Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 12 septiembre 2013
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Cada vez, cada vez, absolutamente cada vez que un grupo de ciudadanos sale a manifestarse, les falta tiempo a los políticos que se oponen al signo de la manifestación para afirmar, sin ningún tipo de rubor, que todos los que no fueron a la manifestación (absolutamente todos, incluso los que fueron pero no pueden probarlo o se saltaron la hora del recuento) son ciudadanos que se oponen a lo que reivindicaban los que ocuparon las calles y avenidas de las ciudades y de la virtualidad.
Da igual el número de participantes y el recuento de asistentes. Sin lugar a dudas, siempre, absolutamente siempre pasan dos cosas en esos mentideros que se han convertido los comunicados oficiales de la política:
- Se fijará arbitrariamente el número de manifestantes que mejor convenga (esto sucede también a menudo entre los movilizados, dicho sea de paso).
- Se contará entre los opositores a la movilización a todo aquel que no haya probado ante notario, y durante todos los años de su vida, posicionamento intachable a favor de lo manifestado.
Y así, claro, salvo en caso de guerra nuclear (donde todos se ponen de acuerdo en morirse al mismo tiempo), no hay forma humana de pasar de ser una minoría. Y en democracia, ya se sabe: la tiranía de la mayoría (silenciosa, eso sí). Y aquí paz y mañana gloria. Por favor, dispérsense. ¿Hablar? ¿A quién representan ustedes, salpicadura de voluntades imaginadas?
Solamente en 2012 se calcula que hubo 120 manifestaciones y concentraciones diarias
, es decir, unas 44.000. Y las hubo, cabe entender, de todo tipo. Absolutamente de todo tipo. Seguramente no nos equivocamos mucho si suponemos que:
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de los derechos de la mujer o contra la violencia machista.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra el racismo y la xenofobia.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la libertad de orientación sexual.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor del medio ambiente y la sostenibilidad.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por la cultura y las artes.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de una vivienda digna o contra los desahucios.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación contra la especulación financiera.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por un trabajo digno y contra el paro.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación a favor de la libertad de credo e ideología.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación por los derechos de los animales y contra la tortura animal.
- La mayoría de españoles no asistió a ninguna manifestación que defendiese una regeneración política, mayor rendición de cuentas y total transparencia.
- [ponga aquí su caso particular]
Y lo que es casi seguro es que la mayoría de españoles no asistió a todas. A absolutamente todas, como mandarían los cánones del compromiso ciudadano.
Siguiendo la lógica con la que iniciábamos este breve apunte sobre quién no va a las manifestaciones, cabría pensar que la mayoría de españoles son unos machistas violentos y deleznables (ellas también); unos homófobos e intolerantes; unos sucios parásitos destructores del planeta; unos incultos, pobres iletrados e insensibles analfabetos; unos egoístas desalmados y carentes de todo tipo de empatía; unos arribistas y cortoplacistas depredadores; unos buitres de carroña, individualistas y competitivos salvajes; unos totalitarios aprendices de dictador absolutista; unos cafres y primitivos trogloditas; y, en definitiva, unos ausentes, apáticos y amorales borregos carne de basura catódica; y [no se olvide de poner aquí, también, su calificativo particular].
Todo esto, y más, son o deben ser la mayoría de los españoles, dado que eso es lo que manifestaron ser al no manifestar ser lo contrario.
Con semejante calaña de ciudadanos, con toda lógica cabe suponer que debe ser verdad lo que reza el dicho: que cada pueblo tiene a los gobernantes que se merece.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 27 mayo 2013
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Hay un chiste de vascos que dice algo así como «¿Patxi, qué estamos haciendo discutiendo esto pudiéndolo arreglar a tortas?». La gestión — o su ausencia — del nacionalismo catalán y el nacionalismo vasco por parte del gobierno (nacionalista) español se ajusta cada vez más y mejor al chiste.
Tomemos el caso catalán.
No ha habido, salvo en casos totalmente minoritarios y marginales en la opinión pública catalana, apelación alguna a la violencia para dirimir las demandas de algunos de separarse de España. Es más, si algo están haciendo las instituciones catalanas es intentar, por todos los medios, ajustarse al Estado de Derecho.
En una democracia — iba a escribir «una democracia normal», aunque debería holgar este epíteto — cuando un grupo de ciudadanos tiene una demanda, la vía democrática (valga la redundancia) es:
- Se escucha dicha demanda, o bien a través de reuniones con los grupos de interés o bien a través de propuestas en el Parlamento si dichos grupos están allí representados.
- Se cuantifica y califica el aval social de dicha demanda. Generalmente, se inicia con la introducción de preguntas ad hoc en las encuestas oficiales y, tomado el pulso de forma indirecta, se pasa a hacerlo de forma directa mediante algún tipo de consulta de carácter universal: referéndum vinculante o no, elecciones plebiscitarias, etc.
- Cuantificado y calificado el alcance de la demanda (tanto en su apoyo como en su oposición, está claro), si el tema es profundo, tiene posiciones bien enraizadas, y es constante en el tiempo, se deberá acabar tomando una decisión — en el sentido que sea — que zanje la cuestión, al menos hasta que no haya un cambio importante o bien en el contexto o bien en la opinión pública.
Bien, en el caso catalán, la toma de una decisión no está a la vista. Es más, cualquier atisbo en este sentido ha recibido amenazas de todo tipo. No lo está tampoco el cuantificar y calificar. De nuevo, cualquier consulta, incluso las no vinculantes, se están directamente vetando desde todos los frentes: políticos e, importante, mediáticos. Por último, ni tan solo la atención a las demandas está siendo ni siquiera bien recibida. El manido recurso a «atender al caso nacionalista crearía una división» no es sino una toma de posiciones y la asunción tácita de que dicha división no depende de ser escuchado, sino de reivindicar una demanda, cosa que ya ha sucedido. Por tanto, la sociedad ya está dividida, solo que en un sentido (a favor de los unionistas) y no en el otro (a favor de los secesionistas).
Hechas estas negaciones, la pregunta es si, agotada la vía democrática, a lo que se está empujando a lo catalanes es a, como dice el chiste, arreglarlo a tortas. Dado que muchos han defendido el forzar el cumplimiento de la ley con los tanques si hubiere declaración unilateral de independencia, está claro cómo se está conformando el tablero.
Tomemos el caso vasco.
Vaya por delante que quien tenga delitos de sangre debe estar en la cárcel y en la cárcel debe estar. Personalmente no tengo duda alguna al respecto.
Pero se puede estar de muchas formas en la cárcel. El código penal español está basado en la reinserción. La dispersión de presos, por antiintuitivo que pueda parecer, obedece a ese principio: si mantenemos juntos a los presos de ETA, seguirán conspirando en la cárcel. Por tanto, separémoslos. Hasta ahí, bien (aunque podríamos hablar sobre los derechos de sus familiares, pero eso es otra historia).
Desaparecida la lucha armada, desaparece automáticamente el peligro de conspiración de los presos de ETA. Y, precisamente, porque se busca la reinserción (si buscamos la venganza hay que cambiar el código penal y, de nuevo, esa es otra historia) debería ser automático que los presos estén cerca de sus familiares. Mantenerlos dispersados no obedece sino a motivos políticos, y no establecidos en el Derecho Español.
Por otra parte, la lucha contra los simpatizantes de ETA — que no miembros y, ni mucho menos, convictos, de quienes ya hemos hablado — deberá darse ahora estrictamente dentro de las ágoras políticas. Cuando se rasgan unos las vestiduras porque los «etarras (agrupando aquí a todo tipo de persona afín a la independencia del país vasco) están en las instituciones» no cabría sino alegrarse de ello. La alternativa, como dice de nuevo el chiste, es arreglarlo a tortas.
Es evidente que la convivencia genera tensiones. Y es evidente que posiciones radicalmente opuestas suelen tolerarse mútuamente mal. Pero, y perdón por insistir, preguntémonos si es mejor arreglarlo a tortas.
Quienes hablan de rendición cuando se propone un referéndum en Catalunya o el acercamiento de los presos etarras — por poner solamente dos ejemplos — se pregunta uno si lo heroico (lo contrario de rendirse) sería, digámoslo claro, matarse.
Porque, al final, no hay más que dos opciones: o con violencia o sin violencia. Y porque, al final, lo que hay que preguntarse es si uno está dispuesto a defender sus ideas con sangre — la ajena o la propia — o con las palabras.
Y creer que son los otros lo que deben ceder, que son los otros los que en su empecinamiento, están «forzando» la salida violenta, eso, eso es ya haber tomado una decisión sobre las formas.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 enero 2013
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Hay una aproximación del nacionalismo catalanista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser un estado independiente dentro de unas fronteras delimitadas (Principado Catalán, Países Catalanes, etc.) y cuya lengua materna y predominante es el Catalán.
Hay una aproximación del nacionalismo españolista que da por sentado que Catalunya es un territorio/colectivo/cultura cuya naturaleza, cuyo estado natural de las cosas, es ser una región o parte de otro territorio mayor, España, cuya lengua materna y predominante es el Castellano y, a veces, también, el Catalán.
Ambas aproximaciones se me antojan harto arbitrarias. Tan arbitrario es fijar la naturaleza de Catalunya en el territorio/colectivo/cultura contemporáneo a Wifredo el Velloso, Jaime I o Francesc Macià, como arbitrario es fijarla en Carlos I, Felipe V o Juan Carlos I. Según este proceder, nada nos impide ir hacia atrás en el tiempo hasta la publicación del Forum iudicum, reivindicar la nación Layetana, o identificarse uno con Pau, el Pierolapithecus catalaunicus dels Hostalets de Pierola.
Negar estas arbitrariedades nos resguarda de otras afirmaciones tendenciosas fundamentadas en la misma interpretación parcial e interesada de la historia: todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre genocida y esclavista de los «conquistadores» de América, sus antepasados del s.XVI; o todos los españoles y los catalanes de hoy en día llevan en sus venas las sangre xenófoba y antisemita y antimorisca de las «expulsiones» y persecuciones de los siglos XV y XVII (por mencionar solamente dos). Y así, todas las tropelías cometidas por individuos con los que la mayoría tenemos poco o nada que ver, tanto en términos de linaje como de ideología.
Estas aproximaciones arbitrarias — aquella una, aquella otra, y estas últimas — tienen en común un tajante desprecio por la libertad de elección, de ser y de sentir de quienes están vivos, aquí y ahora, y que conviven en un territorio, en una comunidad y en una cultura que se tejen a diario, invariable en lo que dura un abrir y cerrar de ojos, tremendamente cambiante en lo que va de una generación a otra.
Decíamos en Nacionalismos de ser, independencias de estar que, desde un punto de vista rousseauniano, los estados se construyen día a día, cuando cada día por la mañana, al levantarse, sus habitantes deciden firmar, hoy sí y mañana también, un contrato social que les permita organizarse y conseguir objetivos que, de forma individual, jamás conseguirían alcanzar.
Pensar en los estados, las naciones, las culturas como algo que puede delimitarse y fijarse en un tiempo y en un espacio determinados, más que progresista, es reaccionario, por mucho que quiera interpretarse en términos cronológicos de estrategia de futuro. Una nación o un estado no pueden construirse en términos de volver al «estado natural» de las cosas, o de vencer las barreras que franquean el camino hacia ese «estado natural». Ni tan solo de convencer a quienes, formando parte de ese territorio, cultura y comunidad, no ven tan natural ese arbitrario «estado natural» con el que una parte ha (re)definido una nación.
En este sentido, se me antoja tan pernicioso quien niega la posibilidad de firmar nuevos contratos sociales — cada día, si hace falta — como quien cree que solamente hay un contrato legítimo, y que quienes firmaron otra versión o bien la impusieron a sangre y fuego, o son pobres infelices que no supieron leer la letra pequeña solo inteligible para unos pocos elegidos.
Me gustaría ver un abandono de apriorismos y arbitrariedades, de apelaciones a un pasado de longitud variable, de visiones parciales de un presente sesgado. Me gustaría pensar que nos levantamos y las calles están por poner, que se puede decidir de hoy en adelante (para más adelante volver a decidir, una y otra vez) y que todas las cláusulas del contrato están por escribir. Sin letra pequeña, sin contratos heredados, sin vasallajes. Y esto vale para todos: ni hay una única Catalunya a la que se llega por una inevitable independencia, ni por no ser única es inexistente.
PS: Gràcies, Oriol, per la teva serenor.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 24 noviembre 2012
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Breve y parcial cronología de los hechos:
- 2000: El Partido Popular gana las elecciones con mayoría absoluta. La confrontación entre el nacionalismo español y los nacionalismos periféricos pasa a primer plano, especialmente en Catalunya.
- 2004: ERC sube de 1 a 8 escaños en el Congreso Español.
- 2006: Se aprueba — en el Parlament de Catalunya y en las Cortes españolas — el nuevo Estatuto de Autonomía de Catalunya, con claro afán de conseguir mayor autonomía respecto al gobierno del Estado.
- 2008: «Inicio» de la crisis financiera y económica.
- 2010: El Tribunal Constitucional recorta severamente el texto del nuevo Estatuto. Manifestación multitudinaria el 10 de Julio.
- 2010: CiU barre en las elecciones autonómicas catalanas.
- 2012: Manifestación masiva el 11 de Septiembre, tras muchos meses de encuestas que muestran la creciente aceptación de la opción soberanista e independentista entre el electorado catalán, tanto por motivos identitarios como económicos y políticos.
- 2012: Según las encuestas CiU barre (más todavía) en las elecciones autonómicas catalanas. Las políticas de austeridad no hacen mella en el gobierno, a diferencia de lo ocurrido con todos los otros gobiernos a lo ancho y largo de Europa (modificación post-elecciones: Las formaciones soberanistas crecen en las elecciones autonómicas catalanas. Las políticas de austeridad hacen mella en el gobierno pero sigue teniendo amplia mayoría, a diferencia de lo ocurrido con todos los otros gobiernos a lo ancho y largo de Europa).
Sirva la digresión anterior para ilustrar hasta qué punto la política y la economía están secuestradas en Catalunya por el debate sobre la independencia. No querría que se me malinterpretara: esta afirmación no tiene nada que ver sobre si la independencia sería buena o mala, o aspirar a ella algo legítimo o no legítimo. Lo que estoy intentando decir no es que la cuestión de la independencia ha ido ganando importancia hasta situarse en primer plano, sino que el debate copa de tal forma la agenda política y social que el resto de cuestiones parecen haber salido de la agenda, del todo.
En el mejor de los escenarios, la cuestión social y económica se aplaza a un futuro hipotético: «cuando seamos independientes…». Es el escenario de la aproximación económica de la independencia, la independencia como instrumento para mejorar, la independencia del expolio fiscal
o del España nos roba
. En este escenario, todos los planes son a futuro.
En el peor de los escenarios, la cuestión social y económica no tienen futuro. La independencia no solamente es un fin en sí misma sino que es el fin. La el progreso económico y social, la equidad y la justicia social ni están ni se les espera. En la aproximación identitaria de la independencia el plan es la independencia y la independencia es el plan.
Por supuesto, el reverso de las anteriores — la independencia traerá el caos económico, la independencia es ilegítima y no será — es igual en composición aunque con signo distinto: la cuestión es que hay una expulsión absoluta de otros temas de la agenda política. Acuciantes temas, cabría añadir.
No querría aquí entrar en priorizar si estos acuciantes temas lo son más o menos que la cuestión de la independencia. Cada uno tiene sus prioridades.
En lo que sí querría incidir es en la incompatibilidad de debatir en paralelo la cuestión de la independencia y el abordar el combate de la crisis. Porque, a los hechos me remito, lo que venía siendo una tendencia en los últimos años se ha convertido en una total evidencia en los dos últimos meses: a pesar de los intentos de algunos partidos y de muchísimas plataformas ciudadanas, ha sido imposible mantener el debate sobre los famosos eje nacional y eje social en paralelo. Siempre ha pasado uno por delante del otro y, de forma inexorable, el ganador ha sido el eje nacional. Valga como ejemplo la visita de Alexis Tsipras a Barcelona el pasado 22 de noviembre. Ante la posibilidad de preguntar al líder de Syriza cómo su formación se ha convertido en abanderada — en Grecia y fuera de Grecia — de otra forma de hacer política y otra forma de entender la política, las primeras cuestiones en la rueda de prensa oficial trataron sobre cuál era su opinión sobre la independencia de Catalunya.
Considero, pues, necesario desactivar el debate independentista para poder seguir avanzando (o, al menos, parar la caída libre) en materia de sociedad y economía. Insisto: no digo que la independencia sea buena o mala, pero sí que la larga duración sobre el debate independentista sí que está siendo de una terrible malignidad. No se pueden aplazar ya más determinadas cuestiones.
De las diversas opciones que hay para desactivar el debate, personalmente prefiero la pacífica y, a ser posible, que transcurra dentro de la legalidad. A estas alturas de la partida, y desde un punto de vista muy personal, votar una formación soberanista me parece la mejor opción para desencallar el callejón sin salida en el que estamos metidos. No la única, pero seguramente sí la mejor opción de superar el debate es un referéndum vinculante sobre la independencia de Catalunya. Y esta opción es al margen de cuál sea su resultado final: el referéndum sobre la autodeterminación es, ahora mismo, la mejor salida para afrontar la crisis, porque sin él no habrá debate serio sobre la crisis, sobre el paro, sobre las hipotecas, sobre la privatización de la sanidad o de la educación o de la justicia, sobre el despilfarro de muchos gobiernos y la corrupción de muchos gobernantes.
Esta será mi opción en las elecciones autonómicas del 25 de noviembre de 2012. Esta y aquella que me garantice que, mientras no llega dicho referéndum, concentrará sus esfuerzos en volver a poner sobre la mesa de la agenda política la cuestión social y la cuestión económica. Aquella que dará por descontado que el camino — termine como termine — será largo y que no podemos sentarnos a esperar y ver qué pasa, cuando pase, si pasa.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 30 septiembre 2012
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El no-debate alrededor del derecho a la determinación y la independencia de Catalunya sigue siendo un partido de tenis entre dos cuestiones distintas: la legitimidad y la legalidad. Y mientras no se consiga estar en un mismo plano, es difícil que haya un debate digo de ser llamado tal y, sobre todo, constructivo.
Por una parte se encuentra la legitimidad, lo que es justo, lo que tiene el apoyo de la ciudadanía. Y el soberanismo (no confundir soberanismo con independentismo) ahora mismo goza del apoyo de una holgada mayoría: entre un 71,3% y un 83,9% apoyarían la realización de un referéndum de autodeterminación en Catalunya (lo que, insisto, no necesariamente implica que votaran que sí, opción que se ha situado, apenas unos puntos por encima del 50% en las últimas encuestas, aunque de forma constante y con tendencia a crecer).
Por otra parte tenemos la legalidad, lo que está dentro de la Ley, lo que esta permite. Y la Ley no permite hacer un referéndum de autodeterminación de ninguna de las maneras. La Ley permite:
- Hacer un referéndum para consultar (es, pues, no vinculante)
decisiones políticas de especial trascendencia
(artículo 92 de la Constitución). El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados
.
- Se puede también realizar un referéndum cuando el objeto de este sea reformar la Constitución, ya sea parciamente (artículo 167 de la Constitución) o en su totalidad (artículo 168 de la Constitución). En el primero de los casos, el referéndum se aprobará por una mayoría de 3/5 en el Congreso y en el Senado o de 2/3 en el Congreso.
- Por último, deben convocarse referenda para cuestiones relacionadas con la iniciativa del proceso autonómico y aprobación de estatutos (artículo 151 de la Constitución) o reforma de los estatutos de autonomía (artículo 152 de la Constitución).
No hay, pues, cabida, dentro de la legislación vigente, para que un presidente autonómico convoque un referéndum sobre la autodeterminación. La única forma de hacerlo sería que lo hiciese el Presidente del Gobierno amparándose en el artículo 92, el que habla de las decisiones políticas de especial trascendencia
. Cuando el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras pide intervenir Catalunya con la Guardia Civil
no hace otra cosa que exigir un escrupuloso cumplimiento de la legalidad (aunque sea de la forma más primaria conocida, dicho sea de paso).
El esquema de las posibles opciones que presenta la convocatoria de un referéndum de autodeterminación puede parecerse al siguiente:
Como esquema que es, adolece de la simplificación de los matices. Vemos que hay tres salidas principales: un referéndum legítimo y legal; un cumplimiento de la Ley que conlleva la no realización de la consulta, llevándose con ello por delante la legitimidad de dar voz a la ciudadanía; y un referéndum legítimo que, por ilegal, se lleva por delante la legitimidad del gobierno y las instituciones democráticas estatales.
Vale la pena hacer hincapié en dos puntos de este esquema.
El primero — sombreado en rojo — que he venido a llamar «bucle de la deslegitimidad«. Dicho bucle — que transita por las líneas de puntos hasta encontrar una salida en la desconvocatoria del referéndum o su realización de forma no permitida — consiste en el conocido juego de la gallina: a ver quién es el primero que se apea de su posición, subiendo cada vez más las apuestas y, con ello, el riesgo de tener un fin violento al bucle. Este fin violento puede ser de muchas naturalezas: por una parte, las fuerzas del orden se enfrentan a quien quiere realizar la consulta contra viento y marea (el caso de la Guardia Civil tomando Catalunya); por otra parte, quienes querían hacer la consulta inician protestas al ver sus voces acalladas (cualquier manifestación con final violento es un buen ejemplo); por último, los ciudadanos que ven a su gobierno flaquear ante la presión popular, deciden que ellos son más fuertes que las instituciones (el caso más tristemente ilustre, el golpe de estado de 1936). Estos tres casos se deben, en el fondo, a lo mismo: la falta de legitimidad en las distintas instituciones democráticas (gobiernos, parlamentos, consultas a la ciudadanía) dan paso, por activa o por pasiva, a la violencia.
El segundo punto a tener en cuenta es que fuera de ese bucle de la deslegitimidad hay un «bucle de la legitimidad» — sombreado en verde — que a menudo pasa desapercibido. Se trata de todo ese espacio que hay entre la inmovilidad y la violencia: el debate y la negociación, la democracia. Si bien es cierto que las posiciones están muy enrocadas para que ese diálogo fluya, hay, al menos, dos consideraciones a tener en cuenta de cara a los próximos meses:
- ¿Cuál es el coste de forzar un referéndum a toda costa? ¿Puede la legitimidad de las razones pagarse con violencia? No es una pregunta retórica: la opción de una respuesta violenta por parte del Estado es real. Es posible que tenga una baja probabilidad, pero la opción está ahí.
- ¿Cuál es el coste de evitar un referéndum a toda costa? ¿Cuánta violencia puede justificarse para mantener intacta la Constitución? Igual que antes, la pregunta no es retórica en absoluto. El 11 de septiembre de 2012 muchos ciudadanos salieron a la calle no para interpelar al Gobierno del Estado, sino a las instituciones catalanas en un síntoma inequívoco de ruptura del diálogo.
Cuando se demoniza el uso de la fuerza por parte del Estado para evitar el referéndum, esta es una crítica hecha desde la legitimidad (¡y hacia la paz!) pero contra la legalidad. Y hay quién solamente piensa en términos de legalidad. Y hay quién cree que la Ley está por encima de todo, hasta de las voluntades de quienes la forjaron.
En mi opinión, atacar la legalidad es atacar el síntoma, no la enfermedad. Creo que sería más eficaz (y más prudente) atacar la inoperancia de la legalidad para afrontar los nuevos problemas de la sociedad. En lugar de criticar el uso de la fuerza (síntoma), criticar el no acomodo de la Ley… para que no haya que usar la fuerza.
La defensa de un derecho — a la autodeterminación, a la sanidad universal, a la educación pública, a la igualdad de oportunidades… — debe, en mi opinión, ir a la raíz de la injusticia, no a sus segundas derivadas.
Considero que los soberanistas catalanes harían bien no en pedir celebrar un referéndum, sino en pedir que se pueda hacer dentro de la legalidad. La legitimidad ya la tienen.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 septiembre 2012
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Hay dos argumentos en las luchas nacionalistas — en general, y en concreto en el nacionalismo catalán contra nacionalismo español, y viceversa — que, por irresolubles, son totalmente espurios.
El primero se refiere a la ordenación territorial presente (¿está Catalunya dentro de España ahora?) contra la existencia de una ordenación territorial pasada distinta (¿estuvo Catalunya en el pasado dentro de España?). Dado que se juega en dos planos del tiempo distintos, el dilema no tiene solución. Por otra parte, como el marco temporal se fija de forma totalmente arbitraria, es fácil encontrar tantos casos como opiniones queramos respaldar: una España unida, una Catalunya soberana, media Catalunya y media España árabes y las otras respectivas mitades visigodas, una península romana… y así hasta el Paleolítico, donde constatamos que en unas sociedades eminentemente nómadas, la ordenación del territorio y sus fronteras eran algo poco menos que irrelevante.
El segundo punto de desencuentro irresoluble se refiere a la existencia de una nación catalana (o española). Más allá de lo que dice la etimología de «nación» (los nacidos en un lugar), se suman a esta definición territorial otros rasgos como la cultura y la lengua. Hay, al menos, dos motivos por los cuales el debate sobre si hay una nación catalana o una nación española es irreconciliable. El primero porque las inexistentes fronteras entre Catalunya y el resto de la península son de una gran porosidad, cruzándose hasta la saciedad especialmente a partir de (por poner una fecha aleatoria) el desarrollismo español de la segunda mitad del s.XX. La definición de nación como los nacidos en un territorio, y que comparten cultura y lengua sirve igual para definir, por construcción y dentro del territorio catalán (o español del nordeste peninsular), tanto a la nación catalana como a una parte de la nación española, sin que podamos separar a los unos de los otros (si es que los hay, que es el meollo del debate). El segundo motivo porque, ante un mundo con cada vez mayor movilidad, el concepto de nación es cada vez más endógeno, más personal, más subjetivo: ahí están las naciones judía o romaní como ejemplos paradigmáticos. Y lo que es endógeno y personal no puede ser definido en términos objetivos y, en consecuencia, acordar una definición consensuada y del agrado de todos.
Hasta aquí, dos aproximaciones irresolubles a estos nacionalismos que se definen por «ser»: ser un territorio, ser una nación.
Hay una segunda aproximación, mucho más pragmática a la vez que prosaica, que se basa en un «estar» y al que Jean-Jacques Rousseau denominó Contrato Social. El contrato social no es más que un matrimonio entre muchos, en el que estos muchos deciden renunciar a algunas libertades a cambio de un bien mayor fruto del vivir en comunidad, compartir determinados recursos y someterse a la coordinación o gobierno de una institución superior: el Estado.
Como cualquier contrato, el matrimonio puede romperse si uno de los cónyuges así lo desea. A veces tiene solución, a veces no la tiene.
El contrato social lo suscriben (hipotéticamente) todos y cada uno de los ciudadanos en el día a día. Cuando un ciudadano decide romper el contrato, lo hace marchándose del ámbito de influencia de dicho Estado. Como, por norma general, no puede vivir completamente aislado del resto de ex-compatriotas que siguen subscribiendo el contrato ni puede llevarse la casa y las tierras consigo, lo que en la práctica tiene que hacer es abandonar el país.
Pero cuando son muchos los que quieren romper ese contrato y, además, viven adyacentes los unos de los otros, lo que sí pueden hacer son dos cosas al mismo tiempo: romper el contrato social que tenían inicialmente con otros ciudadanos y firmar uno nuevo solamente entre ellos.
Un estado de derecho se basa en los pactos (leyes, contratos) firmados entre los ciudadanos. Más allá de otras definiciones de España y Catalunya (totalmente legítimas, por supuesto), España y Catalunya son un contrato, un contrato social. Ante la posibilidad de ruptura del contrato, lo que prima en un estado de derecho no es si las personas son esto o son aquello, ni la historia ni los sentimientos personales, sino si las partes desean o no cumplir un contrato, si las personas quieren estar o no. El soberanismo y la independencia son una cuestión, sobre todo, de querer estar. Y si el contrato no es satisfactorio, o bien se cambian las cláusulas o se da por finiquitado.
Y, probablemente, la mejor forma de saberlo, de saber si el contrato es válido, es preguntando educadamente. Sin disquisiciones gordianas ni aspavientos. Y lo que salga, sea.