¿Deben dimitir los políticos imputados?

Siempre que aparece un caso de corrupción, de tráfico de influencias, de prevaricación en la esfera pública, con cargos electos y representantes de los ciudadanos en general afectados, surge la pregunta: ¿deben dimitir los imputados? ¿les ampara la presunción de inocencia para poder seguir ostentando el cargo?

Efectivamente, la ley ampara a los políticos — y a cualquier otro ciudadano — a ser considerados inocentes hasta que se demuestre lo contrario y, en caso de que se demuestre que son culpables, a ser sentenciados a un castigo si ello procede.

Pero ¿hay que esperar, pues, a una sentencia judicial?

Cuestión de riesgos y daños

Para reflexionar sobre la respuesta a la pregunta anterior, veamos primero unos ejemplos.

Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que se han vertido sustancias tóxicas en los acuíferos adyacentes a una ciudad. Opción 1: cortar el agua a cientos de miles de personas (y empresas) para evitar la posibilidad de que mueran muchos de ellos por intoxicación. Opción 2: no cortar el agua para evitar los inconvenientes personales y económicos de dejar sin suministro a ciudadanos y empresas. Seguramente no querremos asumir el riesgo de que haya muertos frente a la posibilidad de daños económicos. Los daños económicos, aunque lamentables, quedan supeditados a la vida de las personas.

Imaginemos que hay sospechas fundamentadas de que el monitor de la piscina municipal ha abusado reiteradamente de menores. Opción 1: apartarlo del cargo, alejándolo de toda actividad en la que participen menores para evitar que, si es cierta la sospecha, se reproduzcan los hechos. Opción 2: conservar a la persona en su lugar hasta que se aclaren las dudas para no perjudicar su carrera profesional. Personalmente no querría asumir el riesgo de que mis hijos pudiesen ser objeto de abusos. Ante un daño profesional y unos abusos a menores, tengo claro mi escala de preferencias.

Un último ejemplo. Un carnicero es sospechoso de haber defraudado a Hacienda los impuestos de los últimos dos años. ¿Hace falta cerrarle la carnicería? Ese mismo carnicero es sospechoso de haber utilizado carne en malas condiciones, adulterada químicamente y potencialmente muy perjudicial para la salud pública. ¿Habría que cerrarle la carnicería? Efectivamente, la diferencia entre el primer caso y el segundo es el riesgo de daños a terceros así como su importancia.

Cuestión de confianza

Los cargos políticos, por su naturaleza, no son trabajadores normales y corrientes. Entre otros motivos, porque (a) controlan grandes cantidades de poder, (b) controlan grandes cantidades de dinero, y (c) operan en una gran asimetría de información. Por estos tres motivos, la confianza no es un factor más, sino uno de los factores más relevantes. Confianza porque una pequeña desviación en los objetivos será difícil de detectar hasta que el daño no sea, con mucha probabilidad, muy grande e irreparable (por el poder y fondos que se manejan).

Igual que a un monitor de natación se le pide confianza además de una cierta titulación, de la misma forma la confianza es, en política, algo que va en el currículum. Como un título más. Y la carencia de confianza — por actuaciones poco honrosas, por antecedentes penales, etc. — es motivo suficiente para inhabilitar al político, como lo son determinados certificados para poder instalar una caldera con gas natural.

En el caso del carnicero, también debemos confiar en él para creer que la carne que vende es de calidad y, sobre todo, sana. No obstante, que defraude o no a Hacienda, por execrable que nos pueda parecer, no afectará nuestra confianza en la relación que tenemos con él, que no es otra que la compraventa de carne. Mientras confiemos que la carne es sana, sus supuestos delitos (fiscales) solamente serán la comidilla del barrio. En cuanto sus supuestas malas prácticas afecten a la carne que vamos a comer, afectarán nuestra confianza y dejaremos de comprarle la carne. ¿Es injusto? A lo mejor. ¿Es justo jugarnos la salud por ser justos con el carnicero? Seguramente no. La confianza no es, pues, un factor más, sino un factor crucial.

Inhabilitación provisional como prisión provisional

En general, y como decíamos antes sobre la presunción de inocencia, las personas no deben ir a la cárcel hasta que haya pruebas y sentencias que así lo dicten. No obstante, el artículo 503 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LEC) apunta algunas excepciones por las cuales una persona irá a la cárcel de forma preventiva antes de tener incluso una sentencia en firme.

Entre los motivos para ir a prisión provisional: que haya antecedentes muy graves o las pruebas sean muy elocuentes, que haya riesgo de fuga, que el acusado pueda destruir pruebas inculpatorias, que se pueda actuar contra bienes jurídicos de la víctima o que haya el riesgo de que el imputado cometa otros hechos delictivos.

Trasladémonos al caso de un alcalde, un concejal, un diputado, un ministro o un presidente que son imputados por algún delito relacionado con su actividad política. ¿Cabe preguntarse si no procede una inhabilitación provisonal, de la misma forma que existe la prisión provisional para otros delitos? Es decir, más allá de si deben ir o no a la cárcel de forma provisional, la pregunta es si la confianza necesaria no se ha visto afectada y merecen una inhabilitación de forma preventiva.

Tomando los ejemplos anteriores y parafraseando el artículo 503 de la LEC:

  • ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda volver a delinquir, con el gran impacto que ello puede tener dado el poder y recursos de que dispone?
  • ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda hacer desaparecer pruebas que, dada la asimetría de información, solamente él conoce?
  • ¿Dejamos al cargo electo en plenas funciones hasta que la justicia demuestre su culpabilidad, o lo inhabilitamos para evitar que hipotéticamente pueda manejar los hilos del poder y afectar las declaraciones y decisiones de terceros relacionados con su caso (testigos, víctimas, jueces y fiscales)?

En definitiva, ¿cuál es el hipotético daño de mantenerlo en el cargo respecto al hipotético daño de apartarlo de él? ¿Cuánto y qué queremos arriesgar?

El daño a la carrera política, el daño al sistema democrático

No obstante, en términos mucho más generales, la disyuntiva no es tanto si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños a muchos otros ciudadanos, sino si salvaguardamos la carrera política de una persona o prevenimos el riesgo de daños al sistema democrático, basado en la confianza hacia sus representantes.

Sí, pero, ¿y la carrera política de una persona? ¿La destrozamos sin más? Dos respuestas:

  • No es «sin más», sino un cálculo de riesgos. Por supuesto, es un cálculo totalmente subjetivo. Por una parte, hemos hablado todo el rato de razones fundamentadas , por los que los riesgos se inclinan contra el cargo electo. Por otra parte, no son solamente riesgos, sino daños potenciales. Yo siempre me inclinaré por creer que los daños potenciales a la población en caso de corrupción política son mayores que los daños personales al político inocente (esta es, por supuesto, una valoración estrictamente personal).
  • Una cosa es la carrera política y otra es la carrera personal. Son muchos los que creen que no debería haber tal carrera política: ni a lo ancho (por acumulación de cargos) ni a lo largo (por mantenerse en la política activa varias legislaturas… o toda una vida). Una dimisión o un cese — y a diferencia de una sentencia en unos tribunales — «solamente» lo inhabilitan a uno para los cargos públicos, quedando toda la esfera privada a su disposición y en consonancia con las capacidades de cada uno.

A todo lo dicho hasta ahora habría que añadir tres consideraciones o matices.

La inhabilitación, cese o dimisión de un cargo público debería poder ser temporal y reversible si se restablece la confianza en dicho cargo. Esta afirmación puede parecer una ingenuidad en un estado de la situación tan perjudicado como tenemos en España (nunca volverá a ejercer…), pero debería ser algo normal que la justicia estuviese más legitimada y, en consecuencia, también sus decisiones, tanto para mal como para bien.

No obstante (y segunda consideración) nótese que he dicho «si se restablece la confianza», no si se demuestra la inocencia. Por una parte, porque lo que en un juicio se demuestra es la culpabilidad, raramente la inocencia. Es decir, o se es culpable o no culpable, no inocente. Es un matiz que tiene mucho sentido en un juicio… pero que puede perderlo en política: uno puede ser no culpable por no poderse demostrar la culpabilidad, o porque las causas han prescrito… o simplemente porque no es delito algo que sí es éticamente reprobable, especialmente para un cargo público. Afirmar, por ejemplo, que uno está en política para forrarse no es ilegal, pero es motivo de cese para siempre jamás.

Por último, de la misma forma que se persiguen las supuestas corrupciones y se piden — en mi opinión justificadamente — ceses y dimisiones, de igual forma habría que perseguir, sin piedad alguna, quienes lanzan acusaciones falsas, a sabiendas, con el único objetivo de hacer tambalear la honorabilidad de un cargo político y, con ello, la credibilidad en el sistema. Probablemente debería haber más gente en la cárcel y más periódicos cerrados por este simple pero poderoso motivo.

Pero, insisto, todo esto viene después. Después del cese o la dimisión. Primero, en mi opinión, procede el cálculo de riesgos. Y yo, personalmente, preferiría no arriesgarme.

Actualización 19/03/2013: Interesante artículo de Elisa de la Nuez Sánchez-Cascado sobre esta cuestión en Los imputados aforados: una explicación racional del apego al escaño. Viene a explicar por qué muchos imputados dimiten de sus cargos en el partido pero no renuncian a su acta de diputado u otros cargos públicos.

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