ciudadanas (especialmente la libertad de expresión), manipulación de los medios, discurso del odio, ataques a entidades de la sociedad civil, etc.
No entro ahora a juzgar si estas percepciones se corresponden con la realidad o no. La cuestión es que el independentismo, tras intentar pactar con el Estado y rechazar de plano la violencia directa, ha optado por esta vía intermedia de la desobediencia, consistente en poner de relieve estas cuestiones y, en la medida de lo posible, desobedecer normas que se percibían como injustas. El referéndum del 1 de octubre sería el ejemplo paradigmático de esta desobediencia pacífica contra la violencia estructural del Estado.
En el otro extremo, en el llamado bloque unionista, se ha promovido una visión totalmente opuesta a la del independentismo. Por un lado se ha negado la violencia estructural (el derecho a decidir no existe, no es cierto que se pasara el cepillo por el Estatuto de Autonomía de Cataluña de 2006, etc.) o la violencia cultural (las amenazas fascistas a personas y entidades catalanistas son puntuales o no merecen castigo, las manifestaciones de catalanofobia de algunos medios no son tales o caen dentro de la libertad de expresión, etc.). Por otra parte, y éste es, para mí, un salto conceptual ilegítimo, se ha equiparado la desobediencia a la violencia directa. Así, los que unos ven como una pacífica lucha contra la violencia estructural y cultural, otros lo ven como una violencia tácita que induce a la violencia directa. Este es el razonamiento, entre otros, del juez del Tribunal Supremo Pablo Llarena, pero secundado por un gran abanico de espacios políticos que equiparan la desobediencia con la violencia directa y, por tanto, con las penas máximas que estipula el Código Penal.
De la violencia estructural a la violencia directa
Esta posición, desde mi punto de vista, no sólo refuerza la violencia estructural, sino que, en su extremo, la represión de la desobediencia entra ella misma en la violencia directa: es violencia directa apalear 1.000 personas que salen pacíficamente el 1 de octubre y es violencia directa poner en prisión a cargos electos y activistas que han ejercido también la desobediencia. Sin querer tampoco entrar aquí a debatir sobre Teoría del Derecho y sobre el Código Penal, me parece muy discutible hablar de rebelión sin violencia directa, y hablar de incitación a la violencia cuando tampoco ha habido violencia.
En resumen, tenemos el independentismo instalado en la vía de la desobediencia y el unionismo avalando por activa o por pasiva una vía que conduce a la violencia directa (evidentemente de mucho menor intensidad que la confrontación armada, pero conceptualmente en el mismo bando) por parte del Estado, violencia directa que se suma a la cultural y la estructural.
El soberanismo no independentista — lo que generalmente englobamos en Catalunya como Comunes y en otras partes del estado como mareas y confluencias (entre otras reificaciones del 15M), a pesar de sus diferencias internas en composición y en ideología — han querido quedarse en el bando del pacto. En un mundo binario — pacto o confrontación violenta — seguramente es la posición que se esperaría desde el respeto por la democracia y las instituciones. En un mundo más complejo, como el que he descrito más arriba, esta posición tiene sus detractores incluso dentro del respeto por la democracia y las instituciones.
Salgamos por un momento de la política territorial o identitaria y entremos en el machismo o el racismo.
La posición ante la violencia estructural
Las mujeres o las personas negras tienen una aparente igualdad formal en relación a los hombres o a las personas blancas. Pero las mujeres o las personas negras saben, porque lo viven cada día, que más allá de la ausencia de violencia directa, sufren violencia estructural o violencia cultural. La estructural es el techo de cristal, las diferencias salariales, la prioridad de la medicina hacia la investigación con y para los hombres. La cultural es la denigración, los estereotipos, el enorme rango de actitudes y acciones machistas en el día a día, cada día.
Ante el machismo o el racismo cada vez hay mayor consenso que no basta con garantizar las cuestiones formales, sino que hay que ir más allá. La discriminación positiva es el ejemplo más visible, pero hay otros que caen dentro de lo que hemos ido llamando la lucha contra los micromachismos, el machismo banal, el machismo institucional y un larguísimo etcétera. Y lo mismo con el racismo.
Con las enormes diferencias que existen entre los tres casos, las mujeres, los negros y los independentistas se enfrentan a la violencia estructural y cultural. Y esperan de sus compañeros que les ayuden a hacer visible esta violencia no directa por no estar formalizada, a desobedecer lo injusto, a luchar activamente para cambiar la estructura y la cultura de la sociedad.
Y volvemos sobre nuestro caso. En el independentismo, esta violencia estructural y cultural comienza con el discutido derecho a decidir, pero progresa rápidamente sobre el ejercicio y el aprendizaje de la propia lengua, el cuestionamiento de algunas instituciones (como la monarquía), la censura velada de algunas de estas ideas, la censura no tan velada, el encausamiento de la disidencia (humoristas, cantantes, artistas) para acabar con la persecución y encarcelamiento de personas por sus ideas y no por sus hechos.
Lo que el independentismo pide al resto del soberanismo no es que luche por sus propias convicciones (un nuevo estado), ni tampoco pide que luche por unos determinados instrumentos (un referéndum vinculante), sino contra la violencia que el Estado y una parte de la sociedad ejerce contra un colectivo de ciudadanos.
La asimilación de la posición del soberanismo no independenstista a la posición del unionismo, o las acusaciones de equidistancia son, en mi opinión, maniqueas y, por tanto, muy criticables: no es lo mismo inhibirse de una situación de injusticia que ejercerla. Ahora bien, el razonamiento que conduce a estas críticas tiene una parte de fundamento: inhibirse ante situaciones de injusticia, aunque no es lo mismo que ejercerla, contribuye a perpetuarla.
Las izquierdas ante la violencia estructural
Esta última cuestión es, además, especialmente importante desde las izquierdas.
De las muchísimas definiciones que se puede hacer de qué es la izquierda, una de mis preferidas tiene que ver con el querer recorrer el camino que va de la igualdad a la equidad, es decir, de tratar a todo el mundo igual a dar las mismas oportunidades a todos.
La equidad a veces requiere un trato no igualitario, y a veces requiere trabajar activamente (aquí el adverbio es importante) para eliminar las barreras que se interponen ante la igualdad de oportunidades, que evitan la equidad.
Cuando independentismo, y muy especialmente la izquierda independentista, ve algunos de sus derechos vulnerados (ve que el sistema ejerce violencia contra algunas personas), lo que pide no es igualdad, no es un referéndum pactado: pide equidad, pide lucha contra quien vulnera derechos o los vuelve en contra de un colectivo.
No nos debe sorprender, pues, que haya sido con la izquierda independentista donde el soberanismo ha topado más fuerte en estas cuestiones, dado que ha percibido que una parte de la izquierda no defendía algunos derechos con la misma intensidad que otros, dado que ha percibido que era un tema de equidad y no de igualdad, dado que ha percibido que la izquierda no hacía de izquierda en algunos flancos.
No deja de ser paradójico que la izquierda no independentista haya criticado eso mismo al independentismo: que se aliara con la derecha para conseguir sus fines.
Pero son, en mi opinión, dos planos diferentes: mientras puede ser censurable (o no: es otro debate) que derecha e izquierda pacten una determinada política pública, no puede serlo nunca para trabajar conjuntamente por la igualdad de oportunidades o para luchar contra la violencia estructural o directa. La segunda cuestión es sobre el terreno de juego; la primera sobre qué partida queremos hacer.
El punto de encuentro
La solución a este desencuentro es tan simple como difícil de llevar a cabo. Simple, porque hay dos aproximaciones más o menos inmediatas a hacer. Difícil porque son aproximaciones que piden determinación ideológica y, en el caso de los partidos, orgánica y asumir riesgos electorales.
La primera aproximación es que quien se dice demócrata debe desmarcarse del bloque represor en la defensa de los derechos. Y la defensa debe ser activa, no basta con sentarse a esperar un referéndum pactado. Tampoco basta con buscar este pacto. La izquierda no independentista ha de añadirse al independentismo en la desobediencia de todo lo que vulnera los derechos de los ciudadanos. No para defender el independentismo, sino para defender a los ciudadanos, voten lo que voten, piensen lo que piensen. Tal y como lo haría si se tratara de la lucha contra el machismo o contra el racismo. Porque hablamos de derechos, no de políticas. Y eso, en general, no ha pasado.
La segunda aproximación es que la desobediencia debe desmarcarse de las instituciones. Es decir, son las personas las que desobedecen, nunca las instituciones. En algunos casos la frontera puede ser poco clara (p.ej. un diputado, ¿desobedecería como persona o como institución?), pero en otros casos la frontera no es difusa y se ha traspasado. Aquí es donde la sociedad civil debe jugar un papel fundamental que, a menudo, los partidos han querido capitalizar e incluso liderar. La confusión de estas dos esferas, la institucional y la ciudadana, no puede volverse a dar.
Este doble pacto — más determinación en la defensa de los derechos y contra la violencia estructural y cultural, por invisible que sea; separación de las instituciones de la desobediencia civil — son dos pasos claros que pueden darse. Hacerlo pide valor y compromiso. Pero compromiso con los instrumentos, no con los fines. Al fin y al cabo, el republicanismo tiene muchos encajes territoriales, pero este aspecto es sólo el 1% de todo el camino que hay que hacer.
La izquierda tiene la costumbre de empezar por lo que la separa y no en lo que la une. Por una vez, podría invertir el orden de su acción política.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 16 marzo 2015
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El pasado 6 de marzo, Joan Coscubiela describía, en El camino confederal a la soberanía, algunos motivos por los que era preferible una Catalunya como estado soberano dentro de una confederación española, en lugar de una Catalunya independiente fuera del actual estado español de forma unilateral.
Hay dos puntos en los que estoy muy de acuerdo con lo expuesto en el artículo y que son, en mi opinión, los fundamentales: (1) el modelo de ordenación administrativa territorial en España está agotado y (2) hay demasiada incertidumbre sobre la articulación de un nuevo estado catalán y su impacto socio-económico como para hacer análisis demasiado simples — en positivo y en negativo, añadiría yo. Entre estos impactos, Coscubiela apunta tres terrenos en los que se debe ser especialmente cuidadoso: las relaciones laborales, las pensiones y la fiscalidad. No puedo estar más de acuerdo.
Hay, sin embargo, tres puntos donde discrepo profundamente, dos de ellos técnicos — la naturaleza del dumping social y económico, la naturaleza de las pensiones y la solidaridad — y uno político — la distancia entre la toma de decisiones y el ciudadano.
Detengámonos, sin embargo, un momento a ver la principal diferencia de la federación y la confederación — y ya me perdonarán por las simplificaciones que, espero, no se alejen del rigor más que lo que la pedagogía requiera.
En una confederación, un grupo de estados plenamente soberanos deciden ofrecer de forma mancomunada la provisión de una serie de servicios públicos. Habitualmente son servicios donde las economías de escala son evidentes, así como solucionan muchas externalidades económicas y sociales: defensa, política exterior, política monetaria.
La federación, en cambio, suele funcionar a la inversa: regiones o estados que no son soberanos, acaban asumiendo competencias segregadas de la Administración estatal. La soberanía se mantiene centralizada — es decir, las partes no ostentan soberanía alguna — y lo que se descentraliza es aquello donde es relevante acercarse a diferentes sensibilidades de los ciudadanos, o en aras de la variedad en la provisión de servicios.
Como ejemplo, y de acuerdo con muchos autores, podemos decir que Europa funciona a menudo como una confederación de facto, mientras que las autonomías españolas pueden equipararse a un sistema federal.
Un argumento vertebral en el artículo de Joan Coscubiela tiene que ver con los riesgos de facilitar el dumping económico y social en ámbitos como las relaciones laborales o la fiscalidad. Y tiene razón. Ahora bien, discrepo profundamente en que el origen de este riesgo se halle en las diferencias entre un estado federal y uno confederal. Es decir, en que «levantar fronteras legislativas conduce inexorablemente al dumping social.» Hay dos comentarios a hacer esta afirmación. La primera es relativa al levantamiento de fronteras: no se levantan fronteras cuando se crea una diferente legislación laboral, comercial o fiscal en un (nuevo) estado que son diferentes a las del entorno. Una frontera se levanta cuando, de forma explícita, se dificulta o prohíbe la circulación de trabajadores, bienes y servicios, capitales (inversión) o flujos financieros. Puede parecer una frivolidad debatir sobre una mera palabra, pero las palabras están cargadas de significado y es técnicamente falso que se levanten fronteras. ¿Se levantan dificultades? Nada menos que todas las que se encuentra un mundo globalizado en su paseo diario por el mundo. Y nada menos que las que levantaría en cualquier otro un estado soberano confederado con España.
El segundo comentario es respecto dónde están las fronteras legislativas en Cataluña, España y Europa. Se calcula que los grandes países europeos — Alemania, Austria, Francia — tienen cerca de un 40% de leyes que emanan directamente de Bruselas. Añadamos a esto estándares, pactos o tendencias que, sin ser ley, determinan el desarrollo de la Educación (Bolonia), las telecomunicaciones (OMC, OMPI), la seguridad (Interpol, acuerdos internacionales), las relaciones comerciales (el Euro) y muchísimos otros más cambios.
Considero, pues, que el dumping social y económico se origina en un lugar que no tiene nada que ver con la finísima distinción de un estado federal y uno confederal, sino que se encuentra fuera de las fronteras de la federación/confederación. Volveré sobre ello al final.
La segunda cuestión de la que quería hablar es la de las pensiones y la solidaridad.
Respecto a las pensiones se entra y se sale varias veces en el artículo sobre la cuestión de haber cotizado en varios lugares. Hagamos una aclaración rotundo: tanto da. El sistema de pensiones español, de reparto, es independiente de donde cotiza cada uno. Pero no porque sea unificado a nivel estatal, sino porque es un pacto entre generaciones. Es decir, no es que un trabajador vaya llenando una hucha (algo en Gijón, un poco en Sevilla, otro tanto en Reus) que el Estado le custodia y le devuelve cuando se jubila. No. El sistema español son dos pactos: cuando uno trabaja, pacta con los jubilados que les pagará una pensión, porque el Estado le promete un segundo pacto cuando él se jubile: que los trabajadores de entonces le pagarán también una pensión a él. ¿Le devolverán el dinero contribuido? No, le pagarán … lo que quieran o puedan.
Tiene razón Joan Coscubiela que una secesión puede conducir a una ruptura del sistema de pensiones, pero discrepo con él sobre la naturaleza de la ruptura: no será técnica ni económica, sino política (y con impacto social, claro). Habrá que reconocer los derechos de los jubilados y habrá que rehacer un pacto. Pero esto no es demasiado diferente de lo que ocurre prácticamente cada vez que se aprueban unos presupuestos del Estado. Cada año. Como mucho, cada legislatura.
Con la solidaridad interterritorial ocurre tres cuartos de lo mismo. Es — o debería ser —un pacto. No quiero entrar ahora en ver si es justa o injusta la solidaridad entre territorios, ni cómo debería ser. Me limito a apuntar que es independiente de si tenemos federación o confederación: mientras haya un estado soberano, es éste al que le corresponde reconocer derechos — de los jubilados, por ejemplo, o de los vecinos — y ver si quiere contribuir a las necesidades de esos vecinos — con un pacto bilateral con otro estado, o a través de un organismo superior de solidaridad entre países miembros de la UE — como ha sido beneficiándose España desde 1985 y que cada vez se dirige menos a estados y más a regiones, dicho sea de paso.
Por último, una cuestión política: la fiscalidad.
En el fondo, con la fiscalidad quiero reforzar dos argumentos de Joan Coscubiela que a él lo llevan a un lugar diferente que a mí. Tanto él como yo coincidimos en dos diagnósticos. El primero es que no podemos tener un sistema monetario europeo mientras que tenemos un sistema fiscal despedazado a diferentes niveles de la Unión. Europa será una unión social o no será: buena parte del drama que ahora vivimos parte de ahí, de la separación entre mercados y personas, entre la libertad del dinero y la soberanía de los ciudadanos. El segundo punto en común es que ambos creemos en el principio de subsidiariedad, en acercar la toma de decisiones a donde se deban aplicar. No tiene sentido que Bruselas fije la distribución de las guarderías a una ciudad, como poco eficiente es que cada ciudad tenga su propia política de inmigración, de defensa, o su propia moneda.
Sorprendentemente para mí, la unión fiscal solidaria y el acercamiento de la toma de decisiones a los ciudadanos pasa, según la propuesta de Joan Coscubiela, por crear un estadio intermedio entre Bruselas y Barcelona. Digo crear y no mantener, porque la opción confederal añade una confederación (la Española) dentro de lo que ahora es ya, a todos los efectos, otra confederación (la Europea).
En resumen, qué he dicho hasta ahora: el dumping social y económico tienen poco que ver con las diferencias entre federación y confederación de estados, entre una Cataluña soberana y otra confederada con España. Las pensiones y la solidaridad, tampoco dependen de este modelo, sino de la dinámica de pactos que emerja del nuevo estado (confederado o soberano) con sus vecinos y/o confederados.
No quisiera dejar de añadir unas reflexiones ya bastante personales.
La primera, obvia a estas alturas, es que he asumido que un estado catalán soberano permanecería dentro de la Unión Europea. Esto es discutible, por supuesto. Pero considero — y segunda reflexión personal — que permanecer en la Unión Europea es una cuestión de voluntad política, como lo es el hecho de que España acepte la creación de una confederación. Lo diré de otra manera: la parte difícil, la que requiere mucha diplomacia y no poca ingeniería política, no es ni confederarse un estado en Europa o en España, sino simplemente la creación de un estado soberano. Es ahí donde se darán todos los pactos, como el reparto de la deuda… o la solidaridad interterritorial, o el reconocimiento de los derechos de los actuales y futuros pensionistas. Y es ahí, también, donde federación o confederación pactarán también una política común para luchar contra el dumping social o económico, o los paraísos fiscales… todo ello enemigo común de la federación/confederación, no amenaza interna.
Con ello, nos situamos en el punto que las dificultades de la opción confederal o plenamente independiente, son o bien compartidas — porque dependen del contexto — o bien las mismas — porque dependen del Estado español, que no verá diferencia entre ambos modelos. Y, en cambio, la creación de una confederación española dentro de una confederación europea nos aleja de los beneficios potenciales de… ser una confederación (unión fiscal y social, subsidiariedad, actualización y modernización de los sistemas laborales, de pensiones y de solidaridad interterritorial), que es lo que Joan Coscubiela defendía en primera instancia.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 21 febrero 2015
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La aparición de nuevos partidos políticos suele recibirse de forma muy diferente por parte de políticos y politólogos — solo por eso vale la pena distinguir unos de otros: no pueden ser más diferentes. Los politólogos suelen recibir con brazos abiertos y excitación la creación de nuevos partidos políticos, como los meteorólogos esperan la inestabilidad, las bajas presiones y, a ser posible, un tifón (aunque sea pequeño). Los políticos, por el contrario, suelen ser recelosos de la potencial competencia que entra en el siempre estrecho mercado electoral, y más si los perciben como sustitutos de su propia oferta.
Los ciudadanos y los medios… depende. Depende, sobre todo, de cuán alineados estén con unos políticos o unos partidos determinados, o cuán desencantados estén (los primeros) y las ganas de hacer dinero (los segundos) que tengan. Cuanto más alineados, más recelos. Cuanto más perdidos estén electoralmente hablando o más necesitados de audiencia, más optimistas.
Politólogos, ciudadanos desencantados o medios necesitados de titulares suelen lanzarse animosamente a seguir los pasos de los recién llegados y, en algunos casos, a alabar su nuevo o renovado o desempolvado discurso. Los partidos y militantes y simpatizantes, en cambio, suelen lanzarse a la yugular del recién llegado, buscarle los trapos sucios, desacreditarlo o minimizar su importancia o la novedad.
Hay un ejercicio que, por norma general, queda fuera del revuelo que genera la aparición de un nuevo partido, formación o movimiento político: conocer el porqué de las cosas. ¿Por qué ha aparecido el nuevo partido? ¿Por qué ahora? ¿Por qué estas personas y por qué con este apoyo? ¿Por qué este discurso? ¿Por qué ha tenido buena acogida en un determinado sector de la población? ¿Por qué — más importante quizás todavía — es verosímil lo que dice? ¿O por qué es verosímil que lo que dice sea nuevo (lo sea o no)?
Sí, es cierto, de vez en cuando encontramos alguien que osa apuntar al porqué de las cosas: porque había desencanto, porque había un nicho en el mercado electoral para cubrir, porque hay mucho paro y uno se agarra a un clavo ardiendo… Ya… Pero… ¿Por qué? ¿Por qué este desencanto? ¿Por qué había un nicho de mercado que nadie cubría? ¿Por qué nadie lo cubría? ¿Por qué había la percepción de que nadie hacía nada por los parados o los desahuciados? O, directamente, ¿por qué nadie hacía nada por los parados o los desahuciados?
Desgraciadamente, lo más habitual es ver cómo todos los esfuerzos se centran en dirigir la sintomatología. En este caso, la naturaleza, composición, intenciones, programa y «autenticidad» del nuevo partido. Y muy, muy pocos esfuerzos en el análisis de las causas.
Es comprensible este comportamiento. Pero es muy poco eficaz.
La aparición de un nuevo partido, más allá de las ambiciones personales — que suelen canalizarse a través de las instituciones y organizaciones existentes — suele ser indicio de que las cosas han cambiado. Que suficientes cosas han cambiado como para romperse el equilibrio existente. O, si se quiere, que muchas cosas deberían cambiar y el equilibrio existente las está ignorando completamente. La aparición de un nuevo partido debería ser una llamada de atención para revisar la propia actuación, el propio programa, las propias ideas, las «realidades» que fundamentan las propias ideas. Y no en relación a la nueva formación, sino en relación a uno mismo y en relación a la ciudadanía a la que se dice que se dirige.
Es cierto que, a menudo, la aparición de una nueva iniciativa política responde a cuestiones internas de una organización existente. Pero la prueba del nueve de cuán internas son es el apoyo externo que esta formación recibe. Cargar contra el Front National francés por racista y xenófobo, o contra Syriza por populista y antisistema (por poner dos ejemplos «lejanos») es como cargar contra Isaac Newton porque las cosas caen al suelo.
Esto no quiere decir que no tengamos que intentar encontrar la verdad y la viabilidad de los nuevos discursos. Pero limitarse a una cuestión desgaste del oponente en clave de reparto de cuotas de poder es, este sí, motivo suficiente por el que aparecen, hoy en día, nuevas formaciones políticas.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 diciembre 2014
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Escenario 1.
El representante público nos informa, a bombo y platillo, su generosidad — o la de su gobierno — en agraciar los ciudadanos con tal o cual intervención, gasto o inversión. Podría haber hecho otra cosa, pero ha tenido en consideración ciertas peticiones y necesidades, ha evaluado — seguro — el signo de los tiempos en los medios de comunicación y las encuestas de intención de voto, y ha optado por recompensar a los ciudadanos que se han portado bien.
Escenario 2.
Después de ingentes esfuerzos por parte de los vecinos y/o la sociedad civil organizada, la comunidad consigue sacar adelante un proyecto colectivo. Por aquello de airearlo y salir en los medios — a menudo no basta con hacer algo, hay que contarlo —, se invita al representante público. Éste, muy sinceramente y de todo corazón, agradece a la comunidad el esfuerzo e ilusión empleados.
Los dos escenarios anteriores representan, con sus similitudes, uno de los mayores actos de subversión política que vivimos hoy en día.
En el primer caso, el representante público actúa como si, realmente, el dinero fueran suyo. Obvia que el dinero es del contribuyente, que de forma estrictamente coyuntural tiene el encargo de gestionarlo, y que tiene también un contrato anual — los presupuestos — que compromete con quien le da el dinero para que lo administre de una forma determinada — y no de otra.
En el segundo caso, el representante olvida que es él quien trabaja para el ciudadano y no al revés. Imaginemos que llegamos al trabajo y le decimos en nuestro jefe: estoy orgulloso de ti y muy agradecido por el trabajo que haces. Considero que sería mucho más lógica la situación inversa, y así debería suceder también en política: que fuera el ciudadano quien aprobara o quien agradeciera un trabajo bien hecho por el representante electo.
Se podrá decir que ambos casos se ha llevado la crítica al extremo. Y que lo que realmente ocurre es que la persona habla en nombre de la institución. Y que la institución nos representa a todos. Y que, por tanto, el representante electo en realidad es una especie de ente que habla a los ciudadanos en nombre de los ciudadanos mismos.
He aquí la subversión. Tanto nos hemos acostumbrado a ser representados, a inhibirnos de la política, que este tipo de círculos de solipsismo institucional y de rendición de la soberanía nos parecen de lo más normal. Hay un ejemplo extraído de la lucha feminista que será (creo) del todo esclarecedor: «papá ayuda mucho a mamá en las cosas de casa». ¿Vemos el problema en este enunciado? Pues, en mi opinión, este ejemplo es primo hermano del «El Partido Tal sí lo hace bien y, gracias a él, se invertirán tanto dinero en el Barrio Cual» o «Estamos muy orgullosos de que el Barrio Cual haya conseguido defender sus propios intereses a pesar de que el gobierno quizás ha hecho dejación de funciones».
Se nos recuerda constantemente — desde la ciudadanía, desde los partidos (nuevos y viejos), desde la sociedad civil organizada, desde la academia — cuaán profundos están siendo los cambios que estamos viviendo y cuan urgente es la necesidad de hacer cambios a fondo. La urgencia de una regeneración democrática. Pero, como ocurrió (y ocurre) con la lucha por los derechos de las mujeres, el lenguaje nos traiciona. A menudo de forma involuntaria e inconsciente… lo que quizá sea el peor de los enemigos: lo tenemos en casa sin saberlo.
Si queremos hacer una regeneración democrática, si queremos llevar a cabo un ejercicio de devolución de la soberanía al ciudadano, más aún si estamos en disposición de iniciar procesos de destitución y de constitución de un nuevo contrato social, es necesario que prestemos también atención a las formas. En las formas que tenemos tan bajo la piel que nos son invisibles. No basta, claro. No es suficiente, por supuesto. Pero es necesario.
En una época de cambios, de relativismo, de repensar conceptos, es necesario resituar los actores y sus prácticas. Recordar quién es soberano y quién sirve a quién y en qué condiciones. Si no, puede que lo cambiamos todo para que nada cambie.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 31 octubre 2014
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Una de las aportaciones de Karl Marx que más debate ha generado ha sido su conceptualización de los medios de producción. Los define como aquello que hace de mediador entre el obrero y el fruto de su trabajo. La reflexión de Marx es crucial porque es a partir de la revolución industrial que estos medios de producción pasan de ser sólo la tierra y un limitado y a menudo sencillo utillaje a ser los protagonistas de la economía: es gracias a la transformación de los medios de producción que el trabajo multiplica su efectividad y que la productividad aumenta; y es también por culpa de la transformación de los medios de producción que cambian las relaciones de poder (a todos los niveles), que la plusvalía comienza a ser significativa, que se lucha por la apropiación de dicha plusvalía y que, en definitiva, la propiedad de los medios de producción pasa al primer plano de la esfera económica para acabar reconfigurando, ya en el siglo XX, todo el mundo.
Aunque no pretendo ser original aquí, a menudo nos olvidamos que hacer política puede aproximarse, también, como una producción, como una industria: con sus fábricas (parlamentos, partidos, sindicatos, ONG), sus obreros (diputados, políticos, sindicalistas, cooperantes) y sus productos (leyes, convenios, huelgas, campañas, etc.).
Como ocurre en la época industrial que describe Marx, los medios de producción de la política, el capital de la política, es escaso, (en consecuencia) caro y define perfectamente las relaciones de poder: quién puede hacer política y quién no, quién puede liderar una producción política y quién es un mero operario. ¿Cuáles son estos medios de producción de la política? Básicamente aquellos que nos permiten informarnos, deliberar, negociar, votar o evaluar la acción colectiva. Es decir, acceso a emisoras y prensas, papel y acceso a grandes espacios de reunión, locales de trabajo, capacidad de procesar y crear información, teléfonos y correos y telegramas y faxes y agendas para saber con quién hablar. En resumen, organizaciones: parlamentos, partidos, sindicatos y ONG o grupos de poder. Las fábricas de la democracia.
Aún hoy, muchos años entrada la revolución digital, muchos «altos directivos» de las fábricas de la democracia se sorprenden y se exclaman ante fenómenos como los movimientos sociales (15M, la PAH, la Primavera Árabe, YoSoy132, Occupy Wall Street o Occupy Central) o los nuevos partidos políticos fuertemente arraigados en la red (Partido X, Podemos, Guanyem). Más allá de los que se oponen a ello — y por motivos diferentes — la consternación es aún bastante generalizada: ¿cómo ha podido ser?
Hay un motivo principal que es la educación: en relativamente pocas décadas, tanto en España como en los países más industrializados, el acceso a una educación de calidad se ha hecho prácticamente universal o, como mínimo, se ha ampliado drásticamente.
Pero además de tener unos «obreros de la democracia» altamente cualificados, el cambio radical ha sido en el fácil (posible, ubicuo, barato, operable) acceso a los medios de producción de la política. ¿Una televisión? El móvil compartiendo vídeo por streaming. ¿Un local de reunión? Las redes sociales. ¿Acceso y gestión de la información? Un disco duro virtual en la nube. ¿Un teléfono? Infinitos teléfonos en forma de herramientas de videoconferencia. Etc.
Nos hemos acostumbrado a que en una economía de mercado convivan empresas tradicionales con empresas sociales o cooperativas, por mencionar sólo dos modelos «alternativos» donde los trabajadores han conseguido apropiarse de o conservar los medios de producción. Nos tendremos que acostumbrar, en consecuencia, a que las viejas instituciones políticas industriales convivan con las nuevas instituciones de la Sociedad de la Información.
Con quizás una diferencia.
En economía, hay una cuestión que es determinante y que marca de forma casi estructural las relaciones de poder: las materias primas son escasas, son finitas. Por lo tanto, aunque puedan existir modelos diferentes de propiedad de los medios de producción, al final las normas del juego son las mismas y vienen determinadas por la competencia por el acceso a los medios de producción o bien lo que los puede comprar, el dinero — siempre que no haya, claro está, un cambio radical que, hoy por hoy, no parece que vaya a suceder a corto plazo.
En política, sin embargo, las materias primas son, sobre todo, la información. Y la información, una vez hemos conseguido digitalizarla y, en consecuencia, desmaterializarla, ha dejado de ser escasa, de ser finita, al menos en términos prácticos. La información, a diferencia de otras materias primas, es ubicua, barata, fácil de manipular y transferir.
A diferencia de las cooperativas, que se esfuerzan por no ser una anécdota marginal en un océano de empresas de tradición capitalista, las instituciones de la democracia industrial deberán acostumbrarse a que la competencia de las nuevas instituciones será feroz. Porque juegan con las mismas reglas y con las mismas herramientas. Y, además, han conseguido darle la vuelta al factor fundamental: hay más obreros en la ciudadanía que dentro de las fábricas de la democracia. Los nuevos equilibrios democráticos vendrán determinados por una mera cuestión de superioridad numérica a un lado de la ecuación: la sociedad civil.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 agosto 2014
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Nos recordaba Antoni Furió, en julio de 2013 en País Valencià, Siglo XXI, que afrontamos una sociedad de trabajadores sin trabajo
. Repasa, el autor, desde los escritos de Hannah Arendt de 1958 hasta los de Ulrich Beck de 2013, pasando por las estadísticas de empleo, tanto en Europa como en España.
Sobra gente. O, mejor dicho, sobran trabajadores. Y si uno no tiene capital — porque es trabajador — y su trabajo no es necesario, la tragedia de la exclusión (primero económica, luego social) se hace prácticamente inevitable.
Prácticamente en el otro extremo del globo, en Minneapolis, John Moravec publicaba ese mismo año Knowmad Society. En el libro, él y sus coautores definen un trabajador (y cito bastante textualmente) creativo, innovador, motivado, sin miedo al fracaso, generador de nuevas ideas y conocimientos, que es capaz de solucionar diferentes problemas, que colabora con los demás, que comparte información, que crea redes, en constante evolución y aprendizaje, autodidacta, que utiliza intensivamente la tecnología y adopta las nuevas tendencias y usos.
El knowmad o nómada del conocimiento es el perfil del trabajador del futuro. O del presente.
Es evidente que, además de los 8.000 kilómetros que separan Minneapolis de Valencia, hay otra distancia, esta conceptual, entre ambas percepciones de lo que es un trabajador: por un lado, el pesimismo de un trabajador que se sabe de más, que tiene unas habilidades que ya no son demandadas por la sociedad (o por la economía, no necesariamente lo mismo); por otra, el exaltado optimismo de un trabajador que, a menudo, no se acaba el trabajo, (cree que) puede decir que no, se le valora y se le tiene como modelo.
De hecho, el modelo que dibuja Moravec no se ajusta en absoluto al modelo de Furió. Pero no se ajusta en cuestión de expectativas, sino en su misma construcción: mientras el modelo de Furió es un modelo de trabajador de la sociedad industrial, dependiente de un capitalista que posee los medios de producción, el knowmad de John Moravec es un modelo de trabajador de la sociedad del conocimiento, donde el capital a duras penas se reduce a un ordenador, tableta o móvil de unos pocos cientos de euros y una conexión a Internet — que incluso puede ser gratuita.
¿Cuál es el modelo bueno? ¿Quiere decir esto que todos deberíamos transitar hacia el modelo ciberoptimista de la sociedad de la información? ¿Quiere decir que debemos abandonar el sector primario y la industria?
Mucho me guardaré yo de decir qué hacer: bastante complicadas están las cosas como para contribuir a empeorarlas.
Sin embargo, sí creo que, entre ambos extremos, hay espacio para hacerse preguntas en mi opinión relevantes.
La primera, de hecho, ya ha sido hecha, y es si todavía es válida la definición de trabajador en oposición a la definición de capitalista. Si la figura del autónomo ya nos había hecho saltar las alarmas, estos trabajadores del conocimiento que les basta con escasas inversiones de unos pocos cientos de euros deberían hacer (re)pensar si son, como la definición canónica dictaría, unos capitalistas. Autónomos, falsos autónomos, profesionales liberales, freelancers, trabajadores del conocimiento, consultores. ¿En qué cajón caen estos… trabajadores? ¿Qué derechos tienen como tales? ¿Qué forma de hacer defensa colectiva de sus intereses?
Si la primera es cualitativa, la segunda es cuantitativa: en España ya prácticamente un 65% de los asalariados lo son en el sector servicios. Un sector que, también de forma creciente, es intensivo en conocimiento, en gestión de la información, que escala muy bien en algunos subsectores, que tiene (de nuevo en algunos subsectores) verdaderos crecimientos de productividad y competitividad. Y un sector que se basa, a menudo, en reinterpretar contextos, en aplicar soluciones que no existen y deben crearse de nuevo. Y la pregunta es: ¿Cuántos trabajadores caben aquí? ¿Cabrán todos?
Qué es un trabajador y cuántos trabajadores necesita una sociedad.
Para ayudar a responder, tomemos como un hecho que la única forma de inventarse nuevas soluciones es aprender. Y que estadísticamente sabemos que quien más sabe más se forma, y por lo tanto aprende más, y tiene más opciones de trabajar en lugares donde seguirá pudiendo formarse.
La divisoria que plantean, cada uno por su parte, Furió y Moravec no es sino la divisoria de quién forma parte de este ciclo virtuoso de formarse, ser competente, tener trabajo, seguir formándose en él, ganar nuevas competencias, etc. y de quién cae del ciclo, bien porque sus competencias, de repente, han resultado irrelevantes, bien porque nunca precisaron una actualización… hasta que cayeron en la irrelevancia — el ciclo vicioso, simétrico al anterior.
Cruzamos definiciones y datos y encontramos el trabajador mal pagado o prescincible, por irrelevante, por automatizado, que depende de un capital; y encontramos al trabajador mejor pagado porque aporta valor, por competente, porque ha aprendido a aprender.
Es en la transición de una definición a otra, en la transición de un modelo a otro que muchos se están dejando la piel. Muchos de ellos sin tener arte ni parte. Porque no sólo ha sido cosa del trabajador: la demanda de trabajo tampoco ha sabido qué hacer con él. Ni los unos, ni los otros. Porque, el capital, el emprendedor, también pide a gritos una redefinición.