Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 30 septiembre 2012
Categorías: Derechos, Política
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El no-debate alrededor del derecho a la determinación y la independencia de Catalunya sigue siendo un partido de tenis entre dos cuestiones distintas: la legitimidad y la legalidad. Y mientras no se consiga estar en un mismo plano, es difícil que haya un debate digo de ser llamado tal y, sobre todo, constructivo.
Por una parte se encuentra la legitimidad, lo que es justo, lo que tiene el apoyo de la ciudadanía. Y el soberanismo (no confundir soberanismo con independentismo) ahora mismo goza del apoyo de una holgada mayoría: entre un 71,3% y un 83,9% apoyarían la realización de un referéndum de autodeterminación en Catalunya (lo que, insisto, no necesariamente implica que votaran que sí, opción que se ha situado, apenas unos puntos por encima del 50% en las últimas encuestas, aunque de forma constante y con tendencia a crecer).
Por otra parte tenemos la legalidad, lo que está dentro de la Ley, lo que esta permite. Y la Ley no permite hacer un referéndum de autodeterminación de ninguna de las maneras. La Ley permite:
- Hacer un referéndum para consultar (es, pues, no vinculante)
decisiones políticas de especial trascendencia
(artículo 92 de la Constitución). El referéndum será convocado por el Rey, mediante propuesta del Presidente del Gobierno, previamente autorizada por el Congreso de los Diputados
.
- Se puede también realizar un referéndum cuando el objeto de este sea reformar la Constitución, ya sea parciamente (artículo 167 de la Constitución) o en su totalidad (artículo 168 de la Constitución). En el primero de los casos, el referéndum se aprobará por una mayoría de 3/5 en el Congreso y en el Senado o de 2/3 en el Congreso.
- Por último, deben convocarse referenda para cuestiones relacionadas con la iniciativa del proceso autonómico y aprobación de estatutos (artículo 151 de la Constitución) o reforma de los estatutos de autonomía (artículo 152 de la Constitución).
No hay, pues, cabida, dentro de la legislación vigente, para que un presidente autonómico convoque un referéndum sobre la autodeterminación. La única forma de hacerlo sería que lo hiciese el Presidente del Gobierno amparándose en el artículo 92, el que habla de las decisiones políticas de especial trascendencia
. Cuando el eurodiputado Alejo Vidal-Quadras pide intervenir Catalunya con la Guardia Civil
no hace otra cosa que exigir un escrupuloso cumplimiento de la legalidad (aunque sea de la forma más primaria conocida, dicho sea de paso).
El esquema de las posibles opciones que presenta la convocatoria de un referéndum de autodeterminación puede parecerse al siguiente:
Como esquema que es, adolece de la simplificación de los matices. Vemos que hay tres salidas principales: un referéndum legítimo y legal; un cumplimiento de la Ley que conlleva la no realización de la consulta, llevándose con ello por delante la legitimidad de dar voz a la ciudadanía; y un referéndum legítimo que, por ilegal, se lleva por delante la legitimidad del gobierno y las instituciones democráticas estatales.
Vale la pena hacer hincapié en dos puntos de este esquema.
El primero — sombreado en rojo — que he venido a llamar «bucle de la deslegitimidad«. Dicho bucle — que transita por las líneas de puntos hasta encontrar una salida en la desconvocatoria del referéndum o su realización de forma no permitida — consiste en el conocido juego de la gallina: a ver quién es el primero que se apea de su posición, subiendo cada vez más las apuestas y, con ello, el riesgo de tener un fin violento al bucle. Este fin violento puede ser de muchas naturalezas: por una parte, las fuerzas del orden se enfrentan a quien quiere realizar la consulta contra viento y marea (el caso de la Guardia Civil tomando Catalunya); por otra parte, quienes querían hacer la consulta inician protestas al ver sus voces acalladas (cualquier manifestación con final violento es un buen ejemplo); por último, los ciudadanos que ven a su gobierno flaquear ante la presión popular, deciden que ellos son más fuertes que las instituciones (el caso más tristemente ilustre, el golpe de estado de 1936). Estos tres casos se deben, en el fondo, a lo mismo: la falta de legitimidad en las distintas instituciones democráticas (gobiernos, parlamentos, consultas a la ciudadanía) dan paso, por activa o por pasiva, a la violencia.
El segundo punto a tener en cuenta es que fuera de ese bucle de la deslegitimidad hay un «bucle de la legitimidad» — sombreado en verde — que a menudo pasa desapercibido. Se trata de todo ese espacio que hay entre la inmovilidad y la violencia: el debate y la negociación, la democracia. Si bien es cierto que las posiciones están muy enrocadas para que ese diálogo fluya, hay, al menos, dos consideraciones a tener en cuenta de cara a los próximos meses:
- ¿Cuál es el coste de forzar un referéndum a toda costa? ¿Puede la legitimidad de las razones pagarse con violencia? No es una pregunta retórica: la opción de una respuesta violenta por parte del Estado es real. Es posible que tenga una baja probabilidad, pero la opción está ahí.
- ¿Cuál es el coste de evitar un referéndum a toda costa? ¿Cuánta violencia puede justificarse para mantener intacta la Constitución? Igual que antes, la pregunta no es retórica en absoluto. El 11 de septiembre de 2012 muchos ciudadanos salieron a la calle no para interpelar al Gobierno del Estado, sino a las instituciones catalanas en un síntoma inequívoco de ruptura del diálogo.
Cuando se demoniza el uso de la fuerza por parte del Estado para evitar el referéndum, esta es una crítica hecha desde la legitimidad (¡y hacia la paz!) pero contra la legalidad. Y hay quién solamente piensa en términos de legalidad. Y hay quién cree que la Ley está por encima de todo, hasta de las voluntades de quienes la forjaron.
En mi opinión, atacar la legalidad es atacar el síntoma, no la enfermedad. Creo que sería más eficaz (y más prudente) atacar la inoperancia de la legalidad para afrontar los nuevos problemas de la sociedad. En lugar de criticar el uso de la fuerza (síntoma), criticar el no acomodo de la Ley… para que no haya que usar la fuerza.
La defensa de un derecho — a la autodeterminación, a la sanidad universal, a la educación pública, a la igualdad de oportunidades… — debe, en mi opinión, ir a la raíz de la injusticia, no a sus segundas derivadas.
Considero que los soberanistas catalanes harían bien no en pedir celebrar un referéndum, sino en pedir que se pueda hacer dentro de la legalidad. La legitimidad ya la tienen.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 14 septiembre 2012
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Hay dos argumentos en las luchas nacionalistas — en general, y en concreto en el nacionalismo catalán contra nacionalismo español, y viceversa — que, por irresolubles, son totalmente espurios.
El primero se refiere a la ordenación territorial presente (¿está Catalunya dentro de España ahora?) contra la existencia de una ordenación territorial pasada distinta (¿estuvo Catalunya en el pasado dentro de España?). Dado que se juega en dos planos del tiempo distintos, el dilema no tiene solución. Por otra parte, como el marco temporal se fija de forma totalmente arbitraria, es fácil encontrar tantos casos como opiniones queramos respaldar: una España unida, una Catalunya soberana, media Catalunya y media España árabes y las otras respectivas mitades visigodas, una península romana… y así hasta el Paleolítico, donde constatamos que en unas sociedades eminentemente nómadas, la ordenación del territorio y sus fronteras eran algo poco menos que irrelevante.
El segundo punto de desencuentro irresoluble se refiere a la existencia de una nación catalana (o española). Más allá de lo que dice la etimología de «nación» (los nacidos en un lugar), se suman a esta definición territorial otros rasgos como la cultura y la lengua. Hay, al menos, dos motivos por los cuales el debate sobre si hay una nación catalana o una nación española es irreconciliable. El primero porque las inexistentes fronteras entre Catalunya y el resto de la península son de una gran porosidad, cruzándose hasta la saciedad especialmente a partir de (por poner una fecha aleatoria) el desarrollismo español de la segunda mitad del s.XX. La definición de nación como los nacidos en un territorio, y que comparten cultura y lengua sirve igual para definir, por construcción y dentro del territorio catalán (o español del nordeste peninsular), tanto a la nación catalana como a una parte de la nación española, sin que podamos separar a los unos de los otros (si es que los hay, que es el meollo del debate). El segundo motivo porque, ante un mundo con cada vez mayor movilidad, el concepto de nación es cada vez más endógeno, más personal, más subjetivo: ahí están las naciones judía o romaní como ejemplos paradigmáticos. Y lo que es endógeno y personal no puede ser definido en términos objetivos y, en consecuencia, acordar una definición consensuada y del agrado de todos.
Hasta aquí, dos aproximaciones irresolubles a estos nacionalismos que se definen por «ser»: ser un territorio, ser una nación.
Hay una segunda aproximación, mucho más pragmática a la vez que prosaica, que se basa en un «estar» y al que Jean-Jacques Rousseau denominó Contrato Social. El contrato social no es más que un matrimonio entre muchos, en el que estos muchos deciden renunciar a algunas libertades a cambio de un bien mayor fruto del vivir en comunidad, compartir determinados recursos y someterse a la coordinación o gobierno de una institución superior: el Estado.
Como cualquier contrato, el matrimonio puede romperse si uno de los cónyuges así lo desea. A veces tiene solución, a veces no la tiene.
El contrato social lo suscriben (hipotéticamente) todos y cada uno de los ciudadanos en el día a día. Cuando un ciudadano decide romper el contrato, lo hace marchándose del ámbito de influencia de dicho Estado. Como, por norma general, no puede vivir completamente aislado del resto de ex-compatriotas que siguen subscribiendo el contrato ni puede llevarse la casa y las tierras consigo, lo que en la práctica tiene que hacer es abandonar el país.
Pero cuando son muchos los que quieren romper ese contrato y, además, viven adyacentes los unos de los otros, lo que sí pueden hacer son dos cosas al mismo tiempo: romper el contrato social que tenían inicialmente con otros ciudadanos y firmar uno nuevo solamente entre ellos.
Un estado de derecho se basa en los pactos (leyes, contratos) firmados entre los ciudadanos. Más allá de otras definiciones de España y Catalunya (totalmente legítimas, por supuesto), España y Catalunya son un contrato, un contrato social. Ante la posibilidad de ruptura del contrato, lo que prima en un estado de derecho no es si las personas son esto o son aquello, ni la historia ni los sentimientos personales, sino si las partes desean o no cumplir un contrato, si las personas quieren estar o no. El soberanismo y la independencia son una cuestión, sobre todo, de querer estar. Y si el contrato no es satisfactorio, o bien se cambian las cláusulas o se da por finiquitado.
Y, probablemente, la mejor forma de saberlo, de saber si el contrato es válido, es preguntando educadamente. Sin disquisiciones gordianas ni aspavientos. Y lo que salga, sea.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 31 agosto 2012
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Esta es una entrada en dos partes sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, la convocatoria a la manifestación unitaria el día 11 de septiembre de 2012 bajo el lema Catalunya, nuevo estado de Europa
y la existencia de dos tipos de sentimiento independentista en Catalunya. En la primera parte, Las tres independencias (y media) de Catalunya argumento que no son dos sino tres estas diferentes aproximaciones a la cuestión independentista; en la segunda parte, ¿Es neutral una declaración de independencia? argumento que precisamente porque se dan tres aproximaciones distintas, es imposible pensar en que un proceso de independencia pueda darse en dos tiempos: una declaración de independencia «políticamente neutral» y un proceso constituyente posterior en el que escoger el color del nuevo estado. Esta es una reflexión personal y sin ninguna pretensión de objetividad ni academicismo. La lengua elegida para su publicación no tiene tampoco ninguna connotación política y únicamente se ajusta a libro de estilo de este espacio.
Una de las afirmaciones que a menudo oímos decir a las personas que optan por la independencia desde una aproximación fuertemente identitaria es que la independencia es algo neutral: la independencia no es de derechas ni de izquierdas, simplemente es; declaremos la independencia y, después, el pueblo eligirá qué tipo de gobierno (derechas, izquierdas…) quiere.
En mi opinión esta afirmación solamente se confirmaría en un único caso: no hay pasado ni presente y el proceso constituyente aparece de la nada. En caso contrario, la declaración de independencia necesariamente debe desembocar en un proceso constituyente que, por construcción, no será neutral: en un momento u otro del mismo habrá que tomar una decisión arbitraria o heredera de instituciones pasadas, por lo que el resultado del proceso tendrá, con toda probabilidad, un sesgo ideológico.
El proceso constituyente
Si nos inspiramos en el proceso constituyente en España en 1977, una declaración de independencia en Catalunya podría tener, más o menos, la siguiente secuencia:
- Las instituciones existentes — el Parlament — pactan el cambio de régimen, a saber, se declara la independencia de Catalunya.
- Las instituciones existentes pactan unos principios básicos o fundamentales (p.ej. ¿Será una democracia?) y se plasman en lo que podríamos llamar «Constitución provisional o constituyente».
- Dicha «constitución constituyente» se aprueba (o no) en referéndum.
- Las instituciones existentes diseñan cómo se escogerán las futuras instituciones, es decir, se redacta una ley electoral, habida cuenta que la actual ley electoral pertenece a un pasado que ya no existe. En última instancia, adoptar la ley electoral en vigor antes de la declaración de independencia es en cualquier caso una decisión que debe tomarse y, por tanto, supone optar por un diseño en particular.
- Con la nueva ley electoral, se renueva el Parlament y se constituyen unas Cortes constituyentes.
- Estas Cortes constituyentes, directamente, delegando en una comisión o con la participación de los ciudadanos, redactan una nueva constitución.
- El texto de la constitución se lleva a referéndum para su aprobación (o rechazo) por parte de toda la ciudadanía.
- Con la nueva Constitución, se disuelven las cortes y se convocan nuevas elecciones, ahora ya dentro de la nueva ley electoral y la nueva Constitución, para la constitución del primer parlamento dentro de la nueva época.
A efectos prácticos, la secuencia anterior se puede simplificar bastante. Habida cuenta que, a corto plazo, los equilibrios de fuerzas es previsible que no cambien en demasía, creo que el procedimiento anterior es equivalente al siguiente:
- Las instituciones existentes — el Parlament — pactan el cambio de régimen, a saber, se declara la independencia de Catalunya. El Parlamento en funcionamiento pasa a ser, automáticamente, unas cortes constituyentes.
- Estas Cortes constituyentes, directamente, delegando en una comisión o con la participación de los ciudadanos, redacta una nueva constitución.
- El texto de la constitución se lleva a referéndum para su aprobación (o rechazo) por parte de toda la ciudadanía.
En cualquier caso hay, como mínimo, dos puntos delicados en todo este proceso.
Neutralidad del proceso constituyente
El primero es la la ley electoral a aplicar. Tanto si se da por buena la ley electoral del régimen anterior como si se redacta una nueva, la decisión tiene un sesgo político. Hay diversos diseños en la forma de elegir a los representantes públicos, y todos ellos acaban resolviendo algunos problemas para dejar desatendidos otros tantos, como bien presenta el breve ensayo de investigadores de la UAB y el CISC La reforma del sistema electoral. Guía breve para pensadores críticos. Valga como ejemplo cómo el actual sistema favorece el bipartidismo y se llevs por delante las minorías, o cómo una alternativa que mitigue el bipartidimo puede convertir el parlamento en una olla de grillos imposible de gobernar.
El segundo punto es, por supuesto, la forma como se redacta la nueva constitución. No hay más que ver la composición de la Ponencia que nombró en 1977 la Comisión de Asuntos Constitucionales y Libertades Públicas del Congreso de los Diputados para tener un buen ejemplo de si la redacción de una nueva constitución es neutral o no: dicha ponencia estaba compuesta de 7 diputados, 4 de ellos (mayoría absoluta) con un fuerte sesgo a favor del anterior régimen, dos diputados de izquierda y un único diputado de los nacionalismos periféricos.
Ambas cuestiones son algo que determinará y mucho la nueva independencia. Algunos ejemplos del caso catalán:
- ¿Qué idiomas oficiales tendrá la nueva Constitución? ¿Dos (catalán y castellano)? ¿Uno (solamente catalán)? ¿Más (aranés…)?
- ¿Será el nuevo estado una república o se intentará coronar un descendiente vivo de Martín I de Aragón?
- El nuevo estado, ¿será laico o bautizado como católico en Montserrat?
- ¿Será un estado neutral y sin ejército, o lo tendrá y se adherirá y aportará tropas a la OTAN y a los cascos azules? ¿Qué tipo de ejército? ¿Vuelve la «mili»?
- ¿Se reconocerá la propiedad privada? En caso afirmativo, ¿por encima de qué otros derechos?
- El Banco Central ¿será independiente? ¿cuáles serán sus objetivos de estabilidad macroeconómica? ¿inflación? ¿empleo? ¿crecimiento?
- La educación, la sanidad… ¿serán considerados derechos fundamentales y universales? ¿se encargará el Estado de proveerlos? ¿bajo qué condiciones?
- ¿Qué organización territorial tendrá este nuevo estado? ¿Cuántos niveles administrativos? ¿Con qué independencia o con qué grado de centralización?
- La nacionalidad catalana, ¿será exclusiva de los habitantes de Catalunya? ¿la podrán obtener otros ciudadanos del resto de Països Catalans? ¿Qué derechos otorgará a estos últimos?
- Etc.
Estas cuestiones, y muchísimas otras más, deberán decidirse a corto plazo, a muy corto plazo. Algunas de ellas son tan trascendentales que directamente hacen optar por un modelo de sociedad u otro (véase el tema república vs. monarquía, sistema capitalista vs. comunista o cuántas y qué lenguas oficiales).
Dado que una constitución se vota en bloque (o sí o no), lo que en ella se incluya vendrá determinado por la composición de la ponencia que la redacte, que vendrá determinada por los políticos que la escojan, que vendrán determinados por quienes hayan salido elegidos para ocupar los 135 escaños del Parlament. Que esos 135 escaños se escojan justo antes o justo después de la declaración de independencia es prácticamente irrelevante a efectos prácticos.
En la más pura de las teorías, en un mundo sin pasado ni presente, es probablemente cierto que una declaración de independencia sea neutral en cuanto a color político. En un mundo real, con partidos establecidos, dificultades (legales, económicas y sociales) a la participación, y los enormes costes económicos tanto de la creación de un nuevo estado como de la realización de unas elecciones cualesquiera, una declaración de independencia no puede ser neutral.
En este sentido, sería muy conveniente que los partidos que llaman a presentar listas conjuntas con la independencia como único punto en el programa electoral — así como cualquier otro partido o plataforma que pida la independencia — manifestasen claramente y sin ambigüedades qué tipo de independencia están pidiendo exactamente. Con ello, el ciudadano podría tener más datos para valorar si dicha indepdencia le conviene o no.
Incluso en el caso de que la aproximación de un ciudadano sea pura y estrictamente identitaria, incluso en el caso en que la independencia esté en primera posición absoluta en su escala de prioridades (y el resto de cuestiones le importen un rábano), al día siguiente de la declaración de independencia, con esa primera posición ya tachada de la lista, ese ciudadano dejará de ser (sobre todo) nacionalista para ser (también) obrero o empresario, comunista o capitalista, republicano o monárquico, pacifista o belicoso, bilingüe o monolingüe, autárquico o ciudadano del mundo, etc. Incluso al más independentista de los independentistas le interesa saber qué pasará después, so pena de encontrarse que se quejaba de una sanidad pública que le atendía en castellano, y ahora le atiende en catalán, pero es privada y debe pagar por ella.
Saber qué tipo de independencia se va a votar es seguramente algo que debería incluir cualquier elección o referéndum sobre la cuestión. Y, como he intentado explicar, esto no puede hacerse después, porque puede ser doblemente tarde: por una parte, porque quien votó sí (o no) puede ver que en el paquete van medidas que son condición suficiente para cambiar de opinión; por otra parte, porque todas estas cuestiones deben necesariamente estar diseñadas de antemano: bastante difícil será un hipotético proceso de creación de un nuevo estado como para dejar lugar a la improvisación.
Se me antoja, pues, necesario, que los partidos que tienen a la independencia como opción en sus programas electorales, intenten ser comprehensivos en sus aproximaciones: solamente con un programa bien definido en el ámbito identitario, económico y político puede ser viable una declaración de independencia. En caso contrario, el nuevo estado nacerá con carencias estructurales importantes, carencias que acabarán minando su viabilidad y sostenibilidad social, económica y política.
Por Ismael Peña-López (@ictlogist), 31 agosto 2012
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Esta es una entrada en dos partes sobre la cuestión de la independencia de Catalunya, la convocatoria a la manifestación unitaria el día 11 de septiembre de 2012 bajo el lema Catalunya, nuevo estado de Europa
y la existencia de dos tipos de sentimiento independentista en Catalunya. En esta primera parte, Las tres independencias (y media) de Catalunya argumento que no son dos sino tres estas diferentes aproximaciones a la cuestión independentista; en la segunda parte, ¿Es neutral una declaración de independencia? argumento que precisamente porque se dan tres aproximaciones distintas, es imposible pensar en que un proceso de independencia pueda darse en dos tiempos: una declaración de independencia «políticamente neutral» y un proceso constituyente posterior en el que escoger el color del nuevo estado. Esta es una reflexión personal y sin ninguna pretensión de objetividad ni academicismo. La lengua elegida para su publicación no tiene tampoco ninguna connotación política y únicamente se ajusta a libro de estilo de este espacio.
El próximo 11 de septiembre (fiesta nacional de Catalunya), los catalanes están llamados a manifestarse en las calles por… un sinfín de razones. Algunos llaman a ocupar la calle para vindicar la identidad nacional; otros, directamente, por la independencia; todavía otros por motivos económicos, algunos de ellos representados por el Pacto Fiscal. Esta llamada a manifestarse viene además precedida por varias encuestas y barómetros que, en los últimos años, van reflejando un creciente apoyo ciudadano a la opción de una Catalunya como estado independiente de España. Este apoyo se ha nutrido, sobre todo, de un colectivo que defiende la independencia por motivos económicos, sumándose a la ya existente comunidad nacionalista que lo hace por motivos eminentemente identitarios — por supuesto, la frontera es difusa y los colectivos se solapan.
En mi opinión, no obstante, no hay dos sino tres (y media) grandes líneas o aproximaciones a la cuestión independentista. Y aunque no se oponen unas a otras (como he dicho, se solapan en varios puntos), su orden de prioridades es lo suficientemente distinto como para que de su entendimiento la vía independentista tenga viabilidad o no.
1. Aproximación identitaria o nacionalista: la independencia como reivindicación identitaria
Hay un grupo de personas que se sienten, por encima de todo, catalanes. Reivindicar la propia identidad (colectiva) pasa por encima de todo y es un motivo en sí mismo. El objetivo, pues, de la vía identitaria es que la nación como sentimiento coincida con la nación como territorio administrativo o jurisdiccional.
El debate sobre si hay una base histórica o no para dicho sentimiento es, en mi opinión, espurio: uno siente lo que siente en un momento dado, siendo el origen de dicho sentimiento irrelevante. Afirmar que un catalán es español es, de nuevo, espurio: no se puede comparar sentimiento con adscripción administrativa.
2. Aproximación económica
Que en la balanza fiscal entre Catalunya y el estado español hay un desequilibrio a favor del Estado es una cuestión indiscutible, avalada por docenas de estudios al respecto. Se puede debatir sobre su cuantía, pero es un hecho que los contribuyentes catalanes aportan más a las arcas del Estado que lo que este gasta en el territorio o los ciudadanos catalanes.
La existencia de este déficit fiscal se ha justificado históricamente por el principio de solidaridad entre territorios. Quienes piden la independencia de Catalunya por motivos económicos persiguen, básicamente, o bien el fin de dicho principio de solidaridad o bien una redefinición del mismo. Dentro de esta aproximación económica, hay a su vez distintas aproximaciones o motivaciones:
- No se quiere ser «solidario» o bien se quiere decidir, año a año, cómo, cuánto, con quién y en base a qué. De entrada, no a la solidaridad y, en consecuencia, no al déficit fiscal: lo que se recauda en Catalunya, se queda en Catalunya, se incluye en los presupuestos y es allí donde se decide si hay transferencias (con o sin contrapartida) con otros territorios.
- Sí a la solidaridad, pero con un límite: el resultado después de repartir rentas no puede cambiar la lista de autonomías ordenadas por renta per cápita. Es decir, el rico no puede quedar más pobre que el pobre una vez realizada la aportación solidaria. En el límite, todos igual. Pero nunca, jamás, alterar el orden.
- Sí a la solidaridad, pero no a la solidaridad incondicional: si en 30 años de autonomías (y solidaridad interterritorial) la riqueza relativa de las autonomías prácticamente no ha variado, es probable que el mecanismo de solidaridad para el desarrollo equitativo deba ser revisado (planes de desarrollo, de inversiones, etc.). Sí, pues, a la solidaridad para el desarrollo (finalista) pero no a la solidaridad como transferencia neta de rentas. Esta aproximación puede contemplar saltarse el punto anterior, es decir, que el rico acabe más pobre que el pobre porque este último merece un empujón extra, pero ello no puede ser de forma indefinida.
3. Aproximación política
Hay un último colectivo, con un fuerte sentir europeísta y federalista, que cree firmemente en el principio de subsidiariedad, es decir, en acercar o ajustar al máximo la gestión política al territorio. La independencia de Catalunya desde este punto de vista perseguía acercar la toma de decisiones al ciudadano («Madrid no tiene porqué decidir sobre una cuestión de ámbito estrictamente catalán»). Se trata, pues, no de una cuestión económica sino política, de cómo tomamos niestras decisiones, de cómo diseñamos nuestras instituciones.
Aunque es independiente de la aproximación económica, tiene algunos puntos en común con ella: la corresponsabilidad fiscal implica que una administración sea a la vez responsable de los ingresos y de los gastos ligados a estos, con lo que se supone que resulte en una política más responsable de gastos así como una mayor libertad para establecer ingresos que redunden en una mayor autonomía del gasto.
3½. El soberanismo como derecho
Existe también otro «medio» motivo o aproximación para (no exactamente) pedir la independencia: porque es un derecho. No hace falta ser nacionalista ni tampoco independentista (no hace falta sentirse catalán o desear la secesión del territorio catalán del español) para creer que cualquier colectivo tiene derecho a organizarse como desee y situarse bajo un marco administrativo determinado.
Se puede ser soberanista y abogar por el derecho a la autodeterminación, incluso promover un referéndum… y acabar votando en contra: el soberanismo es un derecho, la independencia es una opción. Aunque a menudo se confunden y se equipara a quien defiende el derecho con quien defiende la opción. No debería tener nada que ver… aunque es cierto que todo independentista es soberanista y es quién más vehementemente suele defender dicho derecho.
Manifestación del 11S-2012 y estado de la cuestión
Iniciaba esta reflexión (personal) diciendo que el próximo 11 de septiembre los catalanes están llamados a manifestarse en las calles por un sinfín de razones: son, entre otras, las anteriores. Los partidos y plataformas ciudadanas que se están adhiriendo a la acción de autoafirmación/reivindicación/protesta invitan a que cada ciudadano manifieste su propio sentir, tenga este el sentido que tenga.
Mi esquema personal de lo que cada partido viene a defender — en las urnas, en el Parlament, en los medios o en la calle — es más o menos el que presenta el diagrama siguiente:
Es esta percepción, por supuesto, totalmente subjetiva y parcialmente informada. No es ni pretende ser reflexión objetiva y ni mucho menos académica: ya se encargan partidos y simpatizantes de que sea imposible saber a ciencia cierta y de forma rigurosa qué pretende cada dirigente político, por no hablar de su agregación como partido. En cualquier caso, su objetivo no es otro que intentar situar visualmente a los partidos, tanto en el llamado eje constitucional (España–Catalunya) o el eje social (izquierda–derecha). Seguramente también se puede leer en clave Estatut, Pacto Fiscal o Federalismo. Insisto: esta es mi visión, que puede estar tan equivocada como la de cualquiera.
¿Es compatible salir a la calle a defender un sentir al margen de que el compañero salga a defender el suyo? En mi opinión, no lo es. Considero que las tres aproximaciones no son incompatibles pero sí riñen en lo que prioriza cada una. Por otra parte, la falta de un agente que intente crear un programa basado, al mismo tiempo, en las tres visiones o aproximaciones hace que, sistemáticamente, una u otra quede fuera del tablero de juego. Y esto último sí hace, por excluyente, que sea extremadamente difícil hacer converger las distintas aproximaciones a la cuestión de la independencia.
⇒ Leer la segunda parte: ¿Es neutral una declaración de independencia?