La necesidad de la inmersión lingüística en Catalunya

Dos padres se quejan de que su hija es bilingüe (y no monolingüe)
La niña habla dos idiomas, cortesía de Blázquez

De todos es sabido que no hay que hacer categoría de un caso particular: yo voy a hacer oídos sordos a este principio básico del método científico. Primero, porque esto no es un artículo científico, sino una opinión personal que me viene en gusto compartir; segundo, porque sospecho que muchos otros se sentirán identificados con esta reflexión; y tercero, porque a lo mejor algunos quieren comprender algunos posicionamientos personales, aunque no vengan avalados por un test de significatividad y representatividad muestral.

Mi hija cumple cinco años mañana, de los cuales lleva dos escolarizada (educación infantil) y otros dos en guardería.

En casa solamente se habla catalán. Aunque madre y padre somos completamente bilingües, nos conocimos en un entorno catalanoparlante, así hablamos entre nosotros y así nos dio por hablar a nuestros hijos. En algún momento nos planteamos cada uno hablarle en una de nuestras dos lenguas maternas — uno en catalán, otro en castellano — pero, simplemente, no nos salía. Absolutamente siempre se habla en catalán en casa.

Con el resto de la familia sucede parecido y, a efectos prácticos — en el sentido de la frecuencia de las relaciones personales —, la única persona con quien mi hija habla en castellano es con mi padre.

Sucede lo mismo en la escuela: la lengua vehicular de los centros educativos en Catalunya es el catalán y, al menos en la escuela de mi hija (por supuesto no en todos, pero este es otro tema) esta cuestión se respeta. Dentro de clase, maestros y alumnos hablan en catalán.

A las puertas de sus cinco años, mi hija es enteramente bilingüe. No confunde los idiomas ni las palabras — o no mucho más que los adultos —, sabe que hay dos idiomas y con cuál debe dirigirse a cada persona. Y mi hijo de dos años y medio va por el mismo camino. A pesar de que prácticamente su único contacto personal con el castellano es su abuelo paterno, ambos son entera y completamente bilingües. Como sus padres. Y sus tíos y sus primos y la totalidad de personas que tienen el catalán como primera lengua — si es que eso existe: es muy excepcional quien aprende catalán sin aprender castellano, aunque no lo es lo contrario.

A las puertas de sus cinco años, mi hija es enteramente bilingüe. Pero juega en castellano. Es decir, cuando juega ella sola, y habla en voz alta, habla en castellano. Sus fantasías, sus diálogos consigo misma o con sus muñecos, su propia relatoría de sus propios juegos… es en castellano.

A mí esto no me parece bien ni mal. Los políglotas, los políglotas que lo somos de verdad, pensamos en el idioma en el que hablamos o en el que hacemos las cosas. Yo pienso en catalán cuando hablo con mis hijos, pienso en castellano cuando echo unas cervezas con amigos en la Alameda de Sevilla, o me toca pensar en inglés cuando asisto a un congreso académico de carácter internacional. Y mi hija hace lo mismo.

No obstante, si bien tengo claros los motivos por los que yo cambio de idioma, he tenido que aprender por qué lo hace mi hija, especialmente cuando está sola.

He sido capaz de identificar dos motivos especialmente poderosos:

  1. El primero es la influencia de sus compañeros. Reza el dicho que en clase se habla catalán, pero que en el recreo se habla castellano. Muchos de los amigos de mi hija son castellanoparlantes, y los que no lo son acaban cediendo a la lengua franca de la escuela que, fuera del ámbito académico, es muy claramente el castellano.
  2. El segundo es la influencia de los medios. A pesar de la insistencia de sus padres de suministrar lecturas y material audiovisual en su lengua original (habitualmente catalán, castellano e inglés, pero YouTube trae de todo), la oferta cultural infantil es apabullantemente en castellano: cuentos, juegos, libros, dibujos animados…

¿Conclusión? Dado que la inmensa mayoría de los referentes lúdicos de mi hija son en castellano, cuando juega, aunque sea sola, lo hace en esa lengua. Obvio.

Cuando uno oye o lee declaraciones públicas sobre la persecución del castellano en Catalunya, o la dificultad de usarlo en el día a día, no puede menos que quedarse estupefacto. Mientras mis hijos son completamente bilingües a pesar de vivir en una casa donde solamente se habla catalán, ni jueces ni abogados en Cataluya tienen obligación de comprender el catalán, por poner solamente un ejemplo entre cientos.

Es absolutamente cierto que el castellano está discriminado en Catalunya, y lo está por tres motivos que apunto de menos importante a más.

  1. El primero es por los más que demostrados beneficios del bilingüismo: es bueno para aprender más y mejor, es bueno porque nos hace más empáticos, es bueno porque nos protege (relativamente) de enfermedades degenerativas de origen neurocerebral. Por tanto es bueno aprender castellano y catalán, catalán y castellano. Si una de las lenguas — creo que queda claro por lo escrito hasta ahora que es el catalán y por qué motivos — está en una situación de desventaja, parece lógico auparla hasta la igualdad para promover el bilingüismo (muy distinto de la diglosia, dicho sea de paso).
  2. El segundo motivo es para fomentar la inclusión social. O la inter-inclusión social, si se prefiere: no se trata de que un grupo «incluya» al otro, sino de que se «incluyan» mútuamente, que se interrelacionen, que no haya guetos (ni de catalanoparlantes ni de castellanoparlantes). La experiencia de la inmersión lingüística en las escuelas catalanas ha demostrado ser excelente en esta cuestión. No suficiente, por supuesto, pero sí fantástica dentro de sus posibilidades. Algunas personas opinan — no sin razón — que educar a alguien en una lengua que le es ajena (es decir, a un castellanoparlante en catalán) puede perjudicar su nivel de comprensión. Si bien esto es cierto (la ciencia también se ha pronunciado al respecto) hay dos objeciones a hacer. Una, que es posible que la exclusión social por no saber ambas lenguas sea peor que la motivada por no haber «comprendido toda la lección». La segunda, y mucho más importante, es que cuando un organismo como la UNESCO defiende la escolarización en la lengua propia lo que realmente están defendiendo son aproximaciones educativas bilingües o multilingües basadas en la lengua materna como un factor importante de inclusión y calidad en la enseñanza. Es lo que pretenden algunos al querer añadir el inglés como lengua vehicular. Si sirve para el inglés, sirve para el catalán.
  3. Por último, porque se trata de un derecho constitucional. Mi hija, mis hijos, tienen derecho a conocer y poder desarrollarse plenamente en su(s) lengua(s) materna(s). Dada la apabullante presencia del castellano en relación al catalán, desarrollarse en catalán jamás será posible sin una enseñanza, sí, que discrimine (negativamente) el castellano a cambio de una discriminación (positiva) del catalán. Si ello fuese en detrimento del desarrollo del castellano en mis hijos, yo sería el primero que se opondría. Vehementemente. Pero la experiencia nos ha demostrado, repetidas y contundentes veces, que el castellano no retrocede nunca, mientras que el catalán sí se mantiene (tampoco avanza, porque harían falta más políticas para ello).

Acabo como he empezado: esto es una opinión personal fruto de la observación atenta de un único caso, el de mi hija (y el de mi hijo, que va por la misma senda). No pretende ni convencer ni confirmar en sus convicciones a nadie. Es un único caso y tiene la relevancia que tiene.

Que para mí es toda. Suficiente como para, si se diese el caso, desobedecer una ley que no permitiese a mi hija aprender los dos idiomas en los que hablan sus padres y abuelos: el castellano y el catalán. Hay quien defiende la «utilidad» de una lengua por el número de hablantes. Para mí, el catalán no es útil porque tenga más hablantes nativos que el Checo, el Búlgaro, el Sueco, el Danés, el Finlandés o el Noruego, entre otros. Para mí, el catalán es útil porque lo hablan mi madre, mi mujer y mi hija. Y no hay nada más importante que eso, aunque fuésemos los únicos que todavía lo hablásemos en todo el mundo.

(Esta reflexión la hubiese podido escribir en catalán para defender el castellano, la lengua en la que hablo con mi padre: lo haré el día que haya un mínimo atisbo de que lo que ahora sucede con el catalán pueda remotamente sucederle a mi otra lengua materna. De momento, no hay motivo alguno.)

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Breve guía de catalán para medios castellanoparlantes

Letras características del catalán

En un estado plurinacional como el español, en los medios es habitual oír a un castellanoparlante locutar palabras pertenecientes a otra lengua cooficial en el territorio. A diferencia de lo que sucede con los hablantes de lenguas distintas del castellano, los castellanoparlantes no suelen conocer las otras lenguas cooficiales, como el catalán. Así, se dan casos donde, a pesar de la buena voluntad del locutor, el catalán no se pronuncia bien, dando lugar no solamente a incorrecciones (totalmente comprensibles) sino también a equívocos (no tan comprensibles tratándose de medios de comunicación). Esta brevísima guía pretende echarles una mano.

Lo que existe en catalán y no en castellano

Empecemos por aquello que es totalmente nuevo para el castellanoparlante.

La ç, cedilla o ce caudata. A diferencia del castellano, no se pronuncia como una ka (ca, co, cu) ni como una zeta (ce, ci). Quienes hablan francés tampoco deben llevarse a equívoco, dado que la catalana se pronuncia parecida pero articulada más atrás. Simplemente, la ç catalana se pronuncia exactamente igual que la ese castellana. Así, la obra maestra de Mercè Rodoreda «La Plaça del Diamant» no es, ni más ni menos, que «La Plasa del Diamant».

La l·l (con el punto volado, no a tierra: l.l) o ele geminada tiene un comportamiento parecido al de la doble ene en el castellano «connivencia», doblando el sonido como si estuviese (de hecho, está) a final de la primera sílaba y al principio de la siguiente: con nivencia. De esta forma, Avinguda del Paral·lel se debería pronunciar, en sentido estricto, como Avinguda del Paral Lel. No obstante, la mayoría de catalanoparlantes, en su afán economizador, simplemente la pronuncian como una ele normal y corriente, igual a la castellana: Avinguda del Paralel.

Por último, encontramos el dígrafo ny, que no podría ser más familiar al castellanoparlante, ya que se trata de su eñe de toda la vida. Penya es Peña. Y aquí paz, y mañana gloria.

Lo que existe en castellano y es distinto en catalán

Creo que hay dos casos que vale la pena destacar por su frecuencia y familiaridad en el uso.

El primero es el de la ce ante e e i: ce, ci. A diferencia del castellano, en catalán se pronuncian como la ese castellana. La Mercè, fiesta mayor de Barcelona, se pronuncia «mersé» (no entraremos aquí en las vocales abiertas y cerradas), del mismo modo que el Parc de la Ciutadella (donde se encuentra el Parlament) es siutadella.

El segundo es la x, que en catalán a veces toma el sonido «ks» de «expectativa» pero también el de «xilófono»… o, si se prefiere, el del inglés shine, sheep o shit cuando va a principio de palabra o precedida de i (que no entonces no se pronuncia). Es especialmente el dígrafo -ix- el que suele dar problemas: La Caixa no es La Caiksa, ni La Caisa, sino La Casha.

Por último, el clásico: g y j precediendo una vocal. Durante 23 años Jordi Pujol fue President de la Generalitat de Catalunya. Pujol, como Generalitat, no se pronuncian con el sonido j de jamón, ni tampoco con el sonido de la y en playa. Es comprensible que se pronuncie mal… si no fuese porque la inmensa mayoría de castellanoparlantes pronuncian con bastante acierto la jota en John Travolta o Norma Jean. Pujol, como Generalitat, llevan ese sonido. Exactamente el mismo.

Lo que es igual en castellano y en catalán

Aquí es donde el catalanoparlante se exaspera. Hasta este punto, uno puede tener más o menos acierto emulando los sonidos del catalán que resultan nuevos al castellanoparlante. Pero no es de recibo que lo que es igual, igual-igual, se pronuncie distinto.

La elle es la misma en ambos idiomas. Valles y Vallès, además de compartir raíz etimológica y semántica, se pronuncian (salvo la e y la posición del acento prosódico) igual. Puede uno aceptar cómo los distintos dialectos del castellano tratan a esa elle, convirtiéndola en y muchas veces: vayes. Y acepta generalmente el catalanoparlante que esa ll a final de palabra es infrecuente (¿inédita?) en castellano, de forma que el apellido Valls pueda verse raro. Bien, raro, pero sigue siendo una ll que como ll debe pronunciarse. Así, es aceptable oír Vays por Valls, pero… ¿¡Vals!? Y Pasqual… ¿¡Maragal!?

Similar ocurre con la m a final de palabra: la Patum de Berga. Efectivamente, esta posición es extraña en castellano… pero sigue siendo una eme. ¿¡Patún!? (claro, que después del cederrón, no le pediremos peras a la madre de los olmos).

De la misma forma, la terminación -ig, por arcana que pueda parecer en castellano, no es sino la ch de toda la vida. La palabra mig (medio) se pronuncia mich (no mij), de la misma forma que Puigdemont es Puchdemont y no Puijdemont (y sí, la t final también puede pronunciarse en castellano con un poco de empeño).

Por último… por último a veces lo más fácil es limitarse a leer. A leer con interés, claro, y sobre todo respeto. Para no llamarle «castellets» a los castellers. Castellers son los que hacen castillos, y no los castillitos, igual que el que hace zapatos es el zapatero, y no el zapatitos.

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Discriminación del catalán, discriminación del castellano

Admitámoslo: el castellano está discriminado en Catalunya. No es una opinión ni una intuición: hay todo tipo de ordenamientos jurídicos que promueven una discriminación del castellano al dar un trato prioritario al catalán. Sucede en educación, pero sucede también en muchos otros ámbitos de la sociedad.

Pero no se detiene aquí el afán discriminador de los catalanes.

También se discrimina a los ricos, que pagan tanto en términos absolutos como relativos mucho más en impuestos que sus compatriotas de menor renta. Y no solamente pagan más, sino que habitualmente reciben menos: los gastos en servicios sociales, transporte público colectivo o subsidios a determinados bienes suelen quedar fuera de los intereses de las clases con mayor poder adquisitivo.

Se discrimina también a los hombres en contraposición a las mujeres. Además de algunas normas que las favorecen o protegen de forma explícita, gozan también de beneficios indirectos por su condición de madres que los padres, como mucho, pueden aspirar a igualar, pero que suelen quedar por detrás en su disfrute.

¿Y los que pasan una determinada edad? La inmensa mayoría de adultos se ve discriminada en su condición de no-jóvenes de tantas y tantas ventajas sociales a favor de quienes no han sobrepasado todavía un determinado umbral de años: descuentos jóvenes, becas, premios, tasas especiales.

Peor todavía es la discriminación, claro, por no haber cumplido una determinada edad. Es decir, la discriminación que sufren lo que, sin ser jóvenes, no son lo suficientemente viejos para descuentos o gratuidad en transportes públicos, medicamentos, viajes, hogares de ancianos y residencias.

Hay más, hay muchas más discriminaciones: por no tener una discapacidad, por no tener suficientes hijos, por no hacer una actividad económica relacionada con la cultura o con la educación…

Todas estas «discriminaciones», sin embargo, no son fortuitas, sino deseadas y consensuadas por el grueso de la comunidad: se conoce con el nombre de discriminación positiva aquella que tiene por objetivo cerrar una brecha de desigualdad creando otra desigualdad de signo opuesto. Con ello se pretende compensar la desigualdad inicial para acelerar su desaparición o para sentar unas bases de equidad fuertes que dificulten su reproducción. Así es como «discriminamos» positivamente a pobres para que tengan igualdad de oportunidades, a las mujeres para luchar contra el sexismo, a los jóvenes para que puedan formarse e integrarse en la sociedad, a los mayores para que no se descuelguen de esta al dejar de ser «productivos», a los discapacitados para hacer su discapacidad irrelevante, a los hijos porque se ha acordado que la natalidad es buena, lo mismo que la cultura y la educación…

La discriminación positiva no es un ataque al fuerte, sino un asidero especial a quien está en desventaja. La discriminación positiva es destinar más horas y recursos al hijo que perdió horas de clase por una enfermedad, sin por ello dejar de querer a su hermano.

El castellano y el catalán son dos hermanos de la misma madre. Y el catalán ha ido perdiendo innumerables horas de clase al haber enfermado varias veces: desde el virus de Felipe V hasta el cáncer de Francisco Franco. Y es por ello que merece una discriminación, una discriminación positiva.

Y la prueba de que es una discriminación positiva (y no negativa) es que el resultado es una mayor equidad entre ambas lenguas, tanto en la esfera privada como en la pública, equidad que se pone a prueba cada día por las inercias del pasado (el cáncer tiende a la metástasis), las oleadas de inmigración (que traen consigo el castellano o lo adoptan por lengua más universal), el solapamiento de administraciones e instituciones que no tienen como lengua cooficial el catalán (aunque sí sirven a estos ciudadanos y contribuyentes) o el aluvión de contenidos a los que se puede acceder gracias a la digitalización (de texto, sonido e imagen).

La pregunta relevante no es si el catalán o el castellano están discriminados en Catalunya, sino por qué deberían estarlo. Como de costumbre, las preguntas que empiezan con «por qué» suelen ser las más difíciles de contestar. Y por ello las pasamos alegremente por alto.

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