Muera la cleptocracia: comentario a Luisgé Martín

Publicaba ayer El País un artículo del escritor Luisgé Martín, ¡Mueran los ‘heditores’! en el que hace una cerrada apología y defensa del papel del editor.

La suscribo. Al 100%. Sin fisuras.

Pero.

Parte de su discurso está basado en una disyuntiva — oclocracia o democracia — que ni comparto personalmente ni creo que sea, en absoluto, mayoritaria. Y no la comparto por dos motivos.

El primero porque no creo que se trate de una disyuntiva, sino de una dicotomía, es decir, que todo el mundo tenga acceso a la creación (incluida su prima Paqui, lo que el autor considera que desemboca en una oclocracia) no tiene porqué ir en detrimento de una democracia real: ya aprenderemos a filtrar, ya encontraremos nuevas formas de separar el grano de la paja, ya inventaremos formas donde la creación de Cultura (en mayúsculas) — la democracia en términos de Luisgé Martín — pueda convivir con una amplia producción de contenidos de menor calidad (esto siempre es relativo, pero aceptemos unos mínimos) que son tan legítimos de existir como derecho tiene un adolescente de ensayar con su guitarra en el garaje.

Pero este, para mí, no es el tema relevante en este caso (aunque no por ello sea menos importante).

El relevante, para mí (insisto), es que el debate no es entre oclocracia o democracia, sino entre democracia y oligarquía o, incluso, cleptocracia.

Una de las consecuencias de la revolución digital es la caída drástica de muchos costes (reproducción, difusión, etc.) así como la práctica eliminación de la escasez de los bienes basados en la información (como los libros). Y cuando caen los costes, caen los precios y los modelos de negocio evolucionan o se extinguen.

Dados los altísimos costes de publicar un libro, vimos aparecer «fábricas» de libros donde, como ocurría con el textil, tenía sentido concentrar determinadas actividades como la autoría, la edición, la distribución e incluso la impresión bajo el mismo techo y firma. Ya no es así.

Lo que aquí se cuestiona no es el papel del editor, sino, por ejemplo, la impresión o los canales de distribución habituales. Lo que se cuestiona no es lo que sigue contribuyendo al parto de un libro, sino las barreras artificiales que algunos edifican en torno a él, creando escasez cuando no la hay, con el único fin de restringir la oferta para que los precios suban, menos libros y más caros, más margen por menos trabajo, en un comportamiento típico de los oligopolios (¿alquien duda que el mercado editorial no sea un oligopolio?).

En un mundo (digital) donde la información es más que abundante, sobrante, el papel del editor no debe tan sólo ponerse de relieve, sino revalorizarse. Lo que algunos estamos criticando es al que no solamente no aporta nada sino que, además, va poniendo la zancadilla. Y estos, por supuesto, no son los editores.

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