Los seis grados de separación de ETA y Terra Lliure

Una de las teorías más populares de la Psicología Social es la teoría de los seis grados de separación, en la que se postula que cualquier persona está relacionada con cualquier otra a través de, como máximo, cinco intermediarios (que constituyen seis grados o pasos de separación).

En términos de política, la teoría de los seis grados nos dice que si nos lo proponemos (y hay muchos ejemplos e investigaciones al respecto en multitud de escenarios) seremos capaces de vincular a cualquier persona con, por ejemplo, un actor famoso como Kevin Bacon, el gobierno del dictador Francisco Franco, o el terrorismo de ETA.

Como en la teoría de los seis grados da igual dónde se empiece y dónde se acabe — porque siempre habrá un màximo de seis grados de separación — lo simpático de la teoría es que podemos acabar relacionando a un terrorista falangista con un terrorista separatista (en mi opinión, con muchos menos de seis grados, pero esa es otra historia).

Sin llegar a ejemplos tan extremos como el anterior, es fácil suponer que un sindicalista está más cerca de un partido progresista que un empresario, este último normalmente más afín a un partido de derechas. Y que un nacionalista periférico estará más cerca de un independentista que del binomio que conforman el centralista y el nacionalista españolista.

Sin tanto teorizar, esto es lo que al parecer se comprendió en Catalunya durante los años noventa alrededor del terrorismo nacionalista catalán de Terra Lliure. Esquerra Republicana de Catalunya, con tan estrechos lazos ideológicos con los terroristas como diferencias fundamentales (entre ellas, el rechazo a la violencia), se convirtió en el catalizador del fin del terrorismo, integrando en sus filas a los miembros de la banda sin causas criminales, mientras estos últimos pasaron por una serie de pactos y amnistías para su reinserción (mucho más fácil en su caso que en el de ETA por la prácticamente nula existencia de delitos de sangre, dicho sea de paso).

A casi 25 años del (último) atentado de Terra Lliure en el Juzgado de Borges Blanques [Joan Carles Isal apunta en su comentario que este no fue el último atentado, sino que fue en 1992 — vale la pena leer dicho comentario porque da detalles sobre el fin de Terra Lliure más fieles a la realidad que las generalizaciones que yo he manejado en mi apunte], la disolución de Terra Lliure en Esquerra Republicana de Catalunya ha tenido dos consecuencias indiscutibles:

  • A nadie le entra en la cabeza, hoy en día, cometer un atentado terrorista en Catalunya en nombre de la independencia;
  • el movimiento (y el sentir) independentista tienen mejor salud que nunca, se puede hablar abiertamente del tema (a favor y en contra) en la calle y, según estadísticas y analistas, jamás la independencia ha estado tan cerca de poder llevarse a referéndum vinculante (que no de conseguirse, lo que para lo que nos ocupa es irrelevante).

La comparación con el caso vasco es descorazonadora.

Si bien nunca han sido casos fáciles de comparar, dada la mucho mayor virulencia de ETA, los estertores finales de esta última y la posición de las fichas en el tablero hoy en día si dan ahora pie a comparaciones.

Las diferencias entre la vinculación de Terra Lliure con ERC en 1991 no deben ser mucho mayores que las que hay entre Sortu, Bildu y ETA en 2011. Y, sin embargo, esas y no las diferencias entre ETA y Terra Lliure son las que realmente deberían contar de cara a construir un futuro.

Y ese futuro, desde mi perspectiva, tiene dos opciones claras:

  1. Seguir como hasta ahora, con una aproximación estrictamente criminal o penal de conflicto, rendir a ETA por las armas, y en 20 años, tener un terrorismo todavía más debilitado, pero todavía con capacidad de maniobra que, por mínima que sea, pueda seguir siendo letal. El independentismo seguirá siendo algo proscrito, probablemente minoritario, y se seguirá muriendo y matando por su culpa.
  2. Construir en paralelo a la vía criminal (que debe continuar, por supuesto) una vía política que normalice el independentismo y deslegitime la violencia. En 20 años (si creemos que el caso catalán puede repetirse) no habrá habido más muertes por su causa, aunque como todo debate político, es harto probable que tanto el nacionalismo como el independentismo se traten abiertamente e incluso se incorporen en serio a la agenda política del legislativo y el ejecutivo.

Solucionar el problema del terrorismo tiene, entre otras cosas, aceptar que el nacionalismo y su extremo, el independentismo, son una cuestión que puede entrar en política con normalidad. Que cada cuál decida qué precio está dispuesto a pagar (y con él, el resto de ciudadanos) por que esto último no suceda.

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