Siria: entre Irak y los Balcanes

Hay personas para las cuales la policía son fuerzas de represión al servicio del poder, que a todos quiere subyugar.

Hay personas para las cuales la policía son ciudadanos comprometidos que se desviven por servir y proteger al ciudadano.

Los segundos ponderan su posición el día que reciben un guantazo en una manifestación o sufren un abuso en cualquier Administración mal administrada, desde un aeropuerto hasta una comisaría.

Los primeros ponderan su posición el día que se quedan tirados en el fin del mundo o extorsionan a sus retoños con fotos robadas a punta de pistola virtual.

No creo que haya un punto intermedio como tampoco creo que sea posible mantenerse contra viento y marea en uno de los extremos.

La trágica guerra civil que está sufriendo Siria cuenta ya en su haber más de 100.000 muertos y unos dos millones y medio de víctimas, de entre ellas, un millón de víctimas son niños.

Tras dos años de conflicto, podemos ya afirmar sin dudarlo que lo se Siria no es una reyerta entre Tarantos y Montoyas.

Y la pregunta del millón es ¿qué hacer?

Una de las soluciones es invadir Siria e imponer la «paz». Algunos tildan ya esta posible intervención de invasión imperialista de Siria. Es una reacción, como mínimo, legítima: en el recuerdo reciente o no tan reciente está grabado a fuego Irak, y cómo su invasión se diseñó en un laboratorio, se urdieron mentiras y falsos informes y se llevó a varios estados a invadir el país contra los acuerdos de Naciones Unidas. Al final quedó la más cruda realidad: una guerra ciertamente imperialista, contra la regulación internacional, con el único fin de hacerse con determinados recursos naturales. Afganistán no es muy distinto. Y la lista es interminable.

La otra solución es no hacer nada, tratar el problema bélico como algo doméstico. También ahí tenemos recuerdos frescos, tanto en el tiempo como en el espacio. En el tiempo solamente hay que retrotraerse un par de décadas para revivir las matanzas que se sucedieron una y otra vez, ante teleobjetivos y televisores, una y otra vez, para apartar los ojos y preparar, en diferido y a toro pasado, el juicio a los genocidas. En el espacio siempre nos quedará la pregunta de por qué Europa no sacó a España de 40 años de dictadura… aunque lo lamentable aquí es que seguramente no habrá consenso sobre la necesidad de hacerlo.

Personalmente no tengo una opinión formada respecto a lo que habría que hacer. ¿Es posible la «paz» a cambio de imperialismo? ¿Es preferible la masacre para preservar la pureza de espíritu? Me asalta y me atormenta la duda. Querría uno que esa duda y tormento fuesen compartidos. Aunque la impresión es que no, que las posiciones están, como de costumbre, encastilladas. Habrá que empezar a aplicarse aquello de que si uno no es parte de la solución, entonces es parte del problema.

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Falta de transparencia o falta de fundamento en la toma de decisiones

Nos recuerda Qué hacen los diputados que el Artículo 15 del Proyecto de ley de Transparencia, Acceso a la Información Pública y Buen Gobierno contempla la exclusión de la ley de informes o comunicaciones internas, es decir, se excluye del alcance de la ley muchos tipos de información — como notas, informes internos o comunicaciones internas.

Esta exclusión es especialmente grave por al menos tres motivos.

El primero, y seguramente el más importante, es de concepto, sobre qué entendemos por transparencia en el s.XXI, en la Sociedad de la Información, en plena Revolución Digital. Dice el punto (1.e) del Artículo 15 del Proyecto de Ley que se inadmitirán a trámite, mediante resolución motivada, las solicitudes […] que sean manifiestamente repetitivas. Es decir, la información hay que pedirla y será (o no) concedida. Bien, en un nuevo paradigma informacional como en el que estamos entrando, la información es abierta por defecto y lo excepcional es cerrarla. No ha lugar, pues, ni pedir ni conceder acceso.

Y que la información sea abierta por defecto significa que esa información (punto 1.b) que tiene carácter auxiliar o de apoyo como la contenida en notas, borradores, opiniones, resúmenes, comunicaciones e informes internos o entre órganos o entidades administrativas también, toda esa información y comunicaciones suceden en abierto, a la luz del día, por la Administración pero para los ciudadanos. Para mí este aspecto es más que fundamental, ya que marca el tono y el espíritu de una ley (de transparencia en el siglo XXI) u otra muy distinta (de servicios de información al ciudadano en el siglo XIX).

La segunda cuestión es que toda esa información es del ciudadano, que la ha pagado con sus impuestos. Pensar que esa información solamente servirá para la toma de decisiones a nivel gubernamental y que no puede tener ningún otro uso a otros niveles (ciudadanos, empresas) es, como poco, excluyente.

El acceso a la información pública, además de por cuestiones de concepto (punto anterior) o cuestiones políticas (punto siguiente), debe fundamentarse en un hecho incontestable: la soberanía reside en el ciudadano, y es este quien debe tener acceso a toda la información que le permita o bien tomar sus propias decisiones, o bien proponer medidas de acción, o bien, en una democracia representativa como la nuestra, al menos fiscalizar a quienes proponen medidas de acción y las llevan a cabo.

No obstante, además de la cuestión económica — de quién ha pagado esos informes, que sería una condición más que suficiente y con pocas excepciones — sino, y sobre todo, política. Es aberrante que gobiernos, administraciones o parlamentos gasten ingentes cantidades en crear informes que apoyen su toma de decisiones y en cambio no lo compartan con sus ciudadanos para que estos puedan monitorizar y evaluar los procesos de toma de decisiones en los organismos públicos.

Solamente si los procesos son abiertos podremos comprobar si nuestros representantes van al Parlamento con los deberes hechos. Si los documentos «accesorios» o «de apoyo» no son públicos, podemos tender a pensar que o bien no existen — y nuestros representantes basan sus decisiones en apriorismos y visceralidades ideologizantes — o bien que existen pero no quieren mostrarse porque probablemente violan el contrato electoral firmado con el ciudadano.

Es descorazonador ver una Ley de Transparencia que va a nacer ya tan desfasada, tan fuera de lugar, tan descontextualizada. Y desfasada, fuera de lugar y descontextualizada no solamente en relación a los avances de las tecnologías de la información y la comunicación, sino, y sobre todo, en relación a los principios democráticos que deberían guiarla. Esta es una ley que, amparada en la «publicidad activa» olvida la apertura en el diseño y por defecto.

En la mesa De la digitalización de la administración hacia el gobierno abierto y la Gobernanza pública que tuvo lugar en el Foro de la Gobernanza de Internet el 23 de mayo de 2013, su relator Miguel Ángel Gonzalo escribía: La batalla principal por la transparencia está dada y ganada desde el momento en que se incorpora a la primera línea de la agenda política. Una afirmación con la que no puedo discrepar más. Lo que hace incorporar una cuestión a primera línea de la agenda política es desactivarla: se puede desactivar para bien — porque se debate y se acaba resolviendo — o se puede desactivar para mal — porque se genera ruido y se da la sensación de que el tema está agotado. Sucedió ya con la cuestión sobre los desahucios donde la política se mostró más como problema que como una solución. Y se está demostrando con este todo por la transparencia pero sin la transparencia.

El actual Proyecto de Ley de Transparencia desembocará en un estado peor al que teníamos: una mala ley, que legitima la opacidad por sistema y la apertura como excepción, pero que agotará el debate y dará por zanjado el asunto por muchos años. Mucho andar para no moverse de sitio, pero agotados del camino.

Actualización 27 de junio de 2013:

Me hace saber Miguel Ángel Gonzalo que mi comentario sobre las actas del Foro de Gobernanza de Internet fue debatido dentro del grupo y ha generado una modificación del texto final de dichas actas. Esta versión final puede encontrarse en el ahora texto definitivo del Foro de la Gobernanza de Internet en España, 23 de Mayo de 2013 (PDF).

Aunque no era mi intención enmendarle la plana a nadie, agradezco muy sinceramente que mi opinión haya sido tenida en cuenta :)

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La solución a los desahucios o la política como problema

Ayer tuvimos dos noticias que ejemplifican, como pocas, el desencuentro, la falta de diálogo y el fracaso de la política como una herramienta para encontrar soluciones a los problemas o demandas de la ciudadanía.

Por una parte, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH) anunciaba la retirada de la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) por la dación en pago para poner en evidencia que el proyecto de ley del PP supone el rechazo a la ILP que se presentó en el Congreso.

Por otra parte, el Partido Popular aprobaba en el Congreso la ley de desahucios sin ningún apoyo del resto del hemiciclo.

Dejemos de lado por un momento qué propuesta es mejor o peor, si la ILP impulsada por la PAH o la llamada Ley de Medidas para la Protección a los Deudores, Reestructuración de la Deuda y Alquiler Social impulsada por el PP. Y dejemos de lado también el debate sobre sin aporta más legitimidad el apoyo de un millón y medio de firmas a la primera iniciativa o los once millones de votos que recibió el Partido Popular en las pasadas elecciones.

Dejemos de lado esas cuestiones y vayamos al fondo del asunto: cómo se ha intentado dar solución al problema de la vivienda.

Origen del problema

El primer punto que cabe recalcar es dónde arranca el problema. Identificarlo será sin duda arbitrario, pero hay al menos tres fechas a retener:

  • La manifestación/sentada convocada por la Plataforma por una Vivienda Digna y V de Vivienda el 14 de mayo de 2006. La Plataforma se había creado en invierno de 2003-2004.
  • La creación de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca en febrero de 2009 para aglutinar, como bien explica su nombre, sobre todo desahuciados, afectados por impagos, etc.
  • El 30 de marzo de 2011 como disparo de salida de la Iniciativa Legislativa Popular por la Vivienda Digna, la que ayer acabó retirándose después de haber sido aceptada a trámite.

Estas fechas son sangrantes. Ya en 2006, hace siete años, un grupo de ciudadanos lanza alertas sobre la lo degradado del derecho constitucional a la vivienda. Vale la pena decir que si bien las sentadas son hace siete años, la Plataforma por una Vivienda Digna fue creada en invierno de 2003-2004, es decir, hace nueve años.

La fecha de 2009 es todavía más desgarradora, porque no se refiere a respetar unos derechos que «hipotéticamente» podrían estar en peligro, sino que son ya hechos consumados: a diferencia de la Plataforma por una Vivienda Digna que habla de las difíciles condiciones de costear alquileres o compras de vivienda, la Plataforma de Afectados por la Hipoteca habla ya de desahuciados. Hace cuatro años.

En los siete años que van de finales de 2003 hasta principios de 2011 prácticamente no hay movimiento en los parlamentos ni en los partidos, motivo por el cual se inicia el «último recurso» de la ILP, que tarda dos años más en llegar al Congreso.

La anterior afirmación no es del todo cierta: sí hay unos pocos partidos minoritarios y, sobre todo, algunas asociaciones, que empiezan a interesarse por el tema, pero a grandes rasgos, el problema de las hipotecas tarda nueve años en saltar a la agenda pública, a ponerse sobre la mesa, a ser tema de debate público. Simplemente imperdonable. Partidos políticos y medios de comunicación deberían reflexionar muy seriamente sobre esta cuestión.

Debatir la cuestión

Visto el cuándo — nunca o casi nunca —, vayamos al cómo.

De nuevo, el periplo de la PAH, tanto antes como durante el trabajo con la ILP, es una muestra de ese cómo: prácticamente de ninguna forma.

A efectos de la opinión pública — es decir, para la inmensa mayoría de los ciudadanos — solamente ha habido un único momento donde todas las partes se han sentado ha hablar: durante la comparecencia en el Congreso de representantes de la banca y la PAH en relación con el proyecto de ley que ayer acabó aprobándose.

Dicho de otro modo: después de nueve años, con las instituciones democráticas haciendo oídos sordos, se redacta un proyecto de ley, se enlata y se da a comentar a la sociedad civil y los partidos en una única sesión en el Congreso.

¿Qué ha pasado de mientras? Es fácil de adivinar (y espero que se me perdone la generalización):

  • Los partidos de izquierdas (o algunos de ellos) reunidos con plataformas ciudadanas para ver cómo se consigue la dación en pago.
  • Los partidos de derechas reunidos con la banca para ver como se hace cumplir la ley vigente y no se perjudica la seguridad jurídica.
  • Unos pocos académicos, politólogos y economistas intentando debatir, por su parte y en sus foros, qué opciones hay sobre la mesa.
  • Los tertulianos y los medios metiendo ruido y apoyando sus apriorismos.

Lo más triste de este proceso es que no ha habido debate alguno, al menos ninguno de calidad. O no soy yo consciente de que haya trascendido ninguno. Las partes afectadas (hipotecados, banca) han tenido serias dificultades para sentarse a hablar de un problema que tenían y que, por su dimensión, ha sobrepasado el ámbito de lo privado para entrar en el ámbito de lo público. Y cuando esto ha sucedido, los gestores de lo público no estaban ahí para sentar a las ya tres partes: hipotecados, banca y sociedad en general (representada por el parlamento).

¿Soluciones?

Ante tanto desencuentro, era prácticamente imposible llegar a nada, ya no unánime (imposible) pero sí al menos consensuado.

Insisto: no se trata aquí de debatir si un señor en particular debía negociar con su respectivo banco para alcanzar una solución puntual (huelga decir que negociaciones bilaterales sí ha habido), sino qué debía hacer la sociedad en conjunto con un grave problema colectivo para llegar a una solución estructural.

En mi opinión, jamás se han reunido todas las partes para llegar a esa solución estructural. En mi opinión jamás se ha afrontado el debate sin apriorismos, sesgos ideológicos, analizando con rigor todos los pros y contras de todas y cada una de las opciones posibles. Y, por supuesto, jamás se ha consultado formalmente a terceros más o menos neutrales, unos pocos de los cuales se han desgañitado en intentar aportar algo de razón en el debate.

Sobre la mesa tenemos ahora dos «soluciones» que apenas si han sido careadas entre sí (hablo a nivel colectivo: por supuesto cada parte habrá hecho lo suyo… con sus sesgos, apriorismos y presiones varias). Y, sobre todo, no han sido careadas con otras alternativas. Que las hay.

Hemos construido una política binaria: o todo o nada. Una política que no hace propuestas, sino que las arroja sobre la cabeza del adversario. Una política, en palabras de Unamuno, de vencer, no de convencer.

Aunque las culpas no estarán simétricamente repartidas, el resultado es lo que cuenta. La política ha dejado de ser un espacio donde resolver problemas para pasar a generarlos: no solamente no resuelve «nada», sino que alimenta la confrontación y la crispación, con la consecuencia de alejar posiciones y radicalizarlas.

Me gustaría preguntar dónde puede encontrarse un espacio que recoja todas y cada una de las distintas problemáticas relacionadas con la vivienda. Dónde puede encontrarse un espacio que recoja todas y cada una de las distintas aproximaciones a esta problemática. Dónde puede encontrarse un espacio que recoja propuestas prácticas, que evalúe sus pros y sus contras, los logros que pretende alcanzar a cambio de qué renuncias. Y, por último, dónde puede encontrarse la escala de valores de cada partido y asociación a partir de la cuál uno pueda saber qué criterio se ha utilizado para escoger una u otra opción.

¿Hablamos de transparencia? Eso sería transparencia. ¿Hablamos de legitimidad? Eso sería legitimidad. El resto, por desgracia, es la nueva definición de política.

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Escrache: entre el acoso y la inhibición de los representantes públicos

En la antigüedad, cuando los reyes y señores de la guerra hacían las leyes sobre la marcha, era habitual que al pueblo le fuese concedido el derecho de ser escuchado para poder presentar al jefe de la tribu sus problemas, necesidades, diferencias entre vecinos. Con el tiempo, la audiencia se fue institucionalizando para poder llegar a todo y a todos.

Con la democracia moderna y la separación de los tres poderes — ejecutivo, legislativo y judicial — se consigue una separación de funciones en el Estado, que aunque por una parte da mayor protección al ciudadano ante aquél, se genera un problema nuevo: quién escribe las leyes (el legislativo) no es quien atiende a los problemas de los ciudadanos en los tribunales (el judicial) y viceversa.

De la inhibición del representante electo

Cando se habla del escrache, de si las formas y procederes del escrache deberían tener unos límites o si los fines que persigue el escrache legitiman sus formas, nos estamos fijando, con pocas excepciones, en el qué, el cómo o el para qué del escrache, pero raramente en el porqué.

Y seguramente parte de la respuesta al porqué del escrache tiene que ver con lo apuntado más arriba sobre la separación de poderes: ¿está escuchando, realmente, el legislativo los problemas del ciudadano?

Hay una escena que se repite una y otra vez en cada nueva campaña electoral. El candidato de turno se pasea por el mercado y, niño en brazos mediante, le pregunta a la pescadera qué es lo que preocupa al pueblo. Después se va al hogar de ancianos y, con una suerte de imposición de manos, pregunta al jubilado qué es lo que preocupa al pueblo. Y hasta las próximas elecciones, que para algo el voto legitima al público a actuar como le venga en gana.

De esta forma, se han ido construyendo inhibidores de la democracia que a fuerza de no escuchar han desembocado en una total desposesión de la soberanía del ciudadano.

El representante electo se ampara en la disciplina de voto para inhibirse totalmente de aquello que vota o que las siglas que representa y en las que milita defiende. Hemos llegado a absurdos totales en los que nuestros representantes han llegado a admitir — o a dejar evidente — que no sabían que acababan de votar. La excusa más recurrida suele ser que hay que repartir tareas, que cada uno tiene su parcela y que no puede ser experto en todo. Esto es verdad hasta cierto punto: aquel en que uno empieza a lavarse las manos de lo que hacen sus compañeros… a sabiendas de que lo están haciendo. Es como si un padre, siendo reprochador porque su hijo está robando en una tienda, se encogiese de hombros para decir, solemnemente, que la educación sobre la propiedad privada es un asunto responsabilidad de la madre del niño.

El escrache como síntoma

Decía antes que cuando se aborda el tema del escrache se aborda en sí mismo, y es a el fenómeno mismo al que se dirigen las reflexiones, críticas o justificaciones.

Pero el escrache no es una enfermedad: es un síntoma. Y atajar los síntomas raramente acaba con la enfermedad subyacente que están denunciando.

El escrache — el porqué del escrache —, más allá de los fines que persigue, responde seguramente a tres grandes razones, a tres grandes enfermedades que está poniendo a la luz, a cuál más importante:

  1. La constatación de que las instituciones de la democracia no están respondiendo a las demandas de la población, enrocadas como están en sí mismas, ajenas a lo que se cuece en la calle.
  2. La necesidad de, ante el inmovilismo institucional, recuperar la legitimidad política y capacidad de acción secuestrada por las instituciones democráticas, que se han autoarrogado el derecho a ser las únicas que representan los intereses de los ciudadanos.
  3. La evidencia de que hay nuevas formas de organización política que están permitiendo pasar de las acampadas a la acción.

Condenar el escrache puede ser una llamada de atención a las formas en corto, pero es totalmente estéril a largo plazo porque no se cuestiona sobre los motivos.

Las formas del escrache

Como ya sucedió en el Congreso durante la comparecencia de Ada Colau, las formas del escrache deben mirarse desde ambos puntos de vista.

Por una parte, creo que es necesario apuntar que, en mi muy personal opinión, el escrache, el señalar al político, el increparlo, debe tener límites. Estos límites, para mí, son bastante claros. Por una parte, y en lo que respecta a la persona, el abstenerse de cualquier tipo de violencia, la verbal incluida. Por otra parte, y en lo que respecta al momento, considero que este debería ser únicamente cuando la persona está actuando como representante público. Ello no solamente excluye su domicilio personal, sino también un paseo por la calle, lugar público pero en el que no está «actuando en público» o ejerciendo su cargo. Personalmente empatizo más con la figura del heckler anglosajón que con la del escrache argentino, mucho más cercano al acoso (para mí, condenable, sea por el motivo que sea) que no a la demanda, la protesta o la denuncia.

No obstante. Y volviendo a la cuestión de la costumbre — o falta de costumbre — de saber o querer escuchar. No habría que confundir un acoso con un mero llamar la atención, con un afán de ser escuchado. Sobre todo, no habría que tomar por acoso cuando se trate del ejercicio del derecho a ser escuchado. Escuchado por quién dice ser el representante del ciudadano. Representante del ciudadano cada día y no solamente durante la campaña electoral.

Algunos viven en un sopor democrático tal que cualquier estridencia los distrae de su democrática siesta.

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El vergonzoso final del calvario de una Iniciativa Legislativa Popular

Antes de que dispusiéramos de herramientas digitales que permitían la información, deliberación, negociación, sufragio o evaluación de forma descentralizada, los Parlamentos eran seguramente la herramienta más eficiente y eficaz para hacer política «de verdad». No obstante, esa necesaria institucionalización de la política también tenía sus riesgos: dejarse a los ciudadanos fuera de la actividad política, desterrándolos al yermo político en los cuatro años que iban de unas elecciones a otras.

Un interesante factor de corrección de esta situación eran las Iniciativas Legislativas Populares: mediante esta figura, lo que se permite es que un grupo significativo de ciudadanos pueda hacer Proposiciones de Ley que entren en la actividad parlamentaria normal, sean debatidas en las cámaras y, si según el resultado final de las deliberaciones y votaciones, acaben formando parte del corpus legal del país. Llevar a cabo una Iniciativa Legislativa Popular requiere seguir una serie de procedimientos que vienen a, básicamente, legitimar la propuesta buscando un amplio apoyo social, de la misma forma que una propuesta de un grupo parlamentario viene tácitamente legitimada por el poder que este obtuvo en las urnas.

La Iniciativa Legislativa Popular, en el inicio de su andadura, debe ser admitida por la Mesa del Congreso de los Diputados. Esto es lógico dado que en este punto se vetan iniciativas que están explícitamente excluidas de esta figura (p.ej. abolir los impuestos). La Junta Electoral Central, por su parte, vela por que todo el proceso sea transparente y válido. Y si todo se ha cumplido según lo estipulado, la ILP vuelve al Congreso para su:

  1. Consideración a trámite, es decir, que se acepte tramitar la Proposición de Ley, a pesar de que técnicamente ya ha superado todas las validaciones de la Mesa y de la Junta Electoral.
  2. El trámite en sí de la Propuesta de Ley, que terminará en una votación donde se pueda o no aceptar dicha Proposición de Ley.

Este primer punto merece, en mi opinión, especial atención. Porque de lo que se trata en el punto de consideración a trámite, insistamos en ello, no es votar la Proposición de Ley (que se hace durante su trámite), ni tampoco cotejar que el procedimiento ha sido correcto (que se ha realizado durante los nueve a quince meses precedentes por la Mesa del Congreso y la Junta Electoral). De lo que se trata en el punto de consideración a trámite es del derecho a vetar el diálogo.

A menudo, se sugiere que la única política que cuenta es la que sucede en el Parlamento. Se instauran, entonces, sistemas largos y farragosos para que la ciudadanía pueda participar de la actividad parlamentaria e incluso hacer propuestas. Sucede, no obstante, que casi un año y 1.402.854 firmas después (sería la cuarta fuerza política en las Elecciones Generales de 2011), puede que una ILP no llegue a discutirse, a debatirse el problema que la ha impulsado, a evaluarse las reflexiones y propuestas que en ella se hacen porque sin tan solo llegue a tramitarse por no superar una suerte de filtro que, en sentido estricto, no obedece a ninguna función. Porque formalmente la ILP es impecable o no habría llegado hasta este punto. Porque técnicamente la votación «real» sucederá después, durante su tramitación.

Nos encontramos, una vez más, ante un acto de desposesión de los derechos políticos de los ciudadanos. Transparencia, legitimidad, representatividad son palabras huecas cuando se veta el diálogo, sea del tipo que sea, en las cámaras de representantes de la democracia. Porque, recordemos, la consideración a trámite de una ILP no es un juicio de valor sobre lo que dicha ILP propone, sino sobre el hecho mismo de proponerla, sobre el hecho de que un grupo de ciudadanos se erija en representante, por unos momentos, de una comunidad o de un sentir de sus conciudadanos.

Lo peor — si es que hay algo peor que vetar el ejercicio de las libertades políticas a un grupo de ciudadanos y, por extensión a todos a los que estos representan — es el talento que se pierde al censurar el debate de cualquier Proposición de Ley en el Parlamento. Mejor o peor, el largo proceso que recogida de firmas no consiste, únicamente, en la compilación de apoyos uno por uno en un papel pautado. En lo que consiste, también, ese largo proceso, es en una escucha intensa de la voz de los ciudadanos, en una ponderación de los miles de realidades que en agregado configuran la Proposición de Ley que presenta una Iniciativa Legislativa Popular. En los nueve meses de campaña, se hacen emerger datos, se matizan afirmaciones, se afinan propuestas y soluciones, se consideran condiciones y excepciones, se debate con posicionamientos escépticos, opuestos e incluso contrarios. Todo ese conocimiento literalmente se pierde — al menos a efectos prácticos — si la ILP jamás llega a debatirse en los plenos de las cámaras.

Mientras el CIS, los partidos y sus consultoras se gastan verdaderas fortunas en sondeos de opinión, barómetros y estudios y análisis sobre distintas cuestiones, las ILP suponen investigaciones ad hoc, en primerísima persona, sobre esas mismas cuestiones — y a un coste económico irrisorio la mayor parte de las veces.

¿Cuál es, pues, el argumento para vetar la admisión a trámite de una Iniciativa Legislativa Popular? ¿Cuál? Ha seguido las normas del juego parlamentario; ha conseguido un apoyo significativo de la población; ha recabado información de inconmensurable valor; ha identificado una demanda real de las «personas reales» que necesita ser tratado por los representantes políticos y lo ofrece en bandeja. ¿Cuál es, repetimos, el argumento para vetar la admisión a trámite de una Iniciativa Legislativa Popular? ¿Cuál?

La respuesta, por negación. No importan las normas del juego parlamentario: si quieren algo, tráiganlo al Congreso, falso. No importa el apoyo de la población: esta cámara está legitimada por las urnas, falso. No importa la información sobre una problemática: tomaremos una decisión informada…, falso. No importan ni las demandas reales ni las personas que hay tras ellas: sabemos lo que el pueblo de España necesita, que es…, falso. Por favor, atrévanse a debatir las cosas como los representantes electos que se supone que son. Sea la que sea la ILP que llegue a sus manos.

Transparencia, legitimidad, representatividad. Palabras, palabras, palabras. Y desposesión, desposesión, desposesión.

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Ciudadanos en el Congreso o la legitimidad de Ada Colau

Dentro del debate alrededor del Proyecto de Ley de medidas urgentes para reforzar la protección a los deudores hipotecarios, compareció ayer en el Congreso Ada Colau en representación de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (PAH), plataforma que a su vez presenta una iniciativa legislativa popular para la dación en pago y que ha obtenido el doble de firmas de las necesarias para su tramitación.

En un momento de su comparecencia, Colau se refirió al compareciente que la había precedido, Javier Rodríguez Pellitero, Vicesecretario General de la Asociación Española de Banca, en los siguientes términos: No le he tirado un zapato porque he entendido que debía seguir aquí. Este señor es un criminal, calificaciones que posteriormente valieron a Colau la censura del presidente de la mesa, el diputado Santiago Lanzuela:

El suceso, como era de prever, ha recibido gran atención, tanto por las formas de la primera como por la reacción del segundo. En mi opinión, no obstante, hay mucho más que analizar más allá de las formas, y es precisamente en la intervención de Lanzuela donde hay cuestiones de fondo en las que vale la pena detenerse.

Empezaré diciendo que, personalmente, no comparto el trato descalificador hacia Rodríguez Pellitero. Sea merecido el calificativo o no, empatice uno o no con la causa de la PAH y las personas que representa, el debate se encona y se esteriliza al faltar al respeto a los interlocutores, aún en el caso que estos hubieran podido faltar al respeto, de palabra o de obra, con anterioridad a otras personas. En este sentido, la censura del presidente de la mesa me pareció pertinente. Es, no obstante, una cuestión de formas donde cada uno tendrá una opinión y, por tanto, ni llegar a un acuerdo sobre la cuestión es probable ni tampoco muy importante.

Lo que merece más análisis, decía, es lo que se infiere de otras palabras de Lanzuela, que a mi parecer, apuntan a cuestiones de fondo y por tanto de mayor trascendencia.

En su interpelación, dice el presidente a Colau usted ha sido invitada aquí, ha venido usted invitada con toda cordialidad. Estas afirmaciones, aunque son formalmente correctas (sí, es el «Congreso» quien invita a alguien de «fuera» a ir allí), en realidad esconden un grave error de concepto. Dice el Art. 1.2. de la Constitución Española que la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado. Técnicamente, no son los ciudadanos los que son invitados a asistir al Congreso: son los diputados los que han sido invitados por los ciudadanos a representarles en el Congreso.

Este giro semántico — que puede parecer una frivolidad para muchos — contiene en él las dos formas de entender un Parlamento: como el único lugar donde pasa la Política «con mayúsculas», o como un instrumento para hacer posible el ejercicio de la democracia con cierto nivel de eficacia y eficiencia, habida cuenta de que 47 millones de españoles no pueden coincidir en el espacio y en el tiempo para discutir todas y cada una de las cuestiones que les afectan como colectivo.

La segunda acepción es la que origina los parlamentos modernos ante la imposibilidad de reeditar la democracia griega. La primera acepción es la corrupción del concepto de política, ya que expulsa de él todo lo que no sucede dentro de las paredes del Parlamento: es política lo que sucede en el Parlamento y solamente lo que sucede en el Parlamento es política. Lo que pasa en la calle, no sabemos lo que es pero no es política.

Esta percepción de la política se refuerza con otra afirmación de Lanzuela:

Aquí, quienes estamos representamos a todos los españoles a través de unas urnas. Entonces usted viene con la legitimidad que crea usted adjudicarse con muchas firmas y con mucha gente. Aquí, los que estamos representamos a todos los españoles después de haber pasado por unas urnas y democráticamente respetando las reglas del juego democrático

El primer comentario es por construcción: cuando un diputado se legitima amparándose en las elecciones y en oposición a plataformas ciudadanas o a quien se manifiesta o protesta en la calle, ¿se da cuenta de que los ciudadanos que protestan y los ciudadanos que votan son en esencia la misma cosa?

El segundo comentario viene a reforzar lo ya mencionado más arriba: las elecciones, los parlamentos, la democracia representativa es una forma de canalizar los recursos para que la toma de decisiones sea más eficaz y más eficiente. Pero ello no excluye otras formas ni de debate, ni de participación ni, ni mucho menos, de toma de decisiones. La apelación a las urnas es, a menudo, una expropiación del ciudadano de las muchas otras formas que tiene de hacer política, que son suyas, que le pertenecen, sobre las que es totalmente soberano (la Constitución, recordemos), siendo el Parlamento solamente una, muy importante, pero en definitiva indirecta y subóptima (siendo el óptimo, claro está, decidir por uno mismo cuando ello sea posible).

Lanzuela denigra esas otras formas de hacer política por partida doble: con el repetido hincapié al «aquí» (en contraposición al «ahí fuera»), y poniendo en duda, condescendientemente además, no la representatividad de Colau sino la voluntad de un millón de personas al firmar una iniciativa legislativa popular, esa Cenicienta de la democracia a la que no se quiere invitar al baile.

El tercer comentario, con mayor carga moral y de especial relevancia en momentos de corrupción galopante, es la consideración de las elecciones como un préstamo o como un contrato con la ciudadanía, con el votante. Más que un cheque en blanco que expira a los cuatro años — que es como habitualmente se entienden las elecciones desde los cargos electos, y a las pruebas me remito —, un voto es un contrato por el cual el ciudadano presta soberanía a un candidato, que «vende» a cambio un programa electoral que luego (1) hay que llevar a cabo y (2) rendir cuentas sobre qué y cómo y hasta dónde se ha llevado a cabo dicho programa. Y ese contrato, insisto, es continuo, no discreto (de 4 en 4 años). Dado que las políticas toman su tiempo, y dado que las elecciones son costosas, el contrato se renueva automáticamente cada día por la mañana. Pero solamente si ambas partes han cumplido con lo acordado.

Cada vez que se utiliza la legitimidad de las urnas para justificar una suerte de superioridad moral de los cargos electos, habría que auditar si ese contrato sellado por esas urnas ha sido cumplido por ambas partes.

Toda esta reflexión ayuda también a comprender porqué el presidente de la mesa, ante la vehemencia de Colau, interpreta que nos ha hecho amenazas a los diputados y diputadas. Es tanta la distancia que han interpuesto algunos representantes públicos entre ellos y quienes dicen representar que las demandas de un grupo de ciudadanos se interpretan como amenazas.

Y es también de un sesgo descorazonador creer que todas y cada una de dichas demandas se dirigen contra un determinado grupo político u otro. Por norma general, a los ciudadanos no les importa quién lleve a cabo sus demandas, quién cubra sus necesidades, siempre y cuando aquellas se atiendan y estas se vean satisfechas. Que a menudo haya una coincidencia entre un tipo de demandas y un determinado color político no deja de ser una circunstancia, una mera cuestión instrumental. Y ayer, esa circunstancia, ese instrumento era Ada Colau, era la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que estaba en su casa, con toda la legitimidad del mundo.

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